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D. D. O. por Ucenitiend

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Mientras tanto, cuántos momentos difíciles continuaban pasando Frodo y Sam en compañía de Gollum, que a pesar de las protestas del fiel jardinero seguía oficiándoles de guía. La enjuta criatura los llevó a través de la lúgubre e interminable Ciénaga de los Muertos, y ahí vieron, hundidos en las putrefactas aguas, extrañamente intactos los cuerpos de aquellos que combatieran en la última batalla que comenzara en la desierta planicie de Dagorlad -al norte de la Puerta Negra de Mordor-, y terminara en las ciénagas; y debieron evitar ser atrapados por sus espíritus que pretendían cobrarse la vida de aquellos que osaban importunar su descanso.

Mientras tanto, muy lejos, Merry y Pippin continuaban cruzando el Bosque de Fangorn protegidos por el gigante Bárbol, uno de los pocos Ents que aún habitaban el bosque.

Una vez que cruzaron la entrada, Aragorn, que por fortuna solo estaba dolorido por el fuerte impacto recibido y agotado por haber tenido que mantenerse a flote en aguas turbulentas, al apearse se mareó y trastabilló; enseguida Legolas lo sostuvo por la cintura y lo ayudó a pasar un brazo sobre sus hombros.

Gimli corrió a recibirlos, le sonrió al elfo y se apresuró a darle un abrazo al dúnadan. 

-Vamos, Gimli, busquemos un lugar donde podamos acostarlo para que se reponga y atenderle la herida del hombro.

También emocionada con el regreso, Éowyn corrió con la intención de abrazar a Aragorn, pero el enano, ni bien vio que se acercaba con los brazos abiertos, otra vez se abrazó a la cintura del hombre y dijo:  

-No te imaginas lo triste que estábamos todos, pero nadie lo estaba más que este elfo. ¡En mi vida, vi a alguien llorar tanto!

-Gimli, ya, Aragorn necesita descansar -dijo Legolas, captando la intención del mañoso.

-Aragorn, acompáñame a un cuarto y enseguida te atenderé -dijo Éowyn, que como no pudo abrazarlo porque Gimli se interponía, intentó asirlo por un brazo para llevárselo.

Instintivamente, Legolas dejó de tomar a Aragorn por la cintura y lo tomó por el pecho.  

Gimli, al ver cómo su amigo "defendía su territorio", en apoyo, dijo: 

-No, solamente nosotros dos lo atenderemos, porque habrá que desvestirlo, completamente, para curar sus heridas. Se dará cuenta que eso no debe ser presenciado por una criatura tan pura y sensible como usted.

-Pero si solo tiene herido el hombro -protestó Éowyn.

-¡Ah, eso está por verse! -replicó Gimli.

-Por favor, debo hablar con el rey, y luego, si me lo permiten, quisiera descansar un poco -intervino Aragorn a su favor.

-Primero vamos a atenderte, luego hablarás con el rey -insistió muy serio Legolas.

Y frente a tal la oposición, la dama no tuvo más remedio que guiarlos hasta una recámara.

Al llegar al cuarto, Legolas ayudó a Aragorn a quitarse el chaquetón de cuero y la camisa desgarrados, y luego lo acompañó a sentarse en la cama. 

A poco, otra joven ingresó al cuarto trayendo suficiente agua caliente y lienzos que servirían para improvisar vendas.

Al ver al hombre con el torso descubierto, Éowyn se quedó mirándolo, y luego se apuró a hundir un paño en el agua y a retorcerlo.  

-Vamos, elfo, yo le quito las botas y tú los pantalones. Señoritas, ha llegado el momento de retirarse. Gracias por todo -dijo Gimli, y tomando a ambas damas por un brazo delicadamente las condujo fuera del cuarto y cerró la puerta.

-¡Eres terrible! –dijo Legolas.

-¡Qué, ¿no viste cómo lo miraba; le hubieras permitido acercársele?! -dijo en voz baja a su amigo-. Bueno, yo también me retiro. Aragorn, te dejo en buenas manos. Aprovecha..., digo..., para descansar como querías -dijo meciéndose la barba y haciéndole guiños antes de salir del cuarto.

-¡Al fin solos! -dijo Aragorn, contento de tener un momento de paz, y mientras miraba lo que hacía Legolas, preguntó-: ¿Es cierto que lloraste tanto por mí?  

Legolas, mientras cuidadosamente empezaba a limpiarle la herida, contestó:

-Ni siquiera una lágrima. Sí es cierto que al principio la pena ganó mi corazón, pero a poco comencé a repetirme: “Nada muere… Nada tiene fin." No sé por qué dije eso, tal vez, porque en el fondo de mi alma conservaba la esperanza de volverte a ver. ¿Te duele mucho? -preguntó cuando apoyó el paño directamente sobre la herida y vio que Aragorn apretaba la boca y los ojos-. Lo siento. Sin embargo, tu hombro no se ve tan... ¡Ah, casi lo olvido! Tengo algo para ti –dijo, y dejó el paño ensangrentado a un lado, se sentó en la cama junto a Aragorn y metió la mano en un bolsillo-. No mires y extiende una mano.

-¿Qué es, un regalo por mi cumpleaños? Con tantas cosas que pasaron lo olvidé. Fue el primer día de marzo, cuando nos reencontramos con Gandalf en Fangorn -dijo con los ojos ya cerrados y poniendo la palma de la mano derecha hacia arriba.

Legolas acercó su mano para depositar el anillo Barahir, pero Aragorn espió con un ojo y muy rápido cerró la suya y le atrapó las puntas de los dedos.

-¡Tramposo, te dije que no miraras! –dijo sonriendo-. De haber sabido, hubiera buscado algo para regalarte; esto, solo es algo que te devuelvo -continuó, pero enseguida hizo un breve silencio para mirar a Aragorn a los ojos, luego agregó-: Ahora mi corazón está alegre porque volviste.

-¿Dices que tu corazón está alegre? ¡Ese es el mejor regalo que puedas darme! ¡Y qué bueno que lo tenías tú; el maldito aprovechó que no podía mover la mano para robármelo! –dijo doblemente feliz por haber recuperado su anillo y por alegrarle el corazón a su amado elfo, y usando su brazo sano lo atrajo hacia sí.

Al sentirlo tan cerca, Legolas quiso besar a Aragorn en la boca, pero este rápidamente bajó la cara. Dolido por tan rotundo rechazo, intentó ponerse de pie para alejarse, pero no pudo porque fue retenido con fuerza.

-¡Por favor, no te sientas mal! Lo que pasa es que si dejo que me beses te responderé, y no creo que pueda detenerme -dijo Aragorn lamentando no poder hacer lo que tanto deseaba.

-Quién quiere que te detengas -contestó Legolas, muy seguro de lo que quería.

-¡Ay, no! No tienes idea del esfuerzo que estoy haciendo. Es que..., lo prometí, aunque en este momento estoy muy tentado de... Por favor, ayúdame a mantener mi promesa. Cuando todo esto pase...

-Lo siento, creí que... Pero veo que otra vez me confundí. Sabes, eres un buen hombre, pocos son fieles a su palabra. Quédate tranquilo, no seré yo quien te haga romper tu promesa -dijo convencido de que Aragorn hablaba de la promesa que le hiciera a Arwen de serle fiel-. ¿Ahora puedo terminar de atenderte el hombro?

-Por favor. Lástima que se me acabaron las Athelas. Cuando termines, debo ir a hablar con Théoden. Divisé un ejército proveniente de Isengard viniendo hacia acá. Por suerte la marcha de los orcos es lenta durante el día y retrasará la de los uruk-hai. Igual tendremos poco tiempo para prepararnos.

Y una vez atendido...

-Descansa, yo le daré las nuevas a Théoden.

-Este rato a solas contigo me valió como descanso. Vayamos juntos.

Aragorn tomó su camisa y fue a pararse detrás del elfo que se había detenido frente a un espejo cercano a la puerta, pero que en realidad no parecía estar viéndose, sino estar con la mirada perdida. 

Al verlo aparecer por detrás de él sin camisa, Legolas reaccionó cubriéndose la entrepierna con ambas manos y se dio vuelta.

-Qué pasa, por qué me miras de ese modo y estás tan agitado -dijo Aragorn ante la inesperada reacción.

-Por un momento me pareció que estaba... Y que alguien me iba a… -dijo confundido y nervioso-. No, nada, no me hagas caso, debo estar volviéndome loco. Ya salgamos de aquí –dijo y se miró en el espejo para comprobar que estaba vestido, y luego salió sin esperar a su compañero.

Mientras se apuraba a ponerse la camisa para seguirlo, Aragorn recién se dio cuenta de lo que Legolas había dicho rato antes.

-"Nada muere”… ¿Pero eso no fue lo que puso en su primera carta? ¿Acaso habrá empezado a...? ¡Claro, empieza a recordar! ¡Y lo que pasó recién, también es parte de nuestros recuerdos! ¡Legolas, espérame! -dijo y salió corriendo tras él.

Ya frente al rey...

-Majestad, necesitaremos mucha ayuda -dijo Aragorn.

-¿Quién crees que nos la dará, los Elfos o los Enanos? Los primeros se van y a los segundos solo les interesa lo que guardan las montañas... -dijo el rey, y miró de soslayo al príncipe y al enano que se les había unido.

Legolas frunció el ceño, pero aguantó callado y quieto, parado en su sitio para no aumentar la tensión del momento. 

Gimli también guardó silencio, pero se removió muy molesto en su asiento. 

-Gondor, nos puede ayudar –replicó Aragorn, al que también incomodó el injusto comentario.

-¡Qué se puede esperar de Gondor!… Les haremos frente nosotros solos, y si nuestro destino es morir, entonces, lo haremos con honor.

Los tres compañeros se miraron y no necesitaron decirse nada, sabían que con tal disparidad numérica en su contra sería imposible ganar la batalla. Al salir del salón hablando sobre cómo encararían los preparativos, oyeron un grito, y al darse vuelta vieron que una anciana corría dificultosamente para darles alcance. 

-¡Príncipe...! -gritó nuevamente la mujer, y adelantó un brazo hacia Legolas.

-Te llama a ti. ¿La conoces? -preguntó Aragorn.

-No, no la conozco -respondió Legolas mirando detenidamente a la mujer.

-¡Prín...cipe, al fin... lo encuentro! -dijo la anciana, tomándose el pecho, una vez que los tres retrocedieron hasta ella. 

-Tranquila, tome aire, buena señora -dijo Legolas.

-Príncipe, soy Cecile,... la esposa de... Horace. Me pidió que lo buscara... Quiere verlo... Estoy muy preocupada por él; un sanador me dijo que tal vez no logre pasar… -dijo entrecortadamente debido a la agitación y a la angustia, y seguido rompió en llanto.

-¿Quién es Horace? -preguntó Aragorn, mientras esperaban a que la mujer se calmara.

-Él fue quien me ofreció las manzanas de camino hacia acá. Quedamos en que nos encontraríamos para seguir conversando contigo y con su esposa. Aunque cansado, se veía bien, y hasta me contó que hace algunos años les brindamos ayuda.

-¿Qué clase de ayuda?

Y mientras comenzaban a caminar despacio hacia donde la mujer les indicaba...

-Me contó que su caravana fue atacada por orcos, y que lograron refugiarse en Rivendell. También me dijo que pasaron un tiempo en Mirkwood, pero, sinceramente, yo no me acuerdo de ellos. No sé, tal vez se equivocó. Dijo que fue por el 2.949. ¿Tú te acuerdas? ¿Cuántos años tenías? 

De pronto Aragorn sintió una fuerte opresión en el pecho que le robó el aire y lo obligó a detenerse, luego de unos segundos inhaló profundo y exhaló una única palabra: 

-Dieciocho...

-¿Te pasa algo? -preguntó Gimli al verlo así.

-Nada -contestó Aragorn, y empezó a caminar nuevamente. 

-Ya llegamos, es aquí. Príncipe, entre usted solo, yo me quedaré afuera para que puedan hablar tranquilos -dijo Cecile.

Legolas ingresó a la fría y poco iluminada barraca, y caminó rápido hasta la cama donde yacía el anciano.

-¿Cómo se siente, Horace? -preguntó, pero al verle el rostro demacrado enseguida se dio cuenta de que el sanador no estaría muy errado en su pronóstico.

-Príncipe, disculpe, ya no me quedan fuerzas ni para levantar la cabeza. Me alegra verlo otra vez, aunque hubiera querido que fuera en un sitio mejor y de otra manera. Ya conoció a mi esposa Cecile; pobrecita, está muy angustiada por mí y por todo lo que está ocurriendo. Lo hice llamar porque siento que no me queda mucho tiempo.

-No diga eso, Horace, solo está cansado por la larga travesía. Pronto estará repuesto -dijo para consolarlo.

-No creo, así que seré breve. Mi vista ya no es buena, pero hoy me pareció reconocer a la persona que socorrió.

-¿Sí? Bueno, él es Aragorn, el hombre que quería presentarle. Ya le hablé un poco de usted… ¿Entonces, lo conoce?

-Quisiera verlo de cerca, si fuera posible, porque no estoy completamente seguro de que sea quien pienso, pero, de ser, me gustaría agradecerle como lo hice con Usted.

-Por supuesto. Enseguida le aviso. Está afuera con su esposa.

Al llegar a la puerta, Legolas encontró a la mujer sentada en uno de los escalones de piedra de la entrada con la cabeza baja, a Aragorn de pie, medio dándole la espalda y con el rostro pálido, y a Gimli, muy serio, mirándolos a los dos.

-Aragorn, quiere verte y hablar contigo.

Al oír eso, Cecile de inmediato levantó la cabeza para mirar al hombre.

Aragorn subió la breve escalinata esquivando a la anciana que no le sacaba los ojos de encima, y luego caminó hasta llegar a la única cama que estaba ocupada.

Por segundos, ambos hombres se contemplaron inmersos en un profundo silencio.

A Horace ya no le quedaron dudas de quién era el que estaba parado junto a él, y, olvidándose de lo mal que se sentía, sonrió.

A pesar de estar velados por los años y rodeados de pliegues, Aragorn reconoció sus ojos verde agua, y, conmovido, se arrodilló junto a la cama y tomó una de las manos de Horace entre las suyas.

-Ha pasado mucho tiempo, Estel –dijo Horace, calmadamente.

-¡¿Cómo sabes mi antiguo nombre, si ni me miraste aquella noche?! -preguntó Aragorn, sorprendido.

-Imposible no verte; eras muy llamativo entre tanto elfo. ¡Y tan lindo y alegre! Sí, te miré muchas veces, y también noté el modo en que me mirabas –dijo y apoyó su otra mano sobre la de Estel para acariciarla.

-¡No me di cuenta de que lo hacías! 

-Es que, desde muy joven, tuve que aprender a ser discreto para evitarme problemas. Sabes de qué hablo. 

-Sí. ¿Pero si sabías que te miraba, por qué no te acercaste a mí?

-Porque al final no fui lo suficientemente discreto y me metí en problemas. Después de preguntar tu nombre, me vi rodeado de elfos poco amistosos, y uno me dijo que era mejor que no siguiera haciendo preguntas ni me acercara a ti.

-¡Quién se atrevió! 

-No sé, tal vez algún pretendiente que quiso sacarme de en medio. Bueno, lo consiguió, pero no pudo evitar que hasta en sueños me siguieran tus ojos grises. Hoy, cuando te vi, no pude creerlo; te ves tan… joven, y estás más guapo que antes. ¡La madurez te sienta muy bien! En cambio, mírame a mí, ya tengo noventa y dos y llegando al final del camino. ¿Pero, entonces, cuántos años tenías?

-Esa parece ser la pregunta del día... –dijo Aragorn por lo bajo-. Tenía dieciocho. Soy un dúnadan, por eso que no envejezco como el resto de los Hombres, de todos modos, los años también han pasado sobre mí. Pero, sabes, después de que te fuiste, te escribí una carta, pero no te llegó, y hasta viajé a Mirkwood para reunirme contigo. Pero el destino… -dijo y le fue imposible no pensar en Legolas.

-¿De verdad hiciste eso? ¿Y qué me decías en tu carta? -preguntó Horace, emocionado por lo que se enteraba.

-En realidad, era un poema -dijo Aragorn un poco avergonzado, y ante la insistencia del otro se animó a recitar.

Pero cuando Horace sintió que su viejo y cansado corazón se aceleraba demasiado por tanta emoción, no lo dejó seguir.

-Tú lo has dicho: el destino… Sí, el destino tenía otros planes para nosotros. Cuando llegué a Rohan, conocí a Cecile y entablamos una amistad, pero ella se enamoró de mí, y con su amor incondicional, de a poco, me fue convenciendo de quedarme a su lado. Con el tiempo, llegué a quererla entrañablemente. Pero siempre sospeché que conocía mi secreto, y que sabía que mis largos silencios le pertenecían a alguien más. Tal vez, hasta sepa tu antiguo nombre, porque puede que se me haya escapado muchas veces en mis sueños. ¿Y a ti, qué te reservó el destino? 

Estel, en un acto reflejo, movió un poco la cabeza hacia la puerta, después quiso disimular pero fue tarde.

-¡Vaya!… Sí, es una belleza. ¿Pero se lo dirás o se enterará tarde como yo?

-Es una historia muy complicada... -dijo Aragorn algo dolido al entender que ese había sido un reproche-. Pero ahora, este es nuestro momento –dijo mirándolo a los ojos, y fue acercando su boca a la de Horace para darle un tibio beso que, de a poco, se fue convirtiendo en uno apasionado.

Y al separarse, Horace suspiró hondo y dijo:

–Y, sobre el final, tuvimos nuestro momento.

-Lamento mucho interrumpirlos –dijo Legolas, que había entrado a la barraca sin ser escuchado-. Aragorn, el rey nos manda llamar con urgencia. 

-Ve con el Príncipe,... Aragorn, y peleen con todas sus fuerzas por la Tierra Media. ¡Con qué gusto dejaría esta cama para empuñar mi espada y combatir junto a ustedes! ¡Sauron, temblaría!

En ese momento, Aragorn fue testigo de cómo los deslucidos ojos verdes de Horace volvían a ser límpidos y animosos como a sus veintidós. Se inclinó para besarle la frente y la mano, y se puso de pie.

-Después nos vemos, Horace -dijo Legolas, y le brindó una cálida sonrisa.

Y al verlos alejarse dando pasos firmes y tan llenos de energía, el anciano, con su corazón en paz, murmuró:

-Qué sabiamente se comportó el destino con nosotros dos, mi querido Estel.

-¿Ustedes se conocían? –preguntó temerosa la mujer cuando vio salir a Aragorn triste y con los ojos vidriosos. 

-No. Vaya con él, la está esperando -contestó Aragorn.

Y mientras los tres rápidamente se alejaban de la barraca, cobijado en los amorosos brazos de su querida Cecile, Horace le entregaba su último respiro.


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