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Té con leche por sherry29

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Por aquellos días las calles principales y los alrededores de White Street eran un verdadero hervidero de policías. Los uniformados de Scotland Yard entraban y salían de diferentes residencias del sector dando muchas explicaciones a la hora de realizar las requisas pertinentes. La población burguesa y acaudalada estaba un poco alarmada ya que para nadie era un secreto que los detectives solo daban explicaciones y pedían permisos cuando se trataba de cosas verdaderamente graves. De lo contrario, solían irrumpir en cualquier sitio haciendo gala de esa grosería invaluable que los hacia tan adorables.

Justo cuando un grupo de agentes  abandonaban el hogar de un mercader de vino que había alcanzado gran demanda en los últimos meses a causa de la fusión entre su negocio y el de su tío fallecido, un carruaje atravesó a toda prisa la callejuela empedrada llevando consigo a una dama que apenas medio asomo su rostro ovalado por la ventanilla cuando el líder de la cuadrilla de policías se apartó para evitar que el chorro de agua que levantó la rueda le empapase la levita. Finalmente el vehículo se estacionó junto a las rejas de una de las principales mansiones del sector, una casa de tres pisos con la ventana del ático siempre iluminada y un jardín lleno de alelíes. Cuando el conductor de la berlina descendió para ayudar a bajar a su señora, el mayordomo que aguardaba en la entrada se adelantó para abrir la reja. Seguramente Lady Braine alertada de ante mano de la visita de su ahijada Lady Moncrieff lo había hecho esperar atento la llegada de la joven.

Una vez apeada en la acera de la casa de su madrina de confirmación, Lady Moncrieff abrió su abanico y recogió un poco su vestido para no mancharlo con los rastros del aguacero nocturno que aun no secaba el sol. Era medio día, una hora harta desagradable para una visita de esa índole pero fue el único momento que encontró para logra evitar ser vista por su marido saliendo de casa con dirección a White Street.

Lady Sophie Moncrieff era una mujer joven, recién casada e hija mayor de uno de los más renombrados ingenieros de todo Londres y quizás de toda Inglaterra. La muchacha había sacado la belleza de la madre; esa mirada seductora vestida de verde tras esas pestañas largas y espesas, el cuello espigado y curvilíneo, el cabello ensortijado y rubio y la figura estilizada que para su fortuna resistió a su adicción obsesiva por las tartas de chocolate con nueces. No era una mujer inteligente, cosa que le hizo acreedora de un excelente matrimonio con el hijo de un magnate mitad irlandés, unión de la cual se le hizo participe dos semanas antes de la boda como debe hacerse siempre que se quiere que un matrimonio sea exitoso. Y este sin duda lo había sido, por lo menos los primeros meses. Sin embargo ahora Lady Moncrieff lucia preocupada y taciturna, hecho bastante normal luego de siete meses de matrimonio, pero ella en ese momento no lo comprendía así. Por eso, apesadumbrada por aquel terrible problema decidió acudir a la única persona que comprendía bien a los del otro sexo, su madrina Lady Braine. No en vano se había casado cinco veces. No hay mujer que conozca mejor a los hombres que aquella que se ha dado cuenta que son insoportables por mas de dos años consecutivos.

El mayordomo la guio por un camino de baldosas alemanas que en contra de todo pronóstico eran de buena calidad y en una esquina junto a un árbol frondoso de almendras dieron un rodeo hasta llegar a las escalinatas que daban al recibidor. Justo en la entrada Lady Moncrieff se deshizo del abrigo  aterciopelado y el paraguas que fueron puesto a buen resguardo por el mayordomo quien acto seguido la guio hasta el salón donde Lady Brainer la esperaba.

Aguardó un momento en la entrada hasta ser anunciada y cuando las puertas de la antesala volvieron a abrirse vio en el saloncito la figura atenta y erguida de Lady Braine sonriéndole desde el sillón. Lady Moncrieff se acercó un tanto recelosa sintiendo el corsé de su vestido un poco mas apretado de lo habitual y un molesto sudor bajo las enaguas. Carraspeó un par de veces antes de avanzar hasta la mesa dispuesta para el te porque sentía que la garganta se le había quedado seca.

- ¡Oh querida! – Dijo Lady Braine poniéndose de pie para recibirla - Me maravilla gratamente tu visita, cosa que rara vez puede decirse de una visita. Las visitas pocas veces son agradables. Sobre todo si se trata de amistades.

 

Se besaron en las mejillas y tomaron asiento una al lado de la otra. Un sirviente se acerco trayendo una fina tetera con grabados chinos y sirvió un te con leche. Agregó al de Lady Braine dos cubitos de azúcar y al de Lady Moncrieff tres. Se preparaba para agregar un cuarto pero Lady Brainer lo detuvo.

-¡Pero que horror! – Dijo escandalizada inflando su pecho protuberante apresado entre el corsé y los encajes – Las mujeres no deben consumir mucha azúcar. El azúcar estimula el pensamiento y las mujeres no debemos pensar en exceso. Mira como termino Ana Bolena.

Avergonzada Lady Montcrieff bajo su rostro y en ese momento unas gotas de sudor corrieron por su frente sin poder ser disimuladas por la sombra que el ala de su sombrero marcaba sobre el lado derecho de su cara. Lady Braine lo atribuyo al calor del mediodía y ordenó al mayordomo correr más las cortinas para invocar la brisa que se filtraba por los jardines. De inmediato una ráfaga inundó la estancia y movió un poco uno de los muchos cuadros del salón.  

- Lady Braine, me apena mucho haberme presentado hoy de esta forma y ha estas horas – Se excusó la joven dejando de lado la taza vacía – Esto es un asunto muy privado. Es un problema marital. Algo que solo debería comentar con mi marido.

 

Lady Braine se enderezó cortándole una rebanada de pastel de chocolate con nueces que había mandado a preparar especialmente en ocasión de su visita. Ella se sirvió a su vez una tostada con mantequilla no sin antes desplegar una servilleta de lino sobre su lisa falda turquesa.

 

- Querida. Tus años mozos te impiden darte cuenta pero los asuntos conyugales son las cosas que menos se deben ventilar con el marido. Es algo demasiado vulgar además de poco útil.

- ¡Oh querida madrina! –  Lady Montcrieff rompió en llanto de repente soltando la cucharilla de plata que le había ayudado a comerse ya un buen pedazo de pastel – No se que hacer. Presiento que mi marido ya no me ama.

- ¡Ridiculeces querida, ridiculeces! – Replicó Lady Brainer reparando a la otra mujer de pies a cabeza – Si tu marido ya no te amara estarías toda cubierta de diamantes y no lucirías eso horribles topacios como pendientes.

Su ahijada la miró confundida.

- ¿En serio?

- Por supuesto hija mía – Le tranquilizó dándole un generoso mordisco a su tostada. Luego limpiándose con la servilleta agregó – Pero haces bien en tener presentimientos. Los presentimientos son saludables, tanto como los sueños. La seguridad en cambio no es cosa buena. No hay nada que sea más relativo que las cosas absolutas.

Lady Montcrieff suspiró aliviada. Si lady Braine decía con tanta seguridad que aun era depositaria del amor de su marido ella no se atrevería a dudarlo. Las terceras personas suelen tener un instinto muy eficaz a la hora de analizar una relación amorosa.  Realmente las terceras personas tienen un instinto muy eficaz para analizarlo todo muy bien a excepción de sus propios asuntos.

- Me alegra tanto oír eso Lady Braine – Dijo sonriendo un poco y tomando nuevamente su pastel – Pero es que mi único deseo es ser feliz. Y temo que en este momento no lo soy del todo.

Lady Braine tuvo que usar la servilleta para mermar su tos. Se había atragantado al oír aquello.

-¡Pero que barbaridad dices niña! – Exclamó cuando recuperó la voz – La felicidad y las mujeres son algo completamente incompatible. Las únicas mujeres felices son las rameras de Carrintong street.

Lady Montcrieff se llevó la mano a la boca escandalizada.

- Además – Agregó Lady Braine – Los hombres no confían en las mujeres felices. Detrás de toda mujer feliz siempre hay un hombre muerto. Si no mira a Lady  Jedburgh, acaba de enviudar con solo treinta años y ya parece una mujerzuela.

- ¡Oh! Debo decir entonces que me alegra no ser feliz – Añadió Lady Montcrieff – Sin embargo creo que no esta bien ser una mujer preocupada.

- Por supuesto que no, eso tampoco esta bien. Las preocupaciones son un invento socialista. Algo que sin duda hay que combatir. Pero cuéntame querida ¿Cuál es la causa de tu aflicción?

Lady Montcrieff terminó el último trozo de pastel, miró a ambos lados constatando la distancia de los empleados e inclinándose un poco mas hasta donde se hallaba su madrina le habló en discretos susurros como si la figura de Lord Braine estampada en un retrato frente a ella pudiera oírle.

- Temo que mi esposo padece un mal que lo romanos llamaban parálisis.

Del asombro Lady Braine sujetó el lazo que decoraba su cuello alto.

- Si los romanos llamaban a algo parálisis entonces ha de ser algo gravísimo.  Pero tranquila querida que los problemas graves son los únicos que tiene solución. Eso es lo único bueno que nos dejó la revolución francesa.

- Quiero decir que mi marido es hombre muerto en la cama. ¿Cree usted que se la haya metido un frio?

Lady Braine se paró y llegó hasta el espejo de la pared lateral. Lady Montcrieff la seguía con la vista observando como se arreglaba el mechón castaño que escapaba de su sombrero. Seguía siendo una mujer muy joven a pesar de llevar cinco matrimonios a cuestas y con un perfil que aunque ordinario también bastante altivo. Tenía una figura voluptuosa que trataba de disimular tras costuras apretadas y unos ojos azules vivaces que traslucían una sabiduría demasiado añeja para su edad real.

- No creo que a tu marido se le haya metido un frio – Dijo después de breves minutos de meditar con su propio reflejo – Creo que se trata de otro problema y creo saber quien puede darnos la solución.

 

- ¿Se trata a caso de un doctor Lady Braine? – Dijo poniéndose de pie tan de prisa que se le cayó su abanico – ¡Lord Moncrieff jamás lo permitiría!

- ¡Tranquila querida! – Le dijo volviéndose hacia ella para devolverla al asiento - Los médicos son personas muy estudiadas y por lo tanto poco confiables. La persona a la que pienso recurrir no esta para nada relacionada con el arte de los facultativos por lo tanto es un verdadero conocedor de la salud.

Lady Montcrieff asintió aun no muy convencida de toda esa situación y menos con la sonrisa que se dibujaba tras el velo de Lady Braine. A pesar de eso se dejó conducir hasta el carruaje con una prisa poco usual en su madrina y diez minutos después el  coche descendía las callejuelas de White Street hasta tomar un rumbo incierto pasando obligatoriamente por el sector de “las mujeres felices”…

 

 

Continuará…

 

 

 

 


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