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VOLVER A NACER por Lucia_BANA

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Notas del capitulo:

Aquí tenéis el primer capítulo de la historia. Espero que os guste y no os desespere mi dramatismo.

Hace muchos, muchos años, cuando Japón se llamaba imperio y los samuráis protegían a su emperador, en una pequeña habitación del gran palacio del hombre que gobernaba dicho reino, sobre un tatami verde claro manchado de sangre fresca y oscura, ahí es donde comienza nuestro cuento.

La emperatriz japonesa se retorcía en el suelo. Gritaba y lloraba como solo una mujer en pleno parto sabe hacer. Porque sí, estaba dando a luz al que sería su primer y único hijo, el futuro emperador.

- ¡Avisad Al doctor! – gritaba una de las damas de la mujer - ¡Está perdiendo mucha sangre! ¡Él sabrá que hacer!

Le llamaron siguiendo las instrucciones de la dama y, tras mucho ajetreo más sangre derramada aún, la emperatriz sostuvo al fin sobre su pecho al recién nacido, un varón de piel pálida y pelo oscuro que berreaba con todas sus fuerzas, gritando al mundo que estaba vivo y que algún día sería suyo. Era tal la fuerza del niño, tan deslumbrante su belleza, como un rayo de luz nacido para brillar, que la orgullosa mamá del bebé sonrió bañada de lágrimas y sangre, y besó a su hijo en la frente, decidiendo al instante cual sería su nombre.

- Bienvenido – susurró – Akaru.

Lejos de allí, pero no demasiado, pues se encontraban en el mismo territorio, un lindo bebé sin nombre, un poco más mayor y moreno que el anterior despertó a toda su casa demostrando tener unos pulmones aún más poderosos que el futuro emperador. Él no podía saberlo aún, pero ese Akaru había aparecido por primera vez en sus sueños y ya nunca los abandonaría.

- No llores, pequeño – su madre le acunaba.

Aún pasarían muchos años antes de que alguno de los niños supiese de la existencia del otro.

El niño más mayor creció en la pequeña casa, por no decir habitación de su madre, viendo desfilar ante él decenas de hombres que acudían allí en busca del placer fugaz que la prostituta que le había dado a luz les proporcionaba. El joven sin nombre a menudo se sentía triste y solo, mientras su mamá trabajaba, y se marchaba caminando a un riachuelo que cruzaba por las afueras del pueblo y, sentado en la orilla con los pies bañados en el agua cristalina, cantaba. Tenía voz dulce, pero fuerte, capaz de hacer reír y llorar a la vez, una voz que jamás mostró a nadie. Él solo cantaba para el niño de ojos de gato que siempre aparecía en sus sueños, con la esperanza de que algún día le oiría y acudiría a él. Sabía que solo entonces sería feliz.

En cuanto a Akaru, ¿qué decir? Recibía todos los cuidados destinados al hijo del emperador y cariño excesivo de su madre. La mujer, que siempre había deseado una niña, le trataba no como si fuese un varón, sino como si fuese una muñeca y el enamorado emperador se lo permitía, ignorando a sus consejeros.

- Dejadla en paz – les decía -. Solo es un bebé. En cuanto crezca un poco se cansará de su mamá y se convertirá en un hombre.

Akaru creció, pero no se olvidó de su madre, que seguía tratándole como una delicada flor, y así era como él se comportaba. Tenía ya ocho años la primera vez que decidió desobedecerle y hacer una travesura. Ella le había dicho mil veces que no saliese del palacio, pero un día cogió un caballo y simplemente se marchó.

Jamás supo explicarse que extraño impulso le dirigía; era como si alguien le estuviese llamando y él no tuviese más remedio que acudir. Él, que siempre había temido a los caballos, subió solo a uno y cabalgó hasta llegar a los límites de la aldea más cercana, que atravesó medio a galope para llegar a los campos. Allí la gente estaba tan concentrada en el arroz que crecía a sus pies que nadie se extrañó de ver a un niño tan pequeño cabalgando solo. Así que ese era su pueblo, se decía el niño, paseando por un camino que dividía dos parcelas llenas de campesinos.

Mirando a su alrededor, no se dio cuenta de que estaba sobre un puente hasta que oyó el sonido de los cascos del caballo sobre los tablones de madera. Un pequeño puente sobre un pequeño riachuelo y bajo él, una voz tan poderosa y tan agradable que Akaru, conmovido, tuvo que apearse del caballo para averiguar de donde provenía.

Bajo el puente, un niño descansaba del fuerte sol con los pies en el agua y un melocotón en una mano. Tatareaba con la boca llena alguna cancioncilla de pueblo que Akaru no conocía.

Sus miradas se encontraron por primera vez y el mayor reconoció los felinos ojos del chico que siempre aparecía en sus sueños. Se observaron en silencio, tanteándose, hasta que el niño, sonriendo, le ofreció su melocotón. Akaru, nervioso y avergonzado, se acercó y, tomando el brazo del chico, le dio un mordisco. El dulce zumo se resbaló por sus labios hasta la barbilla. Se los lamió, complacido con el sabor. El otro sonrió y se llevó el melocotón a los labios, mordiéndolo.

- Soy Akaru. ¿Y tú? – preguntó el joven.

- No tengo nombre – contestó el otro limpiándose el pegajoso líquido con la manga del kimono.

Akaru abrió mucho los ojos, sorprendido.

- ¿Cómo? ¿No tienes nombre? Pero eso es imposible, todo el mundo tiene nombre.

El chico se encogió de hombros, en un gesto despreocupado que encandiló a Akaru. Después pareció recordar algo.

- El jefe de mi mamá – dijo – me llama Koto.

- Koto... – susurró Akaru.

Koto, pensaba Akaru, el jefe de su mamá le llama cosa.

Akaru apretó los labios. Si alguien le llamase cosa a él no tendría más que decírselo a su padre para que este lo mandase a ejecutar. Un extraño sentimiento protector se apoderó de él. No podía permitir que tratasen así al chico. Se lo llevaría. Sí, seguro que a su mamá no le importaba tener un hijo más.

Casi obligó a Koto a subirse al caballo tras él. Cabalgó hasta el palacio con el chico abrazándole fuertemente por detrás; era la primera vez que montaba a caballo y estaba asustado.

Akaru se presentó frente a sus padres, que tomaban tranquilamente el té bajo la sombra de un cerezo. El emperador miraba a su esposa con el mismo amor con que la miraba desde que la vio por primera vez. El suyo había sido un amor a primera vista, un amor que jamás se apagaría, y el resultado de él había sido Akaru, brillo en japonés, un muchacho al que quizás habían consentido demasiado.

Cuando los emperadores vieron a su hijo apearse del caballo ayudando a bajar a un niño que parecía temer al animal como si del diablo se tratara, se miraron, temiendo lo peor. Akaru exigió, más que pidió, que el niño, al que él llamaba Koto, se convirtiese en su nuevo hermano.

El emperador comenzó a reír, complacido ante la ocurrencia de su hijo. Así que como su madre no le había dado hermanos, secuestraba a niños de pueblo para que se hicieran pasar por ellos.

- Pero – su madre tampoco podía creer lo que oía -, ¿no has pensado que Koto debe de tener familia? Un papá y una mamá que lo esperan para cenar esta noche.

- Él puede ir a ver a su mamá cuando quiera. Y luego venir a jugar.

- Bueno – el emperador trataba de contener las carcajadas -, tendremos que hablar con su padre para ver que piensa al respecto.

Akaru sonrió y guió a su padre, que había tomado otro caballo, hasta la casa de Koto, que él mismo indicó. El padre ya no sonreía cuando vio el edificio que señalaban emocionados los dos niños. Un burdel de mala calidad se alzaba ante él. Del destartalado local salía el ajetreo común de estos lugares: peleas en la barra, mujeres riendo y gritos por todas partes. El emperador no quiso saber como habría conocido su hijo a Koto.

Del local salió un hombre que, al ver a Koto, se dirigió hacia él sin fijarse que había otro caballo con un hombre sobre él. Comenzó a gritar al niño, exigiendo saber dónde había estado hasta tan tarde; su madre estaba preocupada y había montado un numerito que había pagado con unos azotes idénticos a los que el crío recibiría por vago, inútil y estúpido. Era una cosa inservible que solo estaba en el mundo porque él había sido lo bastante bondadoso como para dejarle nacer.

El emperador, harto de los gritos del hombre, se apeó y se dirigió hacia él. Le dijo que no tendría que preocuparse más por el niño. Volviéndose al pequeño le ordenó ir a despedirse de su madre, pues iba a ir con él a su palacio. Koto obedeció. El hombre se quedó mirando sorprendido al emperador, pero sin atreverse a decir nada; al fin y al cabo, él no quería al crío, ¿por qué iba a impedir que se lo llevara?

Minutos después salió el niño arrastrando de la mano a la que debía ser su madre, que se acercó al emperador y, haciendo miles de reverencias, agradeció al emperador que fuese a llevarse a su hijo de ese triste mundo tan pobre, y le pidió, solo si al señor le parecía bien, que dejara a Koto venir a verla de vez en cuando. El emperador le prometió que así sería y se llevó a los niños de vuelta a casa.         

El emperador decidió que Koto sería criado como samurai. Cuando salía de su entrenamiento, los dos niños jugaban juntos como dos hermanos. Koto protegía a Akaru de todo peligro y él le devolvía el favor asegurándose de que nunca le faltara de nada.

Pasaron los años y Koto se convirtió en un fuerte y habilidoso samurai, de espada y mente rápidas, compasivo pero letal. Además, era un joven muy atractivo, al que las mujeres seguían siempre con la mirada. Y no solo las mujeres, pues el propio Akaru, que se había convertido en un hermoso muchacho, no podía evitar observarle. Koto era el hombre al que más quería en el mundo, su mejor amigo, su hermano. Por eso le incomodaban tanto esas nuevas sensaciones que le atacaban cuando se le acercaba demasiado. Se estremecía cuando le sonreía y, cuando le rozaba sin querer, sentía nacer en su pecho un calor que acababa por bajar a su entrepierna. Akaru trató de ignorar este sentimiento, sin imaginar que su fiel amigo sentía lo mismo.

Un día salieron juntos a caballo. Hablaban y cantaban por el camino, mostrándose el uno al otro esa maravillosa voz de la que presumían. Entraron en un bosquecillo cercano y cabalgaron hasta encontrar un río en el que beber. Junto a él se alzaba un melocotonero. Koto, recordando el día en que su amigo y él se conocieron, trepó al árbol y saltó desde una de sus ramas con una fruta madura e la mano.

La enjuagó en el río y la mordió, saboreado al momento el dulce sabor. Con esa linda sonrisa que le caracterizaba se acercó a Akaru y se la tendió. Este tomó a Koto por el brazo, como la primera vez y dio un mordisco. El zumo resbaló por la comisura de sus labios, llegando hasta la barbilla. Sonrió al agradable sabor, pero Koto ya no sonreía. Miraba sus labios como si pretendiera encontrar algún secreto en ellos y cuando Akaru comenzó a sentirse incómodo se acercó a él.

Tomó al más joven por la barbilla y lamió el zumo de melocotón. Abrió mucho los ojos, sorprendido ante su propio atrevido comportamiento y se alejó, pero Akaru ya no estaba dispuesto a dejarle escapar.

Se besaron sentados bajo la sombra del melocotonero hasta que el sol se escondió. Solo entonces desenredaron sus cuerpos y sus lenguas y decidieron volver al palacio.

Ya nada era igual. Ninguno de los jóvenes podía ignorar la atracción que sentía por el otro, aunque tampoco es que quisiera hacerlo.

Por las noches, Koto se metía a escondidas en la habitación de Akaru y se tumbaba a su lado, abrazándole. Cuando Akaru comenzaba a besarle, le quitaba con delicadeza el kimono y dejaba que el otro hiciese lo mismo con el suyo.

Se besaban toda la noche, lamiendo y relamiendo cada centímetro de sus cuerpo, suspirando y haciendo suspirar al otro, jugando a ser mayores aún sabiendo que eran poco más que niños inconscientes y locamente enamorados. Caían rendidos durmiendo desnudos hasta el amanecer. Cuando los primero rayos de luz los acariciaba, Koto se vestía y se marchaba deprisa.

Una mañana, Koto se quedó dormido. Quiso la casualidad o el destino que el emperador quisiera salir a cabalgar con su hijo y se encontrara a los dos amantes abrazados bajo el sol.

El emperador montó el cólera y separó a Koto de su hijo a base de patadas y gritos. El joven samurai, adormilado aún, apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando ya estaba siendo arrestado por dos guardias, que habían llegado alertados por los gritos de su señor.

Akaru tampoco terminaba de comprender del todo lo que ocurría a su alrededor. Solo veía a su amado sujeto por un guardia mientras que otro apuntaba a su cuello con una katana. Su padre lanzaba berridos sin parar. De ellos solo entendió que debía taparse pues, por si no se había dado cuenta, estaba desnudo. Le obedeció justo a tiempo de oír la amenaza de su padre contra Koto.

- ¡Jamás debí permitir que el hijo de una puta llevase espada de samurai y mucho menos que fuese el hermano de mi hijo! ¡Vas a morir, así que escoge bien tus últimas palabras!

- ¡No! – chilló Akaru, lanzándose sobre su padre.

El guarda que apuntaba a Koto lo sostuvo, inmovilizándolo. El emperador cogió la espada que el guarda había dejado caer y se volvió a Koto, que ya comenzaba a hablar.

- Puedes separar nuestros cuerpos de esta vida pero no nuestras almas de la eternidad. No hay nada que puedas hacer para que no volvamos a nacer en otros tiempos, tantas veces como sean necesarias para que podamos estar juntos. No hay nada que puedas hacer para evitar que cada noche tu hijo venga a mis sueños y despierte con sus bellos ojos grabados en mi mente y en mi corazón. ¡Mátame si quieres, pero no podrás evitar que le ame!

Koto miró desafiante al emperador, que no dudó en hundir la katana en el abdomen del joven. Akaru gritó y Koto exhaló su último aliento, dejando que su alma se separara de su sangriento cadáver y volara lejos.

Después de dar orden de enterrar al joven, el emperador se marchó, dejando a su hijo llorando solo en su habitación. El pobre chico, con el corazón roto, quiso creer en las palabras de su amado y, tomando la katana aún manchada de sangre fresca, se limpió las lágrimas.

- Te veré pronto, Koto - susurró.

Con un solo gesto, se atravesó a si mismo con la espada. Cerró los ojos; vio el rostro de Koto y oyó su increíble voz. Sonrió.

Sus almas se cogieron de las manos y viajaron juntas a través del tiempo. Solo se soltaban cuando Koto tenía que bajar a ocupar un nuevo cuerpo, pero no se importunaban, pues sabían que tarde o temprano volverían a verse.

Muchas generaciones tuvieron que pasar. Vivieron muchas vidas, vieron muchos tiempos y olieron muchos lugares, pero la casualidad o el destino casi siempre les impedía encontrarse y, cuando lo hacían, la distancia, la guerra o las personas que les rodeaban impedían que se amaran.

Hasta hoy.

 

* * *

 

En un ajetreado hospital de Corea del Sur los gritos de una futura madre inundaban la ciudad. La mujer berreaba con fuerza, pero su hijo berreó aún más al nacer, mostrando sus fuertes pulmones. La preciosa criatura de piel clara y pelo oscuro fue posada sobre el pecho de su madre que, sonriendo entre lágrimas, le besó en la frente.

- Bienvenido – susurró – Kibum.

Lejos de allí, pero no demasiado, pues se encontraban en el mismo territorio, un lindo bebé un poco más mayor y moreno despertó a toda su casa demostrando tener unos pulmones aún más poderosos que el anterior. Él no podía saberlo aún, pero ese Kibum había aparecido por primera vez en sus sueños y ya nunca los abandonaría.

- No llores, pequeño – su madre le acunaba -. No llores, Jonghyun.

Aún pasarían muchos años antes de que alguno de los niños supiese de la existencia del otro.

Notas finales:

¿Os ha gustado? Si es que sí, os invito a que sigáis leyendo y a que me dejéis comentarios, que me hace ilusión.

 


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