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La mirada del extraño por Augusto2414

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Notas del capitulo:

Hola a todos. Dejo con ustedes el siguiente capítulo de la historia.
Espero sea de su agrado.

LXIV
 
Tras saber que Lucas era el responsable de los ataques, la sorpresa, el espanto, el repudio y algo más se habían mezclado dentro de la mente y corazón de Adolfo. Conforme pasaron los días y las semanas, la curiosidad aumentó y después de mucho pensarlo, se animó a hablar otra vez con el rubio. 
 
–¿Puedo acompañarte? –le había preguntado.
 
Lucas se echó a reír y le advirtió que no estaba jugando, que no se tomara a la ligera el hecho de ir con él por las noches, que era un riesgo que debía tomar si en verdad estaba dispuesto, aceptando que las cosas a futuro podían complicarse e ir a peor.
 
–¿De verdad te gustaría acompañarme?
 
–Sí, y acepto las consecuencias que esto implique –fue lo que respondió.
 
–Ahora yo quiero preguntarte algo, ¿por qué haces esto? –preguntó, acortando la distancia entre ellos, pero sin llegar a tocarse. Aun no llegaba el momento de hacerlo–. Dime, ¿qué fue lo que tanto te atrajo?, ¿acaso te excitó verme golpeando a alguien?, ¿te gustaría verme hacerlo de nuevo?
 
–No lo sé, puede ser, tal vez me hace sentir especial el ser parte de algo.
 
–¿Parte de algo?, ¿qué quieres decir?
 
–Esto del «maniaco encapuchado», era un secreto, ¿no?, digo, no creo que más personas sepan que eres tú, ni siquiera Tomás. 
 
Lucas guardó silencio, aunque su rostro fue claro reflejo de cómo se sentía. Había tocado una fibra muy delicada.
 
–Lo sabía, es por eso que quiero verte hacerlo otra vez, es algo que solo sabemos tu y yo, no tengo nada que envidiarle a Tomás –Adolfo sonrió, llevando su mano hasta la mejilla del chico, quien abrió los ojos y la boca, incrédulo de que el pelinegro tuviese esa clase de reacción–. Por lo demás, estoy seguro de otra cosa, yo no fui el único que disfrutó de la escena esa noche, tú también Lucas, te esforzaste en llevarme hasta ese lugar y viera con mis propios ojos lo que me negaba a creer.
 
–Tu fuiste quien me orilló a hacer todo eso, ¡tu fuiste quien me convirtió en esto! –dijo, tomando bruscamente la mano que le tocaba, y reteniéndola contra la pared del callejón. Sin embargo, contrario a sus expectativas, Adolfo no opuso resistencia, por el contrario, sus ojos reflejaban determinación: era esa mirada desafiante que tanto le gustaba, esa mirada con la cual le retaba cada vez que se veían, era esa mirada que en verdad le provocaba escalofríos en todo el cuerpo; ojos por los cuales habría prendido fuego a toda la ciudad. Eso era lo que le gustaba de Adolfo, su reticencia a dejarse tocar por sus manos–. Por una vez en la vida, ¿me dejarás besarte?
 
–Solo si me dejas ir contigo a partir de ahora, quizá y sí me excita verte como en aquella ocasión, sucio y ensangrentado. Tendré que verlo para estar seguro –respondió Adolfo sin dudas en su voz. Era como si de repente todos sus miedos se hubiesen esfumado, quedando solamente un hombre resuelto que hace lo que quiere–. ¿Qué decides, Lucas?, ¿o es que soy yo quien te asusta ahora?
 
–¡No me asustas!, ¡me vuelves loco! 
 
Sin dejar de sujetarlo, se acercó hasta su cuello e inhaló la fragancia seca y amaderada del perfume, con notas concentradas que antes no había sido capaz de percibir. Era delicioso y ya casi no podía resistirse a los deseos que tenía de besarlo. 
 
Al final, el rubio tomó una decisión.
 
–Has lo que te plazca, ven, sígueme, obsérvame, mastúrbate si es lo que quieres, no me importa, pero no me tortures más con tu rechazo, déjame besarte.
 
–Trato hecho –respondió Adolfo, con una mueca de satisfacción–. Aquí está tu premio.
 
El pelinegro se adelantó y posó sus labios sobre los del otro, pero el contacto fue tan corto que Lucas apenas si tuvo tiempo para disfrutarlo, dejándolo con ganas de probar más. 
 
–¿Por qué esa cara?, ¿te parece poco? –le cuestionó, soltándose del agarre con facilidad. Las manos de Lucas habían perdido su fuerza y sus ojos reflejaban confusión; era como si, con ese simple toque, su alma le hubiese sido arrancada–. ¿Tanto era tu deseo que has muerto en vida? 
 
–Haré… haré lo que sea… con tal de probar tus labios una vez más... ¿qué más quieres que haga?, ¿qué más quieres de mí? –preguntó. Sentía como le temblaba el cuerpo. Él ya no estaba en control de la situación, era Adolfo quien lo tenía, y lo peor es que ahora ese pelinegro arrogante y caprichoso ejercía sobre él un poder mayor. Si el deseo que sentía antes por el chico era grande, en ese momento lo era aún más y no descansaría hasta tenerlo completamente.
 
–Por ahora, me conformo con ir por unas hamburguesas, ¿sí? –dijo, y comenzó a caminar hacia la salida del callejón. 
 
… … … … …
 
Una noche, Lucas se entretuvo siguiendo a algunas personas, aunque sin éxito, en tanto que Adolfo, impaciente por la falta de resultados, se mantuvo cerca todo el tiempo; al final, el pelinegro pudo satisfacer su morbo enfermizo viendo con deleite la paliza que el rubio dio a un tipo que, distraído con su celular, bajaba desde un taxi. Lucas no tuvo miramientos y no se detuvo hasta que el individuo quedó inmóvil sobre el pavimento.
 
–¿Está muerto? –preguntó, después de salir de su escondite tras un árbol y acercarse cuando acabó la golpiza.
 
–No, pero podría estarlo si hubiera golpeado su cabeza, ¿quieres ver cómo lo hago? –ofreció, sosteniéndola por el cabello.
 
–No hace falta, vámonos ya. 
 
–Como tú digas.
 
Se marcharon rápidamente del lugar, pero durante el camino Adolfo advirtió que Lucas se tocaba el brazo con frecuencia.
 
–¿Te ocurre algo? –preguntó.
 
–Nada –dijo, ignorándolo.
 
–¿Seguro?, déjame ver –insistió.
 
–¡Que no me pasa nada! –exclamó, y en su intento por apartarlo, un dolor agudo se extendió por todo el brazo. No pudo evitar soltar un quejido de molestia–. ¡Argh!, ¡maldita sea!
 
–¡Lo ves!, estás herido.
 
–Así parece, ese imbécil opuso una buena resistencia, lo suficiente como para lastimarme el brazo –dijo, intentando recobrar su actitud altanera, pero la dolencia no desaparecía.
 
–¿Quieres que te acompañe hasta tu casa?
 
–Olvídalo, estaré bien.
 
–Vale, pero no te descuides, puede ser una herida grave.
 
–¿Preocupado por mí? –preguntó, sonriendo de medio lado–. Dime, ¿de verdad irías conmigo a casa?
 
–Sí, y créelo, porque sospecho que no te tratarás eso –dijo, señalando el lugar donde Lucas continuaba tocándose.
 
–Muy listo, ¿no?
 
… … … … …
 
Adolfo acompañó al rubio hasta un callejón que, en realidad, no era tal pues al entrar se reveló que era un cité: un conjunto de viviendas de fachada continua, dispuestas alrededor de una plaza central y pequeños jardines instalados frente a la puerta de los departamentos. 
 
Lucas vivía en uno de ellos. Se trataba de un apartamento pequeño y opaco, compuesto por una sala diminuta, una habitación, baño y cocina; las agrietadas paredes estaban decoradas con algunos bodegones, destacando una copia de «Naturaleza muerta con limones, naranjas y una rosa», obra del artista barroco Francisco de Zurbaran. En el dormitorio, muy desordenado y en el cual se mezclaban ropa, libros y antigüedades, apenas había espacio para colocar algo más. El rubio se quitó la gorra y la sudadera, arrojándolas sobre una pila de otras prendas, mientras que él mismo se dejaba caer en la cama. Adolfo buscó donde sentarse, pero no encontró lugar para hacerlo.
 
–No te quedes ahí, quita todo eso de encima y siéntate –dijo, señalando la poltrona cubierta hasta arriba de ropa.
 
–¿Y en dónde la dejo? –preguntó.
 
–Arrójala al suelo, no importa.
 
Adolfo obedeció y quitó lo que parecía el guardarropa completo de Lucas, dejándolo junto a la cama. Se sentó y observó el mobiliario, tan viejo como el edificio mismo.
 
–Ven, descúbrete el brazo –le ordenó, viendo como el otro permanecía inmóvil e indiferente.
 
–¿Eh?, ¿vas a insistir con eso?, ¡mira!, no es nada –dijo, quitándose la camiseta y dejando al descubierto su torso, marcado con algunas cicatrices. El brazo no era la excepción, sin mencionar que el golpe recibido lo dejó hinchado y amoratado.
 
–¿Nada?, ¡mira como luce!, al menos déjame limpiar y vendarte, ¿tendrás con qué hacerlo?
 
–En el baño hay un botiquín –respondió.
 
Fue por el pequeño estuche y volvió a ocupar su lugar. Lucas se sentó cerca del pelinegro y se dejó atender. 
 
–¿Eres alguna clase de pandillero? –preguntó Adolfo, notando como algunas de las lesiones estaban mal tratadas.
 
–No lo soy, es solo que me cuesta mucho contenerme cuando estoy molesto o frustrado –respondió, mirando como las manos de Adolfo recorrían su brazo.
 
–Me sorprende que no tengas huesos rotos, ¿no tienes a alguien que te ayude?
 
–No tengo a nadie, hace tiempo que vivo solo –dijo, restándole importancia al asunto.
 
–Ya veo –dijo Adolfo. Sintió algo de pena por Lucas y la forma en que se expresaba, aunque no supo bien por qué; quizá lamentaba el estilo de vida poco saludable que llevaba el rubio, involucrándose en peleas y causando problemas que solo ponían en riesgo su vida. Volvió su atención a las vendas con las que cubrió las heridas tras haberlas limpiado y tratado debidamente–. Ya está. Intenta ser más cuidadoso la próxima vez, de lo contrario acabarás muerto y temo ser yo quien te coloque en el ataúd.
 
No intentaba persuadirlo de detener los ataques, solo a que fuera más prudente en su actuar; por lo visto, Lucas se contentaba con golpear brutalmente a sus víctimas, pero sin llegar a matarlos, o eso demostraba. El problema se reducía a lo impredecible que podía volverse el comportamiento del rubio frente a una situación que se escapa de las manos.
 
–Te sugiero que ordenes todo esto, al menos para que los invitados puedan sentarse y no en el suelo.
 
–Nadie viene aquí de todos modos. Tu eres el primero –dijo Lucas.
 
Esa afirmación, tan simple como era, encerraba un significado más profundo y Adolfo sintió como se le aceleraba el corazón.
 
–Ya me voy, supongo que nos veremos pronto –dijo, levantándose del sitial.
 
–¿Quién sabe?, pero descuida, tal vez nos volvamos a encontrar, aguarda hasta ese día –contestó.
 
–Bien, hasta entonces. Descansa.
 
–También tu… y gracias.
 
–Por nada. 
 
Adolfo se fue sin nada más que decir. Eran casi las 05:00 de la mañana. 
 
Lucas se quedó unos momentos más viendo la poltrona que había ocupado el pelinegro, sintiéndose muy solo de repente. Volviendo a recostarse, miró con detenimiento los vendajes de su brazo. “Esto se siente bien, ¿no, Adolfo?”, pensó, “¿qué estás haciendo?, ¿qué estoy haciendo?, porque, en serio, esto se siente bien”. Dio un beso sobre los vendajes, con una expresión en su rostro completamente diferente, libre de toda altanería. Una que reflejaba los pocos sentimientos nobles que quedaban en su interior.
 
Adolfo se marchó a toda prisa, pues quería llegar a casa antes del amanecer y evitar que sus padres descubrieran las correrías en la que estaba involucrado. Sin embargo, tras dejar a Lucas, no experimentó el habitual desprecio ni mucho menos el asco que más tarde le revolvían el estómago, en su lugar sintió preocupación por el rubio, mientras que ciertas palabras continuaban resonando en su mente: “Tu eres el primero”, le había dicho, y solo con recordarlas sentía latir aceleradamente el corazón. Una sonrisa fugaz se dibujó en sus labios.
 
… … … … …
 
Llegó el día tan esperado. 
 
Los diversos compromisos, tanto familiares como laborales, impidieron a Alejandro y Nicolás salir el domingo que habían acordado, contrariando sus planes y postergando el paseo en más de una ocasión, pero al final lograron tener su anhelado día libre, lamentando únicamente la negativa que dieron a Francisco y Sebastián cuando los invitaron a jugar tenis con ellos.
 
Por esos días quedaba un mes aproximadamente para que el invierno tocara su fin, dando paso a un clima más cálido. La primavera estaba a las puertas. 
 
Se reunieron en casa de Alejandro para almorzar con los padres, informales de lo que harían durante la jornada y, en general, compartir un momento con ellos, pues el trabajo y otros deberes les consumió mucho del tiempo que, usualmente, dedicaban para esas reuniones. Después de unas dos horas, a eso de las 14:30, salieron rumbo al Jardín Botánico, esta vez juntos desde el comienzo y no encontrándose por casualidad durante el viaje. 
 
Sentados a bordo del tren junto a otros pasajeros, los adolescentes, unidos en la calidez de sus manos tomadas y en el par de audífonos que compartían, comentaban el paisaje del otro lado de la ventana, los vendedores que subían a ofrecer sus productos y la esperanza de que el agradable clima que hacía no acabara en una intensa lluvia repentina. El camino se sintió ciertamente diferente, tal vez porque no estaban peleados ni llenos de dudas; tal vez se debía a que eran ya una pareja formal y sabían qué esperar de su relación.
 
Bajándose en la estación correspondiente, los chicos compraron jugos y una gran porción de churros antes de ingresar al recinto del parque, acceso que estaba repleto de pequeños puestos. El viento helado lograba atenuar el calor del sol, pese a que el cielo estaba despejado, sin embargo, las ropas que vestían, cómodas y abrigadoras, no los detuvo de seguir adelante con su caminata bajo los árboles, recorriendo los anchos senderos y degustando los churros que, cada tanto, se daban en la boca el uno al otro, intercambiando miradas tiernas y caricias románticas. Llegados a un punto, se detuvieron para admirar los alrededores y hablar de lo bellas que se verían las ramas cuando se cubrieran de hojas y flores.
 
–Sería una buena idea regresar aquí en primavera, cuando los árboles hayan florecido –sugirió Nicolás.
 
–Me gustaría mucho, el clima será más benévolo con nosotros y no tendremos que venir tan arropados –dijo Alejandro, viendo a las altas copas que apenas bloqueaban la luz solar. Se volvió hacia su novio que, maravillado con las réplicas de esculturas famosas que decoraban todo el lugar, iba de aquí para allá, leyendo las descripciones sobre placas de bronce–. ¿Te estás divirtiendo?
 
–Sí, y mucho. Extrañaba hacer estos paseos contigo –respondió con una amplia sonrisa.
 
–Te vendrían bien unas vacaciones, ¿no crees?
 
–Lo había pensado, sabes, y quizá me haga bien –reflexionó sobre el punto–. ¿Crees que podrías pedir unos días en tu trabajo?, así los dos podríamos organizar algo juntos, incluso un viaje fuera de la ciudad.
 
–Tendría que preguntar a mi jefe, pedir, aunque sea, un par de días. Podemos planearlo.
 
–Hazlo, por favor, me hace mucha ilusión poder viajar contigo.
 
Nicolás se acercó hasta el chico para besarlo, pero Alejandro, con la actitud de un niño travieso, salió corriendo y ocultándose tras un árbol, asomó parte de su rostro, riendo infantilmente.
 
–¿Ahora jugamos a las escondidas? –cuestionó, asombrado.
 
Sin demoras, Nicolás corrió tras Alejandro, quien volvió a esconderse rápidamente y al momento de llegar el pelinegro, el otro ya se había escabullido y ocultado tras un árbol diferente. En medio de risas y persecuciones, ambos sintieron que regresaban a la niñez, imaginando que así habrían jugado de haberse conocido en aquella época, con la única diferencia de que ahora tenían la edad suficiente para entender los sentimientos que se profesaban. El juego terminó cuando Nicolás pudo darle alcance a su novio, y este lo recibió entre sus brazos, para luego besarse recargados contra un tronco.
 
–¿Seguimos caminando? –preguntó Alejandro.
 
–Sí, continuemos, antes de que oscurezca.
 
Regresaron al sendero de antes, pues se habían distanciado mucho y retomando la marcha, no tardaron en encontrarse con una vista conocida: una reja de hierro que cercaba un lado del camino, grandes puertas oxidadas y el mismo mensaje de la última vez, «CERRADO POR MANTENIMIENTO».
 
–¿Quieres entrar de todos modos? –preguntó Nicolás, evidenciando su decepción ante el panorama que tenían delante.
 
–Por supuesto, no hace falta que lo preguntes, entremos, aunque sea para ver cómo luce –respondió, tomando de la mano al pelinegro, atravesando las puertas que parecían no haberse movido de su posición original, ni siquiera un centímetro en todo ese tiempo. 
 
Y así como las puertas, todo permanecía igual, la hierba alta, la pintura descascarada de la glorieta y los rosales sin podar, como si se tratara de un recordatorio de su última visita. De haberlo querido, podrían haber dejado un objeto oculto en el jardín y, con toda seguridad, lo habrían encontrado.
 
–No parece que tengan intenciones de “mantener” nada aquí. Es casi como si no existiera –observó Alejandro, cabizbajo. 
 
–Eso parece, como si nadie más que nosotros conociéramos de este lugar –dijo Nicolás, subiendo los escalones de la glorieta y dando un vistazo a todo el recinto. Lucía incluso más descuidado que antes, costándole imaginar el aspecto que habría tenido en sus mejores tiempos, cuando todos podían disfrutar de un entorno hermoso y natural. Se sentó en la misma banca de madera de la primera vez y llamó a Alejandro para que le acompañara, a lo que el chico se acercó y se sentó a su lado, dejándose rodear por el brazo de su novio.
 
–No te pongas así, aún hay esperanza de que este jardín, nuestro jardín, sea otra vez lo que alguna vez fue –dijo el pelinegro, apoyando su cabeza junto a la de Alejandro, quien asintió en silencio–. Por ahora, disfrutemos del atardecer y de estos ricos churros, ¿vale?
 
–Esperaba otra cosa, pero ni modo, el atardecer sigue siendo hermoso –dijo, contemplando las pinceladas naranjas, rojas y amarillas que inundaban el ambiente y que les brindaba una sensación de sosiego. Se acurrucó más contra el cuerpo de su novio para resguardarse del frío y aceptó en la boca los churros que éste le ofrecía–. ¡Mmmh!, ricos en verdad, compraré algunos más cuando nos vayamos. Ojalá y no se haya ido el vendedor.
 
–Ojalá que no –respondió, tomándole de la mano y besándole en la mejilla. 
 
La escena que representaba la pareja bien podría haber sido una de las que suelen mostrarse en las películas, y como si estuvieran viendo una, los chicos permanecieron en la banca hasta que los churros se acabaron y el atardecer dio paso a la noche. 
 
Antes de marcharse, se sacudieron las migajas y el polvo de sus ropas, anhelando encontrar el jardín abierto y renovado en su próxima visita. De camino a la salida los faroles se fueron encendiendo y los visitantes convergían en la explanada, lugar en el que se amontonaban los carritos y puestos, entre ellos el de churros, donde cada uno compró porciones para degustar durante el regreso a casa; Nicolás, viendo que había un vendedor de flores, se acercó para comprarle una rosa, en lo que Alejandro se entretenía mirando otros artículos, reencontrándose en medio de la explanada.
 
–¿Y esta rosa? –preguntó al verla.
 
–¿Qué clase de pregunta es esa? –preguntó el pelinegro, mirándole mientras reía alegremente–. ¿No es obvio?, es para ti, un regalo, ¿o es que no te gustan las flores?
 
–Claro, ¡claro que me gustan!, ¿cómo puedes ser tan lindo? –dijo, arrojándose a sus brazos.
 
–Por ti es que soy así, ¿cómo evitarlo?, te quiero.
 
–No cambies por nada, te quiero así, con todo y tu cursilería.
 
La gente que pasaba por su lado, o los ignoraba de plano o los miraba de reojo, callaban o murmuraban algo inaudible. Hombres, mujeres, todos por igual, pero a la pareja no le importaba. Eran felices y lo único que importaba eran ellos, su amor y el beso que compartían.
 
–¿Vamos a casa? –preguntó Nicolás, recuperando el aliento.
 
–Me gustaría dar una vuelta por el centro antes de regresar, aún nos queda tiempo y quisiera ir por un chocolate caliente, ¿qué te parece? –respondió Alejandro, y aguardó expectante la respuesta. 
 
–Sí, estaría bien ir por uno de esos, acompañará de maravilla a los churros.
 
–¡Qué bien!, ¡vamos!, será más divertido si aprovechamos todo lo que podamos, eso sí, no hasta muy tarde. 
 
–No te preocupes, me aseguraré de que regreses sano y salvo.
 
Los chicos abandonaron el Jardín Botánico y se dirigieron hacia el centro de la ciudad. Eran las 19:35. Antes de que decidieran volver a la estación para abordar el tren de regreso, habían transcurrido dos horas más sin que se dieran cuenta; se entretuvieron muchísimo en las galerías hasta que las estrellas se encendieron en el cielo nocturno y las tiendas comenzaron a cerrar, no sin antes conseguir el preciado chocolate caliente. 
 
Satisfechos, Alejandro y Nicolás acompañaron las bebidas con los churros, mientras se encaminaban a la estación, a la cual no ingresaron; en su lugar, optaron por tomar la calle principal, que corría perpendicularmente a las vías férreas. La noche estaba grata y se les antojó caminar a casa bajo una tímida luna que empezaba a asomar.
 
… … … … …
 
Oculto en la penumbra, el encapuchado observaba hacia el camino cubierto de hojas secas, vigilando y acortando la distancia entre él, la pareja y un funesto desenlace. 
Notas finales:

Como siempre, pueden dejar sus opiniones y comentarios sobre el capítulo, me gusta mucho leerlos.
Muchas gracias a todos los que siguen fielmente esta historia. Volveré tan pronto como pueda con la siguiente actualización. Hasta pronto.

El autor.


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