Riki mantenía en el rostro una leve sonrisa, mientras observaba el entorno con cierta melancolía; era la primera vez en años que regresaba a aquel lugar. Recordaba cuando jugueteaba en los jardines y cuando la señora lo regañaba por ponerse a colorear sobre los papeles de su hijo. Sonrió una vez más al rememorar que vería al señorito de nuevo. Apretó la mano con la que sostenía su maleta con sus pertenencias ¿Tan bueno se había portado con él de niño, que le guardaba cierto cariño? La verdad no, el muchacho era mucho mayor, por lo que siempre se la pasaba metido en sus asuntos, en sus estudios… y debido a que era de mejor posición, no le hablaba y le miraba por encima del hombro. Riki entonces sacudió su cabeza, de seguro aquel ser se había convertido en una persona todavía más pedante, ya que según tenía entendido, era todo un erudito y un hombre muy influyente en toda la región, de seguro hasta se había casado con una mujer pomposa y tenía unos molestos y pretensiosos hijos… chistó ¡Que más daba! Con tal de que le diera trabajo le parecía insignificante lo demás.
Para el moreno todo era como caído del cielo, tenía problemas económicos, ya que había abandonado los estudios y no hacía más que dar la lata en su antiguo empleo, por lo que lo habían despedido. Ni siquiera había estado cuando su padre murió, y es que poco le importaba, ya que no era santo de su devoción, pero cuando le habían informado que había “heredado” su puesto en la casona, prácticamente saltó de alegría. Al menos tendría con que sustentarse por un tiempo.
Cuando por fin llegó, se detuvo a contemplar la enorme edificación que se mostraba antes sus ojos azabaches, a pesar de que ya no era un crío, aquello le seguía pareciendo enorme, demasiado para que viviera una familia con sus sirvientes.
Fue recibido por Katze, el encargado de la hacienda, como un capataz, aunque ese no era solamente su cargo, también desempeñaba alguna que otra tarea para el señor, tarea que no pudiera realizar por equis circunstancia.
Katze era un hombre bastante hermoso, de piel blanca y tersa como la de una muñeca, y los cabellos lisos y claros, difícil de creer que trabajara en un lugar rural como ese, pero Riki no pensaba en ello, no… Riki no se perdía en el mar de su belleza anormal, Riki atraía a su memoria, los instantes en que el hombre le regañaba e inclusive le daba de nalgadas, cuando hacía de sus travesuras y terminaba estropeando su trabajo. Soltó una risilla a lo que Katze respondió con un gesto de molestia.
- Espero que no hayas venido a traernos problemas, mocoso. Tenemos suficiente trabajo ya.
- ¡No soy ningún mocoso! Tengo diecisiete, ya estoy bastante crecido.
- El que tengas o no el pelo crecido en donde tu sabes, no te da derecho a pensar que eres lo suficientemente maduro – Katze le miró por el rabillo del ojo – Dame un motivo y te corro de inmediato.
A Riki se le inyectó la cólera en todo el cuerpo, mostró los dientes en señal de enojo, pero no hizo nada más, no estaba en posición de quejarse. Sólo tenía que quedarse callado y hacer su trabajo, sabía que haciendo eso podría coexistir con la plaga de Katze, ya que a ese hombre le encantaba pisotear a sus subordinados… se sintió pésimo, pues él no era de tragarse los insultos.
Luego de acomodarse, el pelinegro decidió dar una vuelta, le habían dado el resto de la tarde libre, por lo que podía revisar si todo se hallaba tal y como lo recordaba.
Cayó en los establos y observó con asombro, los pura raza que allí había, nunca pensó que podría ver semejantes especímenes de equinos. De seguro se tendría que encargar de ellos, le pareció excitante, a Riki le fascinaban los caballos.
Continuando su recorrido, encontró que alguien se hallaba entrenando equitación, y era muy bueno en ello, porque por más que se estirara en sus pequeños pies o afilara la mirada, el pelinegro no podía ver con exactitud el galopar del caballo blanco. Pero, cuando hubo saltado el obstáculo más grande, Riki tuvo frente a sus ojos una imagen que lo capturó: La persona que montaba a aquel semental era… “única”. De cabellos rubios platino, los ojos azules, piel excesivamente clara y exageradamente alto… no le cupo ninguna duda, la belleza que desprendía su presencia nunca la había olvidado, como la perteneciente a alguna entidad divina, aquel hombre era el señorito… Iason Mink.
Continuará…
