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D. D. O. por Ucenitiend

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Ya, durante la primera noche en Rohan, cuando los últimos rayos de sol cedieron lugar al rielar de las primeras estrellas, Legolas volvía a las cuadras para cerciorarse de que Arod –el caballo que le diera el Mariscal de la Marca durante su exilio- se hubiera comido toda la avena y el heno que rato antes le dejara. Iba distraído, acomodándose la hebilla del cinturón, cuando llegó a la entrada y sintió un ruido procedente del interior.

Aragorn, que estaba cepillando a su caballo Hasufel -también entregado por Éomer- se puso muy nervioso al ver al elfo parado en la puerta, de inmediato miró hacia el portón que estaba a sus espaldas y vio que estaba cerrado con una gruesa cadena y un gran candado. No tenía más alternativa que salir por la puerta del frente, pero Legolas continuaba parado ahí, mirándolo fijo.

-Buenas noches –saludó Legolas.

Aragorn pensó en no contestarle, pero su boca no le hizo caso.

-¿Qué quieres? -preguntó de modo grosero.

-Contigo, nada -contestó el otro de manera inmediata y contundente-. Vine a ver si mi caballo terminó de comer.

Ay, pobre Aragorn, ni la peor herida recibida en combate le dolió tanto como le dolieron esas dos primeras palabras.

Aragorn miró de reojo en dirección a Arod y vio que seguía comiendo, pero no le dijo nada al elfo, dejó el cepillo sobre una saliente de la pared y a las zancadas llegó a pocos metros de la puerta.

-Por favor, déjeme pasar…, noble Príncipe -dijo con ironía.

Frunciendo el entrecejo y sin quitarle la vista, Legolas se hizo a un lado, aunque había espacio suficiente para que Aragorn pasara. Cansado de sus continuos desplantes, iba a preguntarle por qué lo trataba tan mal, cuando todos los caballos comenzaron a relinchar y a patear.

Ambos se miraron y corrieron hasta el fondo del establo y, de atrás hacia adelante, revisaron uno por uno todos los boxes, pero no hallaron nada que estuviera molestando a los animales.

De pronto, como surgida de la nada, una fuerte ráfaga de viento los alcanzó y extinguió las llamas de varias de las teas que iluminaban el sitio, dejándolos más alarmados y preguntándose qué estaba pasando.

Al quedar en penumbras, Legolas prestó más atención a sus otros sentidos: percibió el olor a la paja de heno, escuchó los suaves resoplidos de los caballos, ya calmos, la despareja respiración del hombre y la suya propia, y esos fueron los disparadores que lo llevaron a tomar a Aragorn de una de las muñecas para evitar que fuera por una antorcha y encendiera las que se habían apagado.

Aragorn miró sobresaltado como el elfo lo asía con firmeza, luego lo miró a la cara y ya no pudo moverse, y menos cuando Legolas se le paró en frente y le tomó ambas manos, le besó las comisuras de los labios hasta conseguir que entreabriera la boca y con la lengua le acarició el paladar, las encías y hasta los dientes, borrando por un momento la amargura acumulada en su alma.

Legolas parecía reconocer el sabor de esa boca y el calor de esos brazos entre los que empezaba a sentirse muy a gusto, hasta que recordó como Aragorn y Arwen se abrazaban y se besaban al despedirse.

-¿Qué estoy haciendo? Perdón, no debí… -dijo apenado y rápidamente abandonó el sitio.

Mientras veía desaparecer al elfo, Aragorn se clavó las uñas en las palmas de las manos y se mordió los labios.

-¿Estoy soñando otra vez?... –dijo confundido, y se miró las manos-. No, no estoy soñando. ¡Qué estúpido soy, caí en su trampa! -dijo furioso, salió corriendo y a pocos metros lo encontró hablando con Gimli; sin decir palabra, lo tomó de un brazo y lo giró para propinarle un puñetazo en plena boca.

Como no lo vio venir, Legolas cayó aturdido de espaldas en el polvo.

-¡¿Qué pretendes, maldito Príncipe, aún no te has divertido lo suficiente conmigo?! ¡Levántate y pelea!

-¡Hombre, qué haces! ¡Ya basta! -gritó Gimli, y se apuró a interponerse cuando vio que Aragorn, con los puños amenazantes, volvía a la carga contra su amigo. 

Legolas, rápidamente se puso de pie y apretó su labio con el dorso de una mano para detener el sangrado.

-Está bien, Gimli. Tiene razón para estar enojado; hice algo indebido. Aragorn, lo lamento, no volverá a suceder. Te pido disculpas –dijo, creyendo, sinceramente, que con sus besos había ofendido al hombre.

Con la sangre bulléndole, Aragorn creyó que Legolas aprovechaba lo sucedido para hacerse la víctima y hacerlo quedar a él como un loco delante de todos los que se habían acercado para ver qué pasaba, y optó por no contestarle e irse para evitar llevar las cosas a mayores.

-¡Está loco! Déjame ver ese corte. Pero mira lo que te ha hecho ese bruto -dijo Gimli cuando vio el tajo en el labio inferior del elfo.

-No es nada. Pronto no se notará. Gracias, amigo -dijo Legolas, dolorido.

-Es obvio que ustedes dos no se llevan nada bien. Pero, ¿puedo saber qué fue lo que pasó? Si quieres y puedes hablar, claro.

-Lo besé, Gimli. No sé por qué lo hice. 

-Habrás querido hacer las paces. Nadie en su sano juicio se enojaría tanto porque lo hayan besado. No pudo ser por eso.

-¡Lo besé en la boca! ¿Ahora entiendes? A los varones humanos no les agrada que otro varón los bese. Y, además, está comprometido.

-¡Ja! ¡Conozco unos cuántos hombres a los que sí les gustaría que tú los besaras! Bueno, sí, pero… ¿y él qué hizo mientras lo besabas?

-Me abrazó muy fuerte y me correspondió con igual pasión, hasta que me acordé de Arwen y salí de ahí. Ya conoces el resto.

-¿Eh? Espera, ¿te estás escuchando? Dices que te besó y abrazó con pasión, o sea, no te rechazó. Si no le gustaba, hubiera reaccionado en ese momento y no después de que te fueras. ¿No será que se enojó por eso, porque lo dejaste... calentito?

-Gimli, qué dices.

-¡No puede ser, ¿a tu edad, todavía te pones colorado?! Lo que digo es que... podrá ser todo lo “Hombre” que quieras y estar comprometido, pero me parece que no le eres indiferente. ¡No, no me parece, estoy seguro! Acabas de darme la respuesta a las miradas y actitudes que, en su momento, interpreté mal. Muchas veces, cuando creía que nadie lo observaba, lo vi mirarte de un modo... ¡Y esos arranques!... ¡Legolas, a ese hombre le gustas, y mucho!

-No, Gimli, y aunque así fuera, jamás interferiría en su relación con Arwen. De verdad, no sé qué me pasó. Me pareció tan natural acercarme y besarlo, como si lo conociera de antes y ya lo hubiera hecho. 

-¿Legolas, te espera alguien en tu reino, me refiero a que te guste o ames? –preguntó el enano, con curiosidad.

-No.

-¿Te gusta ese ogro?

-Se comporta muy antipático conmigo, tú lo has visto. Pero no puedo negarte que recién me sentí muy bien. No fue igual que con Haldir. Eso fue agradable, pero Aragorn me atrajo de una manera… –dijo más para sí que para el enano.

-¡¿Hijo, también te besaste con el Capitán Haldir?! Bueno..., todos sospechamos algo aquel día –dijo abriendo los ojos, porque Legolas confesaba haber andado a los besos con un atractivo elfo y un desarrapado humano en pocos días.

-Necesito confiarle a alguien lo que me pasa. ¿Serás capaz de guardar silencio?

-¡Sí, claro, lo prometo! ¡¿Qué, pasó algo más con el capitán?!

-No pasó nada más, ni pasará. Es otra cosa de la quiero hablarte.

–Te escucho.

-Todos saben que los Elfos no nos enfermamos, que solo podríamos morir en combate, o que un hechizo, o una gran pena nos puede dañar seriamente. Sin embargo, yo me enfermé; y no me preguntes de qué ni cómo, porque no lo tengo claro. Las hojas controlaban el avance de mi enfermedad, y ahora que ya no las tengo, seguramente mi salud se resentirá rápidamente y mi vida correrá serio peligro. Ya empiezo a sentirme extraño: mi estado de ánimo, que solía ser estable, cambia sin motivos de un momento a otro, y no sé qué me pasa que casi todo el tiempo tengo la sensación de que debo recordar algo importante, y eso me produce mucha ansiedad… No sé qué pasará conmigo en un tiempo más, temo perder el control, y no poder pelear. Te darás cuenta que no estoy para pensar en romances.

-¡¿Legolas, es cierto lo que me cuentas?! ¡¿Dónde podríamos encontrar esas plantas?! ¡¿Aquí no habrá?! ¡Ya mismo vamos a buscarlas!

Mientras Gimli decía eso, se les acercó un joven rohir trayendo un pequeño cuenco de madera conteniendo una pasta verdosa.

-Príncipe, me pidieron que le traiga esto y le diga que debe colocarse un poco sobre el labio -dijo muy diligente, y una vez que entregó el recipiente se retiró haciendo una reverencia.

-¿Qué es eso tan feo? –preguntó Gimli, poniendo cara de asco.

-No sé. Ah, son hojas de Athelas, masticadas –dijo Legolas luego de llevarse el cuenco a la nariz-. Ya sé quien las mandó –dijo y suspiró, y enseguida tomó un poco con la punta de un dedo y la untó sobre el corte, después tomó más y se metió el dedo en la boca para chuparlo y así sentir, nuevamente, el sabor de la boca de Aragorn.

-Mmm…, lo dicho, está loco por ti –murmuró Gimli, moviendo la cabeza hacia los lados-. ¡Y tú…! –exclamó revoleando los ojos.

-Gimli, ya deja de fantasear, y recuerda que prometiste no decir nada de lo que te conté, en especial a Aragorn. Si lo haces, romperé la amistad empezada, es más, me convertiré en tu peor enemigo.

-Callaré, pero me parece una tontería hacerlo, porque si no sabes cuánto tiempo más te..., ¡no lo permita el cielo!, y mientras buscamos esas hojas, deberías pasarlo al lado de quien te guste, aunque sea un malhumorado ogro –gruñó al final.

Mientras Gimli y Legolas conversaban, lejos de ahí, Aragorn estrellaba su puño, una y otra vez, contra un duro tronco de rugosa corteza. Cualquiera que antes lo viera pegándole a Legolas y luego lo viera dándole puñetazos al árbol, podría pensar que se había quedado con ganas de seguir golpeándolo; y, tal vez, si Gimli no se hubiera interpuesto, hubiera seguido, pero lo que ahora descargaba ya no era la rabia que sentía hacia el elfo.  


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