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Broken. por RLangdon

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Lentamente abrí mis ojos con pesadez cuando los primeros rayos de luna se colaron por la ventana de mi habitación. Nuevamente me sentía fatigado sin causa aparente. Llevaba meses sintiéndome decaído, pero no le tomé mayor importancia al asunto, después de todo, terminé por relacionarlo con la fuerte depresión que diariamente me invadía.
 
Miré hacia el techo y mantuve mi vista fija en un punto, siempre era lo mismo cuando intentaba levantarme de la cama. Me pesaba el cuerpo, me pesaba el…alma.
 
No estuve consciente de cuánto tiempo permanecí en esa posición. Inesperadamente sentí la presencia de alguien más en mi recamara. Era él, no había necesidad de alzar la cabeza para cerciorarme, de igual forma era el único que podría entrar a mi pieza, ya que siempre estaba bajo llave. La pregunta era si se había quedado la noche ahí, o recién acudía a verme.
 
Me incorporé con cuidado de la cama, apoyando la espalda contra la cabecera de la misma, fue entonces que le miré. Permanecía de pie, recargando su cuerpo contra la pared, me miraba fijamente, con peculiar atención, era capaz de transmitirme un sinfín de emociones con su fría mirada escarlata.
 
Me levanté de la cama, fingiendo indiferencia. Últimamente ni siquiera él conseguía alejar esas sensaciones que se apoderaban de mi cuerpo, aún así, era la única razón por la que yo, Ciel Phantomhive, aun permanecía con vida…
 
-Sebastián- articulé en voz baja, noté que sonrió. Procedí a abotonar mi camisa de lino sin denotar emoción alguna en mi expresión.
 
Dos deseos, ya había empleado uno de ellos, y estaba consciente de que, tarde o temprano, tendría que utilizar el último…
 
El primero fue claro,disponer de su compañía, aun cuando mis dos peticiones fueran llevadas a cabo. Por más que odiara admitirlo, no quería estar solo. Me sentía tan vacío en ocasiones, cuando la soledad me embargaba, que incluso llegaba a experimentar miedo, desesperación, ansiedad…necesitaba compañía.
 
Su advertencia fue breve y concisa, y pese a lo que implicaba, acepté. Sabía interiormente que mi alma estaba condenada, yo prácticamente no poseía una, al menos no ahora. Mi alma le pertenecía a Sebastián, y podría hacer con ella lo que fuese, en el momento justo que yo muriera.
Asimismo, mi energía se reducía a la mitad con su simple presencia, ya que él necesitaba absorber parte de ella para subsistir en el medio físico de este universo.
 
Fruncí el entrecejo cuando me percaté de la curiosa mirada que me dirigía.
 
-¿Existe alguna razón coherente para que me observes así?- cuestioné, molesto ante su persistente manía de intentar hacerme sonreír. ¿Es que no entendía que no había un solo motivo para que estuviera feliz?, ya había olvidado ese sentimiento tan inútil que los humanos poseemos, y no estaba entre mis planes recuperarlo, repudiaba todo y a todos, incluyéndome.
 
Su sonrisa desapareció de inmediato, dejando en su lugar una expresión de incertidumbre que no pasó desapercibida para mí.
 
-Sonreír de vez en cuando, no le haría ningún daño- comentó, ignorando por completo mi pregunta. Chasqueé la lengua con enfado.
 
Se acercó más hacia mí y sujetó con firmeza mi mentón entre sus fríos dedos, clavando fijamente su mirada en la mía. Un escalofrío recorrió mi espalda, sentí mis piernas vibrar cuando sus labios se apoderaron de los míos.
 
Intenté apartarlo alzando mi brazo para golpearlo, pero me detuvo de inmediato sujetándome de la muñeca. Cerré los ojos, esa extraña sensación me invadía de nuevo. Sus labios eran fríos pero suaves. Me parecía irreal cada vez que sus labios rozaban los míos, pero curiosamente me gustaba. Me agradaba poder palpar su piel y cerciorarme de que él era real, de que no estaba…solo.
 
Entonces reparé en un detalle de gran importancia, él era un demonio, un ser sin emociones.
 
Me aparté de inmediato, y sin decir una sola palabra, tomé mi gabardina del perchero para salir cuanto antes de ahí. No me molesté en cerrar la puerta. Me dirigí a las escaleras y me dispuse a bajar los escalones con rápidez, escuchando inevitablemente el rechinido de los mismos. Procedí a abotonar la prenda sin dejar de mirar el piso.
 
Nuevamente me sentía presa de la ansiedad, de la…confusión.
 
Me encaminé a la sala, pasando por el espejo de cuerpo completo que tanto le gustaba a mi madre. Me devolví de inmediato para observarme con detenimiento.
 
Las ojeras se hacían cada vez más perceptibles. Retiré el parche de mi ojo izquierdo, mis azulados ojos perdían brillo, mi rostro estaba pálido a consecuencia de la escasa exposición al sol.
 
De nuevo ese sentimiento comenzaba a suscitarse en mi interior. Era una extraña mezcla de rabia y dolor.
 
Empuñé mi mano derecha y di un fuerte y certero golpe en mi reflejo…un leve ardor recorrió mi puño y comenzó a intensificarse velozmente, el líquido carmesí no tardó en brotar de las heridas, salpicando la alfombra marrón bajo mis pies.
 
Hice una mueca de dolor y observé los diminutos trozos de cristal enterrados en mis nudillos. No me importó, volví a empuñar mi mano, pero el brazo de Sebastián me impidió repetir el acto.
 
Retrocedí un paso y lo mire incrédulo, ¿Cuánto tiempo llevaba ahí?, estaba tan sumido en mis pensamientos que ni siquiera le escuché bajar las escaleras.
 
-No es recomendable, joven amo que…
 
-Sebastián- nombré, frunciendo el entrecejo. Me miró con seriedad. -Eres mi mayordomo, estás aquí para servirme- asintió en ademan, haciendo una leve reverencia. –Pero solo cuando yo te lo ordene, no antes, no después- enfaticé cada palabra con apatía. Se mantuvo impasible, pensativo. Me di la vuelta para salir de aquel lugar que claramente me estaba asfixiando.
 
-Lo sé- le escuché decir en voz baja.
 
Me sentía fatigado, física, emocional, mental y espiritualmente. No encontraba una palabra que describiera lo que sentía en ese momento.
 
Me dirigí a la puerta y salí sin mirar atrás. Emprendí la caminata por las abarrotadas calles de Londres, sin saber exactamente a donde ir. Miré mi muñeca, fue entonces que encontré la palabra exacta que me definía en ese momento…me sentía roto.
 
-¡Que estupidez!- resoplé, aceleré el paso. Tal vez roto era un término inapropiado.
 
Recordé cuando tenía seis años. Me encontraba en casa jugando con los objetos que yacían sobre la mesa, sin darme cuenta del vaso de cristal que se encontraba a corta distancia de mi brazo. Tiré del mantel para alcanzar una ficha de dominó junto al frutero.
 
Lo siguiente que escuché fue el sonido de los trozos de cristal esparciéndose en el suelo. Me quedé estático, sopesando la idea de una reprimenda segura de parte de mis padres. Sacudí la cabeza para apartar ese pensamiento y, de inmediato, bajé de la mesa para observar con detenimiento las diminutas piezas cristalinas rezagadas por doquier.
 
Me acuclillé, y acto seguido tomé uno de los trozos de vidrio más grandes, después tomé otro. Intenté juntar ambos trozos de diversas formas de manera que encajaran, pero era inútil.
 
-Ciel- la voz de mi padre me tomó por sorpresa. De inmediato solté los trozos de vidrio y me incorporé nervioso, pensando en una justificación válida para mi torpe descuido.
 
Sus ojos me analizaron más con curiosidad que severidad. Agaché la cabeza.
 
-Papá- alcé la vista. –Puedo arreglarlo- le dije al momento que lo observé acercarse hacia mí. Se detuvo y esbozó media sonrisa que me desconcertó demasiado.
 
-Cuando algo se rompe- expresó, alborotando mis cabellos con su mano derecha. –Es imposible repararlo…
 
Detuve mi andar cuando el claxón de un vehículo me alertó, había llegado a la avenida. Miré el semáforo en rojo, me di la vuelta y me dirigí de nueva cuenta a la mansión. 
 
Caminar no me estaba ayudando en absoluto. Necesitaba distraerme, alejar esos pensamientos y sobretodo, requería controlar mi ansiedad.
 
Consideré prudente colocarme la capucha de la gabardina, a pesar de que el clima era cálido. No podía arriesgarme a que alguien me reconociera en plena vía pública. Vaya momento para acordarme de semejante e importante detalle.
 
Avancé sin mayor impedimento que el leve cruce con personas, las cuales se limitaban a mirar al frente. Esa simpleza me hizo darme cuenta que últimamente mi mirada se mantenía más tiempo en el suelo que donde realmente debía de estar.
 
Otro número menor de individuos se enfocaban en conversar sobre temas tan banales como el clima, hasta cuestionamientos de determinados negocios.
 
Decidí no tomarles mucha importancia, de igual forma yo no significaba nada para ellos, y viceversa.
 
El cielo se volvía más oscuro a medida que pasaban los minutos. Había sido lo suficientemente impulsivo como para no medir la noción del tiempo con la que pretendía que fuese una breve caminata.
 
Observé varios locales cerrados, unos pocos con la cortina entreabierta. Ya no se divisaba ningún peatón, y aunque me encontraba a unas cuantas calles de la mansión, tuve la necesidad de detenerme. Estaba cansado.
 
Reparé en la idea de que Sebastián estuviera preocupado por mi ausencia, sin embargo deseché esa idea casi de inmediato. Su deber era protegerme, servirme, obedecerme, pero ¿Era su único fin?
 
Me recargué en una de las cortinas metálicas de lo que aparentaba ser un establecimiento de comida rápida. Me crucé de brazos.
 
-Un demonio, no es capaz de sentir afecto- murmuré al tiempo que mis párpados se cerraban para disponerme a pensar con claridad. Aun conservaba un deseo, el cual no consideré relevante de emplear…aun.
 
-¡Piensa rápido!- la aguda voz me taladró los oídos. De pronto el silencio y la calma que predominaba en el lugar se habían visto alterados. Abrí los ojos con rápidez, pero no me dio tiempo de reaccionar cuando el filo del metal laceró mi mejilla. Ardía.
 
Sentí el tibio liquido emanar de la herida y acto seguido, llevé mi mano hacia la misma sin poder evitar que un diminuto quejido de dolor escapara de mi garganta.
 
-Te hace falta practicar tus reflejos, Ciel- alcé la mirada, ignorando el creciente ardor en mi mejilla. Una sonrisa altanera se dibujó en su rostro. Los ojos azules me examinaron a detalle, hizo un gesto de desaprobación frunciendo los labios. –No tiene caso intentar ocultarte tras esa gabardina cuando tus acciones claramente te delatan.
 
-Alois- fruncí el entrecejo, me retiré la capucha de la gabardina. Mi imprudencia me había colocado en una posición de clara desventaja.
 
-Claude- añadió, volviendose hacia su acompañante. –Ciel esta aburrido, por esa razón se estaba quedando dormido en esa sucia cortina de establecimiento. –el aludido le miró de reojo, sin dejar de empuñar la espada que momentos antes había utilizado para atacarme. –Sería bueno alegrarlo un rato, juguemos con él- sonrió ampliamente.
 
El demonio me observó fijamente, se dispuso a lamer las gotas carmesí que descendían por la punta de la espada.
 
-¿Jugar?- musité, procurando que mi expresión no se viera alterada.
 
-Será divertido- celebró Alois, mirándome con gesto de superioridad. –Empieza Claude- se volvió a su mayordomo, este hizo una ligera reverencia.
 
-Sí, su alteza- profirió con parsimonia.
 
Retrocedí por inercia cuando le vi aproximarse con el arma. Reparé entonces en la ausencia de Sebastián. Había intentado olvidarlo por lo menos en lo que restaba del día, necesitaba aclarar mis pensamientos, y esa falta era la que me había causado problemas ¿Cuántos errores podía cometer en un día?
Recordé mi infantil orden antes de salir de la mansión.
 
"-Eres mi mayordomo, estas aquí para servirme. Pero solo cuando yo te lo ordene, no antes, no después…"
 
Claramente no acudiría a protegerme, a menos que se lo pidiera.
 
-Se…- no tuve tiempo de articular el llamado cuando un fuerte golpe en el estómago me sofocó. Caí de rodillas al suelo, comencé a toser involuntariamente, intentaba recobrar el aire.
 
-Ciel- escuché nuevamente la voz de Alois a corta distancia. –Si no haces tú jugada, no será divertido el juego.
 
Inhalé hondo y apoyé ambas palmas sobre el suelo para incorporarme, pero un nuevo golpe en la espalda, cortesía de su mayordomo, me hizo caer de nueva cuenta.
 
La expresión en el rostro de Alois se alteró repentinamente. En sus ojos podía apreciarse cierto deje de odio y dolor.
 
-Ciel- agachó la cabeza. Me forcé a ladear el rostro para mirarle, pero unos mechones rubios de su cabello me impedían ver sus ojos por completo. Empuñó ambas manos, un par de gotas cristalinas cayeron de improviso al suelo. –¡Eres un perro, un simple sirviente al mando de la reina, un peón mas de ella!- su voz denotó rabia.
 
Esbocé media sonrisa irónica. Tenía razón, yo no era más que una simple sombra detrás de otra, prácticamente no era nadie, sin embargo…
 
-¡No!- gesticuló con gravedad, sacándome al instante de mis cavilaciones. –No eres más que un asesino- alzó la mirada, varias lágrimas descendían de sus ojos azules, pasando a humedecer sus níveas mejillas. No comprendía con exactitud qué había dicho, tal vez me consideraba una herramienta, quizás yo solo fuera un simple lacayo fiel al servicio de la reina, pero…jamás sería un asesino.
 
-¿De qué estas…?
 
Claude presionó con mayor fuerza su pie sobre mi espalda. Tenía que llamar a Sebastián, pero se me dificultaba hablar, y comenzaba a faltarme el aire.
 
-Claude- exclamó con seriedad, limpiando las lágrimas con la manga de su camisa de seda. –Termina con él- las palabras hicieron eco en mi mente.
 
El demonio me sujetó del cuello de la gabardina y de un rápido movimiento me forzó a ponerme de pie. Instintivamente retrocedí, mi cuerpo quedó contra la pared. No tenía escapatoria y ni siquiera sabía los motivos que tenía Alois para acusarme de semejante crimen.
 
-Bien- hizo una leve reverencia y se giró hacia mi, empuñando la espada con firmeza. Me enfoqué en la única persona que había estado en mi mente en todo momento, ¿Qué era esa sensación? –“Hasta nunca”- posicionó ambos brazos detrás y empuñó con mayor fuerza la espada. Cerré los ojos, esperando el golpe.
 
Pasaron apenas un par de segundos cuando sentí una brisa frente a mí. El golpe no había llegado. Confundido abrí los ojos y ahí estaba él, tan impecable como siempre, vistiendo su uniforme negro. Había bloqueado el golpe de Claude con su antebrazo, recibiéndolo él en mi lugar.
 
-Sebastián- pronuncié en un murmullo. Me miró por sobre el hombro y sonrió con sinceridad.
 
-Lamento la tardanza, joven amo- se disculpó, apartando de golpe el arma de su contrincante. Miré el desencajado rostro de Alois, quien se había mantenido en completo silencio hasta el momento.
 
-Claude- el recién aludido deshizo su pose defensiva y acudió al lado de su amo, sin decir una palabra. –Mereces la muerte, Ciel, y me aseguraré de que sea lenta y dolorosa- una sonrisa déspota apareció en sus labios. Sentí el impulso de pedirle a Sebastián que los detuviera, pero me contuve, limitándome a observarlos desaparecer en la oscuridad de la noche.
 
-¿Qué haces?- las manos de Sebastián se posaron sobre la mía. Miré confundido como sacaba del bolsillo de su chaqueta una venda.
 
-Fue imprudente de mi parte haber demorado en llegar- negó con la cabeza mientras se disponía a enrollar la venda en mi mano herida. –Salí a la farmacia y…
 
-Sebastián- le interrumpí, colocando mi dedo índice sobre sus labios. Me miró inquisitivamente una vez que terminó de colocar la venda. -¿Recuerdas que te pedí no ayudarme hasta que te lo pidiera?- asintió en ademan. –No seguiste mi orden- suspiró con fingida resignación, tomándome de los hombros.
 
-Mi obligación consiste en…
 
-Gracias- puntualicé con apatía, suavizando la mirada. Cerré mis ojos cuando divisé su rostro acercarse al mío, esperando lo inevitable.
 
Sus labios se sellaron sobre los míos, no me opuse, esta vez permití el contacto. Necesitaba descubrir qué era ese sentimiento tan ajeno a los otros que me invadían. Tenía miedo de averiguarlo, pero tampoco podía evitarlo. Más bien…no quería evitarlo.
 
Lentamente se apartó de mi, retiró uno de sus guantes y colocó su mano sobre mi frente.
 
-Está caliente- bajé la mirada, apenado. –Será mejor ir a la mansión, le prepararé una infusión de hierbas- asentí con la cabeza. Noté una sonrisa casi imperceptible en sus labios, se quitó la chaqueta y la pasó sobre mis hombros, cubriéndome del frío de la noche.
 
Emprendimos la caminata, cruzando miradas de vez en cuando. Parecía que Sebastián quisiera decirme algo, sin embargo no lo hacía.
 
Recordé el rostro afligido de Alois, y sobre todo, aquellas palabras que lograron atravesarme como cuchillas. Yo no era un asesino, ni lo sería. Aun anhelando la justicia y pronta venganza de mis padres, no mataría a una persona, a menos que fuera absolutamente necesario, y a juzgar por la expresión nostálgica que Alois evidenció unos minutos, concluí que se trataba de alguien cercano a él. La pregunta era ¿Por qué creía que yo era un asesino?
 
Me detuve frente a la mansión, ciertamente el encuentro con Alois me había sembrado aun más dudas, las cuales claramente estaban de sobra. Tenía conflictos emocionales, confusión sobre mi situación actual, mi estado de ánimo rozaba los suelos y ahora estaba siendo juzgado de asesino…”que conveniente”
 
Observé un momento la fachada de la mansión, se veía tan melancólica, tan…sombría.
 
Los ventanales impecables como siempre. Podían apreciarse las cortinas azules desde afuera. La pintura negra en contraste con la puerta. Todo estaba en perfecto estado, y era gracias a Sebastián, puesto que yo había perdido por completo la afinidad de hacer la limpieza.
 
Noté una densa capa de humo salir del ventanal izquierdo y, de inmediato, los recuerdos me atacaron sin piedad
 
La mansión siendo consumida en llamas, mis pertenencias, mis padres, mis recuerdos, mi…vida.
Me habían destrozado mental, emocional y físicamente. Profanando mi cuerpo una y otra vez, saciándose hasta el cansancio, haciéndome sentir basura…una persona débil, sucia e impura.
 
Inconscientemente hiperventilé y retrocedí un paso, pero Sebastián me sujetó con firmeza de los hombros, observándome confuso.
 
-Joven amo- estiró su brazo en mi dirección, intentando tocar mi mejilla.
 
-No me toques- ordené al instante. Me miró fijo. Rehuí el contacto.
 
Sebastián continuaba observándome fijo, casi de manera analítica. Era como si pudiera ver a través de mi mirada.
 
-Es menester que ingrese a la mansión- su mano rozó mi mejilla una vez más. Aparté el rostro con molestia. ¿Desde cuándo mi vida se había vuelto tan monótona y miserable?, no recordaba la última vez que mis labios esbozaron una sonrisa autentica. Algún momento donde la palabra odio no estuviera de por medio.
 
Entré de mala gana a la mansión cuando Sebastián procedió a abrir la puerta. Mantenía mi vista situada al frente. Estaba inseguro. Me sentía frágil y no se encontraba en mis planes demostrarlo. No…porque debía mantener en alto el apellido de la familia. Un Phantomhive jamás expone debilidad, nunca se rinde…nunca llora.
 
Con Sebastián, me sentía seguro, protegido. Sin embargo también me sentía débil, tan frágil como una hoja de papel. Sentía que podía rasgarme en cualquier momento, que si evidenciaba mis sentimientos, podría salir herido…más de lo que ya estaba.
 
En efecto, me vi en la necesidad de buscar algo por lo cual aferrarme, solo de esa forma sentiría que mi patética existencia no era en vano. Y por más que buscaba, solo encontraba una oscuridad inmensa a mí alrededor. El odio expandiéndose en mi interior, y mi persona cayendo en un pozo sin fondo… sin retorno.
 
Estaba consciente de que no soportaría una caída más. Prácticamente lo había perdido todo. Tenía que aferrarme a un hilo delgado que me ofrecía la posibilidad de mantenerme en pie, aquel que me ayudó a levantarme cuando todos me dieron la espalda, depositó su fidelidad y confianza en mí, ese delicado hilo de araña no era otro que Sebastián.
 
Y aunque odiara admitirlo, tenía miedo de que algún día, ese hilo se trozara.
 
Divisé a Sebastián acercándose con una bandeja en su mano izquierda y una jarra humeante en la derecha. Me dirigí al sofá y tomé asiento, intentando apartar aquellos tormentosos pensamientos de mi cabeza.
 
-Ha estado muy extraño esta mañana- acomodó una taza de porcelana sobre la mesa de centro y vertió el líquido caliente dentro.
 
-Mi estado de ánimo no tiene porque repercutir en tus labores, Sebastián- resoplé, sujetando la taza, ignorando la mirada penetrante que me dirigía. –Preocúpate por los deberes, no por mi comportamiento- di un sorbo a la infusión y devolví la taza a la bandeja.
 
Realizó la rutinal reverencia, esbozando una cálida sonrisa. No pude evitar mirar sus labios.
 
-Amo Ciel- profirió en voz baja. Centré la mirada en sus ojos escarlata. Era la primera vez que me decía de esa manera, aunque, curiosamente, no me había molestado.
 
-¿Qué ocurre?- cuestioné, cruzando ambas piernas mientras me disponía a tomar la taza de la mesa. Su forma de mirarme, comenzaba a incomodarme.
 
-Creí que necesitaba algo mas- sonrió. –No dejaba de tocarse los labios- remarcó señalando los propios con su dedo índice. Sentí mis mejillas arder, ¿En qué momento había…?
 
Sacudí ligeramente la cabeza. Divagar no servía de nada.
 
-No necesito nada mas- anuncié, poniéndome de pie, remarcando en mi mente que solo se había tratado de un simple contacto labial, ¿De qué otra forma lo interpretaría un demonio?, definitivamente no podía significar nada más que eso para Sebastián.
 
-Se aproxima una fecha importante- le escuché decir en voz apenas audible. Fruncí los labios con enfado, sin saber a qué se refería. Conociendo a Sebastián lo más probable era que se refiriera a alguna exposición de platillos en las cuales gustaba participar cada año.
 
-Da igual- comenté con apatía. Decidí no prestarle más atención por el momento. Me di la vuelta y me dirigí a las escaleras.
**
 
Me recosté en la cama, observando un punto fijo del techo. Estaba sumamente cansado. Coloqué ambos brazos en mi nuca y me dispuse a cerrar los ojos unos instantes.
 
Mi cuerpo se relajó en cuestión de segundos. La comodidad me embargó. Reparé en las tantas veces que anhelaba cerrar los ojos para no volver a abrirlos…dormir para siempre.
 
Cada mañana era la misma rutina, inclusive había días en los que me tomaba el pulso, solo para cerciorarme de que aun estuviera con vida.
 
¿Por qué Sebastián me hacía sentir diferente con su simple presencia?, me frustraba no tener una respuesta a mis interrogantes. Pero me inquietaba más el no poder decírselo directamente. No quería que me adjudicara como un chiquillo débil. Quizá lo fuera, pero pese a ello, no era ignorante, tenía mayor conocimiento y madurez que la mayoría de los adultos.
 
Mi error había sido abrir los ojos a la realidad. Porque una vez que lo haces, es imposible volver a cerrarlos.
 
Vivir en la mentira era un acto de hipocresía pura, no obstante, era preferible a lidiar con el dolor, el odio y la decepción, darte cuenta de que la humanidad es egoísta y solo piensa en dinero y poder. Afrontar que tu pasado estará contigo en todo momento, recalcándote tus errores y sobretodo, tus caídas.
 
-En verdad que eres aburrido- abrí los ojos en cuanto la voz traspasó mis oídos. –Deberías ir a una fiesta, no te vendría nada mal- sus ojos azules denotaron un inusitado brillo que me desconcertó.
 
Yacía sentado al borde de la ventana, recargando su espalda contra el cristal. Su cabello rubio se mecía con la brisa del exterior.
 
-¿Qué haces aquí?- pregunté sobresaltado al tiempo que me ponía de pie. Me resultaba molesto no poder relajarme ni siquiera en mi propia casa. –No te…- me callé, al recordar su expresión en aquel callejón, horas antes.
 
-Ciel, eres patético- una sonrisa se expandió por sus labios al momento de articular la frase. –Me pregunto qué será de ti cuando Sebastián devore tu alma- se miró las uñas con desesperante tranquilidad, esperando mi reacción.
 
-No lo hará- fruncí el entrecejo. Obviamente no iba a demostrarle cuánto daño me hacía escuchar aquello. En efecto, me atormentaba el final de mi destino, sin embargo no creía que Sebastián fuera a…
 
-Aun así- exclamó, juntando ambas manos, produciendo un sonido similar a un aplauso. -Solo está contigo por el contrato, cuando este termine, él se irá- hizo un ademan con la muñeca. Chasqueé la lengua con molestia, fingiendo indiferencia ante sus crudas pero realistas palabras.
 
-No me interesa- mentí, presa de la incertidumbre.
 
-Tampoco le importas, así que no hay problema alguno- sacó la lengua en un gesto infantil y salió por la ventana. Se había presentado inesperadamente y con una actitud contraria a la exhibida horas antes. Sin duda, Alois era bipolar. Era eso o simplemente estaba jugando conmigo.
 
Cualquiera que fuese la respuesta, algo estaba claro, había conseguido confundirme más sobre Sebastián.
 
Cerré la ventana, corrí las cortinas y me dispuse a desvestirme. No podría conciliar el sueño después de esas burdas interrogantes que rondaban mi mente. Necesitaba descansar, pero no podría hasta disipar las dudas.
 
Tomé una toalla del armario y me dirigí al baño. Dejé mi ropa rezagada por el suelo, después de todo, Sebastián se encargaría de limpiar. No podía evitar sentirme un inútil al recordar que sin él era incapaz de amarrar los cordones de mis zapatos. Debía cambiar eso, depender tanto de alguien, aunque no fuera humano, era una falta irreparable.
 
Giré la perilla de la regadera y permití que el agua tibia recorriera mi cuerpo. Era una sensación reconfortante. Miré a un costado de mi abdomen y devolví la mirada al espejo de cuerpo completo a mi lado. Aborrecía esa marca. Habían abusado de mi, arrebataron la felicidad que jamás regresaría, asesinaron a mis padres, incendiaron mi mansión, me vi sometido a toda clase de torturas y encima de todo, me habían marcado como si de un animal se tratase.
 
Toqué la marca con mi dedo índice y anular, recordé el inmenso dolor que me ocasionó semejante práctica, el metal caliente lacerando mi cuerpo.
 
Cerré la llave y comencé a enjabonarme, aun recordaba todo y estaba presente en mi cuerpo esa sensación de suciedad. Tomé el shampoo y esparcí una pequeña cantidad en la palma de mi mano, froté el liquido en mi cabeza y abrí de nueva cuenta la llave del agua, esta vez deje que el agua helada humedeciera mi cuerpo, quizás así se iría esa sensación.
 
Mi cuerpo comenzó a tiritar de manera involuntaria. Esperé unos minutos sin nada mas en mente que aquel infierno de mi pasado, al cual me vi sometido sin razón aparente.
 
Cerré la llave y tomé la toalla, colocándola alrededor de mi cintura. ¿Realmente era imprescindible estar junto a Sebastián para no sentirme inservible?, no entendía por qué conservaba esa estúpida idea de que un demonio llegara a sentir más que simple afecto hacia los humanos, siendo que, a veces, ni siquiera los mismos, eran capaces de sentirlo.
 
Suspiré hastiado. Abrí la puerta y Salí del baño pero apenas di unos pasos cuando resbalé, sin embargo mi cuerpo no tocó el suelo.
 
Apenado abrí los ojos, Sebastián me sujetaba entre sus brazos a una distancia poco razonable. Le observé parpadear confundido, sin poder evitar que un brutal sonrojo se apoderara de mis mejillas
 
-Mal momento- dijo, recorriendo mi cuerpo de pies a cabeza con la mirada. Sentí deseos de darle una bofetada pero me contuve, después de todo, gracias a él no había caído, aunque tal vez hubiera sido preferible.
 
Lo insulté con una mueca de disgusto, apartándome de su agarre. Sujeté con más fuerza el nudo de la toalla y me encaminé al baño para tomar mi ropa…error.
 
No me percaté del charco de agua que mi cabello había dejado detrás de mí, claramente no era mi día. Cerré los ojos esperando el golpe pero mi mayordomo intercedió en el acto, sujetándome de la cintura.
 
Abrí lentamente los ojos. Su rostro estaba a escasos centímetros del mío. Sentí mi corazón palpitar con mayor velocidad. 
 
Quise tocarlo, deseé acariciar su mejilla con las yemas de mis dedos solo para corroborar que no se tratara de un simple espejismo, una ilusión, un mal sueño. 
 
¿Era realmente el contrato aquello que ataba a Sebastian a mi lado? 
 
Le sostuve la mirada hasta que vi aproximarse su rostro hacia el mío. Entonces cerré los ojos. Él me besó, yo lo besé. 
 
Y acepté, en medio de mi tormento y del cataclismo que, indomable, se rebatía dentro de mi. 
 
Asi tuviera que ir al infierno para poder estar a su lado, lo haría. Me dejaría arrasar, como las llamas ígnifugas que devoraron la mansión tantos años atras. Me dejaría consumir por entero. 
 
Ya no poseía alma.
 
Mi alma y mi corazón, le pertenecían a Sebastian. Asi había sido desde el comienzo.
 

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