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D. D. O. por Ucenitiend

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Después de ese ardiente beso, Estel dejó de reprimir lo que sentía por Legolas, y creyéndose dueño de la situación, deshizo el abrazo y soltó el laxo nudo de su bata para mirarle el cuerpo. Apenas vio un poco, pero lo suficiente para que el suyo temblara de pies a cabeza. Quiso ver más, así que tomó la prenda por la solapa y la deslizó hacia abajo como si fueran sus propias manos, en lugar de la seda, las que acariciaban la espalda del elfo.

Erotizado por el suave roce, y ya desnudo, Legolas cerró los ojos y dejó caer la cabeza levemente hacia atrás. Sin verlos, percibió la intensidad con que lo repasaban los acerados ojos de Estel y se estremeció al compararlos con los filos de dos dagas calientes. Cuando sintió que la bata al fin caía a sus pies, aún a ciegas, invitó a Estel a que lo acariciase, tomándole las manos y apoyándolas en su pecho para que ese fuera el punto de partida.

Solo por darle el gusto, Estel acarició y besó el pecho de Legolas y lamió suavemente sus ya erizadas tetillas, pero no quería detenerse mucho tiempo ahí, pues sus manos tenían mucho cuerpo por recorrer y aún no decidían el rumbo a tomar.

En cambio, las manos de Legolas decididamente arremetieron contra la ropa de Estel, y desataron cada nudo de su chaqueta y desprendieron cada brochecito de mithril de su camisa.

A todo esto, Estel, sin entender qué le pasaba, de pronto se quedó mirando a Legolas con la boca medio abierta y los brazos caídos a los costados del cuerpo. Jamás se había sentido un campeón en asuntos amorosos, porque a pesar de ser popular entre los jóvenes noldor de Rivendell, le pasaba algo extraño antes de empezar un romance o apenas iniciado: el elfo de repente le decía que ya no quería tener nada con él, y por eso solo había logrado concretar algún que otro encuentro sexual luego de que su compañero ocasional le hiciera jurar que jamás revelaría con quién había estado, razón por la que se sentía muy acomplejado. Pero ahora que empezaba un romance con Legolas, que se querían y deseaban, no entendía si era por la gran diferencia de edad, la apabullante belleza del elfo o acaso sus desinhibidos movimientos los que lo confundían. Por lo que había inferido de algunas charlas sobre el tema, pensaba que Legolas tampoco era un experto, pero empezaba a creer que algo había entendido mal.

Por su parte, Legolas se dio cuenta que nunca había querido y deseado a nadie tanto como para querer ir más lejos de apasionados besos y osadas caricias, pero con Estel sí deseaba ir más allá y entregarse con alegría y amor, pero como este continuaba cohibido volvió a tomarle las manos y las apoyó en sus caderas, y mirándolo a la boca le ofreció la suya entreabierta.

Cuando Estel vio los labios de Legolas tan cerca de los suyos y sintió su cálido aliento acariciándole la cara, salió del trance para responder a su sensual provocación, entonces, tomándolo con fuerza por las nalgas lo atrajo hacia sí y nuevamente lo besó. Pero luego quiso verlo otra vez, así que lo tomó de una mano y lo giró, y cuando vio su larga cabellera aún goteando sobre la espalda, su fina cintura, su cadera estrecha y sus musculosos glúteos con las enrojecidas marcas de sus diez dedos, se mordió el labio inferior y se golpeó la frente con una mano.

Como ambos estaban parados delante de un gran espejo que los reflejaba por entero, Legolas vio su espontáneo gesto y enseguida bajó la mirada y sonrió halagado, pero al escuchar ruidos volvió a mirar por el espejo, entonces vio que Estel saltaba hacia atrás sobre una pierna mientras, a los tirones, intentaba sacarse una de las botas, y no pudo contener una risita, luego, gentilmente, le ofreció ayuda, pero a cambio recibió un brusco y rotundo:

-¡No, puedo solo!

Por fin, en segundos y lejos de los dos, cayeron las botas y la ropa prestada de Estel, que solo por casualidad no salieron volando por el balcón y terminaron sobre el soldado que estaba de guardia en el jardín.

Siempre por el espejo, Legolas vio que Estel se le acercaba muy serio, como enojado, y se paraba detrás de él para rodearlo por la cintura con un brazo y besarlo en el cuello; en ese momento sintió que toda la piel de su cuerpo se erizaba, y volvió a cerrar los ojos para dejar de ver y empezar a sentir, pero lo que no esperó sentir fue que Estel le apoyara fuertemente su erguido pene contra las nalgas y le asiera el suyo con la mano libre, y como no lo esperaba, dio un respingo que provocó que Estel intensificara el agarre y con tono burlón le murmurara al oído:

-Ríete de mí ahora, corazón.

-No..., esto… es… cosa seria -contestó Legolas con la voz entrecortada por el creciente placer que lo invadía.

A través de la suave y cálida carne que sostenía, Estel pudo sentir la fuerza y la rapidez con que bombeaba el corazón de su compañero, y como si en realidad fuera el corazón del elfo el que palpitaba y crecía en su mano, lo acarició amorosamente mientras se balanceaba despacio y frotaba su propia erección contra su cuerpo.

Rendido a sus caricias, Legolas se dejó llevar como si bailaran, hasta que sintió ganas de dar el siguiente paso y, entonces, dándole suaves empujoncitos y besos se llevó a Estel a su gran cama.

Cuando Estel tocó con las piernas el borde del lecho se sentó, con tanta buena suerte que el sexo de Legolas quedó justo a la altura de su boca, y ya la estaba abriendo cuando este lo tomó por los hombros y lo recostó, frustrando su intento. Protestó, pero cuando vio que Legolas se arrodillaba entre sus piernas, tomaba su miembro para primero observarlo, acariciarlo con las dos manos y luego llevárselo a la boca, no pudo más que suspirar profundamente, enredarle los dedos en el áureo pelo y apretarle la cabeza un poco más contra su cuerpo.

Al cabo de unos minutos, Legolas se dio cuenta de que si seguía haciéndole caricias con su lengua, Estel, que se deshacía en gemidos mientras aumentaba la presión sobre su nuca, no resistiría mucho más, así que lo soltó.

-No…, sigue... –protestó nuevamente, casi falto de aire.

Legolas sonrió, y sin hacerle caso se montó a su cintura.

Estel aprovechó a erguirse para abrazarlo, y sintió como ambos pechos contenían y soltaban con fuerza el aire cual fuelles que avivaban aún más el fuego, luego lo tomó por la cadera y lo guió cerca de su deseoso miembro.

 A pesar de estar decidido, Legolas bajó un poco la cabeza.

Por delicadeza, Estel no quiso preguntarle, pero igual creyó ver la respuesta en su reacción, y entonces dijo:

-Mírame. ¿Estás seguro de que deseas seguir, meleth nin? 

-Sí, meleth, solo permíteme ser yo quien...

-Haz lo que quieras y cuando quieras. Y si no quieres...

-Sí, sí quiero… Si no quisiera, no hubiera llegado hasta aquí -contestó seguro.

Después de rozarle los labios con los suyos, Legolas se elevó un poco sobre sus rodillas y por detrás de su trasero tomó el miembro de Estel, e intentando relajarse, en todos los sentidos, suspiró profundamente y comenzó a moverse sobre él.

Mientras tanto, Estel, para darle confianza y estimularlo, le susurró lo mucho que lo quería y deseaba, hasta que los movimientos del elfo empezaron a robarle el aire y ya no pudo más que jadear y soltar gemidos entrecortados. Al fin, no pudiendo contenerse más, dio un empellón hacia arriba al tiempo que empujaba las caderas del elfo hacia abajo para hundirse completamente en él.

Legolas se tensó y ahogó un profundo quejido, pero cuando sintió que una mano de Estel envolvía su sexo, que se erguía firme y caliente entre los dos vientres suplicando que alguien se acordara de él, más feliz y deseoso que dolorido aceptó el cadencioso ritmo que se le imponía por delante y por detrás, hasta acabar convulsionándose con la frente sobre la de su compañero, los ojos velados de gozo y en silencio.

De inmediato, Estel, aún aferrado con fuerza a las caderas de su ahora amante, apuró sus movimientos para llegar a su orgasmo, pero, a diferencia de Legolas, no pudo contener un ronco grito que difícilmente pasaría inadvertido a los finos oídos de cualquier elfo que anduviera cerca.

El soldado que en ese momento estaba parado debajo del balcón del príncipe, alarmado miró hacia arriba y tuvo el impulso de dar aviso al resto de los guardias, pero cuando sintió voces y risas, y las reconoció, volvió a mirar al frente, sonrió de lado y dijo:

-Tiene buen gusto, Príncipe. 

 


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