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D. D. O. por Ucenitiend

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Notas del capitulo:

Pido disculpas por la tardanza. 

Luego de la emoción del reencuentro con su padre y con su pueblo, Legolas se concentró en dos pensamientos: si el capitán y Elessar habrían logrado entrar al palacio sin ser vistos, y en cómo empezar a hablar con su padre, al que amaba y respetaba tanto que nunca se atrevería a ofenderlo con acusaciones ¿infundadas? Siguió abstraído del revuelo que se generaba a su alrededor, aún así llegaban a sus oídos, cual murmullos, las voces de su padre y demás que estaban cerca.

-¿Ustedes, qué hacen aquí, no deberían estar patrullando? ¿A cargo de quién están? –preguntó Thranduil a los soldados que los seguían formando un corro en plena escalinata, y se quedó mirando fijamente a un joven silvano, esperando que le respondiera.

Sorprendidos por la inesperada pregunta, discretamente los uniformados miraron a su príncipe y se quedaron esperando que él contestara, pero advirtieron que no estaba atento a lo que sucedía.

-Majestad, nuestro capitán es Inanthil... Él..., eh... -dijo apenas el joven soldado, intimidado por la fuerte mirada de su rey, y no supo qué agregar para justificar la ausencia de su jefe y el abandono de sus obligaciones.

-Majestad, vinimos escoltando al Príncipe Legolas. Ni bien llegamos, el capitán nos dijo que debía retirarse, pero que enseguida regresaría, y nos ordenó que, hasta entonces, permaneciéramos junto al Príncipe –interrumpió otro escolta varias centurias mayor para evitar que su compañero de armas dijera algo que los comprometiera a todos, y, sin necesidad de mentir, dejó conforme a su rey.

-Ah, sí, Inanthil, sin dudas uno de los mejores capitanes. Bueno, pero ya no es necesario que acompañen al Príncipe, así que tú sube y diles a los guardias de la entrada que solo dejen pasar a los que viven o trabajan en el palacio, luego, súmate a tus compañeros al pie de la escalinata. Y todos vuelvan a patrullar en cuanto su capitán regrese.

Y mientras el mayor subía a cumplir las órdenes de su rey, los restantes soldados, aliviados, se apuraron a bajar las escaleras y se quedaron esperando a su compañero y a su jefe.

-Tu casa te recibe con los brazos abiertos –dijo Thranduil cuando llegaron al gran portón de entrada, y miró a su hijo aún sin poder creer que estuviera de regreso y como tanto había rogado: sano y salvo, pero al ver que no avanzaba, apoyó una mano en su espalda y le dio un suave empujoncito.

Legolas vaciló al dar el paso, pero ya adentrado en el gran vestíbulo buscó al par de contrastantes pelinegros entre los elfos que salían desde todas las dependencia para sumarse al caluroso recibimiento. De pronto, sintió que su padre lo tomaba de un brazo y lo desviaba.

-¿Me pareció, o dijiste que iríamos a tu despacho? –dijo cuando vio que dejaban atrás las escaleras por las que se accedía al Despacho Real.

-Sí, ¿pero no escuchaste cuando te dije que sería mejor ir a tus habitaciones? Te tengo reservada una sorpresa. ¿Te sientes bien? Pareces… ausente -dijo Thranduil, mirándolo algo preocupado.

-Por qué a mis habitaciones -dijo Legolas con cierto resquemor.

-Porque lo pensé mejor. Sé que dejarías que mi despacho se llenara de curiosos. Ya tendrán tiempo de atosigarte con sus preguntas. Hoy te quiero solo para mí. ¿Pero qué pasa que miras hacia todos lados, buscas a alguien? -dijo mirando hacia donde apuntaban en ese momento los anhelantes ojos de Legolas.

-A… mis dos queridos tíos, Lesgahel y Aremides. Imagino que ellos también querrán saber por lo que pasé. Me extraña que todavía no hayan venido a pararse detrás de mí para… saludarme. Por qué no vamos a buscarlos, ya quiero verlos.

-Ah, no…, esos, ya se fueron -contestó Thranduil, nervioso por la mención de los hermanos.

-¡¿Cómo que se fueron!? ¡¿Adónde se fueron?! -exclamó Legolas, al tiempo que tironeaba del brazo libre de su padre y se detenía delante de él.

-¡Ooouch!... -gritaron todos los que los seguían al verlos chocar de frente.

-¡Cuidado, vas a arrancarme la manga! ¿Pero qué te ocurre? -dijo Thranduil, y se soltó del intenso agarre para acomodarse la ropa y enderezarse la tiara que había quedado torcida sobre su platinada cabeza, luego justificó la inusual conducta de su hijo ante sus asombrados súbditos diciendo-: Está nervioso. Debió vivir momentos muy duros. Serénate y sigamos -dijo a Legolas.

-Lo lamento, adar. Pero por qué se fueron -insistió, fiel a su costumbre, ni bien reanudaron el paso.

-¡Qué sé yo, supongo que extrañarían al otro, o a su choza! ¡Vaya a saber qué se les cruzó por la mente! -dijo con fastidio, mientras con sonrisas actuadas y suaves movimientos de cabeza devolvía los saludos que ambos recibían a su paso.

-¿Supones? Qué, ¿acaso no hablaron contigo antes de irse? ¿No te compartieron sus nuevos... planes? -dijo molesto porque su padre pretendía hacerle creer que desconocía las razones de la partida.

Al oírlo decir eso, Thranduil sintió un intenso escalofrío recorriéndole el espinazo, y, perdiendo su real compostura, dijo:

-¡Basta, no quiero hablar más de esos tipos! ¡Se fueron y ya!

-Qué extraño, parecían hallarse tan a gusto aquí, salvo Atheles que prefirió irse, y lo hizo sin despedirse de mí. Eso fue muy extraño, ¿no crees?

-Lo que creo es que necesitas descansar –dijo secamente Thranduil, y se apuró a levantar un brazo para llamar la atención de alguna de las doncellas que, muy entretenidas, comentaban en los rincones el regreso del príncipe.

-¡El Rey llama! -dijo una de las elfinas.

-¡Yo iré! -dijo otra y se apuró a llegar frente a sus majestades.

-¿Tú eres...? -preguntó el rey.

-Amarië, Majestad. Príncipe -dijo haciéndole una reverencia a cada uno.

-Bien, ve a decirle a los cocineros que preparen una abundante y variada comida para el Príncipe; mientras esperas a que esté, alístale el baño, luego se la llevas a sus habitaciones. Espera, antes llévame una botella de vino bien frío a mi despacho.

La joven elfina, fugazmente, levantó sus dulces ojos para deleitarse con la hermosa figura de su príncipe, luego repitió las reverencias y se retiró muy emocionada por ser la que tendría el honor de atenderlo.

-¿El vino a tu despacho; pero cómo, al final no vendrás conmigo a mi recámara? –preguntó Legolas, extrañado por el nuevo cambio.

-Acabo de acordarme que con tu sorpresiva llegada dejé pendiente un asunto importante. Come todo lo que te lleven, te ves delgado, y descansa, se nota que lo necesitas. Nos reuniremos al atardecer; para entonces, los dos estaremos más relajados.

-Acompáñame, ada, por favor, quisiera que ha…

-Dije… después.

Legolas cerró la boca y agachó la cabeza en señal de obediencia, y, aprovechando que su padre no lo acompañaría, simuló ir hacia su recámara.

Thranduil agradeció que Legolas se retirara, porque recién llegaba y ya lograba intranquilizarlo con su errático comportamiento: de contento y emocionado al llegar, había pasado a verse nervioso, molesto y hasta irritante. Retrocedió hasta las escalinatas acompañado por tres guardias, y subió al primer piso pensando en el repentino interés de su hijo por ver a sus parientes, y en desde cuándo los llamaba "queridos tíos", si, mientras parasitaban el reino, era evidente que su rechazo hacia ellos crecía día a día. Y, de pronto, su mente se oscureció. Cuando llegó a la puerta de su despacho vio que algunos elfos se acercaban sonrientes y con los brazos abiertos.

-¡Ah, Majestad, pero qué glorioso día! Ahora mismo íbamos a presentarle nuestros respetos al Príncipe. ¿Dónde está? -dijo uno.

-Tendrán que hacerlo más tarde, se ha retirado a sus aposentos a descansar. Con su permiso, señores –dijo y esperó a que un guardia le abriera la puerta, y les dio la espalda dejándolos a todos boquiabiertos por la frialdad con que se expresaba en un día tan especial.

-Majestad... -dijo con apuro otro elfo antes de que el rey se metiera a su despacho.

-Ahora no –dijo Thranduil sin darse vuelta-. Que nadie me moleste –ordenó a los guardias ya apostados uno a cada lado de la puerta y le pidió al tercero que entrara con él.

Cuando por fin Legolas, prometiéndoles una futura reunión, logró desembarazarse de un pequeño grupo de amigos que habían logrado colarse en el palacio y lo seguían haciéndole todo tipo de preguntas, a escondidas, fue directamente a la casi deshabitada ala sur. Como no sabía en qué recámara estaba Elessar, una a una las fue revisando, y antes de detenerse frente a la única que se hallaba cerrada con llave, escuchó su inquieto caminar.

-Soy yo. Ábreme rápido.

Elessar no necesitó que lo apurara, porque ni bien escuchó la primera sílaba que Legolas pronunció, se abalanzó sobre la puerta.

-¡¿Qué pasó?! ¡¿Ya hablaste con ellos?! ¡¿Confesaron?!

Al sentir que Elessar le apoyaba con fuerza las manos sobre los hombros y lo arrastraba al interior, Legolas se estremeció, pues hacía mucho que no lo tenía tan cerca, y, en verdad, extrañaba su contacto.

-Aún no hablamos, pero…

-¡Cómo que aún no hablaste con ellos! ¡Por días me amenazaste con que sería lo primero que harías al llegar! ¡Se acabó, no esperaré más aquí encerrado! ¡Seré quien los desenmascare frente a ti! -dijo y, a trancos, quiso salir de la recámara.

-No, espera -dijo Legolas, y se apuró a interponerse entre Elessar y la puerta-. Quise hacerlo, pero...

-¡Pero qué!…

-De verdad lo intenté, pero mi padre se excusó y me dejó con la palabra en la boca. Quizá fue mejor, así tendré tiempo de pensar en cómo empezar a hablarle…

-La mejor manera es preguntándole directamente, así verás cómo reacciona. Lo tomarás por sorpresa y no le darás tiempo a pensar en ninguna otra mentira.

-Pero es que… aún no creo que sea cierto lo que me cont...

-¿No crees, o te niegas a creer? Entiendo que te resulte muy doloroso. Apresura el mal paso. Estoy aquí para apoyarte –dijo con voz firme, pero al ver que de pronto los ojos de Legolas se llenaban de tristeza-: ¿Acaso, preferirías dejar las cosas como están? ¿Qué no te importa lo que te hicieron, lo que “nos” hicieron? ¿Es eso, o es que tienes miedo de enfrentarlo?

-No, no temo a mi padre.

-Entonces, es que no te importa –dijo Elessar con tono resignado.

-¡Sí, sí me importa! Pero entiende, por favor, no es fácil para mí. Tú lo has dicho: es muy doloroso pensar que mi propio padre fuera capaz…

-¡Vaya padre el que te tocó!

-No hables mal de él. Desde que mi madre nos dejó solos, él debió ser muy fuerte para no dejarse vencer por el dolor que le causó su gran pérdida, y, desde entonces, conmigo siempre ha sido un padre amoroso y protector.

-Comprendo. Bueno, entonces, si te hace menos daño pensar que el que  miente soy yo, ya no tengo nada más que hacer aquí. Me voy –dijo y fue a buscar la capa y el casco para poder salir de palacio tal como entró.

-No, espera. Nos reuniremos al atardecer, te prometo que entonces hablaré con él.

-¿Estarán presentes tus tíos?

-Se fueron del reino.

-¡Qué! ¡Malditos!

-Pero, con todo, recién me doy cuenta de que el Capitán Inanthil no te trajo ropa limpia ¿Tampoco alimentos?

-No, pero no es necesario. En mi bolso tengo ropa sin usar.

-Pero debes tener hambre.

-Se me quitó en cuanto lo vi a tu p... Y creo que para siempre.

-Aragooorn… -dijo Legolas haciendo un mohín de tristeza, luego recorrió la estancia hasta las altas persianas de madera que estaban cerradas-. Sabes que no deberás abrirlas, y que no podrás encender ni una vela. Tendrás que permanecer a oscuras.

-No importa -dijo Elessar.

-Pero debes comer y beber, aunque no tengas ganas. Y un baño caliente te vendría bien para relajarte. Está claro que el capitán se vio obligado a regresar al bosque. Me ocuparé de ti, personalmente. Pero, ahora que lo pienso, estarías más cómodo y más seguro en mis habitaciones.

-¿Qué? -preguntó Elessar sorprendido por la arriesgada decisión que Legolas tomaba.

-Hoy, estarán todos muy pendientes de mis movimientos, así que no podré ir y venir con alimentos y demás cosas por este sector deshabitado. Llamaría mucho la atención. Estaría más tranquilo sabiendo que estás en mi recámara. ¿Qué pasa, dije algo gracioso? -dijo cuando vio que Elessar sonreía de lado y se le acercaba despacito.

-Me crees...

-¡No! -dijo Legolas a la defensiva-. No sé..., no sé... –agregó, lleno de dudas.

-Me crees. Si no lo hicieras, ya le habrías dicho que estoy aquí, y entre los dos me habrían atado de pies y manos y metido a un saco de papas; y ya iría de camino a Gondor cruzado sobre el lomo de mi caballo. Ah, solo tengo una duda: ¿Me dejarían llevar la cabeza pegada al cuello o...? -dijo con sarcasmo.

-Sabes que jamás te haría daño, ni permitiría que otro te lo hiciera -contestó muy serio.

-¿No? ¿Y por qué no? ¿Acaso, no soy un mal bicho que no ha hecho más que aprovecharse y reírse de ti, antes y todo este último tiempo? -dijo mientras se le acercaba más-. Dame un beso.

Legolas no pudo esconder el estremecimiento que le causó el sensual pedido. De lo único que estaba seguro era de que el hombre no se conformaría con un beso, y, a decir verdad, él tampoco, no después de tantos días en los que ni siquiera se habían acercado ni un poco, y no porque Elessar no lo hubiera intentado más de una vez. Con el corazón latiéndole a mil, dio un paso atrás y cambió de tema.

-Mmm..., ya debo irme. Aprovecharé este tiempo para hablar con alguien más. Antes de reunirme con mi padre al atardecer, pasaré por ti para llevarte a mi recámara.

-¿Con quién hablarás? Ten cuidado. Y, por las dudas, no bebas nada que te den -dijo Elessar.

-Lo sabrás más tarde. No salgas, por favor. Y gracias por la paciencia que me tienes.

-No es paciencia, así que no me agradezcas. Pero no abuses, tengo un límite. Me quedaré aquí con una condición...

-¿Cuál? -preguntó Legolas, desprevenido.

-Me lo darás esta noche.

Reprimiendo una sonrisita emocionada, Legolas giró sobre sus talones y se fue sin decir una palabra.

Elessar, al ver que se iba sin protestar, sintió renovadas sus esperanzas de volverlo a tener entre sus brazos.

Evitando ser visto, Legolas rápidamente abandonó el ala de huéspedes y se dirigió directamente a la Casa de Curaciones, pero antes de llegar, vio salir por la puerta principal al más antiguo de los sanadores escoltado por un soldado, y tuvo el amargo presentimiento de que su padre se había adelantado a sus intenciones. Pensó que lo más prudente entonces sería ir a sus habitaciones por si llegaban visitas inesperadas y descubrían que no estaba descansando como se suponía que estaría. Al entrar a la sala se llevó la sorpresa que su padre le había anticipado, pero una sorpresa desagradable, pues casi todos sus sencillos y confortables muebles habían sido reemplazados por otros que aún desprendían un fuerte olor a nuevo. Se apuró a entrar al cuarto y lo primero que buscó fue la pequeña mesa de mármol gris en la que solía colocar el florerito, y en su lugar vio una de madera más grande y sofisticada. Solamente sus libros, los tapices de las paredes y el gran espejo habían sobrevivido al intencional cambio. Triste, se tomó del ancho marco dorado y dejó caer su cabeza contra el frío espejo.

-Los ebanistas trabajaron sin descanso para terminarlos antes de que volvieras, pero te uniste al Portador del Anillo y no regresaste. Quedaron hermosos, ¿no crees? Los anteriores no eran dignos de ti -dijo Thranduil, que silenciosamente había ingresado a la recámara y entrado al cuarto, y ya se dirigía a los ventanales. Una vez que los abrió de par en par salió al gran balcón y apoyó las manos en el barandal de piedra, y recorrió con sus penetrantes ojos el verde dosel que al fondo se extendía por leguas, y dijo-: Tuve miedo de no volver a verte. En los pocos ratos de paz, venía para sentirme más cerca de ti. Siempre tuviste razón: los más hermosos amaneceres se ven desde aquí. Y a propósito -dijo dándose vuelta e ingresando al cuarto-, ¿ya probaste tu nueva cama? Te la mandé hacer de una plaza para que tengas más espacio en el cuarto. Hasta que no te enlaces con una dulce damita no necesitarás una tan grande como la que tenías. Pero di algo, hijo. ¿Te gustó la sorpresa?

Legolas, aún tomado del único objeto que le permitía mirar hacia atrás en el tiempo, percibió cómo la voz de su padre, de un momento a otro, cambiaba de amorosa a "triunfadora", y, evitando ver la cama, dijo:

-Dónde están mis anteriores muebles. Quiero recuperar algunos que me gustan mucho y por los que tengo un particular cariño.

-¡Ay, hijo querido, fueron llevados fuera del palacio; y lamento decirte que nunca supimos cómo se inició el voraz incendio que acabó con todo lo que había en el depósito, incluido el depósito!

Antes de que Legolas abriera la boca para contestarle, se sintieron dos golpes en la puerta de la recámara que había quedado abierta. Parado bajo el dintel, de blanco inmaculado y maletín en mano, Salmar esperaba la autorización del rey para entrar.

-¡Qué hace él aquí! -dijo Legolas alarmado, aunque estaba seguro de que el sanador se presentaría.

-Ese no es el modo correcto de dirigirte a Salmar. Pídele disculpas.

-¡A qué vino! -dijo sin importarle que el sanador se ofendiera y su padre se molestara más.

-Yo le pedí que viniera a revisarte. Quiero asegurarme de que estés bien. Estuviste muy cerca de seres oscuros y quizá te hayan contaminado. Eso es todo. Salmar, pase. Usted coincidirá en que se ve nervioso y que sería conveniente darle algo que lo tranquilice un poco.

-¡No voy a tomar nada que me den! –dijo Legolas antes de que el sanador pudiera abrir la boca para dar su opinión.

-Salmar, ya ve lo que le decía: su forma de reaccionar no es normal -dijo Thranduil mientras el sanador los observaba y sacaba sus propias conclusiones.

-¡Ningún ser oscuro me contaminó fuera de estas paredes! ¡Qué ya mismo se vaya! -exclamó Legolas.

-Está bien, está bien, ya cálmate. Salmar, puede...

Un segundo llamado resultó ser más que oportuno.

-Disculpe, Majestad, se me ordenó que le avisara que lo están esperando en su despacho -dijo un soldado desde la sala.

-¡Y ahora qué quieren! ¡No pueden arreglárselas sin mí! –dijo muy molesto.

-No me han dicho, Majestad. Solo se me ordenó que le avisase -contestó el guardia.

-Está bien, diles que voy en camino. Bueno, el deber llama. Legolas, colabora con Salmar y déjate revisar. Recuerda que nos veremos al atardecer -salió del cuarto y una vez en la sala comentó-: ¿Cómo, aún no ha venido la doncella con la comida?

-Príncipe, si lo desea, puedo pasar en otro momento -dijo Salmar con más ganas de irse que de quedarse.

-No, está bien, de todas maneras quería hablar con usted.

-Su Majestad me pidió que viniera a revisarlo porque lo notó algo extraño... Pero si me permite darle mi opinión, a primera vista, solo lo noto tenso. Pero es entendible con todo lo que ha vivido este tiempo, y, además, recién llega de un largo y cansador viaje. Tal vez, luego de descansar, le haría bien hablar con alguien de su confianza. Si lo desea, puedo pasar más tarde. Lo he atendido desde niño y le guardo un especial afecto. Estoy dispuesto a escucharlo y hacer todo lo que esté a mi alcance para que se sienta mejor.

-Salmar, ¿de verdad cree ser merecedor de mi confianza? -dijo Legolas de modo cortante y clavándole la mirada.

-Mi Príncipe... -dijo turbado, y bajó la cabeza.

-Está bien, confiaré en usted, pero que mi padre no se entere, porque no quiero que se preocupe más de lo que ya está. Sentémonos, no puedo permanecer de pie por mucho tiempo –dijo pensando que había llegado el momento de poner en práctica su propio "plan" y ver cómo reaccionaba y qué decía el sanador, y, simulando cansancio, se dejó caer en uno de los extremos del nuevo y mullido sillón que había sido puesto cerca del balcón.

-¿Qué le pasa, Príncipe? -preguntó Salmar luego de sentarse en el extremo opuesto y observar con atención los pesados movimientos que hacía Legolas.

-Desde hace un tiempo, me atormentan fuertes calambres en los brazos y en las piernas; son los responsables de que casi no pueda tensar mi arco y no pueda correr ni trepar con agilidad. A lo largo de este año, muchas veces he quedado a merced del enemigo. Sin la protección de mis compañeros, hoy, no estaría aquí. ¿Quiere saber qué más me pasa, Salmar?

-¡Cuénteme, por favor! -dijo el sanador, sumamente extrañado por lo que oía.

-A veces, debo cubrirme con varias mantas porque tirito de frío, y al rato me sofocó y me empapo en sudor. Salmar, ¿será que mi extraña enfermedad avanza y estos son nuevos síntomas? Por suerte, nadie más se enfermó. ¿Verdad que soy el único en el reino?

-Nadie... más, Príncipe -dijo Salmar, bajando otra vez la cara-. No estoy seguro. Tendré que consultar con los demás sanadores.

-Pero usted es el mejor de todos, por eso mi padre lo eligió para atenderme. ¿Si no lo sabe usted, quién más? Tienen que deberse a mi enfermedad, porque nunca antes los había sentido.

-Bueno..., ahora que lo menciona, recuerdo que hace un tiempo leí algo sobre esos síntomas –dijo el muy tonto al sentirse presionado, y se enredó más en la telaraña de una vieja mentira, mientras sacaba un pañuelo de su bolsillo para secarse el sudor que perlaba su frente y las palmas de sus temblorosas manos.

-¿Entonces, qué me aconseja, que siga con el mismo tratamiento o...? Yo creo que ya no me sirve. Lo voy a dejar -dijo para incomodarlo más.

-¡No, Príncipe! ¡No debe abandonarlo! Déjeme que hable primero con...

-¿Con quién debe hablar primero?

-Con su permiso, pero debo retirarme -dijo muy nervioso, se puso de pie y tomó su ajado maletín.

-¿Pero cómo, se va sin revisarme? ¿Mi padre no lo hizo venir para eso?

-Ah, sí -dijo, y primero le apoyó el dorso de una mano en la frente y luego le tomó el pulso-. Está un poco acelerado, pero es lógico.

-¿Eso es todo? Creo que usted también debería hacerse revisar, porque le tiemblan las manos y suda mucho. ¡¿Lo habré contagiado?!

-Ah, no, es solo tensión acumulada. Tuve mucho trabajo estos últimos días.

-Ah, bueno. Y... hablando de otro tema, recuerdo que durante mi convalecencia, usted y mis tíos se hicieron buenos amigos. ¿Alguna vez le comentaron si planeaban volverse a su comarca?

-No, Príncipe, en realidad, no éramos amigos, y jamás tuve interés en ninguno de sus planes. Tampoco sé qué pasó con ellos. Desaparecieron de un día para otro.

-Veo que me equivoqué; nos les tenía simpatía. ¿Puedo saber por qué?

-No quisiera hablar de personas que no se hallan presentes, y menos si son parientes de Sus Majestades. Discúlpeme, pero si no me necesita para nada más, debo retirarme. Antes de venir hacia acá, me avisaron que un jovencito necesitaba mi atención.

-Está bien, pero no se olvide de consultar lo de mis nuevos síntomas y el tratamiento. Y, por favor, no le cuente a mi padre sobre lo que hemos hablado. Acuérdese del afecto especial que dijo sentir por mí, así que… no me traicione.

-Discúlpeme, Príncipe, ya debo ir a la Casa de Huérfanos -dijo conmocionado por las últimas palabras.

-¿El niño vive ahí? ¿Qué le pasa?

-Es una historia que viene de lejos. Hará unos... setenta años, sus padres me pidieron que lo fuera a revisar, pues notaron que de un día para otro se volvía triste y retraído. El padre del niño murió en el último ataque que sufrimos. Su madre estaba encinta, y, después de un embarazo complicado, hace unos meses dio a luz a otro varoncito. La desdichada no pudo superar la pérdida de su esposo y partió a Mandos pocos días después del parto. Desde entonces, el jovencito y su pequeño hermanito están internados, ya que no tienen más parientes. El estado del mayor se ha agravado, y temo que de continuar así...

-Espere, lo acompaño.

Legolas y Salmar llegaron a la Casa donde eran alojados los huérfanos de la guerra, y enseguida el encargado los recibió y los acompañó al cuarto que el jovencito compartía con otros tres de su misma edad.

-Este último tiempo parecía estar tranquilo. Príncipe, curiosamente, fue después de enterarse de su regreso que sufrió un prolongado desmayo, y al volver en sí tuvo una sus habituales crisis de llanto -explicó el encargado.

El primero en ingresar al cuarto del jovencito fue Legolas, y en cuanto este lo vio, ahogó un grito y se desplomó en el suelo.

Salmar se dio cuenta de que con solo palmearle la cara no lograría hacerlo reaccionar, así que, luego de cargarlo y llevarlo a la cama, sacó del maletín un frasquito que contenía cristales especiales, lo destapó y se lo pasó varias veces por debajo de la nariz.

Al sentir el penetrante olor, el jovencito reaccionó dando un manotazo al frasco para alejarlo de su cara y luego miró a quienes rodeaban su cama.

Legolas levantó una mano para acariciarle la frente, pero el niño, instintivamente, escondió la cara en la almohada, pues creyó que le pegaría.

-¡Pero qué falta de respeto, niño! -exclamó el encargado-. Ay, Príncipe, le ruego que lo disculpe, está tan enfermo que no sabe lo que hace.

Legolas, de pronto se acordó del pequeño niño que años atrás le entregara la horrible carta, y su corazón y cabeza dieron un vuelco.

-No lo reprenda. Creo reconocerlo. Déjennos solos, por favor.

-Sí, sí, claro, enseguida, Príncipe -dijo el encargado y se apuró a salir del cuarto.

El sanador pensó que debía hacer lo mismo, así que enseguida guardó las sales en su maletín y rápidamente se puso de pie.

-No, Salmar, usted quédese y haga su trabajo. Cuando termine, si lo cree aconsejable, hablaré con él.

El elfo volvió a ocupar su lugar junto al pálido jovencito, nuevamente abrió su maletín y sacó un frasco de vidrio oscuro que contenía un extracto hecho a base de Tilo, Valeriana y Passiflora; tomó la copa con agua que estaba en la mesita de noche, puso diez gotas y se las dio a beber.

El jovencito, que conocía muy bien lo que acostumbraban a darle cuando se ponía así, bebió todo de un solo trago. Al cabo de un rato se sintió relajado, pero, aún así, temblaba cuando, de reojo, miraba al príncipe.

-Creo que ya puede hablarle. ¿Desea que me retire?

-No, quiero que se quede –dijo a Salmar-. Ya deja de temerme. A partir de mañana, tu vida cambiará para mejor. Te lo prometo -dijo al pobrecito niño.

-Mi vida nunca mejorará, y bien merecido lo tengo -dijo el niño, acongojado.

-Salmar me contó lo que le pasó a tus padres. Lo lamento mucho. Pero tienes a tu hermanito. En adelante, tendrás que ser su apoyo y guía. Pero, para eso, antes tienes que ponerte bien. Te ayudaré. Todos lo haremos.

-¡No, él no debe estar cerca de mí! ¡Mis padres murieron por mi culpa, y a él le va a pasar lo mismo! -dijo y se largó a llorar desconsoladamente.

-¡Pero hijo, otra vez con eso! Cuántas veces más he de decirte que tu padre murió defendiendo nuestro bosque. Y tu madre, pobrecita, partió para acompañarlo, porque… Kosraet, ya te lo expliqué muchas veces -dijo el sanador, afligido, y luego se dirigió al príncipe-: Siempre dice lo mismo. No sé cuál sea el origen de esto.

-¡Eru se llevó a mi ada para castigarme! ¡Y mi mamil prefirió irse con él porque no me quería, porque sabía que soy un... mentiroso!

-¡¿Mentiroso?! ¡Pero esto es nuevo! Explícate, o que va a pensar el Príncipe de ti.

-Todos, cuando niños, hemos dicho alguna que otra mentirita inocente -dijo Legolas para consolarlo.

-¡Yo le mentí porque quería los regalos que me ofrecieron! ¡Fui un mentiroso y un interesado! ¡Y usted se enfermó después de eso! ¡Me acuerdo muy bien! ¡Perdóneme, por favor! -dijo y se largó a llorar nuevamente.

-Ya te perdoné -dijo Legolas, conmovido por la confesión del niño, y lo abrazó con fuerza-. ¿Salmar, ahora entiende qué le pasa? Todo este tiempo ha estado enfermo de remordimientos. Pero estoy seguro de que su alma comenzará a sanar a partir de hoy.

Salmar enseguida sintió el peso de sus propios remordimientos. Él también había traicionado a su Príncipe, pero por miedo a ser desterrado y no poder viajar con los suyos a Valinor llegado el momento. Y sin pensar en las terribles consecuencias que le acarrearía desobedecer al rey, se arrodilló frente a Legolas, con la cabeza gacha, y dijo:

-Príncipe, también necesito pedirle perdón. También necesito sanar mi alma.                                                                                                        

Notas finales:

Me gustaría saber qué piensan de esta historia hasta aquí.


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