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Un Amor A Través Del Tiempo por midhiel

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Un Amor A Través Del Tiempo


Muchas gracias, Ali, por corregir.

……….

Capítulo Uno: Estel Conoce Al Príncipe Legolas



-Cuentan los elfos más sabios del Arda que miles de años atrás, Sauron, el temible Señor Oscuro de Mordor y antiguo sirviente de Melkor, al ser apresado por Ar-Phârazon, el Rey de la isla de Númenor, consiguió hechizarlo y convencerlo de iniciar una guerra contra la sagrada Valinor. Todo el reino cayó bajo su magia oscura, menos Amandil, quien decidió huir con su hijo Elendil para buscar ayuda. Elendil era el padre de Isildur, el glorioso Rey de Gondor, que años después vengó las afrentas del Señor Oscuro, quitándole el Anillo Único en la sangrienta Batalla de los Cinco Ejércitos.

Con las piernas cruzadas en el suelo de mármol de la biblioteca de Rivendell y las manos sosteniendo su mentón, Estel, un niñito humano de ocho años, escuchaba fascinado la historia que Erestor, el Consejero Principal de Rivendell, le narraba.

Con el cabello largo y oscuro, lleno de bucles que bañaban sus hombros, y unos ojos grises fulgurantes como la plata, el pequeño causaba admiración por su belleza y su soberbia apostura. Su sangre humana, la más noble entre las nobles, se remontaba a las legendarias figuras que habían forjado la historia del Arda.

Estel no era un niño común y corriente; su padre biológico, Arathorn, Cacique de los Montaraces, había sido hasta su muerte el Heredero de Isildur y, por lo tanto, legítimo destinatario del trono de Gondor. A su corta edad, el niño aún no lo sabía. Su padre adoptivo, Elrond, Señor de Rivendell, había preferido mantener su estirpe en secreto y así Estel crecía como un niño normal entre los elfos.

Además de Estel, Elrond tenía tres hijos propios: Arwen, la más pequeña que ahora residía en Lothlóriel con sus abuelos maternos, y dos gemelos, los famosos guerreros Elladan y Elrohir.

Estel sólo conocía a Arwen de oídas, pero se había criado con los gemelos y los adoraba con todo su corazón. Ellos le contaban historias de sus cacerías de orcos y muchas aventuras que encandilaban al niño.

-Erestor, ¿por qué Isildur fue tan torpe cuando peleó contra Sauron? – preguntó Estel con total inocencia -. Sé que Sauron era grande y fuerte, pero Isildur pudo haber peleado mejor y no cortarle el dedo de pura suerte.

-¿Y quién te dijo que Isildur cortó torpemente el dedo del Señor Oscuro? – preguntó el asombrado consejero.

Estel volteó hacia la pared donde sus hermanos adoptivos se habían recargado, hartos de escuchar la misma historia una y otra vez. Erestor repetía las historias antiguas del Arda de memoria y los gemelos ya habían escuchado ésta cientos de veces desde que eran elfitos.

-Addy y Ro me contaron que Sauron golpeó a Isildur con tanta fuerza que éste cayó –explicó el niño -. Entonces tomó la espada de su padre, Narasil o algo así…

-Narsil, Estel –suspiró Erestor, rodando los ojos.

-Sí, la Narsil, y cortó con ella el dedo de Sauron.

-¿Por qué piensas que actuó torpemente? –inquirió el consejero -. Se defendió de Sauron y logró quitarle el Anillo Único.

Estel se frotó el mentón, como recordando algo, y luego se echó a reír.

-Addy dijo que fue graciosa la forma como cayó.

-¿Eso dijo? –el rostro de Erestor se transformó y sus ojos oscuros apuntaron directo a los gemelos.

Elladan también reía, orgulloso de su apreciación, hasta que Elrohir le propinó un brusco codazo, señalando al consejero con la mirada.

-Vamos, Erestor – exclamó el joven, aún sonriendo -. Tú mismo estuviste ahí y afirmaste que de no haber sido por lo desesperante de la situación, te hubieras reído cuando lo viste caer.

-Addy también dijo que Sauron era muy fuerte y que podría haber ganado tranquilamente la guerra – añadió Estel, entusiasmado.

-Entonces, Elladan Elrondion, no sólo te burlas de Isildur sino que ponderas la habilidad bélica del Señor Oscuro – reprendió Erestor, más enfurecido.

Elladan quedó sorprendido y molesto con la acusación.

-¡Por favor, Erestor! Espero no estés hablando en serio. Sabes cuánto me gusta bromear

-Estoy hablando en serio – respondió Erestor, más irritado aún -. Estel no es más que un niño y no tiene capacidad para discernir tus chistes. Gasto las tardes enseñándole nuestra historia e inculcándole el respeto a nuestras virtudes y tú, con una sola broma, distorsionas sus valores.

Elladan miró a su hermanito, preocupado.

-Estel, ¿de veras pensabas que hablaba en serio?

-Siempre dices cosas divertidas, Addy – replicó el niño, inocentemente -. La manera en que cayó Isildur me hizo reír mucho.

-¿Ves, Erestor? – Elladan se volvió hacia el consejero, con una sonrisa triunfal -. Es un niño muy inteligente.

-No me importa lo que Estel piense ahora, Elladan – Erestor apoyó las manos en las caderas -. Agradece que tu adar esté reunido con el Rey de Mirkwood. Sin embargo, te aseguro que tarde o temprano sabrá de estas anécdotas “divertidas”, según tu concepción, y cuánto enseñan a tu pequeño hermano.

-¿Ada aún no sabe que Isildur se cayó? – interrumpió el niño, sorprendido -. ¿Ada no conoce esta historia todavía, Addy?

-No se refiere a eso, Estel – murmuró Elrohir -. Ahora ve a jugar.

Estel era pequeño pero entendía perfectamente cuando había problemas entre los adultos. Sin acotar nada más, salió a correr por el pasillo hacia los florecidos jardines.


……….


Estel caminaba por el iluminado pasillo, arrastrando cansinamente su espada de madera. No existía en todo el Arda actividad más humillante que jugar con los elfitos. Los niños eran ágiles, veloces, diestros y poseían una gracilidad envidiable. Podían correr carreras con más celeridad que el viento. Bastaba que alguien gritara “listo”, para que todos los elfitos juntos recorrieran el trayecto en un parpadeo, mientras Estel, jadeando, intentaba alcanzarlos sin resultado.

Practicar con las espadas de juguete era otro problema. Los niños se movían con tanta facilidad que de un solo brinco podían colgarse de las ramas y desde allí lanzaban sus estocadas. Claro que Estel necesitaba al menos tres saltos para llegar a la cima de los árboles y le costaba horrores treparlos con la espada en la mano.

Otro tema eran sus orejas. ¿En qué pensaba Ilúvatar cuando concibió a los elfos con las orejas picudas? Estel las tenía redonditas como cualquier mortal y los elfitos no dejaban de gastarle bromas por ello.

Estel se sentía muy avergonzado de ser como era. No podía participar de los juegos porque no era rápido ni ágil como sus compañeros y por eso no tenía amigos. Algo que preocupaba en extremo a su adar.

Al pasar junto al despacho de su padre, el niño escuchó su voz amonestando detrás de la puerta y se detuvo.

-Es inconcebible lo que hicieron – exclamaba el mesurado Señor de Imladris, ahora fuera de sí. Estel podía adivinar su habitual postura para el regaño: los brazos cruzados en el pecho, la ceja izquierda enarcada y esa mirada fría y directa que tanto respeto infundía en sus hijos -. ¿Creen que sus patrañas son graciosas? ¡Por los benditos Valar! No tiene más de ocho primaveras. ¿Cómo pudieron rebajar la legendaria figura de Isildur y además decir que Sauron tenía el poder para ganar esa batalla? ¿Pensaron qué ocurriría si Estel llegara a considerar un héroe al Señor Oscuro gracias a sus bromas?

-Adar, por favor. Exageras –interrumpió la angustiada voz de Elladan -. Estel sabe diferenciar lo bueno de lo malo. Siempre ponderas lo inteligente y despierto que es. Le pregunté y entendió que se trataba de una broma.

El niño apoyó la redondeada oreja sobre el marco de nogal para escuchar con más atención.

-Lo único que les pedí fue que pasaran un tiempo con él. ¿Tenía que aclararles que debía ser de una manera sana? – continuó reprochando Elrond -. Estel los adora y quiere estar con ustedes, no imaginan lo que me cuesta hacerle entender que aún es chico para ir a cazar orcos cuando parten.

-Y a nosotros nos fascina pasar el tiempo con él, adar – repuso Elladan, tranquilo. Estel pensó que quizás estaba sonriendo -. Es un niño muy divertido y no vemos la hora que crezca para que nos acompañe en las cacerías.

-No me gusta tenerlo en mi despacho todo el tiempo cuando ustedes no están –la voz de Elrond sonaba dolida -. Es un niño, necesita salir al aire libre, jugar, entretenerse con gente de su edad.

-Pero adar –ahora habló Elrohir -. Estel sí sabe divertirse con elfitos. En este momento está jugando con ellos en el jardín.

Elrond soltó un suspiro triste y el corazoncito de Estel se llenó de sombras.

-Los elfitos lo desprecian, hijo. Los observé mientras jugaban y siempre lo hacen a un lado. Estel es un edain y no tiene la ligereza ni destreza de nuestra raza.

Estel sintió que los ojos le ardían. Toda su frustración estaba plasmada en las palabras de su padre. Se frotó los párpados con fuerza como si pudiese así quitarse la torpeza que tenía para jugar, para brincar, para vivir entre elfos.

Con unas ganas insoportables de llorar y gritar, arrojó su espada al suelo y echó a correr por el pasillo en dirección a los jardines.



………..


Legolas, un joven elfo rubio de fascinantes ojos azules y el menor de los siete hijos varones de Thranduil, el Rey de Mirkwood, paseaba distraído por los jardines de Rivendell. Había llegado al valle ese mismo mediodía, acompañando a su padre en una misión, y partiría pocas horas después hacia Lothlóriel para que su progenitor arreglase el compromiso de su primogénito con la hermosa Arwen Undómiel.

Legolas era considerado por muchos el ser más bello de su raza. A su beldad física se sumada un corazón noble y puro, y una destreza en el manejo del arco y las espadas que enorgullecía a su padre y a sus hermanos. El joven estaba feliz con sus habilidades y virtudes, pero, lejos de pavonearse con ellas, trataba de ser mejor persona y se esmeraba día a día por superarse.

Recorriendo los jardines, preñados de flores y fragancias, sintió el sollozo de un niño.

-Un elfito perdido – pensó y agudizó el oído para rastrear el llanto.

Los gemidos lo llevaron hasta un roble alto y frondoso que daba sombra a una planta de lilas.

Legolas alzó la cabeza y encontró a un niño en la copa.

-Oye, tithen, ¿estás bien? – preguntó con su candorosa voz.

El niño, que no era otro que el angustiado Estel, se sobó los ojitos ante la voz dulce y extraña, y bajó la cabeza en dirección al suelo.

Legolas soltó un suspiro de admiración. El pequeño no era un elfito, sino un edain.

-¿Por qué lloras, tithen?

Estel no quiso responderle y se cubrió la carita.

Legolas brincó, como sólo los elfos conseguían hacerlo, y se colgó de la rama más alta.

El niño se asustó porque no había visto a nadie saltar con tanta soltura y comenzó a temblar, sacudiendo la rama.

-No temas – tranquilizó el joven, acercándose cuidadosamente hasta la ramita donde reposaba el pequeño -. No, tithen. Por favor, no te muevas, que si se quiebra la rama nos caeremos los dos.

Estel miró hacia abajo y comprendió que si la rompía, ambos recibirían un gran golpe al chocar contra el suelo.

Mientras tanto, Legolas aprovechó su distracción para llegar hasta él y sentarse a su lado. Estel se frotó otra vez los ojos y estudió al desconocido. ¡Por Eru! Nunca había visto a alguien tan hermoso: el cabello rubio, los ojos azules, la piel blanca, en fin, las facciones tan armoniosas. La mirada gris del niño quedó prendada ante tanta belleza.

-¿Cómo te llamas? – preguntó Legolas, al notarlo más tranquilo.

-Estel – murmuró tímidamente.

Legolas sonrió y su destellante sonrisa brilló como un sol. El pequeño lo observó con más atención, estaba hipnotizado con su cándida gallardía.

-Perdona que no me haya presentado. Mi nombre es Legolas.

-Hoja Verde – susurró el niño, traduciendo el nombre al westron, la lengua de los hombres que Elrond comenzaba a enseñarle.

-Así es, Hoja Verde – repitió el joven con suavidad -. ¿Por qué llorabas, amiguito?

Estel desvió la mirada, avergonzado. El elfo le parecía tan hermoso que no deseaba que supiese lo torpe que era para trepar, para correr, para jugar con sus compañeros.

-¿Te estaba doliendo algo? – se preocupó Legolas.

-No – replicó despacito.

-No encuentras a tus padres.

-Tampoco.

-Entonces dime qué te ocurre – pidió Legolas cariñosamente.

El niño suspiró con tristeza.

-No sé trepar los árboles – hipó.

-Pero si estamos en la copa de uno bien alto – sonrió el joven elfo.

Estel arrancó un par de hojas de la rama.

-Los elfitos saben trepar mejor que yo.

-Ya veo – suspiró Legolas, sintiendo en carne propia la frustración del pequeño. Al ser el hijo menor, había crecido entre hermanos más ágiles que él y sabía lo que se sentía estar en desventaja.

-Ellos pueden correr más rápido que yo – el niño se abrió finalmente -. Trepan los árboles con un solo salto y tienen las orejas diferentes a las mías.

-Las tuyas son muy bonitas, Estel.

-¡No es cierto! – exclamó el pequeño, cubriéndose las orejas con las manos.

Legolas suspiró y, con sumo cuidado, le separó los dedos de las orejas. El niño no puso resistencia, se sentía tan desgraciado.

-Escucha, Estel – comenzó el joven con una sonrisa -. Comprendo lo mal que se siente sabernos frustrados porque no podemos hacer las cosas que otros, más habilidosos que nosotros, consiguen. Soy el menor de siete hermanos varones y cuando era pequeño como tú, me sentía el elfito más lerdo y torpe de la casa.

-Pero si tú no pareces torpe ni lerdo – replicó Estel, asombrado.

Legolas sacudió la cabeza.

-No, pero al igual que tú, así me sentía. ¿Y sabes lo que me dijo una noche mi ada cuando me vio triste?

Estel ladeó la cabeza con vehemencia.

-¿Qué te dijo, Legolas?

-Una noche que estaba triste porque no podía saltar y correr como mis hermanos mayores, mi ada me dijo que todo eso no importaba, ¿sabes por qué?

-¿Por qué? – preguntó el pequeño, lleno de curiosidad.

El elfo hizo una pausa para aumentar su interés.

-Porque yo era un elfito especial, que todavía no podía saltar ni correr como los demás, pero que algún día, cuando creciera, haría cosas grandes.

-¡Oh! – exclamó el niño, fascinado.

-Quizás hoy no tengas las destrezas de los demás, Estel. Sin embargo, estoy seguro que posees habilidades extraordinarias que ni tú conoces.

-¿Lo crees así, Legolas?

-Claro que lo creo – aseguró el joven con confianza.

Estel se frotó el mentón.

-Mi adar siempre comenta lo despierto que soy para mi edad – explicó, feliz -. Y mis hermanos ya prometieron enseñarme a manejar la espada y a pelear, pero cuando sea grande – aclaró velozmente.

Legolas sonrió, sin imaginar de qué adar o hermanos el niño estaba hablando. Él creía que Estel era un niñito que circunstancialmente vivía en el valle. Ni por un segundo imaginó que se trataría de un hijo adoptivo del sabio Elrond y hermano de los afamados Elladan y Elrohir. Y menos que menos que Estel era en realidad el mismísimo Heredero de Isildur.

-Legolas –llamó uno de sus siete hermanos, un elfo alto y esbelto de cabello platinado -. ¿Dónde estás? Adar te está buscando para partir. Recuerda que debemos dejar Imladris antes de que anochezca.

-¿Te irás? – los ojitos de Estel se anegaron de lágrimas.

Legolas asintió, apenado. Le había tomado cariño a su nuevo amiguito. Sin saber cómo consolarlo, acarició su mentón y le besó la frente.

-Debo volver con los míos, tithen. Pero recuerda lo que te dije, eres una personita especial y no tienes por qué llorar. Tu ada sabe lo que vales y por eso está tan orgulloso de ti.

Estel sintió que el corazón se le henchía de alegría y una adorable sonrisa se dibujó en sus labios.

Legolas se sintió más tranquilo y, tan rápido como había subido, descendió del árbol para reunirse con su familia.

-Namarië, Estel – lo saludó desde el suelo.

-Namarië – el pequeño agitó su mano.

Legolas dio media vuelta y llamó a su hermano que corrió a su encuentro. Desde el árbol, el niño los observó marcharse. Sus ojos grises volvían a encenderse de dicha y un extraño sentimiento de fascinación empezaba a palpitar en su interior.

Fascinación por ese misterioso y apuesto elfo.


TBC

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