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Convencedme por sherry29

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Capítulo único y verdadero.

 

   El corazón de su majestad estaba muy afligido: dos importantes espadas, reliquias históricas normandas, habían sido robadas días atrás, y a razón de esto, el rey había pedido que toda su escolta real –principales sospechosos- fuera remplazada por completo.

   Bastian Leveque se había enterado de esto. Hacía poco más de siete meses que pertenecía a la guardia real, pero hacer parte de la escolta de Su Majestad era un sueño que acariciaba con locura. Fue por ello que aquel día, en medio de un arrebato de desvergüenza,  escribió aquella carta y la envió a la mansión del Conde Gerard Lavoisier, arrepintiéndose en el acto por aquella audacia.

   La carta decía más o menos así:

   Su Excelencia, Gerard Lavoisier,

   Excelentísima Señoría: 

   Os presento el más cordial y sincero de mis respetos, orando a Dios, nuestro señor, y a su santísima Madre, porque vuestra ilustrísima se encuentre rebosante de salud al momento de recibir esta esquela. Como vuestra señoría y muchos más ya se habrán enterado, Su Majestad se encuentra desconsolado por un horrible crimen cometido contra su buena fe y su bondad; hecho que ha desencadenado su ira, con la consecuente expulsión de sus guardias y protectores más cercanos. Su Majestad ha pedido que se les remplace, a todos sin excepción. Y en ello recae  el motivo de mi carta.

   Mi Excelentísimo señor, como usted bien sabe, pues usted mismo fue mi guía varias veces, he avanzado mucho en mis dotes de espadachín y en mi sentido del deber y el respeto. Por eso ruego a usted, conocedor de estos progresos, y por los privilegios de los que goza en Palacio –privilegios todos muy merecidos, por supuesto-, tengáis la gentileza de presentar mi nombre entre los candidatos para ocupar uno de los cargos que han quedado vacantes.

   Le aseguro que no os defraudaré, ni hare quedar en vergüenza vuestro nombre, mi señor. Y en cambio de ello, os  honraré con cada acto y con cada día a día; nombraré a mi primogénito con vuestro nombre y os  llevaré por siempre en mi corazón.

   Sin más que agregar me despido, esperando que mi suplica os sea agradable y no os haya ofendido.

   Su entero servidor.

   Bastian Leveque.

   Gerard terminó de leer la carta. El Chambellam, que aun seguía en presencia del conde, vio como la esquela se volvía añicos y se regaba por todo el tapiz del salón.

   —¿Aún está afuera quien trajo esto? —preguntó con una inflexión de disgusto.

   —Sí, Excelencia —respondió el Chambelam un tanto turbado por la reacción de su señor—. ¿Gusta usted que le haga pasar? —preguntó. 

   —No —contestó Gerard, poniéndose en pie—. Salid y decidle que si su señor quiere una respuesta a su pedido, que venga en persona y me lo pida.

   El Chambelam asintió y se fue. Gerard se sentía tan humillado que dejó su café a medias y se paró junto a la ventana del salón, donde las vidrieras de cristal labrado cortaban en muchos rumbos los haces de sol que iluminaban su larga cabellera negra.

   Le había irritado tanto leer aquellas líneas, en especial unas horribles y demoledoras palabras que le hicieron hervir la sangre de absoluta indignación e ira:

   “Le pondré vuestro  nombre a mi primogénito”

   ¿Pero qué se estaba creyendo ese niñato infeliz al tratarlo de aquella manera? ¿Quién pensaba que era él? ¿Un recadero? ¡Maldito fuera! ¡Maldito fuera mil veces! Tantos meses esperando por un mensaje suyo, corto, escueto, cortante si era preciso. Pero algo. ¿Y que recibía en cambio? Un insultante mensaje donde lo saludaba a medias y lo único que quería de él era un vulgar favor.

   Gerard y Bastian habían sido amantes luego del duelo. Por varios meses se vieron en la mansión del conde, durante los  ratos libres de Bastian y los pocos momentos de soledad del conde. Había sido una relación intensa y ardiente, pero tanto fuego se había consumido con rapidez. Un día, sin más, ambos dejaron de frecuentarse. Gerard tuvo que salir de viaje por mandato real a Paris, y a su regreso, Bastian se mostraba esquivo y al parecer poco dispuesto a continuar con aquello. De manera que al ver la reticencia y la lejanía del muchacho, Gerard consideró dejarle espacio y esperar a que él se acercase de nuevo.

   Pero los meses pasaron y Bastian no había vuelto a dar señales de vida… hasta aquel día.

 

 

   Cuando su recadero llegó con aquel mensaje, la reacción de Bastian fue de inmensa alegría. Estaba seguro de que si el conde lo había citado en persona era porque seguramente le daría buenas noticias. Por lo menos eso le compensaría un poco la nostalgia de tener que volver a verlo y saber que lo de ellos había quedado por completo en el olvido.  

   Después de volver de un viaje que el conde había hecho a Paris, Bastian había querido contactar con él, decirle cuan desesperado se había sentido en su ausencia y cuanto lo ansiaba en sus noches de soledad. Sin embargo, había escuchado que en su viaje, Gerard Lavoisier había sido visto en la compañía de un muchacho de alta cuna que le había hospedado en su casa.

   Bastian era conocedor de lo que se decía acerca de las aventuras de Gerard: que solía aburrirse rápidamente de sus amantes, y no duraba más de pocos meses en un lecho. Por eso, Bastian se había mantenido al margen tras la llegada del conde, y había esperado a que éste lo buscara. Pero pasaron los meses y Gerard nunca más lo buscó. Sufrió por ello, pero terminó por consolarse en los recuerdos. Se había enamorado realmente de ese hombre, pero era deshonroso rogar como una mujerzuela. Por ello prefirió no incordiar a Gerard con sus pasiones desbocadas y su amor tonto. Lo dejo en paz y solo hasta aquel día fue capaz de ponerse nuevamente en contacto con él, aunque fuese solo buscando una insípida influencia política.

   De esta forma se puso en marcha y esa misma noche fue a ver a Gerard de nuevo.

 

 

Gerard terminaba de cenar cuando Bastian arribó. El conde lo hizo seguir hasta el salón de invitados  mientras se preparaba para recibirlo. Entró justo cuando el joven soldado terminaba de tomar un café que el criado le había servido.

   —Bastian, ¿Cuánto tiempo? —saludó el conde entrando en la estancia.

   Bastian se puso de pie a toda prisa. La mirada negra de Gerard estaba sobre él, al igual que la mirada de todos sus antepasados plasmados en sendos lienzos que se repartían por todo el salón.

   Gerard avanzó hasta su altura y con elegancia le invitó a tomar asiento de nuevo. Los criados los dejaron a solas.

   —He leído vuestra carta —dijo el conde a secas.

   El rostro de Bastian se arreboló con un sonrojo que el conde consideró dolorosamente encantador.

   —¿En serio?

   —Si… Pero por desgracia no os considero lo suficientemente preparado aún para semejante plaza. Lo siento, muchacho. Debo decir que paso.

   Toda la alegría que Bastian había sentido hasta ese momento, se disolvió como alcohol en agua.  Sintió como si el acero de la espada que colgaba de su cinto le desgarrara piel, fascia y musculo; llegando hondo, muy hondo. Creyó que le fallaría la voz cuando replicó:

   —Pero, vuestra excelencia me conoce. Sabéis que lo que acabáis de decir no es cierto. ¡Estoy capacitado para ese cargo sin problemas!

   —Pues yo no le creo así.

   Bastian miró  Gerard con rencor. La frialdad y la formalidad con la que éste lo trataba eran más dolorosas que la negación a prestarle su ayuda.  Una parte de él había pensado que aquel hombre todavía  albergara  deseos hacia él, pero era obvio que no era así.  Temblando de vergüenza, hizo una breve reverencia y se dispuso a marcharse.

   —Disculpad mi grosería, Excelencia. Muchas gracias por vuestro tiempo. Con permiso.

   —¿Eso es todo lo que estáis dispuesto a esforzaros por el cargo con que soñáis?  Me hacéis pensar que no lo deseabais tanto como aparentabais.

   Bastian detuvo sus pasos y miró a Gerard con gran inquietud.

   —¿A qué os referís? Acabáis de decir que…

   —Sé muy bien lo que acabo de decir. —El conde cruzó una de sus piernas con terrible sensualidad. Un pequeño parpadeo y sus labios entornaron una insinuante sonrisa.

   —Os estoy invitando a convencerme —dijo.

   Más de medio minuto se requirió para que Bastian comprendiera el significado de esa frase. Debería haberse vuelto más suspicaz luego del duelo, dirán algunos. Después de haber comprendido lo que significaba para el conde “Dadme satisfacción”, un “Convencedme” debía ser sencillamente evidente. Pero no lo fue. No lo fue en absoluto… como tampoco lo fue su reacción.

   —¿Cómo osáis? —Bastian sintió que todo su cuerpo se encogía de rabia. Apretó sus puños con tanta fuerza que de haber sido mujer (con uñas largas y limadas), se abría hecho mucho daño. Sin embargo, no hizo más nada. De la misma forma como pretendía irse antes, dio media vuelta y se marchó.

   Una semana más tarde era uno de los miembros de la escolta real.

 

 

   El palacio real recibió la visita de Gerard Lavoisier dos semanas después del ingreso de Bastian a las filas más destacadas de la guardia real. Justamente aquel día, el soldado acompañaba a Su majestad en la reunión que éste sostenía con el conde. Estaban en uno de los salones que daban hacia los jardines, recibiendo con gran placer la brisa veraniega de la mañana mientras degustaban deliciosos bocadillos al amparo de un violinista que tocaba una melodía monótona y cansina.

   Desde su puesto, junto a la puerta, Bastian veía a Gerard muy risueño junto al rey. Deseaba con todas sus fuerzas haber podido negarse a aceptar el puesto que ahora ocupaba con más humillación que honor. Pero como muchos de ustedes podrán imaginarse, era imposible hasta para el más osado despreciar de tal forma al rey de Francia. Así que allí estaba, de pie, con el estoicismo de los caídos, soportando la vergüenza con la misma dignidad con la que Sócrates bebió la cicuta.

   —Mí querido, Gerard —decía el rey dirigiéndose al conde—, tu recomendación ha sido fabulosa. El chico es un muy buen soldado.

   —Os lo dije, Majestad —sonrió Gerard mirando maliciosamente a Bastian—. El muchacho es todo un dechado de virtudes.

   —Virtudes que estoy seguro ya habrás comprobado —siseó el rey, entornando los ojos hacia su guardia.

   Bastian se puso coloradísimo. Algo le decía que ese par hablaban de cosas diferentes a aptitudes y talentos de esgrima. Tuvo tantas ganas de empuñar su espada y degollar a Gerard Lavoisier allí mismo, que sus dedos rozaron la empuñadura de oro de su nueva espada. Aun así se contuvo. Y nuevamente, los ojos de Gerard lo miraron con malvada lascivia.

   —Bastian es increíblemente virtuoso, mi amadísima Majestad —repuso casi con dulzura a pesar de su mirada de degenerado.

   El rey rió bajito.

   —No lo dudo—aseguró—, es por eso que lo he elegido para que os escolte de nuevo a París. Me han llegado mensajes sobre el posible paradero de las reliquias robadas.

   Gerard y Bastian respingaron al mismo tiempo. Aquello era increíble. Para Bastian, aquello significaba su primera misión real fuera del palacio de Versalles,  y para Gerard, una nueva e interesante aventura junto a su querido Bastian.

   —Estaré muy complacido en volver a serviros, mi señor —expresó el conde tras ponerse de pie, inclinarse y besar el anillo del rey. Bastian dejó de su posición junto a la puerta y también se arrodillo frente al rey.

   Dos días después, ambos hombres partieron a París.

 

 

 

   El mercado de Paris era más pestilente de lo que Bastian había oído. También había oído sobre un asesino que asolaba la ciudad de Grasse y que gustaba de asesinar a jovencitas vírgenes para robarles las cabelleras. Según tendía entendido, el sujeto había sido indultado luego de un espectáculo sin precedentes.  Bastian nunca había estado en Grasse, pero si aquel lugar olía tan mal como Paris, comprendía que la gente se volviera loca… muy loca.

   —¿Os aturde el olor? —le preguntó Gerard mientras el coche tomaba una callejuela más ventilada. Bastian asintió e hizo un gesto de alivio cuando la pestilencia se alejó.

   Gerard sonrió.

   —Con ese olfato tan delicado será difícil que me protejas esta noche; tendremos que volver a los lados del mercado y reunirnos con una persona.

   —¿Con qué persona?

   —Con un viejo contacto que tengo en París, él nos llevará hasta los verdaderos ladrones de las reliquias del rey. Parece que, en efecto, alguien de la antigua guardia real estuvo involucrado.

   —Veo —Bastian arrugó el ceño sintiéndose un tanto incómodo. La tensión entre él y Gerard era tal que si se pudiese hacer vibrar y resonar, produciría melodías. Melodía nada dulces por cierto.

   —¿Ese contacto vuestro es el mismo con quien os vieron en vuestro último viaje? —preguntó entonces en un ataque de osadía. Gerard alzó una ceja inquisitivo. Había notado cierta inquietud en Bastian y eso le gustó.

   —¿Y con quién se supone que fui visto?

   —Con un joven buen mozo con quien paseabais alegremente por todo Paris —Bastian se mordió la lengua. ¡¿Pero qué le sucedía para comportarse con tal descaro?! Gerald sonrió, pero simplemente alzó la mirada y se quedó pensativo.

   —Ah, ¡Ya recordé! —contestó después de algunos instantes—. Pero no, no es el mismo contacto que veremos esta noche —sonrió displicente—. Se trata de alguien más.

   Entonces, el coche entró en una amplia villa. Cuando Gerard descendió del carruaje, un muchachito agraciado y rebosante de felicidad le saltó a los brazos. Bastian se quedó de una pieza y una punzada molesta le estrujó el estomago. Gerard abrazó al muchacho y le dio un beso en la frente. Lucía muy feliz.

   —Mi querido, Fernando —dijo el conde en un perfecto español—. Me alegra tanto veros de nuevo tan pronto.  ¿Dónde está vuestra madre?

   —Adentro, esperando por vuestra merced —respondió el jovencito también en su idioma natal—. Pasa por favor, querido tío, vuestros sirvientes pueden ir acomodando todo. Ocupareis la misma habitación de la vez pasada. Mamá no puede esperar para veros.

   Gerard asintió y se fue tras el muchacho. Por su parte, Bastian se fue junto a los demás sirvientes y aprovechó la coquetería de las cocineras para recibir doble ración de comida. Habían hecho unas deliciosas codornices en salsa de ciruela y Bastian bebió más vino del que debía ingerir.

   Cuando le avisaron que el conde solicitaba su presencia, se tambaleaba un poco.

   —¿Qué es esto? ¿Vais a dormir?— A pesar de su leve sopor etílico, Bastian pudo notar el aire intimo que flotaba en aquella recamara. Todas las cortinas estaban corridas y Gerard estaba sentado sobre un sillón, bebiendo de una gran copa a la luz de unas lámparas de aceite. Sólo vestía un largo camisón blanco que le llegaba hasta los tobillos. Lucía sensual, terriblemente sensual.

   —No vamos a dormir —respondió levantando ligeramente la mirada hacía Bastian—. Os he mandado a llamar para que cumpláis con vuestra parte del trato.

  —¿Trato? ¿Qué trato? —La voz de Bastian sonó confundía, sin embargo, el resto de su cuerpo si pareció comprender perfectamente el significado de las palabras del conde, y todo él tembló violentamente.

   Gerard se puso de pie moviendo su copa.

   —Me pedisteis que os hiciera entrar a Palacio y lo hice.  Ahora os toca a vos cumplir con vuestra parte.

   —¡Yo no prometí nada! —Bastian se encolerizó. Nuevamente sus nudillos estaban pálidos y su rostro lleno de una terrible indignación—. Fuisteis vos quién pretendió hacerme una indecorosa propuesta y yo no la acepté—explotó furioso—. Si hubiese podido negarme a aceptar este puesto, lo habría hecho. Pero despreciar a Su Majestad es algo que es imposible hasta de concebir, y vos os aprovechasteis de ello.

   —Entonces —repuso Gerard totalmente calmado—, lo que pusisteis en vuestra carta, eso de: “Y en cambio de ello, os  honraré con cada acto y con cada día a día; nombraré a mi primogénito con vuestro nombre y os  llevaré por siempre en mi corazón”. ¿Acaso era eso una mentira?

   El rostro, por lo general sonrosado de Bastian, se puso como un salmón recién cocido.

   —¿Os referíais a eso? —preguntó casi sin voz.

   —¿A qué más si no? —respondió Gerard. Bastian lo miró intensamente por dos largos segundos,  luego volvió su vista hacia una de las lámparas de aceite.

   —Pensé que os referíais a vuestra vulgar propuesta.

   —¿Vulgar?—Gerard tiró su copa al suelo. El escaso vino que aún contenía manchó el tapiz. Bastian dio un respingo y volvió su vista hacia él. El rostro de Gerard se había puesto rígido, todo él lucía tenso—. ¡¿Consideráis entonces que la propuesta que os hice aquella noche fue vulgar?! —estalló.  

   —¡Muy vulgar! —respondió Bastian, esponjándose cual paloma—. ¡Nunca me habían ofendido tanto!

   —Pues exactamente así fue cómo me sentí yo al recibir vuestra horrenda carta aquel día —Gerard suspiró profundo y en dos cortos pasos se colocó frente a Bastian y lo miró fijamente—. Es por eso que he decidido tomaros la palabra y pediros cumplirla —le dijo finalmente—. Quiero que os desposéis en el menor tiempo posible y tengáis un hijo que lleve mi nombre.

   —¿Qué? —Aquellas palabras cayeron como un mazazo sobre Bastian. Su rostro volvió a congestionarse, pero esta vez no se limitó a reprimir su ira. De repente, alzó su mano y casi sin darse cuenta había descargado una bofetada sobre Gerard.

   —Bastian… —jadeó el conde, pero éste no le dio tiempo a reaccionar.

   —¡Maldito infeliz! —se le abalanzó encima. La paloma convertida en gato—. ¡¿Es así cómo pretendéis libraros de mí?!  ¡¿De esta forma tan vulgar?! ¡Pudisteis haberme dicho que os habíais cansado de mí! ¡Podías haberme dicho que ahora estabais con Fernando!

   —¿Fernando? —Gerard se espabiló agarrando a Bastian por ambos brazos y lanzándolo sobre la cama bajo su cuerpo—. ¡Fernando es mi sobrino! —informó—. Es hijo de mi querida hermana Lourdes y un español. El muchacho ha vivido toda la vida en la corte de España… volvió hace unos meses para conocer a su prometida.

   —¿Entonces... lo que se decía sobre vosotros en todos los rincones de Versalles…? —inquirió Bastian. Gerard suspiró.

   —¡Son rumores! Solo eso —Los ojos del conde se fundieron con los del soldado—. Siempre he sido víctima de molestos rumores —expresó con fastidio—; es más, recuerdo que ALGUIEN los vociferaba a todo pulmón hace algunos meses junto al mercado.

   —Pero ese ALGUIEN lo pagó caro en duelo —recordó Bastian con una sonrisa, relajando su cuerpo—. Hemos sido unos tontos —suspiró después.

   —“Hemos” me suena a un plural nada verídico —opinó Gerard—, vos has sido un tonto.

   —Morí de celos y tristeza al pensar que ya no había nada entre nosotros —La mano de Bastian rozó el rostro bien afeitado de Gerald.

   —Yo también morí de celos al pensar que teníais planes de boda y que queríais ponerle mi nombre a vuestro hijo ¡Que vulgaridad! —anotó el conde—. Ahora que lo pienso… el plural sí nos está bien empleado. Hemos sido unos tontos.

   —Nos hemos estado comportando como dos mujercitas —comprendió Bastian, sonrojándose de nuevo.

Gerard sonrió.

   —Somos franceses, podemos permitírnoslo.

 

 

   El lecho estaba calientito y mullido. No era la primera vez que Bastian se metía entre los finos cobertores que solían cobijar a Gerard, pero era la primera vez que sentía tanta intimidad. Haber podido expresar sus sentimientos de posesividad y recibirlos de vuelta había sido agradable.

   Gerard le dijo que a partir de ese día comenzaría a llamarle Otelo. Si… eso sonaba lindo.

  Las manos de ambos amantes se perdían debajo de las colchas, masturbándose lentamente mientras se besaban sin prisas. Las ropas habían sido descartadas y desperdigadas por todo el lecho. Bastian suspiró cuando los dedos del conde se extraviaron entre sus muslos y la boca del hombre le mordió un pezón.

   Entonces chilló, se retorció y le mordió una oreja, contorsionándose cuando un dedo travieso ingresó en el lugar prohibido. Ese lugar que, según los virtuosos de la edad media, nadie debía tocar.

   Pero Bastian creía más en los conceptos del renacimiento, y para él, el hombre era el centro de todo; y ese lugar entre sus piernas, el mejor sitio de su cuerpo. Así que simplemente se abrió y se empujó por mayor contacto mientras bendecía mil veces las teorías del humanismo.

   Bastian sentía mucho amor por la humanidad… Por la humanidad del hombre que tenía encima.

   —Voy a entrar… no puedo soportarlo más —dijo el conde con una voz cavernosa y ahogada. Bastian asintió y separó más sus piernas; sus manos, mientras tanto, continuaron acariciando el sexo del conde sin tregua.

   —Hacedlo ya… Os quiero dentro de mí con ardor —jadeó cual zorra francesa, escandalizándose por su labia, pero resignado a que debía olvidar cualquier pudor  cuando se hallara junto a Gerard.

   El conde, de contextura más robusta, alzó al muchacho y lentamente lo empaló hasta que sus bolas rozaron los voluminosos glúteos de Bastian. El chico se mordió los labios y de su boca brotó un lamento que sonaba más a gozo enfebrecido. Ambos cuerpos sudaban debido al calor del verano, pero aquel sofoco era maravilloso para aquel momento. Y los dos amantes parecían disfrutarlo a plenitud.

   —Seguís tan apretado como una doncella —resopló Gerard, desplazándose ceñidamente dentro de Bastian; subiendo y bajando el cuerpo del chico a un ritmo moderadamente rápido.

   —Quiero que os corráis dentro de mí —dijo éste—. Tomadme como si fuésemos esposos. Os lo pido.

   Y ese pedido sorprendió mucho a Gerard, pues Bastian nunca le había permitido tal libertad antes. El soldado solía decir que unas entrañas que no podían albergar vida no debían llenarse de semen, que era demasiado vicio. Sin embargo, en ese momento, el vicio se apoderaba de ambos, y Gerard tomando el mentón de Bastian para encontrarse con sus labios, lo besó con ansias mientras se enterraba contra él con todas sus fuerzas.

   Cinco minutos después vino lo mejor. En el arrebato de frenesí, Gerald tomó a Bastian y lo puso en cuatro sobre la cama. Ambos jadearon con la nueva posición, al tiempo que comprobaron que eso de “La ley de gravitación universal” tenía sentido. Ellos realmente sentían que todo su ser se concentraba en un único y específico punto. Un punto maravilloso.

   —Oh, Bastian —gimió Gerard, inclinándose para morderle cerca al omoplato. Sus manos se deslizaron por la sudorosa espalda y arqueó el lomo rugiendo como bestia.

   Bastian sollozó ante la sensación de ser partido en dos, enterró las manos en las sábanas y empinó más el culo. A los dos minutos ambos hombres se corrieron entre espasmos de júbilo. Gerard se metió entre las piernas de Bastian y lamió su sexo hasta dejarlo duro de nuevo. Antes de volver a las bulliciosas calles de Paris, lo hicieron dos veces más.

 

 

 

   El contacto de Gerard en Paris era un tal Donatien, mejor conocido cómo Marqués de Sade. Bastian sabía que el hombre no gozaba de buena fama dentro de París, pero tenía un puesto importante dentro del ejército y en unos meses sería padre. Podía estar sentando cabeza. Comprobó que no era así cuando el hombre se negó a salir de las sombras que le cobijaban y desde su posición (a casi nueve metros de donde él y Gerard se hallaban) les arrojó unas llaves de oro.

   —Los ladrones piensan intercambiar las reliquias cerca a Notre dame —les dijo—. Lo harán a la media noche, o sea en unas cinco horas.

   —¿Y vos vendrás con nosotros? —preguntó Gerald. La sombra que pertenecía al Márquez negó con la cabeza.

   —No puedo, está sucediendo algo muy interesante junto al mercado y quiero ir a ver de qué se trata —apuntó—. Pero no os preocupéis, mi señor. Con ese gallardo garzón que os acompaña estaréis más que a salvo. 

   Al oír aquello, Bastian respingó y Gerald sólo sonrió torcidamente. Se suponía que Bastian también estaba oculto entre las sombras y el conde estaba solo.

   De esta forma se despidieron y la pareja se puso en marcha. Por el camino, ambos se enteraron de que cerca al mercado un montón de personas protagonizaban un espectáculo de canibalismo y decían haber visto un ángel.

   —Tiene pinta de ser una experiencia mística colectiva —le dijo Gerard a Bastian—. No tenemos tiempo ahora para cosas tan mundanas. Apresurémonos.

   Y así llegaron a los derredores de Notre Dame. Bastian permanecía siempre varios pasos detrás de Gerald, así que cuando el soldado escucho el grito del conde, los dos sujetos que intentaron atacarles se habían dado a la fuga, eso sí, dejando tras de ellos un gigantesco baúl tirado en una callejuela.

   Gerald y Bastian se acercaron lentamente al baúl y después de asegurarse de que no parecía contener explosivos, lo abrieron ayudándose de las llaves legadas por el Marqués de Sade.

   Al momento, saltó un bufón de juguete por medio de un mecanismo de resortes y el frito de los hombres rompió el silencio de la sombría callejuela. Pasado el susto, se acercaron otra vez  y miraron el fondo del baúl: dos espadas de madera yacían recostadas una sobre la otra y sobre ellas una nota que decía. “No están ni siquiera cerca”.

   —¿Qué significa esto? —inquirió Bastian, sintiéndose muy aturdido, pero Gerard sólo pudo negar con la cabeza y sentarse sobre el baúl.

   —Creo que nos espera un largo viaje —fue todo lo que dijo.

 

 

   Una semana más tarde, el rey acariciaba entre sus manos las reliquias robadas. Nunca habían salido de palacio, pero habían resultado ser la excusa perfecta para hacer que su fiel amigo Gerard y su joven soldado vivieran su apasionado romance viajando por toda Europa en busca de aquellas espadas.

   Era tan hermoso poder  llenar de emoción y aventura la vida de un par de enamorados, y quien mejor que él para hacer eso posible.

   —Por algo me llaman el bien amado —suspiró mientras escribía a Gerard una carta donde le comunicaba que su misterioso informante decía que las reliquias habían sido vistas en Venecia—. Un paseo en góndola será muy romántico —susurró mientras lacraba la carta—Oh, si… muy romántico.

 

Fin.  Julxen 2013.

   

Notas finales:

 

 

Los que hayan leído “El perfume ” de Patrick Süskind sabrán que el asesino de Grasse que mencioné, es justamente el prota de ese libro, y los sucesos del mercado son los que se narran el el capitulo final de la obra.

También hay un guiñito para el Marqués de Sade. ;) .

Gracias por leer. 


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