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Costumbre Estallido (Gracias por el calor) por Hekate

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Notas del fanfic:

Advertencias: lime (sin ácido casi), OoC, redundancia, escasez de vocabulario y de imaginación.

Razón: porque lo prometido es deuda, porque le agradezco haberse acercado a mí y brindarme su amistad.
Dedicatoria: a Lilu (Bluevenom) por las razones que expuse renglón arriba.

Disclaimers: los personajes y el entorno original de la saga de Asgard le pertenecen a la Toei. Este es un fanfic basado en ello sin fines de lucro, hecho y publicado como mero entretenimiento.

Notas del capitulo:

Lilu, creo que fue en el 2007 o en el 2008 que te prometí hacerte un fic de esta pareja. Me tardé un tiempo, pero pude hacerlo. No es la gran cosa, la trama se precipita mucho, el final es abrupto (bueno, eso siempre fue una característica mía), pero te juro que de entre todos los finales y tiempos que barajé, esto fue lo mejor. Y, en serio, Reina, te lo dedico con todo mi corazón y buena voluntad. I ♥ u.

Costumbre Estallido (Gracias por el calor)

Disfrutaba del paisaje que se le ofrecía desde la posición encumbraba que mantenía casi en las afueras del reino. Ya estaba por anochecer y debía aprovechar los últimos fulgores que el sol, siempre velado por las nubes, le obsequiaba a esas latitudes para volver a su cabaña, sino, después, sería muy probable que perdiera el camino y tuviera que pernoctar a la intemperie, y eso no estaba en sus planes. Le apetecía, como gustaba hacer de tanto en tanto, pasar primero por la taberna y tomar un buen jarro de cerveza espesa y luego irse a reparar al calor de su morada. Sin embargo, la visión que tenía delante de sí lo hipnotizaba. Sensaciones encontradas lo embestían: la serenidad del paraje era inmensa y realmente arrobadora, mas esa misma quietud era escalofriante. Los tejados nunca dejaban de estar cubiertos por esa nieve eterna, ni los hayales dejaban de alargar su sombra gravosa por los bosques en las laderas de las montañas. La tierra continuaba cristalizándose bajo los pies de los aldeanos. El azote del viento y la cellisca nunca pausaban su ritmo. La presencia de un invierno sempiterno marcaba la cadencia rutinaria y congelada del lugar.

 Días de hielo y trabajo se alternaban con tardes de plegarias borrascosas y noches cansadas, en un ciclo de jamás acabar.  

 No se suscitaban grandes historias para ser contadas con entusiasmo y fervor. Las pasiones eran refrenadas y todo se mantenía dentro de los límites de lo permisible, de lo aceptable, de lo correcto. Por el momento…

 «El dios de los dioses es nuestro Gran Señor Odín. Nuestro pueblo Asgard se encuentra en el extremo norte de Europa. La gente de Asgard no conoce el calor del sol, ni el verdor de la naturaleza, ni el azul del cielo. Nosotros sufrimos esta pena en nombre de la humanidad. Es la prueba que nos puso el dios Odín, por lo tanto es nuestro destino. Por eso, con gusto aceptamos esta penitencia. Es el precio que debemos pagar por la paz perdurable y el amor en la Tierra».*

 Thor no era un hombre con demasiadas ambiciones, a él le bastaba tener algo en el plato qué comer, una buena cobija y un techo que lo abrigara. Cazaba lo justo como para subsanar sus necesidades básicas y las de algunas familias vecinas. Tampoco había mucho qué cazar. En épocas de carestía había tenido que adentrarse a los bosques reales, costándole, en una oportunidad, una persecución a manos de los guardias. En esa ocasión, había tenido el privilegio de conocer en persona a la renombrada Hilda de Polaris, representante de Odín en la tierra y regente de Asgard. Sí, en efecto, lo consideraba un privilegio. Antes de eso, no tenía, lo que se dice, una buena imagen de Su Majestad. Estimaba que era una joven rica, consentida entre las sedas de una corte que se derramaba a sus pies, despreocupada de las miserias de su pueblo; sin embargo, ese encuentro cambió su percepción. ¡Cuán equivocado estaba!

 staba herido, cercado por los hombres que lo tenían en la mira y amenazaban con dispararle si intentaba cualquier movimiento. Esa vez le había tocado ser la presa. Un caballo blanco vino al galope. En él, montada, una mujer de larga cabellera que resplandecía como la plata. Él se sentó de espaldas a un árbol, cruzándose de piernas y de brazos, en clara señal de  no querer saber nada con aquella persona. La mujer bajó del animal y se le aproximó. Ya imaginaba Thor una represalia, una perorata sobre su mala conducta, una sentencia que lo condenaría a los calabozos en el mejor de los casos, pero lo único que sintió fue una disculpa, seguida de un suave calor que rozaba el corte en su brazo. La dama lamentaba que su gente estuviera pasando hambre; mientras lo curaba, le pedía perdón por no poder hacer más por ellos.

 Asgard no poseía fértiles campos en los que sembrar, la vegetación era escasa y las especies oriundas de la región también. La base de su economía era la pesca; no obstante, a veces, era insuficiente. Ése era el destino del pueblo del norte, era la sacrificio impuesto por el orden celestial para que el sol se vertiera sobre los demás rincones del planeta.

El cosmos de Hilda era cálido, no recordaba haber sentido una calidez semejante nunca. En ese momento fue que decidió creer en ella.

El hombre dio un último vistazo a la pendiente. Todo en calma. Cargó su hacha al hombro y, en el otro, el costal con la recaudación de la jornada y endilgó sus pasos hacia lo que era considerado el centro urbano de Asgard, para concluir con un día de más de lo mismo.

***

 Era una noche más fría y cerrada que de costumbre. La atmósfera se había enrarecido. Una extraña y peligrosa cosmoenergía reverberó en el ambiente, haciendo gala de un gran y tremendo poder. Los relámpagos latiguearon el cielo de hielo con brío y las bestias corrieron a buscar refugio. Se anunciaban un gran evento.

 En el altar marino donde se alzaban diariamente las plegarias de paz, la Walkiria terrible se erguía en pie de guerra. En mano, la lanza, hecha del mismísimo Yggdrasil, y una negra coraza cubriéndole el pecho.

 «Polaris, mi estrella protectora, Yo, Hilda, pido permiso para invocar a los guerreros legendarios de Asgard».**

 El firmamento bramó y se iluminó dando el visto bueno. Uno por uno, los siete guerreros fueron despertados y llamados ante ella. Y mientras los nombraba, a cada uno le iba confiriendo una armadura y una estrella.

 Las Osas brillaron de manera inusitada. La suerte estaba echada. La sacerdotisa prometió ofrendar, a la antigua usanza, la cabeza de sus enemigos, si Odín le concedía la victoria en la empresa. Doblegarían a Athena y al Santuario de la soleada Grecia, y con ello extenderían el dominio del norte sobre el resto del mundo.

El principio del fin se decretaba y nada volvería a ser lo mismo. La mirada feroz de la reina le dijo a Thor que eso no estaba bien, pero él había aceptado creer en ella hasta el final, y no importaba si a éste lo hallaba a la mañana siguiente. O eso pensó.

 

**********

Al llegar a la taberna, ubicada hacia los suburbios del centro del pequeño reino, ya se había hecho de noche. Estaba muy oscuro y el frío era espantoso. Era mejor apresurarse y entrar.

 El local le resultaba agradable. Ciertamente era un antro marginal, pero un antro agradable al fin de cuentas. Muchos se reunían allí como corolario de sus actividades laborales. Allí se podía olvidar. Muchos se perdían entre el alcohol, algún guiso caliente, carnes de caza sazonadas gustosamente, o entre juegos de azar y charlas banales, sin demasiadas complicaciones.

Se adentró con la capucha de su manto todavía puesta. Quería pasar desapercibido, algo difícil para un hombre de sus notorias dimensiones. Los parroquianos lo conocían de hacía tiempo, de todas formas; sin embargo, ahora no era un simple cazador: era el Dios Guerrero de Phecda Gamma.

La iluminación amarillenta de algún modo volvía acogedor aquel sitio. Se sentía a gusto allí, no cabía duda de ello. Se destapó. El lugar estaba lo suficientemente calefaccionado como para no desear estar abrigado. Había ido allí, al igual que siempre, con el simple propósito de encontrar efímero solaz. Lo ocurrido hacía unos días, la invocación, saberse un guerrero divino, haber conocido a algunas personas y toda esa vida palaciega plagada de lujos lo tenían ansioso, mareado. Para colmo, había tenido que encarcelar a la Señorita Fleur, la hermana de Hilda. Eso, hasta él lo sabía, no había sido correcto, ni eso ni esa malicia sobrecogedora en el semblante de la reina. La venerable y compasiva regente, que días antes había sido como una llama alumbrando esa región tan álgida, había trocado, repentinamente, su gentileza por un carácter gélido, que lo hacía sentirse descolocado. Hilda no era la misma que él había conocido. Tenía muy mala espina.

 Fue a sentarse a un taburete de la barra. Bebería su gran jarro de cerveza, estaría mirando por una de las ventanas laterales hacia la nada y después se marcharía.

 Al pedir su bebida, aún no se había percatado de la presencia de uno de los muchachos más estimados de la comunidad. Su sorpresa fue inmensa al verlo. Era un chico que poco y nada tenía que ver con él, sólo por el detalle de que ambos habían tenido el honor de haber sido investidos por la divina Hilda de Polaris con las armaduras de dos de los míticos guerreros.

 El chico era un prodigio de la música, admirado por los más variados grupos. Sus melodías, sabía por las oportunidades que había tenido la dicha de oírlas, incluso antes de ser ordenado guerrero, eran excelsas, muy apacibles. Su apostura era grácil y elegante; él, muy por el contrario, se consideraba más bien hosco y vulgar, no tenía primorosos modales ni nada por el estilo. Justamente, hacía dos lunas había presenciado uno de sus entrenamientos con su lira y, sinceramente, le había parecido fenomenal. No se explicaba cómo con algo tan frágil como las cuerdas de su instrumento había sido capaz de pulverizar unas columnas de piedra.

 El muchacho se hallaba apostado en una mesa escondida entre las penumbras de una esquina de aquel lugar. Desde allí notó cómo la mirada de Thor recaía sobre él. Una sonrisa partida se formó sobre sus labios y, con un ligero movimiento de mano, lo invitó a que se le acercara. El otro vaciló en aceptar, mas terminó por aproximarse con paso reticente.

 –Mime…

 –Thor, ven siéntate –señaló el chico hacia la silla que tenía enfrente de sí, desocupada– .¿Cómo estás?

 –Aquí estoy –hizo lo que el otro le pidió–… Supongo que bien, ¿y tú?

 –También, supongo que bien –sonrió con mayor amplitud, pero sin mostrar sus dientes.

Era un chico sumamente atractivo, menudo y con cierto de dejo de melancolía en su expresión. Había escuchado que había tenido una preparación bastante ardua a manos de Folken, un bravo y feroz miliciano de los ejércitos reales asgardianos, que, tras su muerte, se había vuelto un héroe local debido a sus hazañas en batalla. También había sentido las versiones que afirmaban que el propio hijo había matado al padre en un enfrentamiento, lo que lo hacía preguntarse, una vez más, cómo podía alguien tan delicado acabar con la vida de un veterano forjado al fragor del combate. Fuere como fuere, en los rasgos de Mime podía leerse una soledad y una tristeza infinitas, y eso, al elegido de Phecda, le hacía tener ganas de arrancarle una y mil sonrisas; aunque no sabía cómo. Sin embargo, esa noche los ojos de Benetnasch dejaban traslucir una llamarada indescifrable. Era extraña. De por sí, era raro que estuviera en aquel sitio, lo que le dio pie a Thor para preguntarle sus razones.

–¿Y qué hace por aquí un chico como tú?

 –Me dio la gana –fue la corta y altanera respuesta de aquel muchacho de cabello rojizo.

 –¿Así que te dio la gana? ¿Así nada más? –preguntó el otro, desconfiado.

 –En efecto, ¿tienes problemas con ello?

 –No, ninguno, siempre es bueno beber en compañía.

 –Lo mismo digo.

Ambos se dedicaron a sorber sus respectivas bebidas. Una tensión se había instalado, como salida de la nada entre los dos guerreros divinos. Inexplicablemente, el corazón del corpulento Thor se comenzó a batir en su pecho. Amenazaba con salírsele de sus confines. Parecía que el diálogo se había muerto esas escasas réplicas, de no ser por la salida sorpresiva que el pelirrojo tuvo:

–Dime, ¿qué has querido con eso de “un chico como tú”? ¿Qué tiene alguien como yo como para no estar en un lugar como éste?

Las pregunta sorprendió a Phecda.

–Bueno –comenzó a balbucear–… No sé, sólo que no pareces del tipo de persona que venga a beber a la noche, fuera de la ciudad. Eres un chico bien, de buena costumbre.

El otro apoyó su jarro con aplomo sobre la tabla. Unos hombres, al parecer forasteros, en una mesa del centro, comenzaban a entonar una canción con sus broncas voces, alzando sus jarras de tanto en tanto, marcando el compás de aquella melodía.

 –¿Un chico bien? No entiendo…

–Digo –el pobre cazador no sabía cómo explicarse y parecía ponerse más nervioso ante la mirada aguda de aquél que tenía delante–… Te gusta la música, tocar la lira… y esas cosas…

 –La música… ¿Es que a ti no te gusta la música? –el mancebo lucía como alguien que disfrutaba incomodando al otro.

 –Yo no entiendo de eso.

 –Pero te gusta, ¿o no?

 –Supongo…

 –¿Supones? ¿Escuchas la canción de esos tipos? ¿Te resulta agradable o no?

 Se alcanzaba a oír como un tal Beowulf arribaba a la costa danesa, poseyendo en su brazo la fuerza de treinta hombres.

 –No. Digo, sí. Me gusta la canción, pero no cómo la cantan ellos. Son muy brutos. Además, yo me refería a tu música: es más refinada.

 El muchacho se echó a reír abiertamente, como en un estallido de un mal contenido estado de represión.

 –Bueno, eso es que distingues calidades. Pero es una bella canción ésa, y esos hombres logran transmitir sus sentimientos. Cantan desde el fondo de su corazón.

 –Desde su borrachera, querrás decir.

 –Vale –sonrió con encanto–, tienes razón.

 –A mí me gusta cómo tocas la lira –añadió Thor como al pasar, fijando su vista en una lámpara de la pared.

 –¿En –el pasmo lo embargó–… serio?

 –Sí.

 –Gra-gracias –un pudor sonrosado le invadió la piel–. A mí… A mí me gusta cuando…

Y se calló repentinamente. Se estaba pasando. ¡Eso hasta él lo sabía! Sí, había ido ahí con un fin muy determinado: encontrarse, lejos de todos los demás camaradas, con ese sujeto que ahora lo miraba de manera curiosa. Ciertamente, sabía que lo encontraría allí, siempre acudía a la taberna. Y en ese momento, que lo tenía cara a cara, no se resolvía cómo dar el siguiente paso, cómo manifestarle su deseo, su necesidad.

 –¿Cuándo…? –El otro retomó la frase trunca para impelerlo a continuar.

 A Mime le gustaban los hombres, eso lo tenía bien en claro hacía tiempo. Esperó que Thor, de algún modo, lo intuyera o que le manifestara algo al respecto cuando hubo inquirido acerca de ser “un chico como él”. Pero no, se quedaron dando vueltas alrededor de su música. Y no sólo sentía atracción física por los hombres, sino que, en particular, se sentía irresistiblemente atraído por Thor.

Era normal que Mime se retirara a ensayar con su lira a los bosques. La armonía se instalaba en el entorno mientras duraban sus ejecuciones, justo como un Orfeo encantador de fieras y plantas. Y en estas salidas, por lo general, solía ver a Thor en su rutina cotidiana. No paraba de fantasear con respecto a él, lo que aquel corpulento y macizo cuerpo le podría hacer al suyo, tan pequeño y endeble en apariencia. Pero todo moría en puras fantasías, fantasías y deseos que nunca se concretaban, más que en la mano cerrada de la autosatisfacción. Se suponía que eso no le debía suceder; se suponía que debía contraer matrimonio con alguna bonita e instruida muchacha de la comunidad. Mas él quería, con fervor, condenarse en los brazos del portentoso guerrero de Phecda Gamma, quería quemarse con su piel, quería huir del frío de Asgard, de su silencio, de su paz, y estallar entre las piernas esculpidas con ardor del magnífico cazador, que sus manos lo despedazaran, quería ser su presa rabiosa y ahogarse en frenesí.

 –Nada, olvídalo.

 Thor guardó silencio. Había notado un cambio repentino en el muchacho, que en ese instante resoplaba con fastidio, como si algo lo estuviera exasperando y no tuviera más modo que aliviarlo soltando bruscamente aire por su boca. También notó cómo la impaciencia comenzaba a ganar terreno en el cuerpo de Mime, que había empezado a agitar su pierna en un tic nervioso bastante desquiciante. El chico miraba hacia un costado, a los cantores improvisados, que ya narraban la gesta de Beowulf en la corte del rey, preparándose para recibir a Grendel.

 –Ya, cálmate –el cazador, repentinamente, le aconsejó, posando una de sus fornidas manos sobre la rodilla inquieta de su camarada. Ese simple roce sobresaltó a Mime, y paró en seco.

 –Discúlpame –atinó a decir el muchacho contrariado. No se sentía capaz, con el valor suficiente, para enfrentársele. ¡Qué demonios había estado pensando para atreverse a ir allí? ¿Para que se le ocurriera la idea de encarar al sujeto! ¡Qué le diría? ¿“Oh, Thor, ven, vamos a  alguna parte con menos gente”? ¿O qué? ¿Acaso pretendía seducirlo como una doncella, con caídas de pestañas interminables y rubores incandescentes, o traviesas risillas tontas? No, a lo primero no se animaba, lo segundo no le cuadraba. A esa altura se hizo a la idea de que no tenía sentido estar allí. Turbado, se levantó y decidió emprender su retirada.

 –¿Q-Qué? –preguntó el de Gamma, más que estupefacto por la reacción del pelirrojo– ¿A dónde vas?

–Me voy –le respondió, acomodando la silla en su sitio.

 –¡Pero no fue para tanto –medio sonrió–; si quieres, sigue moviendo la pierna, hombre!

 –No, no es eso. Necesito –miró hacia la puerta–… aire… Eso, creo que es eso. Muchas gracias por la compañía –y sin demorarse más, echó a andar sus pies fuera del lugar.

Atrás dejó a Beowulf blandiendo el brazo del ogro en lo alto, mostrando el trofeo que había conseguido en su lucha por la noche. Y atrás dejó a ese hombre que sabía que jamás se fijaría en alguien “como él”.  Además, debería haber supuesto que Thor sería demasiado correcto como, en el lejano caso de que tuviera inclinación por los hombres y, específicamente por él, pudiera hacer algo contra el uso del lugar: acallar las pasiones, mantenerse en calma y seguir las buenas costumbres. ¡Que todo se fuera al diablo! Ya estaba cansado de ese estado de cosas. Se sentía asfixiado, molesto. A veces dolía estar tan solo, dolía incluso físicamente, y no sólo el pecho donde un dolor agudo anidaba cada vez con mayor asiduidad, sino también sentía… No sabía bien cómo describirlo, pero era un dolor que le recorría los brazos, desde el cuello hasta la punta de los dedos; el dolor era como un río que corría con un caudal enorme por los vasos y que, éstos, estrechos, aunque intentaban dilatarse, no daban abasto y el flujo quería rebalsar el cauce… Y dolía terriblemente. Todo quería desatarse y hacerse añicos. Y el único aliciente que conocía para ese estado era tañer la lira; sin embargo, conforme pasaba el tiempo, eso también se le hacía insuficiente. La melodía plácida de sus cuerdas se le hacía insulsa hasta casi repugnante, pero eran tantos años de lo mismo que no sabía tocar otra cosa. Quería hacer gritar a su instrumento, hacerlo sufrir, como si fuera una extensión de su propio cuerpo, lo mismo que padecía él, que realmente lo acompañara en su angustia. Pero la lira permanecía ajena a todo su malestar y sus falanges seguían acariciándola, mimándola como siempre, como de costumbre. Odiaba ya esa palabra. La costumbre le revolvía el estómago, las formalidades lo aireaban. Aire, necesitaba aire, porque sentía que iría a colapsar en cualquier momento de permanecer un minuto más en aquella calle fosca de ese poblado pacato.

 En la taberna Thor no terminaba de salir de su asombro. ¿Qué había sido todo eso? Y más aún, ¿por qué sentía ese escozor en su tráquea? ¿Por qué resentía esa partida abrupta? Eso bien lo sabía. No se podía engañar al respecto. Quizá, vislumbraba cómo todas las esperanzas, que se habían construido en ese instante con ese encuentro, se desvanecían irremediablemente, se licuaban con el ultramar de la noche apagada de Asgard.

Dejó su jarro ya vacío y se decidió a seguirlo. Que se decidió era un decir, porque más que una decisión meditada, era un accionar impulsivo, de esos que pocas veces se le daban.

Salió al frío ártico. Hasta las estrellas parecían estar cansadas esa noche, que se habían dejado arropar por los acerados mantos de  las nubes. En el lóbrego callejón, alumbrado apenas por la farola que señalizaba la entrada de la cantina, no había nadie. El muchacho parecía haberse esfumado. ¿Y si todo tan sólo había sido un juego de espejos? ¿Una traición de su mente? ¿Habríase vuelto loco? Era posible. Mucha presión, hacía tiempo sentía mucha presión. Tanto callar, tanto evitar pensar, tanto intentar convencerse de lo contrario, tanto, tanto, tanto que no lo pudo tolerar más. Era igual a un torrente vehemente que corría debajo la tierra retroalimentándose: en algún punto tenía que explotar; era imposible, insano, irracional soportar tanta presión. Quemaba, como si su misma sangre se hubiera convertido en lava incandescente; se quemaba por dentro.

Se desesperó, no podía aceptar que sólo hubiera sido un fantasma. Se echó a andar a grandes zancadas por la tortuosa calleja cuesta arriba. Pronto llegó a la encrucijada e, instintivamente, viró a la izquierda.

 Y allí estaba.

 –¡Mime! –escuchó que alguien lo llamaba, portentosamente, a sus espaldas. Se giró para ver quién detenía sus pasos. Reconoció en aquella titánica figura al acompañante de minutos antes. Una extraña sensación le acudió de improviso.

Thor se apresuró a darle alcance, corriendo por la calle empinada. La ventisca había comenzado a empañar el ambiente. Mime, a la espera, cubrió su cabeza con el capuz de su capa. Cuando Phecda llegó, pudo contemplar cómo unos mechones del color del fuego bailaban sobre el rostro del músico. Era, ¡por los dioses!, cautivador. No pensaba con lucidez. Se aclaró la garganta. ¿Qué le diría?

 

***

 Llegaron a la cabaña del cazador. No contaba con luz eléctrica. Además, hacía unos días que no iba por su casa; se la pasaba más en el Walhalla que allí. Estaba oscura y helada. El dueño se dio prisa por encender el hogar. Pequeñas chispas comenzaron a crepitar y bailotear alrededor y entre los maderos. Mime observaba todo con gran atención. Se quitó la capa y fue a depositarla en el respaldo de una de las sillas. El mobiliario era sencillo: una mesa cuadrada, cuatro sillas enmarcándola, un camastro cubierto por pieles, el hogar y una pintoresca salamandra. Sobre la mesa había una vieja lámpara de aceite.

 –¿Se puede encender? –inquirió el muchacho, mientras su anfitrión atizaba los leños.

  –Claro.

 Con más luz, Mime pudo reparar con mayor detalle en lo ordenado y limpio que se encontraba todo. Casi en un descuido, posó sus ojos sobre el cuerpo de Thor, que se hallaba de espaldas. ¡Era tan apetecible! Estaba nervioso, no sabía lo que iría a acontecer o, mejor dicho, estaba casi seguro de lo que pasaría. Cuando el gran Phecda lo abordó fuera de la taberna, no supo qué sucedía o lo que sucedería, pero la incertidumbre se disipó al sentir, repentinamente,  unos suculentos labios que apresaban los suyos y los humedecían. No había hecho nada por impedirlo, y por eso estaba allí. Pero, ahora, Thor se veía más entretenido examinando el chasquido de las llamas. Tomó asiento en la cama no sabiendo más qué hacer. Las pieles eran suaves, pero estaban frías. Un largo suspiro se le escapó.

Thor  lo oyó. Había actuado impulsivamente al besarlo de esa manera, había obrado sin pensar, su lengua se había soltado cuando lo invitó a que lo siguiera. No sabía lo que hacía. Ese chico le gustaba. Ya no lo podía negar más, por algo estaba ahí, él mismo se había encargado de que así sucediera, de llevarlo, y ahora no sabía cómo accionar o reaccionar. No se de decidía a voltearse. El miedo, las dudas se convertían en férreas cadenas que lo inmovilizaban. Pero él pertenecía a la estirpe del dios del trueno, el heredero del Mjolnir. Respiró con profusión y echó su cabeza hacia atrás encogiendo sus hombros, para luego soltarse de golpe y girarse.

–¿Quieres algo de beber?

 –¿Ah? –el muchacho levantó su rostro ante la imponente figura que, finalmente, se resolvía a mirarlo, algo atónito– S-Sí –balbuceó desconcertado.

 –Déjame ver –estaba seguro de que algo guardaba. Algún licor de su propia factura le habría quedado. Rebuscó en unos estantes, donde algunas botellas vacías y frascos con especias se emplazaban– … ¡Ah! –allí se encontraba: un botellón a medio llenar con un líquido rojizo y cristalino. Lo destapó y olfateó su contenido. Era rico, penetrante. Se preguntó cómo sería la piel del menudo músico; meneó su cabeza de lado a lado para deshacerse de inmediato de esta idea. Fue por jarros en los cuales volcar el licor–. Ten –le tendió uno a su huésped.

–Gracias –el chico acercó con lentitud el recipiente a su boca. Era fuerte. Le quemó la garganta y no pudo evitar carraspear. El otro lo notó y esgrimió una sonrisa de pura diversión. Se dejaba llevar, cada vez más, por la visión de ese cuerpo entregándose al suyo. Ese chiquillo que mal soportaba su aguardiente, ¿qué podría hacer ante Thor, el guerrero de Gamma Phecda?

–¿Quema? –se sentó a su lado.

–Algo, pero ya pasa –esbozó como respuesta el lirista. Se había tensado con el repentino acercamiento del cazador y volvió a hundir su cara en la boca ancha de aquel jarro de cerámica esmaltada. Sorbió un poco. Thor dejó su cacharro en el suelo y, al tiempo, le sustrajo el de él. La perplejidad de Mime fue grande. Su vista siguió la trayectoria de aquel vaso y, luego, pasó a la mano que se lo quitaba y, de ella, al brazo en el cual se prolongaba, hasta llegar al hombro, al cuello y a la faz del imponente cazador. Y, sin dilación, fue hasta ese semblante él mismo. No hubo rechazo. Sus labios se abrieron a la par para besarse sin miras de saciarse. Thor lo atrajo por la cintura, cerrándole el talle. Se dejó caer sobre su espalda y, se llevó encima al muchacho, que no tardó en montársele a horcajadas. Thor no paraba de besarlo y Mime no escatimaba en acariciar esa fisonomía, esos deltoides y pectorales con los que tanto alucinaba en los monótonos días del Asgard.

Era incontenible. Thor jaló la camisa del muchacho hasta sacarla de sus pantalones, y así, liberando el paso, pudo escabullir sus manos dentro de las ropas para deleitarse en esa piel rescaldada. Mime frotaba sus caderas contra las de su recién forjado amante, logrando que esa noche sus virilidades despertaran. El cazador pronto deslizó sus manos hacia los redondeados glúteos del chico, para abarcarlos enteramente, y apretarlos, acariciarlos, sentirlos en plenitud.

El músico se irguió de golpe. Sus labios rojos, húmedos, brillantes, inflamados, combinaban bien con su melena alborotada. Un deseo desbordado podía adivinarse en ellos. Inocente, tierno lo creía. ¿Qué había pasado allí? ¿Qué había cambiado? Definitivamente, no era un tierna criaturilla. Era pasmosa esa expresión en la cara de ese chico por demás delicado y sereno. Parecía haberse transformado en cuestión de minutos. Ya, desesperado, se quitó enteramente su camisa, dejando expuesto su pálido torso de músculos marcados con la sutiliza de un orfebre. Era simplemente precioso. Thor ya no tuvo más control de nada, se perdió en la conjunción de fuego y nieve de ese cuerpo, de esos ojos grandes y felinos…

 ***

…Perverso, lascivo. Lo complacía la dulce tortura a la que lo sometía.

 El cuerpo hercúleo ya no era capaz de resistirse al encanto de la exquisita ejecución del músico. Ya lo enredaba, como lo hicieran las cuerdas de su lira a un contrincante. Era una acometida igual a la que empleara en el combate. Los sonidos, todas las sensaciones atravesaban la dura carne como si fuera esponja y embotaba locamente el cerebro. En ese punto, era incapaz de razonar. Ese jovenzuelo podía con todo su autocontrol. ¿Cómo había permitido que sucediera…?

 –Hmm… Mime… ya –intentaba contenerse entre jadeos–… deten-detente-te…

 El menudo muchacho lo miró con algo remotamente similar al candor, algo de falsa ingenuidad.

–¿Por qué? –preguntó– Me gusta… Y continuó su faena.

.–Mime –volvió a invocarlo. Ya no quería detenerlo. Estaba rendido al arbitrio del guerrero  de Eta.

El otro dirigió su mirada una vez más hacia arriba.

–¿Te gusta, Thor? –inquirió con voz aflautada.

 El colosal Gamma jadeó, estirado su cuello hacia atrás. Las pequeñas manos de Mime viajaron hacia arriba, friccionando los duros y compactos abdominales hasta llegarle a los pectorales, que subían y bajaban por efecto de una respiración turbada. Una mano se detuvo allí, en busca de sus puntos sensibles. Retorció casi con saña. ¡Cómo le gustaba ese hombre!

–¡Ah! –Thor cimbró su columna por el fuerte pellizco, pegando la barbilla contra su pecho.

–¿Te gusta, verdad? –la otra mano de Mime continuó un camino ascendente hasta los labios del mayor. Los acarició. Thor lo tomó con vehemencia por la nuca y le aferró el cráneo, enmarañándole esos cabellos llameantes. Su piel ardía. Tenía al muchacho trepando  por su cuerpo, retorciéndose como hiedra venenosa, apretándose a él. Engulló dos, tres de sus dedos; los felaba con ganas, con gusto, famélico... ¿Cómo? ¿Cómo –se inquiría– había llegado a eso…? Eso… Eso no era importante de cualquier modo. Solamente, deseaba que no acabara, porque, paradójicamente, le traía sosiego.

 

***

Hacía frío, mucho más frío del que se podía esperar. La mañana se presentaba con glaciales nubarrones, pesados, que daban la impresión de querer desprenderse en bloque y despedazarse contra el suelo.

 Los amantes yacían dentro de la sencilla cabaña, todavía enrollados entre las gruesas mantas.

 –¡Achís!

 –¿Te has refriado? –preguntó Gamma Phecda, acariciando el rostro del joven.

 –No, no es na… –fue interrumpido por el impacto de la puerta abriéndose de golpe.

 –¡Aquí están, señor! –un soldado de la guardia asgardiana se cortaba al trasluz de la abertura. El aire congelado se colaba en la estancia. El desconcierto hizo presa de los dos hombres que acaban de despertar.

 Súbitamente, a grades zancadas, se apersonó un joven de apariencia seria y altanera; su esbeltez y una capa ondeante pronto cubrieron la entrada. Un par de cejas estilizadas daban marco a una mirada melada y severa, que bien recordaba a aquélla del dios marcial Tyr.

 –Syd… –pronunció, quedo, Thor. En el umbral de su rústica morada, estaba nadie más ni nadie menos que su nuevo camarada, el Dios Guerrero de Mizar Zeta, Syd .

 –¿Conque aquí estaban ustedes dos? –formuló con voz altitonante.

 –¿Qué quieres? –respondió el dueño del lugar con igual tono, mientras Mime se intentaba tapar lo que más podía.

 –Vístanse. La Señorita Hilda, nos llama, nos quiere a todos con ella.

 –¿Pasó algo? –quiso averiguar el pelirrojo logrando colocarse encima una camisa.

 –Anoche, la Princesa Fleur escapó. Creemos que un caballero de Athena la ayudó. Y sospechamos que los demás ya vienen en camino junto a su diosa. ¡Así que apresúrense!

  

**********

 La contienda entre el belicoso Phecda Gamma y su oponente, el Santo de Pegaso, encrudeció. Estaba próxima a su fin.

 Mime habría arribado a su puesto, para aguardar a quien quisiera franquearlo. Sabía que cumpliría con su deber. Era un buen chico. Merecía otra clase de vida. Le hubiera gustado… ¿Se había despedido de él? No, no recordaba haberlo hecho; sólo había rozado su mano, como un “hasta luego”. Su mano estaba tibia… Su piel era tibia, acogedora; una piel para dormir en ella, en calma, en la que hubiera deseado poder quedarse, seguir sintiéndola, como en la noche, ardorosa, o como no hacía mucho, tan cándida. En Asgard, hallar calor, en medio de todo ese frío y ese hielo, era un regalo de los dioses.

 El enérgico muchacho japonés intensificaba la velocidad y la fuerza de sus ataques en forma de meteoros. Ya se le dificultaba continuar deteniéndolos.

 –¡TITANIC HERCULES! –clamó Thor, quemando todo el cosmos que le quedaba.

 –¡PEGASUS RYU SEI KEN! –contraatacó al unísono el otro.

 En el cruce de sus técnicas, colisionaron estrepitosamente. Al darse la vuelta Pegaso, Thor de Phecda Gamma todavía continuaba en pie con su brazo extendido. El caballero se precipitó para darle otro golpe, mas sus compañeros lo detuvieron. No era necesario.

 «Eso fue increíble, Pegaso. Tal vez, tú puedas  ayudar a que Hilda sea la de antes»***. Una lágrima resbaló por su rostro, congelándose al caer junto con su sangre, que se vertía sobre la nieve. «Tal vez, para Mime, todavía haya esperanzas… Hace frío…. Mime… Mime, muchas gracias por el calor».

 

 

FIN

            2011

 

Notas finales:

Notas:

* Palabras de Hilda en el capítulo 75 de Saint Seiya.

** Palabras de Hilda en el capítulo 74 de Saint Seiya.

*** Palabras finales de Thor en el capítulo 77 de Saint Seiya.

La traducción de las mismas corresponde a Baka-Shinji Fansub.

 

 


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