Capítulo 1: Partida
Se habría podido escuchar un alfiler cayendo al suelo en el silencio que ocupaba aquella oficina de paredes blancas cubiertas de títulos académicos y varios premios, y los muebles de oscura madera llenos de artilugios varios, muchos de ellos recuerdos de lugares y personas, y repletos de fotografías de la mujer mayor que ocupaba el despacho acompañada de muchas otras personas, gran parte de ellas con un sonriente jovencito castaño y en un par compartiendo el marco de la foto con el joven sentado en la silla frente a su mesa; joven que ahora la miraba, serio, retándola a desafiar lo que acababa de decirle.
La doctora Kureha apretó los dientes y, apoyando los puños cerrados encima de la mesa para evitar la tentación de tirarle algo a la cabeza, lo fulminó con la mirada antes de decir, con toda la calma que le fue posible en aquellas circunstancias:
-¿Pero tú te has vuelto loco, niñato?
Cruzado de piernas y con las manos apoyadas en el regazo, Trafalgar Law no cambió su expresión cuando dijo, tranquilamente:
-No.
-¡¿Tantas ganas tienes de morir?! –Gritó Kureha, poniéndose en pie y golpeando la madera de la mesa con las manos.
-Bueno… dadas las circunstancias… -comenzó Trafalgar, pero Kureha lo interrumpió.
-Todavía quedan posibilidades –insistió la anciana doctora.
-¿Cuántas, doctorina? –Preguntó Trafalgar en el mismo tono relajado que había utilizado durante toda la conversación. La mujer vaciló un momento al escuchar el apodo por el que la llamaban todos sus alumnos, y el joven moreno aprovechó para seguir hablando–. Ambos sabemos que, dadas las circunstancias, no demasiadas. Esta ya es mi segunda recaída, y el tratamiento no es que funcionase muy bien que digamos.
Kureha desvió un momento la mirada, la rabia evidente en su rostro, antes de intentarlo de nuevo, aunque sabía que a aquel cabezota no iba a poder convencerlo. Llevaba demasiado tiempo tratando con ese imbécil como para saber que, brillante o no, era el alumno más testarudo que había tenido en su vida.
-Law, -comenzó, armándose de paciencia– sigue habiendo posibilidades, podemos cambiar el tratamiento, incluso aunque hayas hecho la gilipollez de dejártelo…
Law negó con la cabeza.
-No, doctora Kureha, no voy a arriesgarme.
Kureha lo miró de arriba a abajo, vestido como estaba en aquel largo abrigo negro, sus zapatos de tacón destacando como siempre, las cejas apenas recién formadas de nuevo y el pelo, realmente corto, habiendo comenzado a volver apenas un par de semanas atrás.
Los ojos de la mujer se centraron en las manos de joven, la derecha cubriendo la izquierda con el pulgar acariciando distraídamente el anillo que en esta llevaba. Sin apartar la mirada de aquella sencilla banda de oro, sin demasiadas esperanzas de tener éxito, la mujer decidió probar una última vez:
-Dime una cosa, si la situación fuese al revés, ¿querrías esto?
Law sonrió, una sonrisa que, aunque en parte era la expresión torcida que la mujer le conocía, también contenía algo más: un extraño cariño que Kureha no había visto más que en aquellos últimos meses. Mirando un momento su anillo, y volviendo a acariciarlo con el pulgar de la mano derecha, respondió:
-No podría hacerle cambiar de opinión ni aunque quisiera.
Kureha bufó, volviendo a sentarse.
-Tal para cual, ¿eh?
-Completamente –coincidió Law, poniéndose en pie.
El joven le tendió la mano a la doctora.
-Ha sido un placer, doctorina.
Kureha se quedó un momento mirando la mano, sin hacer amago de ir a estrechársela.
-No me vengas con esas, mocoso. Ni que no fuéramos a volver a vernos.
Retirando la mano, Trafalgar Law se encogió de hombros.
-No lo sé.
Kureha se rio.
-Con lo cabezota que eres, no me creo que no vayas a volver a aparecer por aquí.
Law sonrió.
-En ese caso, nos vemos, doctorina –se despidió, comenzando a dirigirse a la puerta.
-Lárgate, niñato –espetó la doctora Kureha, girando la cabeza para que Law no viera su expresión consternada.
Cuando la puerta se cerró detrás de Law, la doctora Kureha se echó hacia atrás en su asiento y se llevó una mano a la cara, suspirando.
Trafalgar Law era uno de los alumnos más prometedores que había tenido en sus largos años, pero el chico arrastraba una historia más que complicada a sus espaldas: a los veinte años, cuando aún estaba estudiando la carrera, se le había diagnosticado un Linfoma de Hodgkin y, aunque el tratamiento había ido bien entonces y Law había seguido con su vida, tuvo la primera recaída a los veinticuatro años, de la que también logró recuperarse hasta que, cosa de un año atrás, recayó de nuevo, y entonces lo había conocido a él. Esta vez el pronóstico no era demasiado prometedor, y el muy imbécil había decidido no arriesgarse.
Lo peor de todo no era que nadie fuera capaz de convencerlo para que intentara curarse primero, sino que, en el fondo, Kureha entendía su razonamiento y no estaba segura de que detenerlo fuera la mejor opción.
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En aquella fría mañana de enero el cementerio estaba cubierto por una fina capa de nieve, recorrido por una suave y fría brisa que helaba los huesos, y completamente en silencio. O estaría completamente en silencio de no ser por los pasos que sonaban sobre el viejo camino de piedra del lugar.
Los pasos se detuvieron y Trafalgar Law, con las manos metidas en los bolsillos, el abrigo negro completamente abrochado y el gorro blanco con motas negras puesto, quedó frente a una lápida reciente, con la parte superior cubierta de nieve y las flores, todavía frescas, prácticamente congeladas frente a ella.
Eustass Kid
Nacido el 10 de enero de 1988
Fallecido el 8 de enero de 2013
No había epitafio, el sacerdote se había negado a que en una lápida de su cementerio hubiese una frase tan obscena como la que Eustass Kid había elegido, grabada para que todo el mundo la viera.
Law sonrió, y se agachó frente a la tumba, sacando una mano del bolsillo y pasándola sobre las letras que formaban el nombre del hombre al que amaba.
-Mala suerte, Eustass-ya, tus proezas sexuales no estarán expuestas para que el mundo las vea –dijo a la persona que descansaba bajo la piedra, su voz llevando un toque de humor, nostalgia y cariño.
El viento aceleró, y una de las flores se desprendió del ramo y salió volando.
-Ya está todo arreglado, me voy esta tarde –siguió hablando Law–. Y tranquilo, no te van a enterrar a ningún gilipollas al lado: ya he comprado yo el sitio.
Law se puso en pie y volvió a meterse la mano en el bolsillo.
-No te preocupes, te escribiré. Probablemente hasta acabes cansándote de mí, sigo siendo tan pesado como siempre.
Dirigiéndole una última mirada a la lápida de Eustass Kid, Trafalgar Law se dio la vuelta y comenzó a alejarse por el desierto camino de piedra, hacia las puertas de hierro del cementerio.
Acababa de alcanzarlas cuando se detuvo, fijándose en una figura que se acercaba a ellas desde la calle, un alto hombre rubio de pelo largo cuyo flequillo impedía verle la cara.
Al llegar frente a él, el hombre también dejó de caminar.
-Buenos días, Killer-ya.
-¿Es verdad? –Preguntó Killer, obviando el saludo.
-¿El qué? –Preguntó Law.
-Que vas a irte.
Law se encogió de hombros.
-Sí. ¿Tú también vas a intentar impedírmelo?
Killer negó con la cabeza.
-Nah, si eres la mitad de testarudo que Kid sería una pérdida de tiempo.
Law sonrió.
-Soy más cabezota que Eustass-ya, eso te lo aseguro.
La boca de Killer, la única parte visible de su rostro, esbozó una pequeña sonrisa.
-Desde luego, estáis hechos el uno para el otro.
-No eres el primero que me lo dice hoy.
Comenzando a caminar de nuevo, Killer pasó por su lado y le apoyó una mano en el hombro.
-Ten cuidado, ¿vale? –Dijo a modo de despedido, marchándose por el camino que acababa de recorrer Law.
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Trafalgar Law no era un hombre dado a muchas muestras de afecto, menos aún en público, pero ni siquiera él se atrevió a negarse cuando Bepo, su enorme amigo de pelo blanco que recordaba a un oso de peluche, lo abrazó en medio del aeropuerto, o cuando Penguin y Shachi, tras dudar apenas un segundo, se unieron al abrazo, convirtiéndolo en un torpe abrazo en grupo que atrajo un buen número de miradas curiosas.
La despedida se alargó más de media hora, cargada de buenos deseos, recuerdos de que llamara e instrucciones de última hora que ya le habían dado docenas de veces durante los días anteriores pero que Law aceptó, como había hecho todas las otras veces.
Sus amigos, aunque evidentemente afectados por su decisión, no habían intentado persuadirlo para que se quedara, ni siquiera para que esperara unos días como habían pretendido otras personas. Ellos lo conocían demasiado bien y sabían que Law no tomaba decisiones a la ligera, de hecho habían sabido desde hacía semanas, desde que quedó claro que Kid no iba a curarse, que Law se marcharía justo después del entierro.
Una vez Law llegó a los controles de seguridad, les dio un último abrazo a cada uno de sus amigos, prometió que se mantendría en contacto y fue a pasar su bolsa de mano por la cinta. Sonrió cuando, nada más cruzarlo, sus amigos comenzaron a despedirse a gritos, en la valla que limitaba hasta donde podían pasar, armando tal escándalo que uno de los policías les dijo que se callaran y terminó por echarlos cuando no le hicieron caso.
Finalmente, Trafalgar Law llegó frente a la puerta de embarque, media hora antes de que abrieran para permitir el paso de los pasajeros, y se sentó en una de las incómodas sillas de plástico, similar a las de la sala de espera del hospital, y sacó una de las guías de viaje que habían pertenecido a Kid, ojeándola y asegurándose de que tenía todos los destinos programados y los papeles en orden mientras esperaba a que llegase la hora de subir al avión.
Por delante lo esperaba medio año de viajes por todo el mundo.
Continuará