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D. D. O. por Ucenitiend

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Poco después de que amaneciera y antes de divisar el llamativo peñasco, Estel galopó varios kilómetros por el ancho camino sabiendo que de continuar por ahí tardaría más días en arribar a Mirkwood. Se detuvo frente a una gran roca a repasar mentalmente las indicaciones que al final le dieran sus hermanos, resignados ante tanta testarudez de su parte.

Elladan había empezado:

"-Una vez que llegues a La Gran Roca Rojiza, detente y mira a la derecha. A lo lejos verás un bosque. Cabalga a campo traviesa hasta llegar a su ribera."

Y preocupado por la aventura que emprendería su hermano del corazón, había continuado Elrohir:

"-Antes de ingresar al bosque, busca con los ojos a El Gran Abedul. Lo encontrarás fácilmente, pues supera en altura a los de su propia clase y al resto de las clases de árboles. Entra al bosque y ve hasta él. A poca distancia del gigante, ubica las dos piedras blancas, una a cada lado de la entrada al atajo. Tal vez no te sea sencillo hallarlas, porque seguramente la vegetación las habrá cubierto, como también habrá cubierto el camino. Ten cuidado, hermanito, hace mucho tiempo que nadie anda por allí, y el sitio te será hostil."

Estel siguió las indicaciones al pie de la letra hasta hallar la entrada al atajo, discretamente marcada por dos piedras calizas, y supo que sus hermanos no se habían equivocado en nada, pues las espinosas y enmarañadas zarzamoras habían crecido sin control sobre el sendero, y le sería imposible seguir andando si no se abría paso a golpes de espada. Más adelante vio que flexibles pero resistentes tallos de enredaderas venenosas habían trepado por los troncos de los árboles hasta sus ramas más altas, a un lado y al otro del camino, hasta acabar uniéndose para formar un espeso y húmedo túnel que debió atravesar casi a oscuras, aunque era de tarde. Por tramos, debió andar a pie para sortear bajas y retorcidas ramas que conforme avanzaba el crepúsculo se le figuraban como fantasmales y amenazadoras garras. Después de varios días de intenso trajín, vio que la espesa vegetación se abría como por arte de magia, y dejaba frente a él y al hambriento equino, ya cansado de comer hojas que no eran de su agrado, un amplio y soleado espacio. Ahí, la tierna hierba crecía en abundancia y parecía moverse cual largos y delicados dedos verdes que llamaban al caballo a pacer. Aunque estaba apurado por llegar, permitió que la bestia saciara su apetito. Él también sentía hambre, pues en ese camino inhóspito no había encontrado animales que cazar. Aprovechó a apearse y desenganchar de su montura el odre y el atado en el que atesoraba algunas piezas de pan ya duro, algo de queso con gusto a rancio y tiras de carne asada, cada día más seca. Miró sus alimentos con resignación y luego miró al caballo que se deleitaba con el pasto, y casi sintió envidia. De pie, apoyado contra un viejo roble, comió pequeños bocados de cada cosa y bebió varios sorbos de agua, mientras, observaba los alrededores, pero, a poco, cansado por el dificultoso viaje, empezó a quedarse amodorrado y bajó la guardia. De pronto, el ruido de ramas secas al quebrarse y el alarmante relincho de su caballo disiparon su sopor. Ya atento, percibió que la fresca brisa, que antes oliera a hierbas, se cargaba de un fuerte hedor, y vio salir de entre los arbustos circundantes a cinco orcos de largos brazos y piernas curvadas, de rostros deformes y pieles grisáceas, lanzando intimidantes gruñidos por de sus inmundos hocicos. Sintió miedo al verlos, pero mayor fue su sorpresa, porque sabía que esos horrendos seres no se desplazaban durante el día, pues el sol los debilitaba físicamente. Muy decidido a hacerles frente para salvar su vida, desenvainó su espada, separó las piernas y afirmó los pies en el suelo; su corazón dejó de latir por sus románticos anhelos y se estrujó por el temor, de todos modos peleó con ahínco y logró vencer rápidamente a tres de ellos, pero los dos restantes lo cercaron por delante y por detrás, y mientras uno agitaba un brazo en alto y hacía silbar su daga en el aire para distraerlo, el otro le asestó un golpe con su aguda lanza en la pierna derecha. Soltó un grito y cayó de hinojos, quedando a merced de sus enemigos, y por un instante, que le pareció eterno, creyó que su corta vida terminaría así. Pero enseguida resonaron en su memoria las amorosas promesas que creía escritas por el joven: "… Abrázame y serás feliz. Comprenderás que nada muere, nada tiene fin…" Invadido por una fuerza sobrenatural, se levantó y giró con su espada en alto, y de un solo corte logró cercenarle la cabeza al orco que lo había lanceado, pero, sin poder evitarlo, ofreció su desprotegida espalda al otro. El muy desgraciado aprovechó el descuido para hundirle su herrumbrosa daga. Estel sintió como el mellado hierro entraba y salía, mancillando su carne, y como su sangre brotaba a borbotones. El intenso dolor desató su furia y, lejos de darse por vencido, se dio vuelta para clavar con profundidad mortal el pecho de la abominación. Sangrante y dolorido se aferró a las crines del nervioso animal y, como pudo, montó para seguir viaje. A poco, sintió que las fuerzas lo abandonaban y creyó que pronto moriría. Metió la mano en un bolsillo y sacó la carta para besarla como si fuera la boca de…

-Moriré sin saber tu nombre. Por qué no lo escribiste -dijo con el poco aliento que le restaba.

Acercó el sobre a su nariz y aspiró el suave aroma que aún emanaban las marchitas flores, y eso fue suficiente para que se sintiera algo más animado. Después de tortuosos días, al fin llegó a Mirkwood abrazado débilmente al cuello de su cansado caballo.

-"Nada muere, nada tiene fin. Abrázame... Serás feliz. Abrázame… y nuestro amor no morirá…, no morirá" -repitió las palabras de la amorosa carta como una letanía.

Atardecía, Estel, sin saberlo, recorría el mismo camino que antes transitara el indolente cartero.

Nuevamente de ronda por ese sitio, Legolas escuchó los pasos cansados de una cabalgadura y luego alcanzó a ver al jinete que venía peligrosamente inclinado, entonces se apuró a poner su caballo a la par del otro y a sostener al joven hombre para impedir que cayera.

En medio de su delirio, Estel repitió:

-"Abrázame... para cuidarme..."

Legolas pensó en montarse detrás del joven, pero de ese modo le apretaría su malherida espalda, así que con algo de trabajo consiguió pasarlo a su caballo y sentarlo de frente a él. Cuando sus caras quedaron en contacto, notó que la del humano hervía de fiebre, y temió lo peor al escuchar su entrecortada respiración. Enseguida tomó las riendas de ambos animales y presuroso se lanzó en dirección al palacio.  


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