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Mírame bien por RLangdon

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Vista desde fuera la Academia de Artes Ocultas semejaba una magnífica mansión de arquitectura victoriana. La inmensa construcción de piedra gris era sobria, de gigantescas dimensiones y un tejado inclinado de gruesa cerámica esmaltada oscura.
 
La sola fachada despedía un aura de embrujo que crecía a medida que el camino se acortaba bajo los pies del singular grupo de amigos.
 
Una sonriente Sabrina Spellman encabezaba la comitiva, seguida de cerca por Theo y Rosalind, quienes no dejaban de mirar con asombro la alta hierba túpida y marchita que bordeaba el inmueble. Solo Harvey Kinkle se había quedado intencionalmente atrás, frotándose insistentemente los brazos desnudos en su afán por liberarse del frío, retrasando sus pasos ante la molesta indecisión por seguir adelante.
 
La idea de Sabrina de llevarlos a conocer su segunda escuela había surgido durante el descanso en la escuela Baxter. Y aunque reacio a visitar un sitio estrechamente asociado con la brujería, Harvey se había dejado convencer luego de los insistentes ruegos de sus amistades. Ni siquiera terminaba de asimilar que su (ahora) ex novia, fuera en realidad una bruja.
 
¿Por qué tenían que adentrarse en terreno desconocido y seguramente peligroso?
 
La única razón que le había impulsado a acceder, era la casi extinta curiosidad por los sucesos y entes que escapaban a toda comprensión y lógica.
 
El aire azotaba con fuerza la periferia de la Academia, y aunque tarde, Harvey se arrepintió de no haber llevado ninguna prenda abrigadora consigo, pues había elegido una corta remera roja sin mangas y unos jeans oscuros a juego con sus zapatillas deportivas. No tenía la más remota idea de que la temperatura descendía mucho más en esa zona rural, ya que, una parte de la propiedad, estaba al cobijo de las colinas.
 
Nada más entrar, Harvey se fijó inmediatamente en los intrincados patrones de la brillante marquetería del piso del vestíbulo. Más adelante, al pie de las escaleras y junto Theo y Rosalind, Sabrina se paró de puntillas para agitar su mano en el aire, instandole a darse prisa para continuar su recorrido por las instalaciones.
 
A medida que caminaba, el techo de la Academia parecía hacerse más alto y más grande.
 
Las escaleras conducían a los dormitorios de los internos, y aunque el paso estaba vedado a los mortales, Sabrina se las había ingeniado con ayuda de Prudence para poder mostrarselos en su recorrido.
 
Cada habitación había sido construida en forma de un simétrico pentágono, sin mayores anomalías más allá de los extraños ángulos de las aristas del interior de cada cuarto.
 
—Y más adelante esta la biblioteca— canturreaba Sabrina, invitandoles a pasar al lugar señalado—. Sé que les encantara.
 
De nuevo Harvey desaceleró sus pasos al ver a sus amigos entrar en otro de los inmensos salones de la Academia. Los cuadros firmemente apostillados a los costados de los muros con pinturas que retrataban los diferentes níveles del infierno, se tornaban amenazadores a sus ojos. La átmosfera se le antojaba cada vez más intimidatoria.
 
Viéndose incapaz de continuar el recorrido, decidió salir de la Academia. Primero se devolvió rápidamente hacia las escaleras, pero se sorprendió al saberse en otro amplio salón destinado a los estudios.
 
Todos los pupitres estaban siendo ocupados. Y múltiples anaqueles sostenían gruesos volumenes de nigromancia y conjuros a derecha e izquierda.
 
—¿Brina?— salió del salón y al asomarse por el barandal, el vértigo lo acometió, haciéndolo retroceder de nueva cuenta.
 
Las escaleras estaban del extremo opuesto, así que había avanzado en lugar de retroceder. Incluso los corredores eran inciertos y engañosos.
 
—¿Theo, Rosalind?— levantó más la voz al dar por hecho que se había perdido.
 
Con docenas de pasillos extendiéndose a cada lado suyo por una galería que prometía ser interminable, se aventuró a abrir una de las puertas.
 
Dentro no encontró más que una sencilla recámara modestamente decorada con papel tapiz oscuro y un par de muebles.
 
En la segunda habitación había una chica de espaldas sentada en posición de loto en el suelo, en medio de un pentagrama de tiza y rodeada por cinco velas oscuras.
 
Descubriéndose asustado, fue a abrir una más, pero jamás se preparó para la visión que la tercer recámara le ofrecería.
 
Tan solo abrir la puerta y echar un fugaz vistazo, bastó para sobrecoger a Harvey Kinkle de tal guisa que, en un instintivo y desesperado intento por retroceder, terminó tropezando con uno de los pliegues de la alfombra, cayendo torpemente de sentón en medio del corredor, con las piernas flexionadas a cada lado y una expresión de mudo asombro cincelando su escéptico rostro.
 
Dentro de la tercer recámara había un amplio y mullido colchón en el suelo, ocupado por dos brujas y tres hechiceros dispuestos en impúdicas posiciones. Caricias sugerentes, movimientos corporales rítmicos y epicúreos, todo ello acompañado de fuertes y entrecortados suspiros.
 
La intención inicial de Harvey, cuando su mirada terriblemente avergonzada e incrédula se encontró de lleno con la bronceada, aceitosa y marcada anatomía desnuda de Nicholas Scratch, fue la de salir huyendo. Sin embargo, se sorprendió a sí mismo completamente petrificado, en la misma posición en la que había caído y con la mirada fija en los profundos irises obsidiana del brujo.
 
Su transido pasmo quedó reflejado en el apasionado y lujurioso brillo de las negras y dilatadas pupilas de Nicholas.
 
El primer pensamiento de Harvey al querer levantarse sin resultado, fue que su cuerpo estaba experimentando un shock por la sorpresa ante semejante cuadro lúbrico, no obstante, cuando su segundo intento por mover la mano se vio igual de frustrado, comprendió que la inmovilidad de sus articulaciones y la inutilidad de sus funciones motoras eran producto del inaudible siseo emitido por los sensuales labios enrojecidos del brujo.
 
Lo había hechizado.
 
A los costados de Nicholas, las dos bellas jóvenes pelirrojas se mecían en un suave y felino balanceo mientras eran atendidas con incipiente determinación por sus compañeros.
 
Rodeado de aquella enardecedora exhibición, la mirada oscura y penetrante de Nicholas Scratch quedó suspendida en el cuerpo de Harvey Kinkle, quien inspiró con fuerza al ver los húmedos labios contraerse en un gesto de desmesurada excitación en tanto la mano de Nicholas comenzaba a envolver su hombría en movimientos sólidos, progresivos y orbiculares.
 
Harvey trató de cerrar entonces los ojos, pero sus resultados fueron igual de infructuosos como bloqueados sus deseos por levantarse y salir corriendo.
 
La excitación había atenazado su mente, así como su inexperto cuerpo.
 
No era la delicada cadencia del ritmo impuesto a las desnudas anatomías, ni los ahogados y placenteros gemidos, o los descuidados roces que provocaban el incesable chirrido del colchón. No, era una incontrolable ansía por verlo a él, a Nicholas, totalmente expuesto, con los labios levemente fruncidos en un irrevocable anhelo e incitandole con un descarado y provocativo movimiento del índice para que se uniera al pictórico acto de concupiscencia.
 
Y las emociones solían ser tan irreprimibles, como molestos los tirones en la ingle.
 
Sin ser apenas consciente de lo que ocurría, Harvey Kinkle se había puesto erecto.
 
Y no fue sino hasta entonces que recuperó la movibilidad de su aterido cuerpo, no así la de su raciocinio, pues sus ojos marrones absorbieron cada uno de los movimientos de la mano de Nicholas hasta la culminación.
 
Casi hiperventilando, sintiéndose confuso, excitado y envuelto en una vorágine de sensaciones y pensamientos diametralmente contradictorios ante la candente visión de antaño, se puso forzosamente de pie y, con la mirada fija en la alfombra, se alejó a trompicones hasta dar con las escaleras. Lo hizo por puro instinto, mezcla de pudor y desasosiego por la reacción de su propio cuerpo y la contundente negativa a retirarse tan pronto se vio libre del embrujo.
 
Tan pronto llegó a la planta baja, tuvo que ocultarse detrás de la maceta de helechos al notar los pantalones cada vez más entallados. Varias brujas desfilaban por el vestíbulo, listas para comenzar sus respectivas clases.
 
La preocupación de Harvey fue en aumento al divisar a Theo y Rosalind bajando las escaleras.
 
¿Cómo podría salir sin ser visto en ese estado?
 
Mientras miraba con perenne angustia los largos metros que le separaban de la entrada, repudió el ardor de su parte baja. Había visto a Nicholas un par de veces en casa de Sabrina, cuando aún eran pareja. E inclusive se había sentido amenazado por su galante presencia en perfecto contraste con su desenvuelto y altivo porte.
 
Era Nicholas quien había logrado despertar por vez primera sus celos, y ahora que lo veía de nuevo, envuelto en tan denodado acto, sus emociones volvían a descarrilarse. Y de qué manera.
 
Estaba por echar a correr.
 
—¡Harvey!— hasta que le llamó Sabrina a mitad de las escaleras.
 
Atrozmente cohibido, Harvey se devolvió junto a la columna de helechos, doblado y sin tener idea de cómo huir.
 
—Mortal.
 
Entonces la voz seductora de Nick resonó a un par de metros a su costado. Harvey no tuvo tiempo de pestañear cuando el brujo le arrojó su chaqueta de cuero. Enseguida la atrapó, la anudó en su cintura y, antes de que sus amistades llegaran, echó a correr fuera de la Academia en tanto una ofuscada Sabrina se acercaba a un sonriente y extrañamente complacido Nicholas.
 
—¿Qué le ocurre? ¿Se encuentra bien?— preguntó ella con pesar, sopesando la idea de seguirle antes de que Nicholas la tomara del hombro para hacerla desistir de su inútil empresa.
 
—Estará bien. Solo necesita acostumbrarse al... ambiente— comentó en tono neutro—. Deberías traerlo más a menudo— añadió con un sutil carraspeo acompañado de una sonrisa enigmática, observando a Harvey perderse en la lejanía.
 
Ese mortal seguía siendo tan impredecible como interesante. Quizá no estaría mal visitar la escuela Baxter uno de estos días.
 

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