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La mirada del extraño por Augusto2414

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Notas del capitulo:

Hola a todos. Dejo con ustedes el siguiente capítulo de la historia.


Espero sea de su agrado.

LIX
 
Las redes sociales hicieron bien su trabajo. El afiche con el anuncio del café literario fue compartido cientos, miles de veces, y difundido por los usuarios de las distintas plataformas.
 
Una gran cantidad de invitados se hicieron presentes en la vieja casa de la esquina, entre los cuales se contaba el circulo de literatos, conocidos de Erika que la trataban casi como una diosa y siempre estaban dispuestos a colaborar con ella; además, llegaron ese día domingo un número considerable de vendedores de libros de segunda mano y vendedores de antigüedades, siendo algunos vecinos del centro y otros provenientes de ciudades vecinas, grupo al que se sumaban los que vendían bebidas y comestibles, contribuyendo a crear un evento de lo más variado y entretenido. Ante tal panorama, llegaron no solo aquellos aficionados a los que el anuncio alcanzó, sino también los infaltables curiosos de siempre. 
 
… … … … …
 
El clima fue especialmente favorable, considerando que en semanas recientes abundaron los días nublados y lluviosos. Con esto en mente, los chicos se presentaron en el evento con ropa más ligera y cargando sus chaquetas en la mano, en caso de que la tarde refrescara más de lo esperado. 
 
Contra todo pronóstico, Adolfo se mostró menos reticente de lo que cabría esperar, y pese a que reaccionó con desagrado cuando su hermano mayor le propuso la idea de que Alejandro los acompañara, fue el mismo Adolfo quien dijo a Nicolás que no había problema en que el novio de este los acompañara. 
 
Y así lo hicieron. El domingo, después de almuerzo, se reunieron los tres chicos en una conocida intersección y desde allí se pusieron en marcha hacia su destino.
 
–¿Vas a participar de la lectura? –preguntó Adolfo, llamando la atención de Alejandro.
 
–No, no participaré, pero Nicolás sí, ¿verdad?
 
–Así es, y aquí traigo lo que leeré –dijo Nicolás, señalando una bolsa negra que llevaba en la mano.
 
–¿Tu no vas a leer, Adolfo? –preguntó Alejandro.
 
–Iba a hacerlo, pero no encontré un texto que me convenciera del todo, que me gustara quiero decir –respondió el pelinegro menor, restándole importancia al tema.
 
Alejandro, que en un principio estaba nervioso por la actitud que Adolfo tomaría en su presencia, se había relajado ahora que el chico parecía mostrar, al menos en apariencia, una agradable cordialidad, sin ser grosero ni completamente indiferente, como si también estuviera intentando llevarse bien con él. Irremediablemente, era el novio de su hermano mayor.
 
La vieja casa estaba como la última vez que la visitaron, pero su interior se había organizado y decorado de tal manera que los stands que exhibían los libros y las diferentes mercancías estaban en los salones y en el jardín, reservando el gran comedor para la sesión de lecturas, en donde una larga mesa estaba dispuesta frente a un hermoso ventanal, frente a la cual estaban también ubicadas varias filas de sillas para los oyentes. Durante casi dos horas, los tres se entretuvieron visitando los diferentes puestos y mesones instalados para los vendedores de libros y anticuarios, cuyos productos interesaron a más de alguno: Alejandro y Adolfo, por ejemplo, fueron atraídos por los prendedores y guardapelos, haciendo que intercambiaran opiniones acerca de los diseños que les resultaban hermosos. 
 
“Quizá puedan llevarse bien, después de todo. Solo necesitan conocerse un poco más”, pensaba Nicolás mientras los observaba, y dejándolos ocupados en esa labor, se fue a mirar los demás mesones cercanos; uno en particular ofrecía gran variedad de viejos volúmenes, con coloridos empastes, encontrándose allí con un chico de rubios cabellos, el único cliente, que preguntaba al vendedor por autores de la Antigüedad. Nicolás no le prestó atención a la conversación ni a sus participantes, y tras mirar brevemente, se alejó en dirección al comedor, momento en el que llegaba Alejandro.
 
–¿Encontraste algo que te gustara? –le preguntó cuando a su lado.
 
–No, había algunos prendedores, pero ninguna que me gustara, por lo demás, siempre llevo este conmigo –dijo Alejandro, mostrando su araña prendida de la chaqueta que aun cargaba bajo el brazo–. Hasta que encuentre otro que me guste, nada reemplazará a este.
 
Nicolás no hizo nada más que sonreír.
 
–Y, ¿en dónde se quedó Adolfo?
 
–Continúa mirando accesorios, creo que le interesaron los colgantes, ¿quieres esperarlo?
 
–Podríamos, eh…, voy a comprar algo de beber para nosotros mientras lo esperamos sentados afuera, en el jardín.
 
–Está bien, me gustaría un jugo.
 
Se fueron por uno de los pasillos, observados de reojo por Adolfo y lejos de sentirse de molesto, se sintió aliviado de quedar libre de su compañía.
 
–¿Ha decidido cuál le gusta más? –preguntó el vendedor.
 
–Sí, me gusta este –dijo señalando un guardapelo que estaba decorado con un bello camafeo femenino. Tomó su cartera y sacó el dinero para pagarlo–. Aquí tiene, muchas gracias.
 
El vendedor agradeció igualmente y le entregó una tarjeta para que le contactara en caso de interesarse por alguna otra pieza. Adolfo se retiró y caminó al comedor, en donde ya comenzaban a reunirse un grupo numeroso, muchos de ellos cargando sus propios libros para leerlos allí, incluso algunos ya estaban leyendo en pequeños grupos sentados frente a la mesa principal.
 
–¿Disculpa?, ¿sabes si será aquí donde se realizará la lectura pública? –preguntó alguien que le tocaba el hombro. Adolfo se sobresaltó y pudo ver a quien le hablaba: un chico de aspecto delicado y frágil, con un rostro pecoso y ondulado cabello rojizo, que sostenía con fuerza entre sus manos un grueso volumen empastado de color azul oscuro.
 
–No… no lo sé, supongo que sí, tendrías que preguntar a alguien de la organización, lástima que no conozco a nadie –respondió mirando a su alrededor.
 
–Oh, ya –el chico parecía decepcionado.
 
Permanecieron de pie en el mismo sitio unos momentos sin hacer o decirse nada, hasta que una chica de vestido negro con botones y blusa se les acercó.
 
–Hola, ¿asisten a la lectura pública?
 
–Sí… sí… ¡sí!, ¡y quiero participar como lector! –el pelirrojo se entusiasmó mucho con la llegada de la chica.
 
–De acuerdo, de acuerdo, puedes pasar a sentarte en la mesa de los invitados o, si lo prefieres, en las sillas destinadas al público. En donde te sientas más cómodo –le indicó con una voz muy suave, guiando al chico que, muy agradecido, se fue muy sonriente a ocupar un lugar. Luego, ella se dirigió a Adolfo–: ¿Y tu?, ¿también quieres participar?
 
–No, solo soy un oyente –respondió.
 
–Bien, puedes tomar asiento en donde quieras, acompaña a tu amigo, que se sentó junto al pasillo –le indicó con el dedo una fila de sillas en donde el pelirrojo aguardaba ansioso el inicio de la actividad.
 
–Gracias, y una cosa más, ¿en cuánto tiempo más comienzan las lecturas?
 
–En diez minutos más. Puedes ir y guardar tu lugar antes de que la sala se llene, tenemos mucha gente.
 
–Bien, iré por mi hermano y regreso.
 
Adolfo dejó a la chica atendiendo a otros recién llegados que parecían conocerla, y salió al jardín en busca de Nicolás y Alejandro, encontrándolos sentados en la misma banca debajo del sauce, el mismo sitio donde los viera el día de la feria del libro.
 
–Disculpen, deberíamos entrar ya, o nos quedaremos sin lugares.
 
–¿Tan pronto? –preguntó Alejandro.
 
–Sí, hablé con una muchacha que me informó al respecto. Supongo que sería parte de la organización –dijo encogiéndose de hombros.
 
–¿Cómo era ella? –volvió a preguntar Alejandro.
 
–Tenía el pelo oscuro y le llegaba hasta los hombros, y usaba un vestido negro. También hablaba de forma lenta, aunque agradable.
 
–Debió de ser Erika, estoy seguro.
 
–La novia de Francisco, ¿verdad?
 
Alejandro asintió y se levantó de la banca. Nicolás le imitó, no sin antes estirar las piernas.
 
–Bueno, vamos ya, no quiero quedarme de pie durante las lecturas.
 
… … … … …
 
La cantidad de asistentes había aumentado considerablemente, y para cuando los tres regresaron al comedor, apenas si quedaban lugares disponibles para sentarse; afortunadamente, el chico pelirrojo con el que Adolfo cruzó palabra antes, le hizo una seña con la mano para que se sentara a su lado en la única silla libre de la fila. Nicolás y Alejandro tuvieron que sentarse en el otro extremo del salón.
 
Algo molesto por la separación, el pelinegro menor se volvió hacia su compañero.
 
–Gracias por guardarme sitio, me llamo Adolfo.
 
–No fue nada, aunque me pareció extraño que te fueras cuando ya quedaba tan poco para comenzar. En fin, me llamo Martín, gusto en conocerte –le extendió la mano y Adolfo se la estrechó.
 
–Entonces, si vas a leer, ¿no deberías estar sentado a la mesa junto a los organizadores?
 
–Debería, pero esa mesa es más para los invitados y los que quieran leer desde ahí, solo para valientes.
 
–Ya veo.
 
–Dime, ese chico de pelo negro, allá, ¿es pariente tuyo? –preguntó Martín.
 
–Es mi hermano mayor, y está acompañado por su pareja –señaló Adolfo, viendo en la dirección que el pelirrojo señalaba. Este, sin embargo, buscaba a una chica cuando oyó la palabra “pareja”, pero en su lugar solo veía a otro muchacho de pelo café claro, con el que charlaba animadamente el pelinegro mayor.
 
–No veo a…, ¡espera un momento!, ¿me estás diciendo que tu hermano es homosexual? –Martín se llevó tal sorpresa que se cubrió la boca con una mano.
 
–Así es, ¿qué tiene de malo? –dijo Adolfo con indiferencia, pero no pasó por alto la reacción del pelirrojo–, ¿tanto te sorprende?
 
–Sí, bueno, no, digo, sí, hace mucho tiempo que no veía…, eh… no te ofendas, por favor, es solo que ya no recordaba…, me sorprende volver a ver… –Martín balbuceaba una sarta de palabras que solo acabaron por confundir a Adolfo.
 
–¿Y si yo fuera homosexual?, ¿también te sorprenderías?
 
–Ehhh… sí, si lo dices así sin más, claro que me sorprendería –dijo, bajando la vista y aferrándose a su libro, con una mueca incómoda. Cuando sus miradas volvieron a cruzarse, el chico le veía con recelo.
 
–Vale, estaba bromeando, no tienes que reaccionar así –dijo Adolfo dándole unas palmaditas en la espalda.
 
–No me gustan esas bromas, se lo diré a mi hermano –dijo haciendo un puchero.
 
Are you fucking kidding me?, ¿de verdad vas a decirle a tu hermano que te estoy molestando?, ¿qué eres?, ¿un niño chiquito?
 
Of course, I'm not! You fucking idiot! –exclamó, siguiéndole el juego con desagrado.
 
Si bien no intentaba hacer de Martín objeto de sus burlas, lo cierto es que se estaba divirtiendo con las reacciones del pelirrojo, que le había vuelto la mirada con una expresión indignada. Adolfo quiso decir algo más, pero la atención de todos fue hacia la mesa principal, tras la que estaban sentados los organizadores: la misma chica de cabello negro hasta los hombros que vieran antes, reconocida por muchos como Erika, lo cual pudo confirmar Alejandro en cuanto la vio; junto a ella había un chico de largo cabello cobrizo, recogido en una trenza que caía sobre su hombro, vestido con camisa roja y lazo negro al cuello, y lucía un arete con forma de pluma colgando de su oreja izquierda; otras tres personas ocupaban lugares en la mesa, probablemente invitados especiales de la organización o algunos de esos valientes lectores de los que habló Martín.
 
Erika tomó la palabra y empezó con la inauguración de la actividad.
 
–Buenas tardes a todos, muchas gracias por venir y también por su constante interés y participación, que hacen posible seguir reuniéndonos en eventos como este. Hoy tenemos una sesión muy interesante, tanto con inscritos como con los voluntarios de siempre, que se animan a leer para nosotros las obras de su elección, y al término, tenemos preparada una sorpresa para todos ustedes. Dicho esto, damos comienzo con las lecturas, principiando por los colegas que aquí nos acompañan, luego los inscritos y, por último, los voluntarios. Así, entonces, sean bienvenidos.
 
Concluidas sus palabras, tomaron la palabra los tres personajes que estaban en la mesa junto a Erika y al chico de la trenza, que permaneció callado. Por turnos, estos leyeron sus textos en medio del respetuoso silencio del auditorio, y para cuando terminaron, habían ya transcurrido cuarenta y cinco minutos, que se extendieron otros diez minutos más debido a las preguntas que algunos oyentes formularon, concluyendo con una ronda de aplausos que dio el pase a los lectores inscritos; estos fueron siete, que se levantaron, pasaron al frente e hicieron sus presentaciones, extendiéndose por una hora, incluidas las preguntas del público. 
 
–Muchas gracias. Ahora corresponde el turno a los voluntarios –indicó Erika sin demora–. Como no hay un orden establecido, bastará que pidan la palabra levantando la mano.
 
Hubo un creciente murmullo entre los asistentes, hasta que una mano se alzó, haciendo callar a todos de inmediato. Se trataba de Nicolás.
 
–Tenemos a nuestro primer voluntario, preséntate por favor y dinos qué vas a leer –dijo Erika.
 
–Me llamo Nicolás y voy a leer el capítulo final de «Notre-Dame de Paris», titulado «Casamiento de Quasimodo».
 
Todas las miradas se enfocaron en el pelinegro, pero las más intensas eran la de su novio y la de su hermano.
 
–Puedes comenzar –indicó el chico de la trenza.
 
Nicolás leyó el pasaje con voz fuerte y clara, sin detenerse o equivocarse, tomándose un breve respiro solo cuando llegó a los dos últimos párrafos del final: «Respecto a la misteriosa desaparición de Quasimodo, veamos cuanto hemos podido descubrir.
 
Diez y ocho meses o un par de años después de los acontecimientos que termina esta historia, buscando en el foso de Montfaucon el cadáver de Olivier el Gamo, que fue ahorcado dos días antes, al que otorgó Carlos VIII la gracia de ser enterrado en San Lorenzo, entre mejor compañía, se hallaron entre aquellas inmundas osamentas dos esqueletos, uno de los cuales tenía al otro fuertemente abrazado.
 
Uno de ellos, que era de mujer, conservaba aún algunos jirones del vestido que debió de ser blanco, y alrededor del cuello un collar con granos de sándalo, con un pequeño escapulario de seda recamado con abalorios verdes, que se hallaba abierto y vacío. Estos objetos eran de tan poco valor, que sin duda el verdugo no los quiso tomar. El otro esqueleto que tenía abrazado a éste era de hombre; tenía la columna vertebral torcida, la cabeza casi entre los omoplatos y una pierna más corta que la otra, pero no tenía en la nuca ninguna vértebra rota, señal innegable de no haber muerto ahorcado. El hombre a quien había pertenecido fue, pues, sin duda allí por su pie y allí murió: cuando quisieron desprender este esqueleto del otro, que estrechaba aún entre sus brazos de hueso, se deshizo en polvo.»
 
–Muchas gracias por tu lectura, ha sido muy interesante –dijo el chico de la trenza–. ¿Quién quiere continuar ahora?
 
–Yo, soy Lucas y les leeré el Canto Tercero de «La Divina Comedia» –dijo el rubio, levantándose de su asiento con una actitud engreída, atrayéndose las miradas impresionadas de sus cercanos, y desde su puesto, el mismísimo Adolfo, que no se imaginaba encontrarlo en un sitio así, veía con asombro y recelo.
 
–Puedes comenzar –dijo el de pelo cobrizo.
 
Sin perder ni un segundo, Lucas se aclaró la garganta y leyó con voz solemne, pero presuntuosa: «CANTO TERCERO. Por mí se va a la ciudad del llanto; por mí se va al eterno dolor; por mí se va hacia la raza condenada. La justicia animó a mi sublime arquitecto; me hizo la divina potestad, la suprema sabiduría y el primer amor. Antes que yo no hubo nada creado, a excepción de lo eterno, y yo duro eternamente. ¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!
 
Vi escritas estas palabras con caracteres negros en el dintel de una puerta, por lo cual exclamé: 
 
–Maestro, el sentido de estas palabras me causa pena.
 
Y él, como hombre lleno de prudencia, me contestó:
 
–Conviene abandonar aquí todo temor; conviene que aquí termine toda cobardía. Hemos llegado al lugar donde te he dicho que verías a la dolorida gente, que ha perdido el bien de la inteligencia. […]»
 
Mientras este continuaba hablando, Adolfo, sin dejar de verle, pensaba en los motivos detrás de la participación del rubio en aquella actividad. ¿Lo habría estado siguiendo otra vez? No, no era posible, pues no le hubiera dado tiempo de preparar una lectura como esa. ¿Podía ser más simple la respuesta?, ¿era posible que Lucas fuera un tipo con gustos literarios, más allá del acosador que, hasta ese momento, había dejado ver? “Tal vez”, pensó Adolfo. 
 
«[…]. Apenas hubo terminado, tembló tan fuertemente la sombría campiña, que el recuerdo del espanto que sentí aún me inunda la frente de sudor. De aquella tierra de lágrimas salió un viento que produjo rojizos relámpagos, haciéndome perder el sentido y caer como un hombre sorprendido por el sueño.»
 
Lucas concluyó con estas palabras su lectura y, antes de sentarse, sonrió ampliamente, gesto que, para Adolfo, escondía un mensaje especial, como si estuviera dirigido a alguien en particular. El pelinegro menor siguió la dirección hacia donde miraba el rubio y dio con su destino: el chico de la trenza que, con una expresión que no supo descifrar, aplaudía entusiasmado por vez primera en todo el evento.
 
–Me complace especialmente oirte leer «La Divina Comedia», es una obra fascinante, sin duda alguna –comentó Erika, y agregó–: Debes saber que el tema de la narración es el estado del alma después de la muerte y presenta una imagen de la justicia divina impuesta como el debido castigo o recompensa. Y que, alegóricamente, el poema representa el viaje del alma hacia Dios, comenzando con el reconocimiento y rechazo del pecado, seguido de la vida cristiana penitente, que luego es seguida por el ascenso del alma a Dios. De ahí su composición en tres partes, Inferno, Purgatorio y Paradiso. En fin, no me extiendo más, felicitaciones por tu elección, Lucas. 
 
El rubio sonrió otra vez y se sentó.
 
–Ahora, ¿quién desea continuar? –preguntó Erika al auditorio.
 
–Yo… ¡yo!, ¡yo quiero leer! –se trataba de Martín, quien se levantó de su asiento con gran alboroto.
 
–Sí… sí, adelante por favor –concedió Erika.
 
Olvidando de presentarse e indicar la obra escogida, Martín, con una reverencia ante el auditorio, leyó con porte autoritario y severo, el epílogo del «Fedón» (115b - 118c).
 
«[…] Él dijo:
 
–¿Qué hacéis, sorprendentes amigos? Ciertamente por ese motivo despedí a las mujeres, para que no desentonaran. Por que he oído que hay que morir en un silencio ritual. Conque tened valor y mantened la calma.
 
Y nosotros al escucharlo nos avergonzamos y contuvimos el llanto. Él paseó, y cuando dijo que le pesaban las piernas, se tendió boca arriba, pues así se lo había aconsejado el individuo. Y al mismo tiempo el que le había dado el veneno lo examinaba cogiéndole de rato en rato los pies y las piernas, y luego, aprentándole con fuerza el pie, le preguntó si lo sentía, y él dijo que no. Y después de esto hizo lo mismo con sus pantorrillas, y ascendiendo de este modo nos dijo que se iba quedando frío y rígido. Mientras lo tanteaba nos dijo que, cuando eso le llegara al corazón, entonces se extinguiría.
 
Ya estaba casi fria la zona del vientre cuando descubriéndose, pues se habia tapado, nos dijo, y fue lo último que habló:
 
–Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides.
 
–Asi se hará –dijo Critón–. Mira si quieres algo más.
 
Pero a esta pregunta ya no respondió, sino que al poco rato tuvo un estremecimiento, y el hombre lo descubrió, y él tenía rígida la mirada. Al verlo, Critón le cerró la boca y los ojos.
 
Éste fue el fin, Equécrates, que tuvo nuestro amigo, el mejor hombre, podemos decir nosotros, de los que entonces conocimos, y, en modo muy destacado, el más inteligente y más justo.»
 
Adolfo estaba atónito, así como gran parte de los presentes, ante el desplante del pelirrojo durante su lectura, con una actitud por completo diferente a la sumisa y suave que antes expresara en sus gestos y expresiones. “¿Quién es este tipo?, porque no es lo que parece”, pensó el pelinegro menor.
 
–Asumo que, por el contenido del texto, has leido el «Fedón», uno de los diálogos de Platón, ¿no es así? –intervino el chico de la trenza.
 
–Sí… sí, así es, más concretamente la muerte de Sócrates –dijo Martín–, ¿cómo lo supiste?
 
–“Porque soy tu hermano, pequeño tonto”. Porque he leido la obra de Platón –respondió sin añadir nada más.
 
–¿Cómo te llamas? –intervino Erika.
 
–Martín, ¿no lo había dicho? 
 
–No, por eso te pregunto –dijo ella enarcando una ceja.
 
–¡Oh!, ¡que pena con ustedes!, ¡y tampoco dije qué obra iba a leer!, ¡que torpe de mi parte! –su rostro se ruborizó notablemente y se aferró a su libro.
 
–Vale, vale, ya no importa –intentó calmarlo el de pelo cobrizo con un gesto de su mano.
 
Martín se sentó, completamente apenado, recobrando el aspecto de antes, como si nunca hubiese demostrado esa confianza y firmeza que tenía cuando habló.
 
–¿Alguien más desea leer? –preguntó Erika, dando una mirada de un extremo a otro de la sala. Silencio. Nadie más se animó y tomando esto como una oportunidad para finalizar la sesión, dijo–: Bien, siendo así, seré yo quien concluya con esta breve intervención. 
 
Se puso de pie y tomó un pequeño libro que descansaba sobre la mesa, buscó entre sus páginas y tras dar con la indicada, prosiguió.
 
–Las siguientes palabras pertenecen al más conocido de todos los epigramas del poeta romano Catulo, primero lo leeré en latín y después traducido.
 
«Odi et amo. quare id faciam, fortasse requiris? 
nescio, sed fieri sentio et excrucior.»
 
«Odio y amo. ¿Quizá me preguntes por qué actúo así? No lo sé, pero siento que es así y sufro.»
 
Cuando terminó de hablar, hubo un momento de silencio, como si todos reflexionaran acerca del sentido del poema. 
 
Y era así. De una u otra forma, las palabras del poeta, cuya fuerza y brevedad eran reconocidas, alcanzarían a tocar los corazones de los presentes.
 
Dos de ellos las sentirían especialmente.
Notas finales:

Como siempre, pueden dejar sus opiniones y comentarios sobre el capítulo, me gusta mucho leerlos.
Muchas gracias a todos los que siguen fielmente esta historia. Volveré tan pronto como pueda con la siguiente actualización. Hasta pronto.

El autor.


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