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Fortuna por Hekate

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Notas del fanfic:

Éste es un fic que ya tiene unos añitos. La pareja es rara, pero cuando me la sugirieron, me gustó.

Disclaimers: los personajes son creación original de Masami Kurumada. Fic sin fines de lucro.

Advertencia: escaso lime, OCC.

Que lo disfruten.

Fortuna

 

            Hay cosas que perduran impresas, grabadas en nosotros bajo un signo unívoco. A veces, es una canción que recordamos con melancolía; otras, alguna palabra o consejo, que evocamos con cariño o con rabia, según haya sido el caso. Generalmente, nuestra apreciación de las mismas permanece estable, sin cambiar el valor que le hemos asignado; sin embargo, también existen ocasiones en las cuales nos volvemos a enfrentar con eso que nos es querido bajo circunstancias diversas, adversas, y la valoración puede mudar. La fortuna es cambiante: un día estamos en lo alto y al otro caemos, vivimos y morimos, y la rueda sigue girando...

 

O Fortuna
velut luna
statu variabilis,
semper crescis
aut decrescis;
vita detestabilis
nunc obdurat
et tunc curat
ludo mentis aciem
egestatem,
potestatem
dissolvit ut glaciem.
 
Sors immanis
et inanis,
rota tu volubilis,
status malus,
vana salus
semper dissolubilis,
obumbrata
et velata
michi quoque niteris;
nunc per ludum
dorsum nudum
fero tui sceleris.
 
Sors salutis
et virtutis
michi nunc contraria,
est affectus
et deffectus
semper in angaria.
Hac in hora
sine mora
corde pulsum tangite;
quod per sortem
sternit fortem,

mecum omnes plangite!

 

 

            Ya estaba en el Hades. Se había aproximado lo más posible a la muerte para ir a parar allí por sus propios medios. Del otro lado quedaban todos sus compañeros, expandiendo hacia el cielo una gran cantidad de energía en forma de Exclamaciones de Athena. Detrás de él se extendía el Acheron; no había necesitado cruzarlo: había caído en los dominios de alguna de las prisiones, con seguridad, aunque no sabía de cuál. Caminó zigzagueando un buen trecho. Todo era desolación; un páramo sin vida era aquél. Subió a un risco y desde allí oteó el paisaje, que revelaba la más atribulada nada, sólo desfiladeros rojo azulados.

            A lo lejos, alcanzó a escuchar los ladridos de un perro, y un hedor putrefacto golpeó su nariz. Decidió ignorarlos con la pretensión de largarse de allí. Debía encontrar el lugar para esperar la llegada de su diosa.

            A medida que se adentraba en los valles de aquel mundo, iba dejando atrás los gritos de los nuevos condenados que se afondaban en el río o yacían en sus orillas sin poder traspasarlo. Los angustiosos gemidos no le provocaban emoción alguna… Así eran las cosas: si alguna vez se había nacido, algún día habría que morir…

            “Las flores florecen y después se marchitan. Las estrellas brillan, pero después desaparecen. Incluso la Tierra, el Sol, la Galaxia… A todo el grandioso Universo algún día le llegará la muerte… La vida de una persona… comparado a eso no es más que un abrir y cerrar de ojos… Y en ese mínimo instante las personas nacen, aman y odian… ríen y lloran… combaten y se hieren… se ponen felices y entristecen… Y en el final son cubiertos por ese descanso eterno llamado muerte.” (1)

            Y en ese momento un santo había muerto, un santo que vivía. En ese instante, un santo escuchaba una distante y antigua melodía…

            En el agobio infernal de los lamentos se mezclaban las extrañas notas de un arpa, notas metálicas, bizarras,  que cortaban el aire.

            Se detuvo intentando darse cuenta de su procedencia. El volumen se intensificaba y, en tanto aumentaba, parecía esconder más su origen. Las ráfagas musicales laceraban el ambiente, y un envolvente pesar sofocaba el corazón del santo. Se sujetó el pecho; el corazón le dolía… La melodía se hizo filosa. El enemigo estaba cerca y le recortaba las entrañas.

            El olor, que había percibido minutos antes, se incrementó: carne pútrida en los dientes del cánido, tuétano escabulléndose de los huesos y goteando. Venía desde su izquierda. Los ladridos habían cesado. Al parecer, la música lo calmaba; y a él, el corazón se le salía. La música también provenía desde su izquierda. Se giró y se dejó guiar por sus sentidos. Había que aguzar el oído y potenciar el olfato, eso lo conduciría al enemigo.

            Llegó ante un edificio, que exhibía en sus muros vetustos jeroglíficos. Adentro, la bestia dormía: digería su cena. No había nadie custodiándolo, o eso pensó. Una sombra pasó, fugazmente, por detrás del animal hasta perderse. El santo oyó el ruido rápido de las pisadas. Fue tras él. Avanzó por todo el largo del corredor que desembocaba, nuevamente, en el paisaje rocoso. Inspeccionó por detrás de los farallones, y nadie…

            Absurdo juego del escondite, cuando el que busca, alerta a todo lo que acontece a su alrededor, cree escuchar sonidos invisibles y ver movimientos inaudibles.

            Pero el caballero estaba seguro de que había percibido el desplazamiento de una mancha negra, y la música… ¡había sido real! No podía ser un mero espejismo fantasmático, alucinaciones de su mente… No… ¿Dónde? ¿Dónde se escondía?

            Las cuerdas del instrumento, que habían permanecido silenciadas por un momento, comenzaron a ser tañidas por segunda vez, y las notas se oyeron como lastimeros ayes, como si a algún desdichado le hubieran estado rasgando los mismísimos tendones. Eso… Eso… ¿Era real? De nuevo, sintió esa opresión en el tórax.

            En una cavidad oscura, que formaban las piedras, centelleó una luz furtiva, pero intensa. El santo se percató de ella y entornó sus párpados, herido por el relampagueo.

            –Eres un Caballero de Athena… vivo… –resonó la voz del atacante desde esa especie de cueva.

            –¡Quién? ¿Quién eres? Date a conocer…

            –El intruso eres tú, yo debería hacer las preguntas.

            –Soy Shaka de Virgo, ¿y tú!

            –Pharao de Sphinx, Guardián de esta Segunda Prisión, Estrella Celestial de las Bestias –se presentó el espectro, amparado aún por el viso producido por las impresiones lumínicas sobre un espejo del que,  inmediatamente, se deshizo para pasear, velozmente, sus dedos sobre las cuerdas.

            No tenía ganas de perder el tiempo: le arrancaría el corazón con su Curse of Balance, lo sometería al pesaje con la pluma de Maat y lo desgarraría sin contemplaciones, sin importar cuánta bondad o maldad pudiese albergar. Sería un gran placer tener un órgano con vida en su poder: siempre le llegaban muertos.

            Shaka sentía como sus entrañas eran tironeadas. Y había algo… algo en ese chico… Tenía que mirarlo… Tenía que detenerlo antes de que lo despojase de su corazón…

            Abrió sus ojos grandemente, y ahí estaba él, esparciendo su música… ¡Él!

 

***Flashback***

            Habían viajado mucho con su maestro y en una oportunidad habían llegado hasta el cálido Egipto. Tendría quince años y todavía conservaba sus facciones sumamente aniñadas. Se había formado como el avatar de Buda, y así caminaba por las callejas de El Cairo. Aún había cosas que se negaba a aceptar: ¿por qué no enamorarse de otra persona? ¿qué había de malo en ello? Simplemente, era algo pasajero.

            Allí lo vio por primera vez: su rostro ebúrneo, con su melena de un lacio azabache perfecto y sus ojos dorados. Ejecutaba una música divina… El alma se caía en pedazos al escucharlo. El muchachito era hermoso, delicado como una fina pieza de porcelana, y le estaba prohibido. La gente se apiñaba a su alrededor para presenciar su interpretación. Con su maestro pasaron de largo.

            Caía el sol en el ocaso, y ellos se instalaron en las afueras de la ciudad como ascetas, aunque no lo eran. Cuando reinó la oscuridad, advirtieron que alguien pasaba corriendo por donde estaban. La luna lo alumbró con su luz mortecina, y Shaka  reconoció en aquella figura al púber músico de la mañana. Debería tener su edad, quizá uno o dos años menos que él. Le había agradado lo que había oído, ¡pero había sido tan poco! Deseaba escucharlo nuevamente. Deseaba… y eso lo abatía.

            A la mañana siguiente, se despertaron temprano; meditarían y luego reemprenderían su marcha hacia alguna otra ciudad. Y durante la meditación, otra vez, la arenisca se volvió a estremecer bajo unos pies, que con certeza serían los de ese músico.

            El chico llevaba prisa por llegar a la ciudad, pero en su camino se encontró con lo que supuso serían un maestro y su discípulo sentados en flor de loto bajo el sol. Transmitían mucha paz y le dieron ganas de improvisar algo con su arpa, que parecía ser una parte de su propio organismo. Se sentó a una prudente distancia de los dos y se dispuso a tocar. Shaka lo oyó y una lágrima se escurrió a través de su carnosa mejilla. Era sublime. Que no se acabara, que no se acabara, anhelaba.

            Ese día el moreno no fue a la ciudad. El mentor del futuro Caballero de Virgo lo invitó a acompañar su jornada con su música, permitiéndose alargar un poco más su estadía en aquel sitio. Había cosas hermosas en el mundo: había que detenerse, de vez en cuando, para apreciarlas y, luego sí, seguir adelante. El secreto estaba en no encadenarse a ellas. El tutor supuso que ésa constituiría una buena lección para su protegido. Por esta razón, el maestro de Shaka evitó que se revelasen sus nombres. Un encuentro efímero y anónimo, lleno de belleza…

            «Si te ha gustado, atesóralo en tu corazón. Así, mi música pervivirá mientras vivas. Podrás sentir su gravedad dentro de ti y disfrutarla cuando quieras». Eso fue lo que le dijo el muchacho al despedirse, y Shaka siguió su consejo. Esa melodía y esa reunión se mantendrían con él hasta el fin de los días, cuando todo acabara.

***Fin del flashback***

            Era él, el joven arpista que había conocido hacía años en El Cairo, y era… era un espectro, un espectro que intentaba quitarle lo que antes le había obsequiado. No quería agredirlo y por eso se abstuvo de arrebatarle los sentidos o de hacerlo vagar en algún mundo del Samsara. Si lo hubiera deseado, habría acabado con él en un pestañeo, pero no.

            –¿No… no m-me recuer…das? –le preguntó, intentando contener su órgano vital dentro de su propio cuerpo.

            –No –moduló con afectación–. ¿Es que acaso debería?

            El guardián de la prisión siguió tocando con destreza, y Shaka se dejó robar lo más valioso que poseía. Extendió sus brazos hacia delante y, al tiempo que su corazón se le salía y se elevaba para posarse en la balanza sagrada, él se desplomaba sobre sus espaldas. Sus suaves y áureos cabellos lo coronaban y, como en aquella oportunidad, una lágrima rodó por su faz, ahora más refinada. Su visión se le nubló y perdió el conocimiento.


            Lo siguiente que recordaba era haberse sobrepuesto a la bruma que lo cubría, y encontrar a Pharao sentado sobre las rocas, tañendo su instrumento más armoniosamente.

            –¿Qué ha pasado? –indagó el caballero, confuso, incorporándose sobre sus codos.

            –Tu corazón es ligero como la pluma y… he recordado…

            –¿Entonces?

­            –Sería una pena aniquilar mi mejor ejecución –declaró el espectro, saltando al suelo y encaminándose hacia la construcción principal de la prisión–. Vete, Shaka de Virgo. Hagamos como si nunca nos hubiéramos visto…

            –¿Nunca?

            –Nunca –sentenció el moreno.

 

***

    

            Se despertó en uno de los cuartos para huéspedes de la mansión. Tanteó el otro lado de su cama: estaba vacío. Se levantó con algo de pereza; pasaban de las once del día. Con seguridad, los demás estarían disfrutando de la radiante mañana en el lago artificial.

            En conmemoración del quinto aniversario de la celebración del tratado de paz entre Athena, Poseidón y Hades, luego de la última batalla, Saori había invitado a todos los guerreros a pasar dos semanas en su finca en el campo.

            Ya habían pasado los primeros seis días; seis días en los que Shaka, invariablemente, tenía el mismo sueño; seis días en los que despertaba sin compañía. Ya casi no hacían el amor. Lo extrañaba. ¿Habría otro? Hacía rato que no lo escuchaba ni susurrar ni, menos, gritar su nombre mientras lo tomaba, poniendo esas expresiones de placer que tanto lo enloquecían. Aunque por las noches dormían juntos, Pharao se daba la vuelta, dándole la espalda, y así se quedaba hasta el alba cuando se levantaba, abandonándolo.

            Shaka terminó de arreglarse y salió de la habitación a ver si, por casualidad, lo encontraba. Bajó al salón, pero allí sólo estaban un par de empleadas ocupándose del aseo. Le preguntó a una si no sabía dónde podría hallar al resto. La mujer le confirmó lo que sospechaba, que estaban en el lago. Se dirigió hacia allí. Quedaba a medio quilómetro de la casona. Estaba lindo para caminar. A lo mejor, si por la tarde se mantenía así, podría dar un paseo con él; claro, si no lo esquivaba o le ponía alguna tonta excusa para evadirlo.

            Desde la elevación, que se formaba en el camino a unos doscientos metros de la orilla, lo buscó entre los presentes. Pudo ver tendidos a Saga y a Shiryu, tomando sol; a Camus, pasándose una pantalla solar, entre sus discípulos que sostenían una discusión acalorada; también, a Deathmask fumando, reclinado contra el tronco de un árbol, y a Aioria, que descansaba su cabeza en los muslos de aquél; en el agua, Kanon hacía de árbitro de una carrera en la que contendían Sorrento, Baian, Radamanthis y Afrodita: el Caballo de Mar llevaba la delantera. Estaban todos, excepto él, su Pharao. Decidió allegarse y preguntar a sus amigos.

            Al verlo llegar, Aioria agitó su brazo llamándolo desde su muy cómoda posición sobre Deathmask. El rubio fue hacia ellos.

            –¡Hey! ¿Qué tal, chicos?

            –¿Ya amaneciste? –se burló el italiano.

            –¿Qué es esa cara que llevas? –lo interrogó, a su vez, el griego.

            La expresión de Shaka no era triste, sino más bien melancólica.

            –¿Lo han visto?

            El hindú se refería a su amante, y los otros dos lo supieron interpretar correctamente.

            –Hasta recién estaba por aquí ­–contestó Aioria–. Creo que se fue a nadar.

            Shaka miró en dirección al lago. A simple vista no se lo encontraba.

            –Gracias. Hasta luego –se despidió el rubio, retirándose.

            Comenzó a rodear la oquedad. Pharao podría estar del otro lado, detrás del promontorio de rocas que formaba un malecón diseñado por los paisajistas.

            Al cabo de veinte minutos de recorrido cansino, llegó al lugar. Las piedras configuraban una singular coda a modo de garfio, que impedía la visión desde la otra margen, en caso de que alguien se escondiera en el hueco. Shaka trepó al crestón que le sacaba unas cuatro cabezas.

            Como había supuesto, allí se encontraba el espectro, suspendido en el agua, asiéndose de las irregularidades del peñasco. Lo contempló desde arriba, admirándole la piel blanquecina y los cabellos de ébano pegados a ella, todo mojado, con sus párpados cerrados, al contrario de sus jugosos labios entreabiertos. Se sentía orgulloso de ser el amante de esa beldad tan exótica que dormitaba ahí abajo. ¿Pero acaso lo engañaría? El virginiano no podía alejar esta idea de su mente.

            Sin haberse dado cuenta de cuándo fue, Pharao había abierto sus ojos, fijándolos en él. Pasaron unos segundos hasta que el moreno levantó su brazo lánguidamente y le hizo señas para que bajara a acompañarlo. El rubio consintió el pedido, no sin antes quitarse la camisa y los pantalones de mezclilla ultralavados, casi blancos, hasta quedarse en traje de baño, que llevaba puesto por si las dudas, aunque no fuera muy amigo de la natación. Entró al lago por la parte llana de la ribera, al otro lado de las piedras, y se fue a nado al encuentro del egipcio.

            Llegó, y ahí estaba él, esperándolo. El moreno le tendió una mano para hacer más rápido el contacto entre ambos, y Shaka, en lugar de tomarla, se sumergió por completo, dirigiéndose por debajo de la superficie lacustre, directamente, hacia su cintura. Una vez alcanzada, emergió, deslizándose ascendentemente contra el cuerpo de su hombre, que había retraído su mano estirada para abrazarlo cuando saliera a flote. Los ojos de Shaka brillaban por el agua, por el sol y por él. Se aferró al moreno y lo estrechó. Lo amaba tanto, lo extrañaba tanto… Lentamente, fue acercando su rostro al del otro, ladeando ligeramente la cabeza para lograr encastrar más cómodamente su boca con la de aquél. Los labios mórbidos de Pharao lo recibieron complacientes y gustosos. Shaka lo besaba ávidamente, acariciaba su piel, sus hombros, su espalda y pectorales. Sus manos recorrían con firmeza los flancos del espectro, que se entregaba al saber hacer de su amante, arqueando su columna y ofreciéndosele dócilmente.

            –Veo que aún me quieres –observó el indio, mordisqueándole los labios.

            –¿De qué hablas? ¿cómo que aún? –preguntó, quedamente, el egipcio– ¿qué te hace suponer que no lo hago o que no lo hacía?

            El rubio se apartó de él y se colocó a su izquierda. Miró hacia el cielo, meditando su respuesta: era de un azul diáfano, azul de metileno, sin nube alguna enturbiándolo.

            –Es que últimamente te has estado comportando de manera extraña… Has estado tan distante que hasta pensé que tú –hizo una pausa–… tenías un amante.

            Pharao le sonrió débilmente, sin confirmarle ni negarle nada, lo que inquietó al caballero. Shaka resopló frustrado, temiendo lo peor.

            –Dime, Pharao, ¿hay otro?

            El muchacho lo miró con sus ojos ambarinos semi entornados y se le fue arrimando hasta ponérsele de frente y abrazarlo por el cuello. Era tan hermoso su amante… Unió sus labios a los de aquél en un segundo beso profundo, pero relajado, y muy despacio fue flexionando sus rodillas, primero una, luego la otra, para enredar sus piernas por detrás de las caderas del santo y acortar la distancia que los separaba. Shaka rodeó su talle con sus brazos, apresándolo, no queriendo que, de un minuto a otro, pudiese escapar y dejarlo solo. A la postre, el espectro satisfizo la solicitud hecha por su rubio.

            –Nadie… No hay nadie más que tú.

            –¿Y entonces? – Shaka rozó con sus dedos la línea de la quijada.

            Ésa era una vieja pregunta, formulada antaño.

            –¿Y entonces…? Entonces… que no hago más que recordar –cerró sus ojos y echó su cabeza hacia atrás.

            Ésa, también, era una respuesta añeja.

            Una bandada de pájaros voló por encima de ellos. Desde los árboles linderos llegaba algún que otro graznido. Era primavera.

            –¿Recordar?

            A lo lejos se percibían los vítores para el ganador de la séptima u octava carrera que disputaban los marinas y algunos de los otros jóvenes. En esta oportunidad, Eo de Scylla había resultado vencedor.

            –Sí… Es un recuerdo que viene a asaltarme todas las noches y me deja el mal sabor por el resto del día –el egipcio se hizo completamente hacia atrás, permaneciendo enganchado con sus piernas a Shaka, haciendo una plancha en el agua–. Se trata de aquella vez en la que nos confrontamos… ¿Te acuerdas de ello?

            Shaka volvió a traerlo hacia sí, y el moreno escondió su frente en el cuello del rubio, mientras éste lo ceñía, apretadamente, contra su pecho.

            –¡Cómo olvidarlo, si me quisiste robar lo más sagrado que tenía! Además, yo también he soñado con eso en estos días.

            –¿En serio? –se asombró Pharao, desenterrando su rostro para luego volver a hundirlo en aquella piel  alabastrina– Pasado mañana se van a cumplir siete años…

            –Así es –confirmó, acariciándole la nuca–. ¿Y qué tiene? ¿quieres terminar conmigo, acaso?

            Shaka sintió como era estrechado con más fuerza por su amante. Su corazón se turbó por un segundo, como si estuviera a punto de ser arrancado de un tirón. Esa sensación le era bien familiar. Un rescoldo se apoderó de él ante la espera de la tan temida respuesta.

            –Aunque quisiera, no podría… Te amo, Shaka.

            Las cuerdas, que parecían constreñir el corazón del hindú, cedieron. ¡Ese hombre era su corazón!

            –Entonces, si me amas, no hay de qué preocuparse.

            Una mustia sonrisa afloró en los labios del egipcio. En verdad, le hubiera gustado que así fuera. Hubiera deseado permanecer para siempre junto a él.

            Comenzaron a besarse por tercera vez, y no se detuvieron… Sin apuros, se deshicieron de lo que les quedaba de ropa (no era mucho), allí ocultos en las rocas… De espaldas, contra esa improvisada pared de piedra, quedó Pharao, con sus gemelos reposados sobre los hombros del rubio. El agua le llegaba al cuello y adentro suyo podía sentirlo moverse, llevándolo al éxtasis. Shaka había tomado a su arpista y, de pie, sosteniéndolo por las caderas, lo embestía, generando pequeñas ondas en la superficie alrededor de ellos, y haciendo de los gemidos de ambos esa música que tanto le agradaba oír, que lo desataba, liberándolo.

***

  

            Pasó la noche, pasó el día siguiente, todo pasó, y ellos volvieron a unirse, a sentirse. Mas el dolor se acrecentaba en el pecho de Pharao. Alguna vez lloró entre los brazos de su amante mientras hacían el amor.

            Hubiera deseado permanecer por siempre junto a él…

             Llegó el día del aniversario. Por la noche se celebraría con un gran banquete al descampado. El alborozo reinaba en medio de los preparativos. Caballeros, espectros, marinas y dioses iban y venían de un lugar a otro, en un ajetreo constante de sillas, tablas, comida, vajilla y demás enseres.

            Cerca de las siete de la tarde, comenzaron a encender los leños y a dar los últimos detalles a la mesa. Deathmask y Aioria, junto con Milo y Aldebarán, se estaban encargando de la carne, entre vasos de vino y diversos aperitivos que mermaban a velocidad luz. Mu y Kiki les escanciaban la bebida, divirtiéndose con sus bromas.

            En la cocina, Dohko peleaba con Marin y Baian sobre la forma correcta de elaborar una ensalada Wardolf, hasta que Radamanthis, aturdido por la absurdidad del asunto, se puso a mezclar las manzanas cubeteadas con el apio, el pollo, las nueces y el aderezo, ante la mirada estupefacta del resto que, por un minuto, se había quedado sin tema de discusión. Sin embargo, pronto hallaron otro, cuando Shaina les advirtió que debían hacer la macedonia de frutas, que ella con Seiya y Minos no habían hecho a tiempo de preparar por la mañana. Y de nuevo el chino, la japonesa y el canadiense se agitaban, debatiéndose la selección de frutas, los cortes, el contenedor más apropiado y un largo etcétera de cosas.

            Por otra parte, había quienes ya se estaban alistando en sus recámaras, bañándose y cambiándose.

           –¿Por qué no te pones ésta? –le sugirió Shaka a Pharao, alcanzándole una camisa color crema muy liviana y sencilla– Se te ve bien. Es la que mejor te queda –­le susurró al oído, al tiempo que lo ayudaba a ponérsela.

            El espectro se dio vuelta para abrazarlo, mientras se abotonaba los puños, y luego lo besó.

            –De acuerdo.

            Hubiera deseado permanecer por siempre junto a él…

            En las proximidades de la parrilla, el fuego hacía sentir su calor a los asadores. El canceriano se había quitado la remera y había utilizado la abertura del cuello como vincha, anudándose el resto de la misma en la cabeza como si se tratara un turbante. Aioria no veía la hora de meterlo a la ducha, por supuesto que con él incluido.

            –¿Y Afrodita? –­­preguntó el italiano, atizando las brasas, a un Milo muy entretenido en hacer malabares con dos botellas vacías.

            –Mmm, no sé, supongo que debe estar en la habitación arreglándose –contestó, frenando su juego, antes de que alguna de las botellas se estrellara contra el suelo o, por defecto, en su cabeza.

            Pero lo que menos estaba haciendo Afrodita era arreglarse. Había ido al poblado con Sorrento para recoger el pedido que había hecho Saori a la panadería y que Seiya se había olvidado de pasar a buscar por la mañana; además, a último momento, Hades les había encomendado que compraran más bebidas, porque entre los chicos de la barbacoa y los de las ensaladas (y alguno que otro que pasaba por allí) estaban menguando, asombrosamente, las reservas alcohólicas.

            En el trayecto se toparon con Tetis, que también había ido al pueblo, a la mercería, específicamente.

            –¿Pueden creer que en toda la maldita casa no haya un mísero hilo blanco! –les comentó, indignada, pues la habían mandado a conseguir el hilo para remendar la camisa de Julián que se había descosido.

            En la casona, Ikki, que ya estaba vestido y listo, se había puesto a jugar pulseadas con Aiacos en uno de los extremos de la mesa, junto a los asadores y a Mu.

            Pasó una media hora más hasta que arribaron los mandaderos, y un poco más para que todos estuvieran degustando la comida reunidos al lado de la gran galería.

            Aplaudieron a los asadores, brindaron, rieron, comieron, brindaron, bromearon, brindaron y brindaron por la paz, el amor, por la salud, por la noche despejada que les había tocado en suerte, porque era viernes, por la ensalada de Radamanthis y por cada mínimo suceso que se les ocurriera. Estaban felices, embriagadoramente felices. Shaka estaba feliz con su magnífico arpista a su lado, y el arpista… El arpista lucía una esplendorosa sonrisa en su rostro, mientras padecía por dentro el desgarramiento de sus entrañas; en cualquier momento pasaría y no lo podría evitar. Hubiera deseado permanecer por siempre junto a él…

            –¿Qué les parece si terminamos el día a la vera del lago? –propuso Shura, entre gritos de aceptación y de contento.

            Todavía no era medianoche cuando partieron hacia ese estanque inmenso, que los recibiría con su frescura primaveral.

            Shaka y Pharao se fueron a sentar bajo la fronda del cerezo, en donde hacía casi dos días el rubio había encontrado a Deathmask y a Aioria. El virginiano se recostó sobre el tronco, haciéndole lugar entre sus piernas a su amante, que se acurrucó de lado, posando su oído izquierdo sobre el corazón de Shaka. Se sentía tan cálido, tan acogedor, que hubiera deseado permanecer por siempre junto a él y escuchar sus latidos.

            Las estrellas titilaban incesantemente en el crespón de la noche abismal. ¡Qué bien se estaba! ¡Qué feliz que era Shaka! Y ésa era su única verdad.

            –¿Sabes que te amo, Shaka? –le manifestó el moreno, alisándole un mechón dorado que le caía sobre el hombro.

            –Sí, yo también –le depositó un beso sobre su oscura coronilla.

            –Qué bien…

            Permanecieron un rato más de aquel modo, deleitándose el uno en el otro, hasta que Pharao se quedó dormido entre los brazos de Shaka. El indio lo arropó aún más contra su pecho.

            –¡Ay! ¡Pero qué ternura! –se les acercaron, estruendosamente, con su jarana los Santos de Cáncer y de Leo.

            –Shh –los miró el rubio–… No lo despierten; ha de estar cansado.

            Los otros dos se sentaron enfrente de ellos. Deathmask sacó un atado del bolsillo de su pantalón y le ofreció un cigarrillo a Shaka.

            –No, gracias –se rehusó el virginiano–, sabes que no fumo.

            –Ok., tú te lo pierdes –le sonrió.

            –Tú tampoco deberías hacerlo –lo reprendió el leonino–; a ver si un buen día te me mueres.

            –¡Ja! No te preocupes. Todavía falta mucho para que te deshagas de mí –le contestó el italiano con el cigarrillo en la boca.

            Tanteó su camisa buscando el encendedor, que lo halló entre la cintura de su jean y el cinto. Cuando fue a prenderlo, una tenue brisa sopló, apagándole la pequeña llama.

            Del cerezo se desprendieron algunas sakuras y una fue a caer en la mejilla de Pharao.

            –¡Pero no te digo que son una ternura estos dos? –reafirmó Deathmask, ahora sí, consiguiendo hacer lumbre y encender su cigarro.

            Shaka recogió la flor con sutileza y quiso despertar a su amigo para mostrársela.

            Y lo llamó una vez…

            –Pharao… despiértate, mira.

            Y lo llamó otra vez…

            –Vamos, Pharao; anda, dormilón.

            Y lo llamó una tercera vez…

            –¿Pharao?

            Lo sacudió con suavidad y luego, con algo más de fuerza, al ver que no despertaba.

            –¡Pharao! ¡Pharao!

            Comenzó a gritarle, pero el arpista no respondía.

            Deathmask había corrido a buscar ayuda, mientras que Aioria y Shaka intentaban reavivar al moreno, pero nada.

            Pronto se congregaron todos alrededor del cerezo, donde aún yacía el espectro dormido entre los brazos del Santo de Virgo.

            “Las flores florecen y después se marchitan. Las estrellas brillan, pero después desaparecen. Incluso la Tierra, el Sol, la Galaxia… A todo el grandioso Universo algún día le llegará la muerte… La vida de una persona… comparado a eso no es más que un abrir y cerrar de ojos… Y en ese mínimo instante las personas nacen, aman y odian… ríen y lloran… combaten y se hieren… se ponen felices y entristecen… Y en el final son cubiertos por ese descanso eterno llamado muerte.”

 

 

***Flashback***

            –¿Pharao? –lo encaró Hades– ¿Qué haces aquí?

            –S-Señor –tembló el aludido, sosteniendo entre sus manos una hoja de papel.

            –¡Oh! –exclamó, sin fuerzas y apesadumbrado, el gobernante– Ya te has enterado.

            –¿Q-Qué es esto? –la expresión de su rostro se mostraba, claramente, conturbada, enajenada– Digo, esto no puede ser cierto…

            –Me temo que sí.

            Hacía un rato, Hades se había recluido en su recámara, meditabundo. Transcurrieron unas horas, y salió de ella más cabizbajo de lo que había entrado. Las Moiras le habían mandado un recado con información que a él, seguramente, le interesaría saber.

            Pharao lo había notado y, con curiosidad, se había colado en la alcoba. Temía que, tal vez, nuevamente, fuera a ser reemplazado en sus  funciones, como había acontecido previamente con Orfeo. Revolvió la habitación en busca de alguna pista, hasta dar con un sobre abierto, en cuyo dorso llevaba escrito con mayúsculas la palabra “confidencial”. A su lado, en la escribanía, se desplegaba una carta media arrugada por los bordes, como si hubiera sido presionada por demás mientras se leía.

            –Se suponía que no deberías haber tenido conocimiento de esto –musitó el Aidóneo.

            –Pero… ¿Por qué? –inquirió con el hilillo que le quedaba de voz.

            –Porque algún día a todos les llega la hora y, por más espectro a mi servicio que seas, no escapas a esa realidad… Lo siento, créeme que, en verdad, lo siento. No quería que lo supieras.

            –Pero… p-per –al moreno se le terminó por quebrar la voz.

            Hades se condolía francamente. Normalmente no lo hacía, pero el que fuera uno de los siervos más allegados a él cambiaba drásticamente las cosas.

            –Me gustaría hacer algo, más las negras Keres penden, incluso, sobre mí, y ellas han designado que el día de la conmemoración de los cinco años del Tratado y de los siete de la Guerra Santa sea el de tu muerte… Un paro, un paro cardíaco. No debes preocuparte, no sufrirás.

            Eso era lo que anunciaba la nota de las Moiras, y a Pharao le parecía una mala broma del destino y de la fortuna.

            –No puede ser –repetía–. No… Shaka… –murmuraba inaudiblemente, mientras sus ojos eran invadidos por las lágrimas, al evocar en su mente a la persona con la que compartía su vida y de la que no hubiera querido separarse nunca más.

            Hubiera deseado permanecer por siempre junto a él…

 

***Fin del Flashback***

            El céfiro volvió a acometer la copa del cerezo y, esta vez, una lluvia de flores rosadas cubrió a los amantes. De entre la alfombra delicada de pétalos y corolas que envolvía al espectro, surgió una diminuta mariposa iridiscente, que se fue volando por los cielos hasta perderse con las lejanas estrellas.

            Al mediodía siguiente, el cuerpo de Pharao fue sepultado al pie del cerezo, a pedido de Shaka. A partir de entonces, ese árbol se teñiría con la sangre de su amado, y el viento, al mecer las ramas, tañería su melodía preferida.

            Shaka de Virgo ya no tenía más que desear. Su corazón se hallaba enterrado allí abajo junto a Pharao.

 

Fortune plango vulnera
stillantibus ocellis
quod sua michi munera
subtrahit rebellis.
Verum est, quod legitur,
fronte capillata,
sed plerumque sequitur
occasio calvata.
 
In Fortune solio
sederam elatus,
prosperitatis vario
flora coronatus;
quicquid enim florui
felix et beatus,
nunc a summo corrui
gloria privatus.
 
Fortune rota volvitur:
descendo minoratus;
alter in altum tollitur;
nimis exaltatus
rex sedet in vertice
caveat ruinam!
nam sub axe legimus
Hecubam reginam.

 

FIN

 

 

 

 

Notas finales:

Las dos composiciones que introduje forman parte de los Carmina Burana, musicalizados por Orff. Juntas conforman la llamada "Fortuna Imperatrix Mundi", la primera denominada "O Fortuna" ("Oh Fortuna") , y la segunda, "Fortuna plango vulnera" ("Lloro por las ofensas de la fortuna").

(1) Palabras de Shaka, aparecidas en el tomo 21 de Saint Seiya, en la edición de Ivrea.


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