Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Seducido por un idiota por PruePhantomhive

[Reviews - 230]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del fanfic:

Los personajes de Fullmetal Alchemist son propiedad de Hiromu Arakawa y son usados en ésta historia sin fin alguno de lucro. 

SEDUCIDO POR UN IDIOTA

PruePhantomhive


CAPÍTULO 1

Experiencia aceptable

Edward apuntó el número de teléfono en la palma de su mano mientras hacia girar su silla con rodillos empujándose con las puntas de los pies. La luz del ordenador le iluminaba la cara, resaltando los rasgos demacrados por la falta de sueño que había perdurado por más de dos semanas. Por culpa de sus estudios, por culpa de los malos hábitos.

Alphonse estaba en el piso superior de la casa, con una tos increíble que habría podido hacer retumbar las paredes de madera en caso de tener un poco más de fuerza. Necesitaba comprar las medicinas pronto, pero se habían gastado el poco dinero que les quedaba de lo que les había enviado su padre, comprando ese tonto videojuego que habían visto en el escaparate de una tienda en el centro comercial.

Nunca se le había dado muy bien eso de trabajar. Cada vez que lo intentaba, alguien tenia que hacer un comentario idiota sobre su baja estatura y, por supuesto, él tenia que golpearlo para dejarle las cosas claras: no era su culpa ser tan bajo, así como tampoco era del interés de las personas que se lo recalcaban cada dos por tres. Escuchó una nueva tos de Alphonse y se palpó la frente con una mano helada. Era necesario.

Se alcanzó el teléfono y comenzó a marcar con lentitud los dígitos que se había apuntado en la palma de la mano. Esperó, un poco nervioso, a que le respondieran. Un timbrazo, dos timbrazos, tres timbrazos, cuatro timbrazos…

—¿Diga?

—Ah, uhm… soy… Edward Elric, señor, llamo para preguntar por el trabajo de… de…  —le tembló un poco la voz: todos los otros empleos solicitaban experiencia, para su desgracia. Ese no estaba mal, si se ponía a pensar de manera necesitada.

—¿Eres un chico? —preguntó la voz por el teléfono. Edward se percató de que sonaba arrogante y prepotente, seria. Le desagradó la forma en la que parecía estar burlándose de él sin conocerlo—, ¿estás solicitando el puesto de niñera y eres un chico? Vaya, vaya.

—¡Eso no tiene nada qué ver! ¡Necesito el empleo y deseo preguntar si el lugar está ocupado! ¡Tengo disponibilidad de tiempo por las tardes, tal y como dice el anuncio, soy maduro, responsable y educado, no tengo problemas con casi nada y no tendrá quejas de mí! ¿Me lo da o no? —exclamó, alebrestado y con las mejillas sonrojadas. Ya, lo había hecho, todavía ni había conocido a ese sujeto y ya le había alzado la voz. No, no le darían el empleo. Sintió el deseo de colgar para poder golpearse contra el escritorio a gusto.

Alphonse volvió a toser en el piso de arriba.

—¡Qué voz más potente, hombre! —Exclamó el sujeto prepotente con una risa que le tronó en el oído a Edward como si se tratara de un fuego artificial—, aunque difiero un poco en tu aseveración sobre la actitud y la educación. Hasta el momento, nadie más se ha ofrecido a ocupar el puesto, por lo que no tengo inconvenientes con entrevistarte, ¿te parece bien mañana temprano en el Café Loveheart?

—Sí…

—Perfecto.

—¿A qué hor…? —pero el hombre le colgó el teléfono antes de permitirle terminar su pregunta. Se enojó, escuchó la tos de Alphonse de nuevo y se dijo que toda la molestia que sentía en esos momentos valdría enteramente la pena.

 

Estaba lloviendo a raudales cuando despertó, con los ojos llenos de lagañas y un fastidio que le empezaba en la boca del estómago y terminaba en las puntas de sus dedos, hormigueando cuando arrojó la almohada que le había caído sobre la cara al suelo.

Hacia frío y salir de su cama caliente fue un suplicio, pero se esforzó. El reloj marcaba las seis y media cuando se metió a la regadera. El agua estaba helada y tardó más rato del que creyó posible en calentarse. Su coraje fue en aumento con cada segundo que pasaba.

Esperaba que su «jefe» fuera una persona sensata y que tuviera a consideración su puntualidad: no tenía dinero ni siquiera para pagarse un almuerzo, por lo que esperaba que su «jefe» le invitara uno mientras le entrevistaba. Aunque dudaba mucho que así fuera: el timbre de voz que había escuchado la noche pasada por el teléfono le daba a entender que su «jefe» era una persona agarrada.

Alphonse volvió a toser mientras buscaba unos calzoncillos en el cajón superior de su armario, con una toalla enredada precariamente en su cintura blanca y el largo cabello rubio chorreándole agua por toda la espalda. Esperaba que su «jefe» no se molestara por semejante pinta de vago que, por cierto, a él le encantaba.

Se puso el pantalón negro del colegio, esperando que no se notara mucho la diferencia entre un pantalón decente y uno universitario, descolgó su mejor camisa blanca y su gabardina café, se puso los calcetines y después los zapatos. Se ató el cabello con una goma elástica. Sí, perfecto. Desayunaría algo ligero y se marcharía al café para no perder más tiempo.

Pinako llamó a la puerta de la casa, puntual como siempre, pues le haría el favor de vigilar a Alphonse mientras él no estaba. De pronto, sintió una oleada de nervios palpitándole por todo el cuerpo: no solía relacionarse mucho con otras personas. Hohenheim se encargaba de todos los asuntos financieros de la casa (cuando podía, cuando se acordaba y cuando le entraba la vieja nostalgia por el hogar que había abandonado tras la muerte de su esposa para convertirse en un gran científico en el éste de Europa), por lo que los trabajos que él había tenido hasta el momento habían sido sólo para solventar sus propios gastos.

Le hubiera gustado mucho saber qué cosas debía decir, cómo debía comportarse o qué hacer. Le hubiera agradado tener a la mano un consejo femenino para la ocasión, puesto que era muy dado a meter la pata con gente a la que no conocía pero que de antemano ya tenían un exceso de confianza de su parte. Tal vez Winry… tal vez su madre.

Salió de su habitación antes de ponerse meditabundo otra vez. Se despidió de Alphonse y Pinako con un gesto de la mano y salió de la casa sujetando entre los dientes un trozo de pan tostado. Supuso que «ocho y media» podía ser aceptado como «temprano».

 

Su reloj marcó las doce en punto y seguía ocupando solo una mesa. Acababa de gastarse lo ultimo de ahorros que le quedaban (que no era bastante) en un segundo café, pues la camarera se había encargado de observarlo con desprecio desde el otro lado de la barra a partir de la primera hora que pasó sentado y sin ordenar nada. Puso los ojos en blanco. Incluso él, que solía ser más tenaz que el resto de las personas, tenía un límite.

Se tomó los restos del café frío y se dispuso a salir a la calle, gélida por la lluvia que no parecía querer detenerse, pero estaba por recorrer su silla, cuando un hombre alto y con cabello negro se plantó delante de él. Se quedó pasmado un segundo, contemplando los ojos oscuros y el uniforme azul. El sujeto tenía el cabello empapado y la cara ruborizada debido al frío.

—Pagué mi café —aseguró, un poco cohibido: los policías siempre hacían que se sintiera culpable a pesar de no haber hecho nada malo.

—¿Edward Elric?

—¿Sí?

—Mi nombre es Roy Mustang. Vengo a entrevistarte por el trabajo de niñera —sonrió con mordacidad. En persona, su voz sonaba todavía más burlesca que por teléfono. Se quitó la gabardina, la dejó colgando del respaldo de la silla y tomó asiento. Edward lo imitó, de pronto enfurecido. Lo observó con ojos fieros mientras reclamaba:

—¡Pensé que había dicho «temprano»! ¡Llevo aquí más de tres horas!

—¡Sí que eres persistente! ¿Qué edad tienes? —comenzó con la ronda de preguntas mientras intentaba secarse el cabello con una servilleta. Edward chasqueó la lengua furibundo.

—Dieciocho.

—Bastante joven. ¿Qué estudias?

—Ciencias.

—Qué interesante —pero no parecía interesado en lo más mínimo. Una mujer sentada en la silla de la mesa de al lado le lanzaba miraditas de vez en cuando y se sonrojaba. Edward lo encontró nauseabundo—, ¿por qué quieres el trabajo de niñera? —sonrió de nuevo, enseñando casi todos sus blancos dientes. Edward se ruborizó igual que la dama.

—Mi hermano está enfermo, no tengo dinero para pagar sus medicinas. De hecho, ¿es mucho descaro de mi parte pedirle que me pague por adelantado? Claro, si es que piensa darme el trabajo: ¿a quién tengo que cuidar? ¿A usted? —preguntó con sorna. La mesera se acercó para ofrecerle la carta al recién llegado, cuya expresión distaba mucho de ser amable ahora que le habían insultado.

Sus blancas facciones mostraban una ira silenciosa mientras pedía un café descafeinado y un emparedado de atún. Llevaba puestos unos guantes de cabritilla, negros, que se quitó y dejó sobre la superficie de la mesa, cubierta por un mantel blanco que se agitaba ligeramente con la acción del viento. Edward respiró profundo. Roy Mustang no le gustaba y ahora que lo tenía delante confirmaba lo que había sentido la noche anterior mientras hablaban por teléfono. La mesera se marchó, con la orden anotada en la página de una pequeña libreta: sus ojos destilaban deseo.

—Casi —respondió por fin el alto hombre de cabello negro, sin apartar su mirada poco dócil del rostro de Edward—: se trata de mi hijo de cuatro años.

—Oh.

Por alguna extraña razón, se hizo el silencio entre ellos. Roy asintió con la cabeza como para llenar el vacio que se había formado entre los dos, había una expresión curiosa en sus ojos.

—Como nadie más se ha ofrecido o ha llamado por el puesto (y la verdad es que tú lo hiciste en buen momento, ya que tenia encendido el móvil por pura casualidad) supongo que voy a contratarte. Espero no echar a perder tu sábado por la noche, muchacho —dijo, sonriendo con mofa.

Edward se sintió enrojecer de nuevo. Supuso que el señor y la señora Mustang querrían divertirse un poco durante el fin de semana. Estaba bien: sus padres no habían tenido mucho tiempo para divertirse por culpa del trabajo de Hohenheim.

—No hay problema.

—Perfecto.

Se observaron de forma retadora. Edward estuvo seguro de que él tampoco le gustaba ni un poquito a Mustang. El oficial le dio un papel doblado por la mitad en el que tenía apuntada la dirección a la que debía acudir y, cuando llegó su orden, despachó a Edward, como si éste hubiera estado trabajando para él desde hace años, cosa que no le pareció. Se marchó.

Valdrá la pena, valdrá la pena se repitió una y otra vez mientras esperaba el autobús, pero ya no estaba tan convencido de que así fuera.

 

Guardó en su bolso de la escuela todo lo que creyó necesitar para pasar la noche en casa de Roy Mustang. Tenía la piel de gallina debido al frío que estaba haciendo, por lo que incluyó una chaqueta de alpinismo en caso de que Mustang no le ofreciera ni un café caliente. Le desagradaba mucho la idea de tener que pasar la noche en una casa ajena y cuidando a un niño, pero al menos Mustang le había prometido una paga considerable.

Antes de marcharse, fue a echarle un vistazo a Alphonse, que estaba en su habitación acompañado por Winry, que había salido de la academia temprano y se había ofrecido a acompañar al muchacho al igual que su abuela.

—Me marcho —dijo, un poco azorado, sin mirar a la muchacha en ningún momento.

—Oh, está bien, hermano, cuídate —sonrió Alphonse, con una voz que sonaba más a la de un anciano de noventa años que a la de un muchachito de diecisiete—, llama si necesitas algo.

—¿No se supone que esa es mi frase? —preguntó con algo parecido al tedio gobernando sobre su voz, aunque se sentía conmovido por la disposición absoluta de Alphonse para ayudarlo siempre que lo necesitara.

—De acuerdo, yo te llamaré si necesito algo —prometió Alphonse, que tenia la manta elevada hasta la cintura, las mejillas sonrojadas y la nariz corrompida por el flujo nasal. Edward se acercó para darle una palmadita en el brazo. Winry le sonrió y él se ruborizó. Sí, ya basta: tenia que irse.

—Hasta luego. Cuida de él, Winry.

—Hecho —aseguró ella al verlo marcharse, sonriéndole todavía debido al fuerte rubor de Edward, que se extendía desde su cuello blanco hasta las raíces de su cabello dorado. Mientras se iba, escuchó a Pinako traqueteando en la cocina.

¡Lo que hubiera dado por poder quedarse!

 

Empezó a llover mientras esperaba que Mustang se dignara a abrirle la puerta. Al menos deseaba que fuera más puntual en eso, no como había demostrado ser con la cita en el café. Se le empapó el cabello en dos segundos y se sintió inseguro al observar a los hombres que fumaban y bebían al otro lado de la calle a pesar de la tormenta. Mustang abrió la puerta.

—¡Oh, la niñera ha llegado! —exclamó con sorna mientras le regalaba una mirada burlesca. Edward entró a la casa sin ser invitado, dándole un empujón suave con el codo. El interior iluminado con una mortecina luz bruñida y las paredes pintadas de blanco le ofrecieron un consuelo no grato que había previsto obtener hasta que pudiera volver a casa. Se había equivocado, por supuesto.

Se quitó la gabardina y la dejó en la misma percha de la que colgaban la chaqueta azul de Mustang y su gorra. No le importó molestarlo.

—¿Y la señora Mustang? —preguntó, intentando no parecer curioso, pues la casa no tenia pinta alguna de que ahí viviera una mujer: cuando pasó a la sala, se percató de la ropa masculina, infantil y adulta, tirada en el suelo y sobre los sillones, vio los platos sucios abandonados sobre la mesa y los juguetes desparramados por todas partes.

Estuvo a punto de caer al pisar un cochecito y se inclinó para levantarlo. Se lo tendió a Mustang y se fijó en la expresión seria e inexpresiva de éste: lo había hecho de nuevo, lo había hastiado.

—¿Cuál señora Mustang? —preguntó con voz gélida mientras cogía el carrito y lo lanzaba sin preocupaciones sobre el sillón tapizado de piel. Había una lámpara en cada esquina del pequeño saloncito, todas encendidas, lanzando un charco de luz sobre las paredes, en las que se proyectaba una sombra roja debido a sus mamparas.

—Pensé que…

—Lamentablemente, Elric, no te pago por pensar, sino por cuidar al niño. ¿Quieres que te lo presente o te quedas conforme con saber que está durmiendo? Arriba, segundo piso, la segunda puerta a la derecha —señaló el techo con uno de sus dedos enguantados conforme hablaba.

Edward se dio cuenta de que iba espléndidamente vestido de negro, con un uniforme de gala. Se había echado el cabello hacia atrás con dura gomina perfumada y sostenía una gorra idéntica a la azul, pero en color azabache, con la mano izquierda.

Se preguntó si iría solo a alguna clase de fiesta o si alguien estaría esperándolo. Qué dichoso él, que podría pasarla bien un sábado por la noche cuando había otros pobres infelices que tenían que trabajar. Entornó los ojos, cansado, y fue a dejar su bolso sobre uno de los sillones luego de apartar un poco de la ropa regada.

—¿Cuál es el nombre del niño? —preguntó, dándose cuenta de que no serviría como niñera si ni siquiera eso sabia. Al menos, la pobre criatura tendría el consuelo de que podía preparar buenos emparedados de mermelada de fresa y mantequilla de maní.

—Berthold.

—Gran nombre.

Roy hizo un sonido despectivo con la boca bien apretada, como si le molestara hablar sobre el asunto. Edward se preguntaba si la desazón sería una expresión común en el rostro del policía, pero la verdad fue que después de un rato dejó de interesarle, siempre y cuando le pagara lo acordado, por supuesto.

Roy caminó hacia el vestíbulo, con el abrigo bajo el brazo.

—He dejado el número de mi móvil, que ya tienes, anotado en la primera página de la agenda al lado del teléfono que hay en la mesita de la sala —informó—, también he dejado el de un buen amigo que vive cerca en caso de que necesites un poco de ayuda femenina (pregunta por Gracia Hughes), el niño se lleva bien con ella. También he dejado los números básicos: el del sitio en el que me encontraré, el de la policía, los bomberos, etcétera. El baño se encuentra al final de éste corredor —señaló a la derecha. Edward asintió para darle a entender que lo seguía, pero Roy no pareció tener nada más qué decir, aunque agregó—: el muchacho es tranquilo: siempre y cuando tenga un poco de televisión y de jugo, te dejará en paz, pero no lo descuides demasiado ni le permitas estar cerca de las escaleras, ¿de acuerdo?, de todas formas, no creo que despierte en un buen rato.

—Ah, sí, comprendo —dijo Edward, pero estaba mintiendo. Aunque él nunca había tenido una relación muy buena con su padre, Hohenheim lo llamaba por su nombre de pila, jamás había dicho cosas como «El Niño» o «El Muchacho» a diferencia de Mustang, que parecía incluso incómodo cuando se trataba de nombrar a su hijo. Se preguntaba porqué, siendo la curiosidad un don nato por ser hijo de su padre.

Mustang se fue sin decir nada más. Su expresión era austera mientras abría la puerta y la volvía a cerrar.

 

Fue a echarle un vistazo al niño para conocer a la persona de la que se estaba haciendo cargo. Abrió la puerta de la recámara con lentitud, para evitar un posible rechinido, pero apenas lo consiguió. Afortunadamente, el niño no se despertó con el chillido de los goznes de la puerta.

La recámara estaba oscura, pero gracias a la luz del pasillo pudo distinguir la cama individual rodeada por barandales colocada al centro de la estancia. Sólo había una mesilla de noche, una cómoda y un armario componiendo todo el mobiliario. No había juguetes como en la sala, pero sí un montón de ropa tirada en todos lados.

El sitio le recordaba a la sencilla habitación de un hotel, de esas que se usan solamente cuando se está de paso. Se acercó a la cama y observó al niño dormido, cubierto por una manta gruesa de color oscuro.

Se sorprendió mucho al encontrarse con una copia en miniatura de Roy Mustang. El pequeño niño tenía el mismo cabello negro alborotado, la piel blanca como la leche y los labios mezquinos poseedores del color pálido del pétalo de una rosa húmeda. Llevaba puesta una pijama azul y lucia tan frágil e inocente, que Edward sintió temor. Nunca en su vida se había relacionado con niños pequeños y debía admitir que todo ese tiempo había estado pensando «¿Qué tan difícil puede ser?». Esperaba no obtener la respuesta a esa pregunta.

Salió de la habitación caminando de puntillas, pues el suelo de madera crujía al caminar sobre la alfombra. Cerró la puerta con mucho cuidado y bajó a la sala con paso veloz para sentirse, de nuevo, de pie en medio de un territorio conocido y no en una dimensión ajena como la que le evocaban los niños.

 

Cerca de la media noche, decidió que no podría pasarse todo el tiempo en silencio y sentado en el sofá, tan quiero como una estatua, por lo que encendió el televisor y buscó algún programa interesante. Sacó su chaqueta de la mochila y se la puso, pues la tormenta había arreciado y el ambiente comenzaba a enfriarse un poco. Se preguntó si el niño estaría bien.

Fue hacia la cocina a buscar algo que comer, pero se sorprendió al encontrarse en una pequeña estancia circular rodeada de alacenas pegadas a las paredes casi vacías. Sobre la mesa había un cubo de leche medio vacio y una bolsa con pan, pero tan duro que bien podrían haber sido piedras. Buscó suerte en el frigorífico y se encontró con una bolsa de tomates y algo de carne verde…

Ni siquiera Hohenheim, que a veces no llegaba ni a rozarle los talones a un padre común y corriente, los había sometido a semejante estado de inanición: desde la muerte de Trisha, había intentado comportarse como un buen hombre y procuraba mandarles dinero o, en su defecto, dulces.

En esa cocina no iba a encontrar ni un chicle, estaba seguro. Comenzó a abrir las puertas de las alacenas y confirmó con horror su sospecha. Pobre crío. Su padre parecía ser un irresponsable fiestero y su único consuelo debía de ser dormir. Desgraciadamente, él no llevaba ni galletas en su mochila, por lo que los dos tendrían que pasar hambre esa noche.

Furioso, regresó sobre sus pasos hacia el salón y se sentó en el sillón, alcanzándose el control remoto y comenzando a hacer zapping por pura frustración. Las cosas no podían ser peores.

 

Se había quedado dormido con la cabeza caída sobre el pecho mientras intentaba encontrar algo bueno qué ver en el televisor, sin éxito. El niño no le había dado problemas en más de tres horas, largas y aburridas, por lo que se sintió con el derecho de descansar un poco mientras esperaba el regreso de Mustang.

Esa casa le gustaba cada vez menos conforme pasaba el tiempo. Era como sumergirse en el viejo recuerdo de lo que había sido su familia años atrás. Deseaba marcharse ya…

En sueños, creyó escuchar la puerta de la casa abriéndose y a alguien dando traspiés, pero le parecía demasiado temprano para que Mustang hubiera vuelto. La última vez que había visto su reloj eran cerca de las tres y media. Mustang no podía haber vuelto tan pronto.

Se removió sobre el sillón, cruzando los brazos y las piernas. Su chamarra era tan cálida… sintió un soplo en el cuello y se sacudió con la mano derecha, sin despertar por completo. ¿Corrientes de aire? Hacia un frío horrendo. Metió las manos en sus bolsillos. Escuchaba el ruido de la tormenta azotando los cristales de la casa.

—…iza.

—¿Uh?

—…za.

—¿Qué? —sintió una mano enredándose en su cabello, que se le había soltado de la goma elástica. Le tiraron de unos cuantos mechones y despertó debido al dolor.

El rostro de Roy Mustang estaba al lado del suyo, escondido en el hueco que se formaba entre su cuello y su hombro. Su aliento apestaba a licor y no dejaba de murmurar cosas por lo bajo. Edward espabiló completamente de golpe y lo empujó con todas sus fuerzas, apoyando las palmas de sus manos sobre el pecho del hombre, que se fue de espaldas contra el brazo del sofá. Parecía no saber ni en dónde se encontraba.

—¡Mustang! —exclamó un sorprendido Edward, que sentía los ojos pegados debido a las lagañas.

Estaba amaneciendo y no se había dado cuenta porque había estado despertando continuamente durante toda la noche. Era cierto que Berthold no le había dado problemas en la noche entera… o, si había intentado hacerlo, ni siquiera se había dado cuenta.

—Ri… za… —murmuró el aludido, un poco confuso. Tenia el cabello despeinado, algo que distaba mucho de ser lo mismo que Edward había visto la noche pasada, antes de que Mustang se fuera. Su corbata colgaba de ambos hombros y sus ojos estaban desorbitados e inyectados en sangre.

No parecía estar viendo a nadie ni nada en particular, pero Edward estaba asustado. ¿Qué demonios?

—¿Siempre es así, contrata a niñeras, va, se embriaga y regresa para asustar? —preguntó, decidido a no mostrar irritación por respeto a un hombre ebrio que había intentado pasarse de listo (y era precisamente eso lo que lo motivaba a tenerle un poco de paciencia).

La tormenta había arreciado todavía más y un rayo iluminó la habitación en penumbra. El rostro de Roy le dio desconfianza, no porque mostrara una expresión horrenda, ni mucho menos, sino porque era el de un hombre derrotado y silencioso, necesitado, algo que distaba mucho de parecerse a lo que el sujeto mostraba normalmente, según Edward.

Instintivamente, levantó las manos a modo de barrera entre él y Mustang, aunque no sabía de qué le serviría eso mezclado con su sentimiento de temor: nunca había visto a nadie en semejante estado decrepito, ¿qué debía hacer? ¿Tomar la agenda que Mustang le había mencionado hace unas horas y llamar a alguien? ¿Dejarlo así como estaba pero de todas formas pedirle que le pagara? Sí, eso era lo más… obvio.

—¿En dónde está el niño? —preguntó Mustang entre hipidos. Edward, por un segundo, no supo qué responder. De pronto, sus neuronas hicieron conexión de nuevo y dijo con voz trémula:

—En su habitación, no ha dado problemas en toda la noche. Creo que sigue dormido.

—Eso es perfecto —sonrió por lo bajo, tumbándose de espaldas sobre uno de los cojines en los que Edward había estado dormido. Parecía no ser consciente de que le había dado un susto terrible. De pronto, observó el largo cabello rubio de Edward, dando la impresión de estar enfocando algo por primera vez desde que había llegado a casa—, por un instante pensé que eras… otra persona…

Edward no dijo nada: pensar que lo había confundido con alguien más y que se le había encaramado encima no le daba ningún consuelo.

—De acuerdo —dijo, dócil—, si me paga, me voy.

—Ah, sí, sí —sacó su cartera del bolsillo. Llevaba el uniforme tan desaliñado, que Edward se preguntó si en verdad seria el mismo hombre que había visto la noche pasada. Roy tenía las manos tan temblorosas, que la cartera se deslizó de sus dedos hacia el piso conforme sacaba el dinero. Edward fue más rápido, se inclinó y la levantó, sin poder evitar ver la fotografía que se mostraba en el espacio dispuesto para las credenciales, cubierta por un protector plástico.

Roy Mustang, con su hijo sobre los hombros y una mujer hermosa a su lado, sujetándolo del brazo y sonriendo a la cámara. Su largo cabello rubio y sus ojos castaños brillaban con la luz del sol del parque cercano al café en el que Mustang lo había citado aquella primera vez. Su esposa, seguramente. Le recordaba a Winry.

—Linda —comentó, sonriendo. Un aspecto demasiado humano en un hombre como Mustang que jamás hubiera creído posible ver se proyectó en esa fotografía. Éste le arrebató la cartera de la mano y le puso un par de billetes en la palma, algunos más de los que habían acordado—, gracias —creyó que seria una falta de respeto contar el dinero delante de Mustang por lo que con un gesto casual se lo guardó en el bolsillo superior de su chaqueta y tomó su mochila—, si no le molesta, Mustang, me marcho. Hasta… hasta luego —murmuró, sin estar seguro de que esa fuera la despedida correcta.

Mustang no dijo nada. Se quedó sentado en su sitio, con los ojos puestos sobre el cabello dorado de Edward, como si éste le hablara con dulces susurros. El muchacho pensó que el hombre, tomado como estaba, no tendría ni la capacidad de despedirse en esos instantes, por lo que no le dio más importancia a las cosas y, tras colgarse la mochila del hombro, se marchó, cerrando la puerta con delicadeza.

La mañana comenzaba a clarear y olía a tierra mojada. Los rayos blancos del sol hacían un intento por colarse entre las nubes oscuras, pero sin demasiado triunfo en su acción.

Caminaría hasta la parada del autobús y se desviaría hacia la farmacia para comprarle de una buena vez sus medicinas a Alphonse y dar por terminada la pesadilla de la niñera, gracias al cielo.

 

Roy permaneció sentado en el sofá de la sala durante más tiempo del que fue capaz de notar. Se había sacado los zapatos con movimientos veloces de las piernas y había intentado quitarse el saco, pero no lo había conseguido y una de las mangas colgaba de su brazo. Creyó que su gabardina la había olvidado en el auto de Hughes hasta que la vio tirada en el suelo, a unos pasos de sus zapatos abandonados.

Estaba solo en casa, de nuevo, con la única presencia de su pequeño niño, ese al que no había visto en  dos años y, de repente, terminaba yendo a vivir con él sin que le hubieran dado pista alguna de cómo carajo sacarlo adelante.

Observó la fotografía en guardada en su cartera y algo pesado cayó desde su pecho hasta su estómago. Riza, Riza. Siempre Riza.

—¿Cómo se te ocurre dejarnos, eh? —Preguntó al frío que le abrazaba el cuerpo—, ¿cómo demonios pensaste que podría solo con él? Apenas lo conozco y él apenas me conoce a mí. ¿No te parece demasiado injusto, uh? —susurró, sin saber qué diablos era lo que estaba diciendo. Se tiró cuan largo era sobre los cojines del sofá y cerró los ojos. Estaba agotado.

Había pasado la noche entera hablando con Hughes y éste le había propuesto miles de cosas para salir del bache: conseguirse una novia y volver a casarse eran unas de las que más se mencionaron, pero Maes no insistió por respeto a la cara furibunda que le regaló su amigo.

«¿Y ahora qué demonios voy a hacer?» le había preguntado por millonésima vez. Hughes se había encogido de hombros y le había pedido otro whisky mientras los compañeros de trabajo bailaban a sus espaldas con sus esposas y bromeaban mientras compartían unas copas y fumaban con fruición sus caros cigarrillos.

«Te las arreglarás, Roy» le había respondido su amigo después de largos e interminables minutos. Roy esperó, sinceramente, que fuera verdad, que se las pudiera arreglar. Con el niño, con él mismo, con el montón de sentimientos encontrados que tenia en el pecho. Pero la repentina soledad le decía que las cosas no podrían ser fáciles.

No podrían. Él… no podría.


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).