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Our Castle por xGoldenDreamsx

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Notas del capitulo:

Espero sea de su agrado, se actualizará seguido. 

Érase una vez…

…un reino próspero y rico en materiales, cuyos habitantes eran gente noble y de buen corazón, pues siempre era temporada de baile, fiestas y eventos especiales que divertían a la población. Los comerciantes de todo el mundo se reunían en el País del Sol, cuya capital, Land'erwon, destacaba por la variedad de gente y especias que uno podía encontrar, destacando los elfos, enanos, hadas, sirenas, metahumanos, híbridos e incluso las tímidas dríadas, que habitaban los árboles, ríos y prados circundantes a la ciudad. Los grandes y altos muros de la urbe eran de piedra caliza recubierta con lonsdaleita, uno de los minerales más duros del mundo, y en el interior las casas eran espaciosas envueltas en cedros de hojas doradas que cambiaban de tamaño según las estaciones, ofreciendo, además, frutas jugosas que muchas veces eran acompañadas de oro, al ser los árboles benditos con la energía del Dios del Sol.

Los colores característicos del lugar eran el blanco y el dorado, por lo que en el palacio y la arquitectura sobresalían. La costa, por su parte, era rica en animales marinos y no había el menor rastro de suciedad, convirtiéndose su mar en uno de los paisajes más bellos del mundo con sus coloridos peces y hábitats acuáticos, lugar ideal para las sirenas, quienes visitaban y hasta se asentaban en la ciudad por largos tiempos. El castillo era otro mundo, midiendo más de cien pies de altura y elevándose como el Gran Escudo de Land'erwon, y estaba hecho de cristal, diamantes y oro pulido.

Era la temporada del Solsticio de Verano, por lo que los pueblerinos se preparaban para ofrecer ofrendas al Dios del Sol recolectando especias y celebrando bailes a su favor, así que el centro estaba decorado con guirnaldas, carteles, puestos de comida y espectáculos, como los bardos animando a la gente con su poesía y música, artesanos regalándole juguetes a los niños, magos ayudando a colocar el ornamento restante, malabaristas y doncellas que peinaban y ofrecían rosas a las mujeres que pasaban. Además, todos los que podían ofrecían regalos y flores al Príncipe Durmiente.

Lamentablemente, el Rey y la Reina se encontraban bastante enfermos, por lo que sus tres hijos eran los que organizaban el festival. El mayor, el más serio de todos, destacaba por sus modales y estrategias a la hora de resolver problemas, siendo una de las personas más respetadas del reino. Sin embargo, siempre había sido así: desconfiado y astuto, por lo que la Reina temía que algún día creciera con oscuridad en su corazón. El hijo de al medio, por su parte, era torpe y serio generalmente, así que daba miedo, pero escondía un corazón puro y noble, entregándose con coraje y lealtad a las cosas que apreciaba. La menor, única hija, era la persona más inteligente de los Cuatro Grandes Reinos y a su corta edad ya había leído más de la mitad de los libros del mundo (claro, con ayuda de algunos conjuros, porque el ser sirena le daba ciertas habilidades), siendo bendecida al nacer por la Diosa de la Fortuna. Por ello, su cabello había crecido de tono azabache intenso y con el reflejo del mar en los ojos, brillantes y de carácter fuerte. 

Sus nombres, correspondientemente, eran Akaashi, Kageyama y Shimizu.

Pero había uno más: El Príncipe Durmiente. Había sido el primer hijo del Rey y la Reina del País del Sol, pero un extraño conjuro del cielo provocó que cayera en un sueño eterno, cubriendo su cuerpo dentro de un cristal y envolviéndolo, deteniendo el tiempo a su alrededor. Los reyes temían romper el cristal con su hijo adentro, dañándolo, por lo que El Príncipe Durmiente se había convertido en una especie de estatua simbólica de la ciudad a la cual la gente le rezaba y agradecía su sacrificio, pues todos creían que era el origen de la prosperidad del reino. Se encontraba en el centro de la plaza, brillando, rodeado por los troncos y flores de plantas que se habían envuelto a su alrededor tristemente, protegiendo sus ojos cerrados del exterior. La gente respetaba su espacio y no circulaba por allí, a menos que fueran a rezarle o contemplarlo. Era uno de los atractivos de la ciudad, pues muchos extranjeros se pasaban a admirar la estatua viviente dentro del cristal.

Su nombre era Kenma. Pero su historia no nos involucra ahora.

Los príncipes habían crecido rodeados de hadas toda su infancia, siendo criaturas no más grandes que el tamaño de un dedo índice, lo cual no era extraño. Las hadas se encontraban en todas partes, pues nacían de situaciones naturales de la vida, como del café, de las flores, del viento y de las rocas, acompañando a humanos en sus aventuras y encantando el mundo. Ellas tenían su propio reino fantasioso, donde los humanos comunes y corrientes no podían entrar por órdenes de su emperador, Y'aku Morisuke, quien era desconfiado de la Gente Grande y estaba condenado a proteger el Árbol Dorado toda su vida, así que de todas formas no podía abandonar el reino, y así sería con sus hijos y los hijos de sus hijos.

Entre aquellas hadas había un hada del fuego. Las de su especie eran extrañas de ver en público, pues nacían en tiempos de guerra y necesidad, lo cual en el País del Sol no existía. Aquella hada rondaba continuamente el reino, admirando algo, o más bien, a alguien. Se posó en una hoja de cedro, agitando sus alas, y abrazó sus rodillas mientras veía el espectáculo con sus ojos miel anaranjados.

Kageyama, el Caballero Dorado, era el mejor guerrero con el que contaba el palacio y aquella hada lo admiraba mucho, desde pequeño había seguido los pasos del príncipe y ayudado en diversas ocasiones, solo que era tan pequeño que el azabache no se fijaba en él. Hinata había escuchado de unos mitos sobre hadas que habían decidido crecer, pero en el Reino de las Hadas no se hablaba mucho de ello, ya que la mayoría eran terriblemente orgullosas y dejar el pueblo era algo impensable, más sabiendo que necesitaban de las semillas del Árbol Dorado para sobrevivir. Los brotes del Árbol estaban en todas partes, en el cielo, en las hojas, en los ríos, todo el mundo se conectaba gracias al árbol y era su prioridad cuidarlo, especialmente siendo un hada de fuego. Eran los más fuertes y poderosos.

El azabache agitó la espada y desarmó a su enemigo, retrocediendo dos pasos para colocarse recto y asestar un golpe recto en el abdomen descubierto del rival, todo aquello mientras ocultaba una mano tras su espalda. El pelinaranja aplaudió, aunque seguramente no lo escuchó. Unas muchachas se acercaron al príncipe a entregarle sus pañuelos, pero el amable caballero no aceptó ninguno, no sin antes prometerles un baile para el Solsticio de Verano. Hinata frunció el ceño, deseando que esas chicas se fueran, ¿cómo se atrevían a cortejar a Kageyama de esa forma? Él se merecía a alguien grandioso, fuerte y decidido, como él.

Se sonrojó. Ese pensamiento había brotado solo, y negó con la cabeza varias veces, convenciéndose de que sus sentimientos hacia el príncipe eran solo de admiración, después de todo, cualquier otra relación era imposible.

—Por fin te encuentro. —Una joven voló hacia él, sentándose en el espacio que quedaba de la hoja. Tenía una sonrisa tranquila, tal vez demasiado, pero sus ojos eran astutos—. ¿Qué estamos viendo esta vez?

—¡N-Nada! —El chico agitó su cabeza, tal vez demasiado rápido, y se aclaró la voz—. ¿Me buscabas, Yachi?

—¿Nada? Pensé que ibas a decir que veías a los caballeros pelear para aprender nuevos movimientos. —Comentó despreocupadamente, mientras desenvolvía una semilla cocida de una pequeña hoja y le daba un bocado. Entrecerró los ojos—. O bueno, esa habría sido la excusa que pensé que dirías para ocultar que estás viendo al príncipe Kageyama, ¿no?

—¿Por qué más vería a ese idiota distraído? ¡Solo pelea bien! ¿Y qué? —Hizo una mueca burlesca—. Yo lucho mil veces mejor. Se equivocó varias veces.

—Bueno, acaba de ganarle al Capitán de Escuadrón, ¿no? —Sonrió dulcemente—. ¿Por qué no vamos a felicitarlo? No podemos darle dones pero, si ve hadas revolotear por allí le dará suerte.

—No creo que sea una buena idea…

—Anda. —Le guiñó un ojo—. Ven tras de mí.

Ambas hadas agitaron sus alas y volaron hacia los caballeros, de forma cuidadosa pues no querían que una espada las rebanara, manteniéndose a cierta distancia hasta que pararon de luchar. Entonces, Yachi aprovechó para dar vueltas alrededor del azabache, captando su atención por el destello que dejaban tras de sí y haciendo que su vista se enfocara en ella mientras sostenía la mano de Hinata. Sin embargo, por un error o sospechosa casualidad, soltó al joven justo frente al rostro del príncipe, provocando que se miraran mutuamente.

Hinata lo ocultaba, pero no podía estar más feliz. Le sacó la lengua y voló por allí, terminando por posarse en el hombro de Kageyama. Al príncipe siempre le llamaba la atención el color único del hada, ya que pocas veces se veía un tono tan intenso y rojizo en las alas y parte de la piel de la criatura, recordando vagamente que esas eran llamadas Hadas de Fuego por su parecido a las llamas cuando volaba.

—¡Parece que les gustas! —Se rió el Capitán, agitando su pecho. Se dio media vuelta y terminó el entrenamiento con un gesto—. Vamos, es una señal para un descanso, saquen el vino y los postres, muchachos y muchachas.

Kageyama se sentó, guardando su espada mientras veía a las hadas volar junto a él. Aquella hada rojiza siempre estaba en su radar, pues desde pequeño había visto un parpadeo llameante seguirlo y juguetear con él, despertando memorias que creía extinguidas. Sonrió levemente, saludando a su fiel compañero con el dedo, pues increíblemente parecía agradarle a una de esas orgullosas y caprichosas hadas.

—Hola… pequeñín. —Escuchó un tintineó, parecido a una campana, lo cual supuso que era una respuesta—. ¿Me viste pelear? Qué vergonzoso… fallé un par de veces.

—¡No me digas pequeñín, idiota! —Aquella era la “dulce” respuesta que en realidad le estaba dando el hada—. Y sí, lo hiciste terrible, pésimo, ¡práctica más, tonto!

Kageyama, con cuidado, extendió su mano hacia el hada, colocando la palma hacia arriba en espera de una reacción. Jamás lo había hecho antes, pues las hadas eran las criaturas más difíciles de dejarse agarrar por lo escurridizas y desconfiadas que son, ya que existen muchos comerciantes ilegales que trafican su polvo y las ocupan para pociones malvadas en el País de Luna, donde el Rey Rojo habitaba. El de iris azules no creía que aquello funcionara, pero se sorprendió al ver a la criatura posarse suavemente en su mano y dejarse caer allí, así que sonrió.

Hinata tembló por aquel gesto. Esto era arriesgado, lo sabía, pero tendría esa oportunidad otra vez y su corazón latía como loco. Lo que el príncipe no podía ver era el rostro extremadamente sonrojado del hada y cómo este jugaba con sus alas nerviosamente.

—¿Te lo dije antes? Me gusta tu color, es el más bello que he visto… —Habló otra vez. Al azabache no le molestaba no obtener respuesta, pues simplemente decía lo que pensaba—. Debes ser popular entre los otros pequeñines.

—¡C-Cállate y deja de decirme pequeñín! —Exclamó el joven. Yachi, que flotaba alrededor se reía.

—Es poco común ver hadas guerreras… seguramente peleas mejor que yo.

—Por su puesto, eso no lo dudes, tonto. —El pelinaranja infló el pecho, con superioridad, cruzándose de brazos.

—Bueno, es un alivio tenerte cerca. Me siento más protegido, ¿sabes, pequeñin? —Le susurró, sin dejar de sonreír—. Me gustas.

Eso fue todo.

La hada de fuego bajó la vista, apretando ligeramente los puños. Era realmente frustrante estar tan cerca y no poder hablarle, había sido lo más frustrante para su corazón todos estos años, sintiendo que nuevamente se le oprimía. Todo aquel tiempo, acompañándolo, volando a su alrededor, viendo su sonrisa y recibiendo sus palabras amables mientras cuidaba y velaba por el humano, su humano. ¿Para qué? Para verlo un día perder interés por él, yéndose con otra chica a formar su familia y alejarse. Era duro, y lo odiaba, odiaba haberse encariñado tanto con aquel príncipe.

Aún recuerda el primer día que lo conoció, tan solo era un niño. Hinata se había metido en una pelea con las Hadas Negras y había resultado gravemente herido de un ala, por lo que debió caminar hacía la raíz del Árbol Dorado para curarse lo más pronto posible, y el más cercano era aquel que se encontraba en los jardines imperiales del castillo de Land’erwon. Pero no logró llegar, y cayó desmayado, presa de cualquier animal salvaje.

Cuando despertó estaba en un pequeño cojín tapado con un pañuelo de seda. Junto a él se encontraba un pequeño potecito con miel y semillas doradas, así que se incorporó y empezó a comer y beber, con cierta urgencia. La miel sabía deliciosa y nunca había sido cuidado de esa forma, pero, ¿quién?

Vio alrededor y se encontró con una cabellera oscura, pero el rostro estaba oculto entre las sabanas de la cama. Lo reconoció de inmediato: era el príncipe Kageyama, el hijo de al medio que era un prodigio con la espada. Al parecer lo había salvado y, esperando que se recuperase, se quedó dormido entre el suelo y la sabana para no aplastarlo. Eso lo enterneció, un poco, solo un poco.

—Es mejor que me vaya. —Murmuró, agitando sus alas.

Pero no podía volar. Lo intentó, lo intentó e intentó, pero era un esfuerzo sobrehumano.

Entonces la cabellera se agitó y de pronto se encontró con dos faroles azules que lo volvieron transparente. Eran grandes y lindos, con pestañas carbonizadas y una mirada algo perdida, desorientada, que rápidamente se volvió estable y amable, aunque las demás personas podían decir que daba un poco de miedo. Hinata se puso en posición defensiva, pues no sabía qué quería ese desconocido de él.

—Qué bueno que despertaste… me alegro mucho, pensé que te ibas a morir y no sabía que hacer, así que te traje comida… Hubiera traído a mis hermanos, pero ninguno está, y los adultos no me hacen mucho caso… lo siento… —Murmuró, cabizbajo, mientras rebuscaba algo en su bolsillo—. Te traje dulces, también. A mí me gustan… ah… no sé si me entiendes… —Sonrió amablemente—. Bueno, no hace diferencia.

Hinata tuvo la necesidad de contestarle, pero sabía que no le entendería y aún no confiaba por completo en aquel humano, aunque fuera del País del Sol, así que simplemente se quedó estático mientras lo veía. Notó que Kageyama tenía una personalidad distinta a la que todos decían, siendo realmente amable, solo que lo malinterpretaban muchas veces. El contrario, por su parte, pareció rendirse.

—Está lloviendo afuera, así que tuve que traerte aquí… no pretendo hacerte nada malo, pequeñín. —El pequeño Hinata frunció el ceño—. Pareces distinto a las otras hadas.

El de cabellos anaranjados poco a poco empezó a comer de nuevo, pues quería recuperarse, recuperando el calor en el cuerpo y desentendiéndose del susto provocado. Lo miró con las mejillas llenas y rosadas.

—Eres más lindo.

El hada casi escupe la comida, atorándose levemente. Se puso a toser, pero Kageyama seguramente solo escuchó tintineos y pensó que le estaba respondiendo, ya que sonrió de lado y asintió tontamente. Hinata, por su parte, fue la primera vez que murmuró un “qué idiota”.

—Si no tienes un hogar, o casa, o si te sientes solo… puedes quedarte conmigo el tiempo que quieras. —Le dijo el niño—. Te protegeré y cuidaré, lo juro. —Ladeó el mentón—. Hay muchos lugares lindos que podemos ver juntos.

Entonces sonó la puerta. Era un guardia real avisándole al azabache que la cena estaba servida y lo esperaban en la mesa porque su asistencia era urgentemente exigida, según palabras de su padre. Hinata tenía miedo de que el chico lo expusiera, pero se fijó en que incluso tapó con su espalda la ubicación del hada y lo que estaba haciendo, fingiendo a la perfección. El príncipe volvió a hablarle al hada y le explicó cosas sin importancia y cómo sería un secreto que estuviera allí, así que no se preocupara, que no tenía animales y que no lo iban a molestar, y también que dejaría la ventana abierta en caso de que quisiera irse, aunque eso fuera muy triste.

Después de eso el chico se fue a cenar.

Y Hinata se marchó por la ventana.

Desde ese día sentimientos encontrados inundaron la cabeza de la pequeña hada. Su mundo era completamente diferente al del príncipe, pero aún así lo había tratado como un igual. Y ahora estaba allí, en la actualidad, sentado sobre su palma mientras contemplaba como el torpe y tierno niño se había convertido en un hombre atractivo capaz de despedazar a un orco en segundos. Sus alas se agitaron sin que se diera cuenta, con emoción, cual perro agitando su cola.

Pero el momento se rompió, ya que llamaron a Kageyama del palacio por otro asunto “sumamente urgente”, por lo que el azabache se despidió de él y lo dejó suavemente en un tulipán, endureciendo la mirada en cuánto giró el rostro, dejando atrás a su amable personalidad. El guardia parecía más preocupado que serio y en sus gestos se podía ver la incomodidad e inquietud, así que el hada tuvo un mal presentimiento. La hada rubia le hizo un gesto al pelinaranja, entendiendo al instante, y ambos lo siguieron en secreto al palacio.

En La Mesa Redonda se discutían los temas de relevancia para la seguridad y prosperidad del reino, que hasta entonces había ido espectacularmente bien y seguía subiendo, así que hace tiempo que no la usaban mucho. Sin embargo, allí estaban la mayoría de Jefes de Armada y el Rey, sentando en medio de la sala dorada con dos guardias a sus costados. Kageyama entró, saludando formal, y se colocó en la posición contraria a su hermano, Akaashi, quien no lo miraba a los ojos. No había rastro de su hermana por ninguna parte, pues las reuniones en la Mesa Redonda eran solo para hombres, costumbre que tanto él como su hermano encontraban ortodoxa.

—Comenzamos la doceava reunión de la Mesa Redonda del presente año, saludando cordialmente a todos los Superiores de Rango y personas que contribuyen al desarrollo de nuestro país. —Dio el inicio el rey. Se parecía más a su primer hijo, Akaashi, con el detalle de que el menor era más delgado, sus rasgos más finos y sus pestañas más largas, provocando que destaque la oscuridad de su mirada—. Como bien saben, las tropas de Villemond cada vez están más cerca del reino, apropiándose de territorios desprotegidos del País de Tierra y en camino hacia aquí. Nuestro reino hace más de cien años que vive en armonía por el legado de nuestro Héroe, y ahora es cuando debemos proteger aquel legado. Sin embargo, no podemos ir a la guerra, sería acabar con la paz naciente del reino.

—Esos malditos del País de Luna siempre han querido conquistarnos. —Escupió un capitán, notándose el rencor en sus palabras—. No aprenden los de Villemond.

—No hay que preocuparnos, nuestras tropas los superan en números y en eficacia, somos el país con los mejores guerreros del mundo. Yo voto porque debamos atacar. 

—Como dije, no atacaremos. —Habló el rey—. He conseguido un trato favorable con la Reina del País de Estrella, el reino neutral, y eso podría intimidar lo suficiente a Villemond como para desista de la conquista.

En el mundo existían cuatro grandes países: el País del sol, el País de Luna, el País de Tierra y el País de Estrella. El primero era un reino prospero, cálido, donde siempre brillaba el sol y se celebraban las mejores fiestas y banquetes, siendo su capital comercial Land’erwon. Sin embargo, aquel reino siempre había sido codiciado por el País de Luna, cuya capital era Villemond, que era un país conquistador que estaba en constante expansión al añadir a su territorio pueblos y ciudades conquistadas. Ellos quemaban, arrasaban y destruían todo a su paso, siendo su principal víctima los ciudadanos del País de Tierra. Los de aquel país eran pobres, de escasos recursos naturales y víctimas de las malas circunstancias de la guerra, así que era un país saqueado y utilizado como campo de batalla, donde los monstruos del Continente Perdido estaban en constante acecho, como orcos, goblins y demonios, cuya capital era Durheng.

Finalmente, el País de Estrella era el lugar más frio del mundo y con las peores condiciones climáticas de todos, pero al ser un lugar rico en magos y hechiceros sobrevivían y se adaptaban de todas formas, siendo un país poderoso y neutral en el expansionismo del País de Luna con el Rey Rojo. Su capital era Stellyvath.

—¿En qué consiste el trato? —Preguntó el mayor, Akaashi.

—Para una alianza estable y duradera corresponde una promesa de la misma categoría, para eso necesitamos una institución que nos ampare y proteja de posibles traiciones, engaños o manipulaciones. Así que la condición fue simple: un acuerdo de matrimonio. —Informó el Rey, fríamente, como si la decisión no pudiera rebatirse y estuviera tomada—. Kageyama se casará con la hija de la Reina de Stellyvath, Alisa Haiba.

—No puede… —Empezó Akaashi.

—Está decidido. —Dictaminó el Rey, y miró al aludido—. No estás en posición de negarte, Kageyama. Es por el bien del reino, es por tu gente, la gente que proteges todos los días en las fronteras.

—…Comprendo. —Dijo, despacio, el menor. Parecía inexpresivo—. Yo… lo acepto.

—Está hecho, entonces. Las familia real de Estrella llegará a Land’erwon en tres días, cuando será tu boda. Hasta entonces, tenemos que organizar los preparativos.

—Sí, padre.

—Pueden retirarse. Tengo unos asuntos privados que tratar con la guardia real.

Para el hada infiltrada en la habitación ese había sido un golpe duro. No, mucho más, sintió que su corazón se despedazaba y moría. De hecho, Yachi tuvo que sostenerlo, pues sus alas habían dejado de agitarse y estaba perdiendo su brillo rojizo. La chica se preocupó, diciéndole palabras de ánimo y hablándole para que no se desmayara.

Las hadas podían morir de amor.

No pasaba con frecuencia, y si lo hacía la Gente Grande no sabía o no hablaba mucho de ello, así que en realidad pocas personas podían confirmar que efectivamente las hadas murieran de amor. Pero era probable y en el Reino de las Hadas ocurría ciertas veces. Lo verdaderamente extraño era que aquel desamor viniera de un hada por un humano, ya que desde el inició fue imposible y aquella hada no tuvo que haber sobrevivido tanto.

Hinata no quería cerrar los ojos, lo intentó, de verdad lo intentó, pero el mundo se iba colocando cada vez más negro.

Entonces Yachi no pudo sostenerlo, y se cayó.

“Morir por amor… que estúpido”, pensó por última vez. “¿Quién podría amar a ese idiota?”

Todo se volvió negro.

 

. . .

 

¡Oh! ¿Qué pena te acosa, caballero en armas,
vagabundo pálido y solitario?
Las flores del lago están marchitas;
y ningún pájaro canta. 

Una dama encontré en la pradera,
de belleza consumada, bella como una hija de las hadas;
largos eran sus cabellos, su pie ligero,
sus ojos hechiceros. 

Yo la subí a mi dócil corcel,
y nada fuera de ella vieron mis ojos aquel día;
pues sentada en la silla
cantaba una melodía de hadas.

Ella me reveló raíces de delicados sabores,
y miel silvestre y rocío celestial,
y sin duda en su lengua extraña me decía:
Te amo.

 

Notas finales:

¿Y bien? ¿Merezco un comentario? ¡Espero les haya gustado, queridos! 


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