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Querido amigo por Cris fanfics

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Pasaron los días, las semanas y los meses y para cuando me dí cuenta ya había pasado un año desde mi llegada al orfanato. En todo aquel tiempo no tuve más remedio que acostumbrarme a mi nueva forma de vida pero, a pesar de que obedecía al dedillo las normas y no tenía problemas con la forma de ir del orfanato, mi etapa como niño hiperactivo y alegre se había acabado. En aquel entonces no me salían sonrisas naturales y me había apartado del resto de niños como si estuviesen apestados… aunque más bien era que yo sentía como si lo estuviera. Pero no podía evitarlo, la pérdida me corroía por dentro haciéndome sentir el ser más miserable y solitario del planeta y, lo que era peor, no era capaz de expresar todo aquello en voz alta.

Aunque pese a todos mis esfuerzos por apartarme de los demás había alguien que insistía en estar a mi lado: Xavier. Era un buen chico, muy tranquilo y un poco tímido pero más inocente e infantil que yo. Aunque debo reconocer que su inocencia hizo que sintiera cierta envidia, ya que él no tenía problemas para ser feliz mientras que yo me sentía como un jarrón roto al que cualquier débil golpe lo terminaría convirtiendo en pedazos.

Xavier, aún a sabiendas de esto —ya que se lo había gritado a la cara en una arrebato de ira— había dicho que me consideraba su amigo. Y lo estaba demostrando con creces. Las veces en las que conseguía expresar parte de lo que sentía y me desahogaba, él era el único que estaba ahí para mí sin importar las circunstancias y siempre atento a lo que decía. Por no hablar de que había hecho su mejor esfuerzo para conseguir que me relacionara con el resto de nuestros compañeros y de que, cuando no conseguía su propósito, muchas veces me hacía compañía aunque él mismo tuviera que apartarse. Lo cierto era que Xavier se convirtió en el pilar principal que me mantenía cuerdo… y vivo.

Fue una etapa dura, y llegué a pensar que mi vida sería siempre así.

Hasta que llegó el día en el que descubrí cuan equivocado estaba.

Aquella mañana todos los niños estábamos jugando en el patio. O así debería ser. Yo, como siempre, estaba apartado de los demás sentado al lado de la valla que rodeaba el patio, observando como Xavier y otros niños y niñas que también conocía jugaban juntos al fútbol.

Isabelle —la niña que me había despertado en mi primer día en el orfanato— y Dave —un chico un par de años mayor que nosotros que, por alguna razón que se me escapaba, prefería juntarse con los más pequeños en vez de con gente de su edad— estaban discutiendo sobre la posición en la que debería jugar cada uno cuando algo llamó mi atención fuera de la valla.

Un grupo de niños pasaban por el camino de tierra. Eran cinco —tres chicos y dos chicas—, todos vestían con pantalones largos y camisas blancas de tiro y llevaban consigo cazamariposas de caña y cubos de plástico. Seguramente venían del pueblo a capturar cigarras aprovechando las vacaciones de verano.

Me quedé mirando fijamente cómo pasaban, enfrascado en los recuerdos de aquellos tiempos en los que mi madre y yo íbamos al campo a fotografiar los patrones de las alas de las mariposas para después soltarlas y verlas volar, cuando uno de ellos se percató de que los estaba observando y se detuvo.

Ambos nos miramos a los ojos en unos segundos que me parecieron eternos, hasta que la timidez me pudo y bajé la cabeza.

— ¿Qué estás mirando?

No contesté. No me esperaba que me hablase, menos aún que lo hiciese con tanto mal humor.

Los otros niños, al escuchar a su amigo, se acercaron a él.

— ¿Qué ocurre? —preguntó una de las niñas.

Me señaló.

— Ese bicho raro no para de mirarme.

Cuatro pares de ojos burlones se clavaron en mí, haciéndome sentir como un ratón acosado por un grupo de gatos que se resistían a dejarlo en paz.

— ¿Qué te pasa? —preguntó la misma niña, recostando medio cuerpo contra la valla y agarrándome del cuello de la camisa—. ¿Tus padres no te han dicho que es de mala educación mirar fijamente a la gente?

— Lo… lo siento —tartamudeé yo, zafándome de su agarre e intentando marcharme de allí.

— ¡Qué cruel eres! —espetó otro de los niños con una sonrisa maliciosa de oreja a oreja—. No tiene padres, seguramente le odian tanto que le han abandonado. Por eso está aquí.

Me dí la vuelta, como movido por un resorte, y les dirigí una mirada cargada de veneno.

— Mis padres no me abandonaron.

Los niños parecieron dudar un momento, pero no tardaron demasiado en erguirse aún más sobre sí mismos y rechistar:

— ¡Mentiroso!

Intenté contestarles, pero no me lo permitieron. Todos los niños me señalaron con dedos acusatorios mientras empezaban a cantar al unísono:

— ¡Mentiroso, mentiroso! ¡Tus padres no te quieren!

Aunque me dí cuenta de que los niños del orfanato que se encontraban en el patio se habían percatado de lo que estaba ocurriendo y venían a defenderme, perdí el control.

Salté la valla y me abalancé sobre el niño más cercano. Me dio tiempo a darle unos cuantos puñetazos antes de que los otros cuatro me quitaran de encima a base de patadas. Cuando volví a reparar en mi entorno mis compañeros se habían metido en una pelea contra los niños abusones; ambos bandos se insultaban y se daban empujones, provocándose.

Sin embargo, esta situación no duró demasiado tiempo. El grupito de cinco se terminó dando cuenta de que los niños del orfanato les superaban en número y de que Dave —que imponía bastante respeto— se estaba empezando a enfadar y en cualquier momento se podía meter en la trifulca. Pero, antes de marcharse, el niño que había empezado toda aquella situación se acercó a Xavier —que lideraba al grupo que había acudido a defenderme— y le dio un puñetazo en la nariz, tirándole al suelo.

Volvió el barullo, pero una potente voz lo acalló.

— ¡Xavier!

El señor Astram Schiller salía del edificio y se acercaba lo más rápido que podía a nosotros, con una expresión cercana al espanto.

Cuando llegó lo primero que hizo fue arrodillarse al lado de Xavier y preguntarle:

— ¿Estás bien?

El niño se tocaba con suavidad la nariz, dolorido.

— Sí, padre, no es nada. Solo duele un poco, pero no es nada —reiteró, asustado por la posible reacción del anciano.

El hombre se levantó, miró al grupo —que al ver salir al adulto no se habían atrevido a marcharse corriendo— y les gritó:

— ¡Todos y cada uno de ellos son como mis hijos, si volvéis a acercaros a ellos juro haceros la vida imposible! —una vena sobresalía del resto, hinchada—. ¡No volváis nunca a hacerle daño a mis hijos!

Todos nos sorprendimos ante la perorata de Schiller, que parecía haber perdido completamente la cabeza.

El grupo de matones, asustados ante la actitud del anciano, salieron corriendo sin pronunciar palabra.

Mientras los demás observaban cómo se marchaban, Schiller se cogió el lado del pecho donde se encontraba el corazón y empezó a respirar con dificultad, luchando por cada bocanada de aire.

— ¡Padre! —gritaron todos mis compañeros mientras intentaban mantener al anciano en pie.

—¡Voy a buscar a Lina! —gritó Dave mientras corría como una exhalación al interior del edificio.

Pocos minutos después adolescente y niño se encontraban a nuestro lado. Aquilina llevaba consigo unas pastillas, un aerosol y su teléfono móvil.

— ¡Relájate padre, respira hondo! —gritó angustiada, poniéndole el aerosol en la boca y presionándolo.

Poco a poco el hombre consiguió retomar el ritmo normal de su respiración. Tras tranquilizarse aceptó el bote de pastillas que su hija le ofrecía, sacó un par de ellas y se las tragó sin mayores problemas.

— Padre, ¿estás bien? —se atrevió a preguntar Isabelle, asustada y con lágrimas saliendo de sus preciosos ojos azules.

— Sí, pequeña —contestó él, poniendo una de sus grandes manos en su diminuta cabecita.

Xavier interrumpió el momento abalanzándose encima del anciano y abrazándole con fuerza.

— Tranquilos, tranquilos, siento mucho haberos asustado. A veces me olvido de que ya no soy tan joven como antes.

Tras calmar a los pequeños, Schiller no pudo evitar preguntar:

— ¿Por qué estabais peleándoos con esos niñatos? Si ha pasado algo grave debéis decírmelo para poder tomar medidas.

—¡Se estaban metiendo con Jordan! —soltó Isabelle, ni corta ni perezosa, logrando que todas las miradas se clavaran en mí.

Schiller se me acercó.

Yo, esperando una bofetada o similar, cerré los ojos… para volver abrirlos al notar los brazos del hombre a mi alrededor y cómo me susurraba perdón al oído.

— Perdóname, Jordan, sabía desde hace tiempo que sufrías, pero no hice nada para ayudarte pensando que lo que más necesitabas era estar solo para poder asimilarlo todo. Y ahora ha ocurrido esto.

Me quedé petrificado, razonando sus palabras.

Aquello no era cierto, no era culpa suya, aún con su ayuda era muy poco probable que mi depresión remitiese en tan poco tiempo.

— Sé que aún es pronto —continuó él, como leyéndome el pensamiento—, pero espero que puedas olvidar tu dolor y considerarnos tu nueva familia… hijo mío.

Las lágrimas empezaron a caer sin que yo pudiese hacer nada por detenerlas.

— Yo también lo espero —susurré de tal forma que tan solo el señor Schiller pudiera escucharme.

El resto de niños se acercaron a nosotros. Isabelle me limpió las lágrimas mientras se forzaba a sonreír.

—¡Padre! —interrumpió Xavier cogiéndome de la mano—. Vamos a jugar todo juntos al fútbol, míranos por favor.

El hombre asintió, perplejo por el cambio de tema.

Yo, también asombrado por la repentina sugerencia, me mostré reticente, pero el resto de mis compañeros —en especial Xavier e Isabelle—insistieron en que yo también jugara.

Rato después todos jugaban juntos y, en aquella ocasión, yo estaba con ellos. Llevaba demasiado tiempo sin jugar como un niño normal y aquel partidillo me hizo olvidar todo lo negativo que me había ocurrido en los últimos meses. Además, la sonrisa del anciano que nos observaba desde la entrada, la de Aquilina —que tras haber insistido a Schiller con que fuese a su cuarto a descansar, fracasando estrepitosamente, se había quedado también a vernos—y la de todos mis compañeros hacía que me sintiera de nuevo parte de algo.

Por fin podía ser libre. Libre de la pesada lápida que había supuesto para mí la tristeza.

Y en aquel momento en el que me sentía en el sumun de la felicidad pensé que, tal vez, algún día podría llamar aquella gente…

Mi familia.


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