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Lo azul por Marbius

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Notas del fanfic:

Disclaimer: No mío; ni TH, ni Disney ni el cuento original de La Sirenita.

Como el mar

 

Tom no era romántico. De serlo, contemplaría el vasto océano con un suspiro entre labios y no con una mueca de hastío al tirar por la borda del barco una simple rosa roja.

—Mi señor… —Se le acercó con cuidado David Jost, el consejero del reino, llevando con él una sombrilla. Contra todo pronóstico, el viaje de regreso había estado plagado por aquella ligera lluvia que volvía el piso de madera sobre el que caminaban, una amenaza para romperse el cuello en varias partes—. Si Lady Elizabeth ha dicho que no…

—Yo he dicho que no, Jost –le interrumpió Tom al mirarlo por encima del hombro.

—Oh, lo siento –susurró el hombre mayor.

Aquella travesía había sido totalmente en vano.

—Su Majestad el Rey, no estará tan complacido, mucho menos calmo como lo está usted, mi señor –volvió a intentar conversación el sirviente, puesto que su labor era esa: Conseguir una consorte adecuada al príncipe Tom.

Algo que realmente no era tan difícil si se planteaba a simple vista. Con una apariencia por demás agradable, un carácter encantador y un reino vasto y rico por gobernar, el príncipe Tom era considerado en los países vecinos como un partido por demás codiciable.

Pérdida total porque el mismo príncipe era quien se comportaba quisquilloso al momento de elegir a su futura esposa. Con menos de veinte años a cuestas, alegaba no tener ni la edad ni la madurez necesaria para cargar con otra persona a cuestas. Aquello ocasionaba que el rey Gordon y la reina Simone se resignaran cada vez menos al respecto. Entre ellos y el joven heredero, siempre una lucha por quién imponía su voluntad por encima del otro.

Por lo mismo, aquel viaje. Lady Elizabeth, hija de los condes de Branville, era la cuarta candidata en lo que iba del año en ser propuesta y rechazada en una misma visita.

—Joven Tom, sus padres se encontrarán sumamente decepcionados cuando se produzca nuestro arribo y ninguna Miladi baje cubierta por un velo blanco tomada de su hombre –expuso Jost—. Debe entender que…

—Dave –lo interrumpió Tom con un suspiro largo—, ella no era la indicada.

—‘La Indicada’, le debo recordar joven Tom, se hace, no se nace. Las cualidades de Lady Elizabeth son motivo de grandes elogios en los reinos vecinos –intentó recordarle Jost con voz profesional—. De no ser así, su Majestad no la habría considerado entre las candidatas.

—Precisamente, querido David, ese es el problema –se resignó el joven príncipe al darle la espalda al océano que tanto amaba—. El viejo no tiene buen gusto.

—¡Joven Tom! –Se escandalizó Jost.

Tom no le prestó el menor caso. Caminando por la resbalosa cubierta rumbo a su camarote, hizo caso omiso de la retahíla de recomendaciones que el fiel sirviente le daba. Se alejó hasta que ya no pudo oírlo más.

 

De haber estado despierto aquella madrugada, Tom hubiera podido ser testigo del enorme halo alrededor a la luna que se mostró durante las primeras horas. Entre los marineros, la vieja superstición de que aquel signo era señal inequívoca de una futura calamidad.

Una que conforme las horas transcurrieron y la llovizna inicial se convirtió en una tormenta que hizo necesario descender las velas y guardar a respaldo todo lo que se encontraba sobre cubierta, se volvió cierta.

Tom finalmente despertó al caer por el borde de la cama en la que descansaba y encontrar que aquel brusco movimiento era causado por los movimientos irregulares que la embarcación en la que navegaban de vuelta a casa sufría a causa del mar embravecido que atentaba contra su seguridad.

Tras apenas ponerse las botas, salió de su camarote sin tomarse la molestia de llevar consigo la sombrilla. Poco le habría servido ésta puesto que a la intemperie el viento arreciaba con toda su fuerza llevándose todo lo que encontraba a su paso.

Dando pasos lentos a causa de la resistencia del vendaval y la lluvia que le impedía mirar hacía donde iba, se encontró frente a frente con Andreas, uno de los más jóvenes marines en la tripulación, que apenas lo reconoció, lo sujetó por hombros para guiarlo de vuelta a los dormitorios.

—Príncipe –gritó lo más alto que pudo a causa del ruido ensordecedor—, no debería estar aquí. Las velas han sido sujetadas debido a latormenta, pero el asta mayor se mece de lado a lado. Es cuestión de tiempo para que caiga.

Tom se cubrió los ojos con el dorso de la mano, tratando de ver entre la lluvia algo que no fuera aquella oscuridad.

—¿Dónde se encuentran todos? –Preguntó preocupado por la seguridad de los tripulantes a bordo—. ¿Dónde está David?

—El señor Jost se encuentra en la cabina principal con el capitán. Los demás, señor, ellos… —Andreas se estremeció en su lugar. Las órdenes eran claras, pero se encontraba asustado—. Los demás tenemos órdenes de permanecer a cubierta. El capitán nos ha dado instrucciones de sujetarnos con cuerdas al casco del barco y no permitir que el agua se lleve las velas o las provisiones.

—¡Es una idiotez! –Gritó Tom por encima del ruido infernal. Hizo caso omiso de las manos de Andreas que lo intentaban sujetar por los hombros y caminando con más firmeza que antes, cruzó con dificultad por el frente del barco hasta encontrarse con algunos de sus hombres.

Tal como Andreas lo había descrito, todos se encontraban amarrados al barco y sujetaban las velas envueltas con su mismo cuerpo.

Sin esperar permiso de nadie, tomó un extremo de la soga y se unió al resto.

Andreas, que apenas lograba divisarlo entre la tormenta, corrió a su encuentro, seguro de que si algo le pasaba al joven príncipe, daría su vida a cambio de la suya.

Por ello, cegado en su empeño de alcanzarlo, apenas fue consciente del asta mayor descendiendo en cámara lenta a lo largo del barco. El puesto de vigía haciéndose añicos al caer y grandes trozos de madera volando en todas direcciones al estrellarse contra la cubierta.

Si bien no lo vio caer, si lo sintió golpear la superficie. Aturdido por el impacto, resbaló hasta el borde y ante los ojos incrédulos de los demás marineros, fue engullido por una ola.

Congelado en su sitio, Tom apenas si se dio cuenta de que soltaba los amarres que lo mantenían con el resto de los hombres y en un acto estúpido pero valiente, saltó tras Andreas.

—¡Thomas Kaulitz! –Le gritó desde la borda Jost, ridículo con su paraguas en manos casi destrozado a causa del clima y dispuesto a ser el tercero en saltar aquella noche al agua, de no ser porque miembros de la tripulación lo sujetaron.

Tom no le prestó mucha atención cuando su cuerpo golpeó el agua, apenas un murmullo que lo hizo recordar que tenía razones para mantenerse a flota, encontrar a Andreas y regresar sano y salvo. Planeaba volver, eso por seguro.

Con largas brazadas, emergió a la superficie desde el profundo y tranquilo océano, hasta la superficie, donde el oleaje y la tormenta lo arrastraron más lejos del barco. Apenas un manchón a la distancia, calculaba no mucho, pero no podía estar seguro a menos de que algún relámpago cruzara el cielo.

—¡Andreas! ¡Andreas! –Comenzó a gritar con desesperación al sentir el agua cubrirlo sin remedio. Pataleando con fuerza, tomó aire para volver a gritar, jamás perdiendo la esperanza—. ¡Andreas, contesta! –Esperó unos segundos y volvió a repetir su llamado con esperanza de recibir respuesta.

No quería pensar en lo peor, pero Andreas era joven e inexperto. Si se había ahogado, Tom lo iba a lamentar por él, pero también iba a hacer todo lo posible por regresar él mismo con vida. Lo llamó una vez más a través del embravecido mar sólo para encontrarse temblando de pies a cabeza cuando un relámpago atravesó las nubes e iluminó todo en la distancia.

Ahí, a escasos metros, flotaba uno de los barriles con vino que llevaban a bordo. Nadando en su dirección y asiéndose al cordel que lo rodeaba y que suponía se había roto en algún movimiento brusco del barco, se abrazó al barril como si fuera la última esperanza posible.

—¿Príncipe Tom? –Escuchó con sorpresa, al ver que también sujeto al tonel, se encontraba Andreas. Lo único que distinguía del joven marinero eran los ojos asustados, pero reconocería aquella voz sin lugar a dudas—. ¿Es usted, príncipe Tom?

—Nos van a sacar del agua en cualquier momento –le aseguró con confianza en su voz. En realidad no estaba seguro. Mientras la tormenta no amainara, estarían a merced de que la tormenta se los engulleran. Estaban tan cerca de las costas del reino que sería fácil que encontraran sus cadáveres en ese mismo sitio al mediodía. La idea no le seducía en lo mínimo.

—Tengo miedo… —Dijo Andreas en la oscuridad. Un nuevo relámpago iluminó el cielo, seguido del estruendo del trueno que los sobresaltó—. Es mi primer viaje al extranjero. N-No pensé que moriría así –tartamudeó, calado hasta los huesos a causa del agua helada—. Mi madre va a estar muy triste cuando vea que no voy a regresar jamás…

—No vamos a morir, Andreas –mintió Tom con los labios insensibles a causa de lo helado. Aquel era el mar abierto, bien podían ahogarse como ser devorados por alguna criatura de las profundidades—. Ven acá –lo llamó, aferrado de que si alguien iba a morir esa noche, ese no sería Andreas. Sujetándolo con el restante cordel, al menos se aseguraba de la supervivencia del joven marinero, pues aquello lo mantendría a flote sin problemas—. Vas a volver con tu madre, te lo juro.

Permanecieron un rato más a merced de la marea y la tormenta que los alejaba más y más del barco, que tras la cortina de lluvia que los envolvía, ya no divisaban.

Por desgracia, la tormenta no parecía ceder. Las olas aumentaban su altura y una de ellas fue la que arrancó a Tom del barril por más que éste se aferró con todas sus fuerzas.

Andreas gritó impotente al ver a su príncipe hundirse bajo el peso del agua y aunque él mismo salió a la superficie segundos después, se encontró solo.

Volvió a gritar hasta quedarse afónico y después cerró los ojos confiando que la justicia que el mar le otorgaría, sería morir por igual.

 

—No es seguro estar aquí, lo repito por si no me has escuchado: ¡No es seguro! ¡Seguro! ¿Sabes acaso lo que es eso? –Regañó Gustav a Bill, ambos nadando rumbo en dirección al campo abierto, fuera de la villa donde los tritones y las sirenas habitaban.

Aquella zona, cercana a las costas donde los seres humanos habitaban, se encontraba plagada de basura que éstos dejaban a su paso en la vida diaria. Nadar dentro de ella no sólo suponía romper la prohibición que su soberano, el Rey Jörg y padre de Bill, había impuesto desde siempre, sino también un peligro. Los animales que amaban comer la carroña que los naufragios que en aquella zona ocurrían con frecuencia, merodeaban entre los restos, ocultas siempre entre las sombras.

Por desgracia para Gustav, él sólo era un pequeño cangrejo y en comparación con Bill, quien no sólo era voluntarioso y terco, sino además un tritón que casi alcanzaba su desarrollo final, poco podía hacer más que advertirle al respecto.

—¡Te voy a denunciar con tu padre el Rey! –Amenazó como último recurso, sujeto a la cola de Bill y esperando que aquella baladronada diera resultado.

Bill sólo se rió. –Si él sabe que estuve aquí, sabrá que tú me dejaste venir. Además –nadó un par de metros más hasta encontrarse con el borde de piedra que circundaba el cementerio de objetos perdidos. Aquella línea divisoria poco le decía y tras cruzarla, Gustav supo que todo estaba perdido—, uno nunca sabe lo que puede encontrar. Algo como esto…

Alzó la mano para que Gustav pudiera apreciar uno de tantos utensilios a los que no veía uso. El objeto en cuestión, un cilindro lacado en dorado que Bill sostuvo con orgullo antes de guardarlo en la bolsa que llevaba consigo.

—Esa colección tuya de basura humana nos va a llevar a todos a la ruina. ¡A la ruina! ¿Me has entendido? –Siseó con exasperación al mirar por encima de su caparazón y ver que un poco del musgo que crecía a orillas de un naufragio, se removía—. Bill, mira ahí.

El tritón dejó caer con un susto una esfera de cristal repleta con pequeñas figurillas que se movían para ver salir de entre las algas a su amigo Georg. Éste temblaba, igual de asustado que Gustav, de las represalias que el Rey tomaría en su contra si se llegaba a enterar de que a pesar de la prohibición, su hijo más pequeño, el único varón y destinado a heredar el reino, se encontraba en aquel lugar.

—Ves, ahí lo tienes. Tu criatura de las profundidades, Gusti –golpeó al cangrejo gruñón en la cabeza—. No va a pasar nada. Y… —Cuidando de no ser oído, pues en aquella zona abundaban las criaturas maliciosas de las que mejor era cuidarse—. Esta noche hay tormenta. Los tesoros lloverán desde la superficie.

—Razón más que suficiente para estar durmiendo, no esperar a que algo nos golpee desde arriba –gruñó Gustav al estirar sus patitas y nadar hasta posicionarse encima de Georg, que seguía temblando.

Bill pareció pensar las palabras del cangrejo, pues alzó la cabeza y sin decir nada, comenzó a nadar hasta la superficie.

—¡Bill! ¡Bill, regresa! –Comenzó a nadar Georg detrás de él, aún con Gustav encima de su cabeza—. ¿Qué piensas hacer?

El tritón agitó la bolsa que llevaba a un costado y anunció con felicidad que pensaba ir a encontrar algo antes de que ese algo le diera en la cabeza. Con ello, Gustav lamentó haber abierto la boca de más.

—¡Es peligroso! –Le recordó el cangrejo, asustado de que en verdad Bill se atreviera a salir. Conforme subían, la corriente marina arrastrándolos sin piedad; señal inequívoca de que en la superficie estaba una tormenta. Aquella noche, lloverían objetos en el cementerio.

Aún consciente de que salir fuera del agua podía ser una pésima idea, Bill nadó hasta encontrarse en el exterior y contemplar con asombro el aspecto que ofrecía la lluvia al estrellarse contra el océano. Visto desde las profundidades, el espectáculo que observaba maravillado, no tenía comparación.

—Wow –exclamó con admiración al mirar hacía atrás y encontrarse con una de las embarcaciones más grandes que jamás hubiera visto antes. Con recelo, se alejó un poco, justo a tiempo para ver como un pequeño bote descendía y con dificultades intentaba llegar al lado de lo que parecían ser dos hombres sujetos a un objeto que no supo reconocer.

Venciendo el temor inicial, nadó un poco en su dirección cuando de pronto una ola se lanzó contra ellos y uno de los hombres se hundió junto con ella en las profundidades.

Sin pensarlo, Bill se lanzó en su socorro. Sumergiéndose en el agua, nadó por debajo de la tempestad hasta encontrar el cuerpo inerte de un joven aparentemente muerto que se hundía en el mar.

Sujetándolo por detrás, nadó con él de vuelta al exterior, donde lo mantuvo a flote aliviado de ver como respiraba tras escupir un poco de agua salada.

—Andreas… —Le escuchó murmurar entre labios. Temblaba por la frialdad del agua y Bill se encontró apretándolo más contra su pecho, en una lucha interminable por mantenerlos a ambos a flote—. Todo va a estar bien… Volveremos a casa… Casa…

Bill lo aferró más de cerca, asegurándose de que aquel deseo fuera cumplido. Nadando con más fuerzas, los llevó a ambos luchando contra la tempestad a la playa más cercana. Una travesía de kilómetros que lo dejó rendido cuando alcanzaron tierra firme, pero que creyó valer la pena cuando depositó al joven sobre la arena y éste abrió los ojos una única vez para decir ‘gracias’ y volver a caer inconsciente.

 

—Una idiotez…

—Una locura…

—Es una soberana tontería, ¿entiendes lo que digo, Bill? Tu padre te matara, me matará y… ¿Me escuchas acaso? –Gustav se encaramó a una roca saliente y captó el cuadro completo—. Ah no, un humano no. Eso no lo puedes coleccionar. Bastante tengo con esas porquerías que guardas…

—No digas bobadas, Gusti –le interrumpió Bill al sujetar la cabeza del desconocido entre las suyas e inclinarse para verlo más de cerca—. Él debe tener familia. No lo puedo retener a mi lado.

—Claro que no –asintió el cangrejo—. Si su Majestad se entera de que su hijo ha salvado un humano…

—‘Que el heredero al trono’ –remedó Bill a la perfección las siguientes palabras del cangrejo, que viendo que aquello no funcionaba se calló. El tritón suspiró—. Lo sé, lo sé. Pero no lo podía dejar morir ahí en la tempestad –se explicó al apartarle un mechón de cabello del rostro y admirarlo—. Es…

—Ni lo digas –tembló Georg al emerger a la superficie y al igual que Gustav, temer lo peor al encontrar a aquel humano inconsciente en el regazo de Bill—. Déjalo en la playa y vayámonos antes de que despierte.

—¡No! –Bill se sobresaltó ante la mera idea. Pasando sus manos por las mejillas del desconocido, un dolor punzante se le hincó en el pechoal ver que éste movía los párpados como si fuera a despertar en cualquier instante—. No tarda abrir los ojos. Quiero verlo… Quiero que me vea.

—Ni en sueños, no señor –se rehusó Gustav al saltar en la cola de Bill y con sus patitas pellizcarla. El adolescente se quejó ante el dolor y usando una mano, tomó al cangrejo del caparazón—. Suéltame, ¡suéltame te digo! Tu padre nos amarrará al coral por un mes si se entera de esto.

—Precisamente por eso, no le vamos a decir nada, ¿verdad? –Guiñó un ojo Bill—. Ni tú, ni Georg ni yo le vamos a decir nada. Será nuestro secreto.

—Pero Bill… —Intentó replicar Georg al salpicar agua.

—¿’Nuestro’? –Enfatizó Gustav al agitar las tenazas al aire queriendo alcanzar la nariz de Bill para ver si así entraba en razón—. ¿Pero qué estás loco?

—Mmm… —Gimió el desconocido al apretar los ojos al tiempo se pasaba la lengua por los resecos y agrietados labios.

—Va a despertar –chilló Georg al volverse a hundir en el agua y desaparecer.

Bill sólo lamentó que el momento de la despedida fuera tan pronto. Con tristeza, dejó ir al desconocido al recostarlo de nueva cuenta en la arena y antes de desaparecer en el agua, besar su frente con un rápido movimiento.

Tras esto, se sumergió en el océano.

 

—¡Príncipe Tom! ¡Príncipe Tom! –Lloriqueaba Andreas al sujetarse de su soberano y perdiendo todo el decoro, lloraba al mismo tiempo—. Usted me salvó la vida… Pensamos que se había ahogado…

—Ugh –gimió Tom al sentarse y sentir que todo le daba vueltas—. ¿Dónde estoy?

—El mar lo ha traído a la playa, mi señor –respondió Jost al darle alcance a Andreas, que había corrido en pos suya apenas divisarlo tendido al borde del mar. La guardia del castillo venía rezagada al correr por entre la arena húmeda—. Lo creíamos muerto, joven príncipe.

Tom no dijo nada ante aquello. Él mismo se había considerado muerto cuando aquella ola lo arrastró lejos del barril. Después de eso no recordaba gran cosa.

—¿Quién estaba con usted? –Preguntó Jost al inclinarse sobre el príncipe y tenderle un recipiente con agua fresca—. A la distancia Andreas aseguraba que una hermosa joven lo cuidaba.

—El espíritu de las sirenas –murmuró uno de los guardias.

—¿Qué es eso del espíritu de las sirenas? –Cuestionó Tom apenas tomó un trago de agua y la implacable sed que experimentaba se apaciguaba—. Mientras estaba desmayado oía la voz de alguien cantar, pero no podría asegurar que era una mujer.

—Mi señor –se adelantó uno de los guardias—, cuentan las leyendas que las hermosas sirenas que habitan el mar tienen un corazón no humano bondadoso. Son las protectoras de los naufragios…

—¡Patrañas! Cuentos de viejas para asustar a los niños –desdeñó David al tomar a Tom de los hombros e indicarle a la guardia que lo ayudaran a transportar de vuelta al palacio—. Su Majestad desea verlo, joven príncipe. La reina Simone se encuentra en cama desde su desaparición. Su regreso la aliviará.

—Pero… —Tom miró en dirección al mar y por un segundo, casi pudo jurar recordar la visión de una hermosa joven con largo cabello negro. Parpadeó sólo para encontrar que el sol deslumbraba sobre los rompientes en la orilla.

Sacudiendo la cabeza, caminó de regreso al palacio intentando olvidarse de aquello sin lograrlo…

 

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