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Forever Together. por RLangdon

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Notas del fanfic:

Los personajes son propiedad de Stephen King. Este relato lo situé entre la película y el libro.

  Disclaimer: los personajes pertenecen a Stephen King.



Silencio, incomodo silencio, hiriente y perpetuo silencio.

Bill Denbrough bajó lentamente la mirada a su tazón, centrándose momentáneamente en las hojuelas con miel que flotaban sobre…

“Todos flotan”

…la leche

Sacudió la cabeza de derecha a izquierda para apartar tan fútil pensamiento. ¿O había sido un susurro?

No.

El ya no estaba. Lo habían derrotado. Todo había terminado. Era su asquerosa consciencia la que lo confundía en ocasiones.
Sus pupilas vacilaron en tanto observaba aquel líquido semi espeso de tonalidad ocre.

"Sangre" experimentó un súbito tic en su ceja derecha. Sabía que no era real, que se trataba de una de las tantas alucinaciones vividas pero falaces que constituían su día a día desde la muerte de su hermano.

—G-Georgie... — tartamudeó en un suave jadeo.

Su muñeca tembló ligeramente al acercar la cuchara hacia sus labios y, por acto reflejo, devolvió el utensilio al plato.

— ¿Puedo salir? — inquirió, posando sus inquisitivos ojos azules en el rostro de su progenitor…nada. — ¿Papá? —el aludido continuaba inamovible, leyendo el diario, ajeno al llamado.

“Oh, estúpido Bill, ¿creías que te habían perdonado?”

Tragó pesado, haciendo caso omiso a sus pensamientos y ladeando el rostro hacia el de su madre, obteniendo la misma respuesta silente a cambio. Era como si Bill no estuviera allí, como si su voz y presencia carecieran de relevancia alguna.

Un fantasma. Eso era, en eso se había convertido tras la muerte de Georgie. Estaba...muerto...en vida.

Un suave pestañeo bastó para que la tibia humedad se deslizara por sus mejillas. Afligido, se puso de pie. En su fuero interno y muy a su pesar, Bill Denbrough lo sabía

Sabía que en él recaía la culpa por lo sucedido hacía exactamente un año.

"Lo siento"

Pero también sabía que no podía remediarlo. No, no podía. Joder, que desearlo no iba a arreglar nada. Georgie estaba muerto y no volvería jamás, todo por un estúpido error.

¿Destino o simple casualidad?

Bill no creía en ninguna. Era su mente la que lo martirizaba. Aquella noche estaba enfermo, la recordaba perfectamente, lo haría posiblemente el resto de su vida. Era una maldición con la que debería lidiar. Por no haber sido un buen hermano, por haberle dejado partir solo, por haber construido el maldito barco en primer lugar...

Un horrible nudo se cernió en su estomago ante la cruda vorágine de remembranzas. La última sonrisa de Georgie, sus últimas palabras, su última despedida.

"Gracias, Bill"

Ni siquiera se molestó en mirar a sus padres. Se sentía tan roto e ignorado que decidió prudente partir a su recamara. Ya saldría en otro momento. Ya habría forma de evadir su realidad.
***

Sentado en el mullido sofá tinto de la sala de estar, Eddie Kaspbrak tamborileó los dedos de su mano izquierda sobre la libreta que yacía encima su regazo, luego dio un prolongado bostezo de aburrimiento y optó por dejarla a un lado. No tenía caso intentar estudiar cuando su mente estaba claramente en otro lado.

Demonios. Era la primera semana de vacaciones y lo único que había hecho era permanecer encerrado en casa, estudiando y matando el tiempo con sus videojuegos.

"Estúpida chatarra que pudre la mente" solía decir su madre al verle embelesado frente al televisor, ingeniándoselas para usar el mando con su mano sana. Porque, oh si, joder, había vuelto a quebrársela el penúltimo día de clases que había corrido por el patio trasero de la escuela, intentando escapar de una de las ridículas bromas pesadas de Richie Tozier. Claro que, no fue esa la historia que relató a su madre. De haber dicho la verdad, muy probablemente su progenitora le habría prohibido ver a sus amigos de nuevo. Así era ella, tras catorce años conviviendo bajo el mismo techo, Eddie se había hecho a la idea. También estaba consciente de que su madre prefería mil veces que se "pudriera" el cerebro y jodiera la vista jugando videojuegos todo el día, que el hecho de permitirle pasar tiempo con sus amigos afuera.

"La calle es peligrosa, Eddie"

Sutilmente, Eddie sonrió. El gesto, sin embargo, estaba muy lejos de representar alegría. Y es que su madre era tan sobre protectora con él, que empezaba a enfadarse. No era posible que ella no viera la realidad de las cosas. Para su madre, todo estaba mal, todo era peligroso.

"Podrías enfermarte, Eddie" "Ten cuidado de no ducharte con tus compañeros o pescaras sus gérmenes" "No corras, Eddie. No grites, Eddie"

—No vivas, Eddie— susurró en una burda imitación de la fémina voz mientras terminaba de incorporarse.
***

Contempló largo rato la habitación, sin atreverse a dar un paso dentro. Estaba prohibido. Sus padres habían establecido esa norma hacía tiempo. Nadie debía entrar a la recamara de Georgie, nadie salvo su madre. Una vez por mes ella ingresaba allí y permanecía horas en silencio tras limpiar el polvo de los muebles y cambiar las sabanas. A veces Bill la escuchaba llorar y pedir explicaciones a dios por la muerte prematura de su pequeño. A veces Bill se rompía junto con ella, en la soledad de su pieza, imaginando escenarios imposibles junto a su fallecido hermano. Tantas cosas que podrían haber hecho juntos. Tantas promesas, tantos planes.

Indeciso, dio un paso, después otro más, hasta que finalmente se convenció de que sus padres no subirían pronto. ¿Y qué si lo pillaban allí? ¿Qué acaso él no tenía derecho a sumergirse en los recuerdos dejados por Georgie?

Miró atentamente en derredor. Sus contemplativos ojos azules siguiendo el patrón del decorado de aviones impreso en el papel tapiz. El baúl de juguetes reposaba junto al armario. Bill no se ánimo a abrirlo, y en cambio, fue hasta la cama. Había un edredón nuevo de tonalidad celeste, y sobre este, yacía el impermeable amarillo, lleno de barro y salpicaduras de sangre seca en el puño.

Movido por el miedo y la perplejidad, y sin quitar la mirada de la prenda, Bill dio traspiés. No era posible, pero lo era. Allí estaba el mismo impermeable que había usado Georgie el día de su muerte. Aquel que rescató de las alcantarillas y luego tiró en el vertedero de basura más cercano por temor a que sus padres le increpasen al respecto.

—N-No es... — se interrumpió a mitad de su tartamudeo, cubriéndose la boca con una mano, cerrando los ojos para intentar apaciguar su atormentada y fragmentada memoria.

"Fue tu culpa, Bill. Tú me dejaste solo"

El murmullo fue tan real, que Bill no pudo reprimir una lágrima.
***

"Mala suerte" fue lo primero que pensó Eddie tras finalizar la cuarta llamada telefónica. Exasperado, colgó la bocina y se mordió el labio inferior. Tenía tantas ganas de salir a jugar, y sin embargo todos sus amigos parecían estar ocupados. Beverly había quedado con Ben para ir al cine. Mike ayudaría a hacer la limpieza en la biblioteca de la escuela en su afán por conseguir un empleo de planta a futuro. Stan estaba metido en sus...cosas religiosas, y Richie tenía un montón de tarea pendiente, por lo que sus padres habían optado por inscribirlo a un curso vespertino.

Bien, bien, increíblemente bien.

Oh, pero aún quedaba una persona, cuyo número telefónico se sabía Eddie de memoria. Claro, ¿cómo no recordar el número de tu mejor amigo y líder del club de los perdedores?

No había llamado a Bill. Pero no porque no quisiera. Simplemente no deseaba molestarlo. Seguro que el gran Bill estaría ocupado igual que el resto. Y además...

—Eddie, ¿Has tomado tus medicinas? — la voz de la fémina lo obligó a darse vuelta. Ahí estaba ella, de pie junto al marco de la puerta del comedor, sosteniendo en su mano derecha el frasco naranja de píldoras, escrutándolo con su incipiente mirada que demandaba atención.

Eddie entornó los ojos. Conocía de memoria los horarios y la dosis "prescrita" de cada uno de sus medicamentos. Píldoras para el dolor de cabeza y para prevenir el resfriado por la mañana, vitaminas y pastillas para reforzar el sistema respiratorio a media tarde, relajante muscular y para conciliar el sueño por la noche. El número total oscilaba entre seis y siete píldoras diarias. Ello cuando no presentaba alguna dolencia nueva, o cuando los ataques de asma se volvían más frecuentes e insoportables, entonces Eddie debía recurrir también a su inhalador, dos disparos por vez a intervalos de media hora.

Suspiró, resignado y con la cabeza gacha. La ingenuidad de los niños no conocía límites. Desde siempre se había tragado la patética falacia de ser un niño "enfermo", había sucumbido ante los brazos maternos que sobre protectores se extendían hacia él para brindarle paz a su atormentada alma de infante. Había cedido como cualquier niño ignorante que desconoce su posición dentro del mundo despiadado y corrupto que lo rodea. No obstante, a sus catorce años, Eddie sabía la verdad, y pese a que la había descubierto desde hacía ya varios meses, seguía adormeciendo la realidad mediante una falsa actitud de ciego creyente.

—Si, madre— alzó la mirada y permitió que el crudo manto de la mentira se dibujara en sus facciones.

Sonriendo comprensivamente, Sonia Kaspbrak se acercó, y Eddie se vio forzado a sonreír cuando el pulgar de su progenitora le rozó la mejilla, instándolo a mirarle una vez más.

—Estás mintiendo, Eddie— afirmó ella, entregándole el frasco con su dosis correspondiente de la mañana.

Eddie no contestó.
***

Una, dos, tres gotas de agua le salpicaron el rostro. Bill Denbrough pestañeó ante la húmeda molestia que había interrumpido su sueño. Trató de espabilarse y observó el techo cuando una cuarta gota cayó en su mejilla derecha. Todavía adormilado, se hizo a un lado, deslizándose sobre las frías sabanas para salir de la cama. Aún podía sentir la pesadez atenazando su cuerpo, entorpeciendo sus funciones motoras hasta lo indecible.

¿Qué hora era?

Lo ignoraba.

Parpadeó repetidas veces, reprimió un bostezo contra la palma de su mano y se encaminó hacia la ventana para observar lo que la desoladora tarde otoñal en Derry proyectaba. Vio al señor Keene caminando en la acera de enfrente, llevaba ambas manos en los bolsillos de su cazadora gris y la mirada gacha.

"El velo" fue lo primero que se le vino a Bill a la mente. Aquella bruma de ignorancia, un manto de irrealidad que se cernía en la ciudad y que, además, confería a sus habitantes una enajenación extraña por los sucesos de relevancia que transcurrían en Derry cada 27 años. Todos lo olvidaban. Todos fingían, se cegaban ante las atrocidades y pretendían que nada había ocurrido, que la suma de personas desaparecidas en las inmediaciones del río Kenduskeag eran lo suficientemente irrelevantes para no hacer mención de ellas en los diarios locales. Nadie recordaba lo que había sucedido veintisiete años atrás, pese a haberlo vivido. Asimismo, a nadie más parecía afectarle. A nadie salvo a él. Pero... ¿quién era él realmente?

Solo un chico. Uno curioso y lastimado. Uno cuya vida había dado un giro de ciento ochenta grados tras la muerte de su único hermano. Un chico que "no" podía olvidar lo acontecido. Porque él quería venganza. Lo ansiaba, casi tanto como deseaba el regreso de Georgie. A veces le gustaba imaginar que en realidad no había muerto, que estaba de vacaciones en uno de esos campamentos grupales que organizaban en la escuela elemental. Con la salvedad de que, las vacaciones de Georgie, no eran temporales. No, nada de eso. El no iba a volver, y Bill lo tenía presente. Sin embargo, había alguien...no, un "algo" que si retornaría. Dentro de veintiséis años exactos.

Lentamente fue inclinándose sobre el vitral, sopló su aliento en la superficie central de la ventana, permitiendo que el vapor empañara la misma. Entonces uso su índice para escribir dos simples pero significativas letras.

"It"
***

Henry Bowers tenía pesadillas. No se trataba de los típicos sueños malos que te hacían despertar en determinado momento de la noche, agitado y temeroso. No, la sensación que él experimentaba era peor, mucho peor. Terror puro ascendiendo cual espuma por sus arterias, vinculándose a su sistema sanguíneo, creando un caos en su cuerpo y en su mente. Porque las pesadillas eran tan reales, tan letales y dolorosas, que casi podía sentirlas. Era como vivir atrapado en un reducido espacio, capaz de proyectar los horrores más terribles que se puedan concebir en la psiquis de cualquier ser humano.

A veces, Henry soñaba con sus amigos. Había visto a Patrick Hockstetter en sus sueños, sin embargo, no era como lo recordaba. Tan solo era una masa sanguinolenta andante que gesticulaba como Patrick, se movía igual que Patrick y, de algún modo, Henry estaba convencido de que lo era. También había visto en sueños a Victor y Criss, ambos muertos, como Hockstetter. Piel pálida, labios amoratados, ojos hundidos y desprovistos de emoción alguna. Y esa...esa sonrisa grotesca, como de...

—Payaso— siseó, sentándose a la orilla de la cama, viendo fijamente hacia el ventanal superior que reflejaba perfectamente la imagen de la luna por las noches. Ahora había solo nubes iluminadas por el potente resplandor solar.

Ese día cumpliría un año allí dentro. Juniper Hill era una institución aislada pero cuyo nivel de seguridad trascendía a la media. Lo habían trasladado ahí luego de que lo rescataran de aquel horrible y tenebroso pozo. Henry recordaba vagamente lo ocurrido antes de ello. Había estado en casa con su padre, con ese cerdo abusivo que gustaba de verlo temblar, que reía abiertamente al humillarlo delante de sus amigos, que sonreía cínicamente al golpearle por cualquier razón estúpida relacionada a los estudios. Butch Bowers podía representar el infierno mismo cuando se lo proponía, eso Henry lo sabía bien. Le temía por los múltiples años de abusos, de insultos y burlas hacia su persona. Por su padre se había convertido en quien era actualmente. Y si había una emoción que superara el miedo latente hacia su progenitor, ese era el odio. Lo odiaba con toda su alma. Por ello aquel día no dudó un solo segundo, no vaciló al hincar el arma sobre los tendones del cuello, ni siquiera cuando lo oyó gemir y patalear. Simplemente había sucumbido al instinto dentro de él, y no se arrepentía de sus actos. Fuera probablemente lo único de lo que no sentía pizca alguna de remordimiento.

Afuera de la pieza, Henry oyó pasos. No se inmutó cuando la puerta fue abierta, tampoco lo hizo cuando el desgarbado guardia efectuó un fugaz movimiento de cabeza, instándole a salir. De alguna extraña manera Bowers estaba esperando ansioso la llegada de ese momento.
***
— ¡Eddie!

Eddie bajó el descansillo a toda carrera, sin volver la mirada atrás un solo momento. Tomó su bicicleta del césped y se montó en ella.

El llamado a sus espaldas se repitió, con más fuerza esta vez, pero al aludido no le importó en lo más mínimo. Haciendo caso omiso, Eddie pedaleó con todas sus fuerzas, maniobrando con dificultad. Pronto se hallaba lejos de su casa, los gritos angustiosos de su madre se habían vuelto apenas un susurro ininteligible. No pensaba volver, no quería verla ahora. Estaba cansado de fingir, de seguir un juego mental que debió haber terminado desde hace un año.

Él lo sabía, diablos que lo sabía. Su medicina no era tal cosa. Ni las píldoras, ni los componentes de su inhalador lo eran. Solo...solo era una sucia mentira. Placebo, eso era. Mierda.

Un año atrás Eddie lo había descubierto. La encargada de la farmacia (y subordinada del señor Keene), Gretta, se lo había dicho. Que todo era una farsa creada por su madre para tenerlo enfermo y en casa.

"Un hipocondriaco, Eddie. En eso te han convertido"

Se supone que una madre debe ver por el bienestar de su hijo. ¿Qué clase de madre tenía él que hacía exactamente lo contrario? ¿Con qué propósito osaba manipularlo de ese modo tan ruin?

Él la había encarado. Doce meses antes le había espetado al respecto. El resultado había sido similar al actual, con la diferencia de que su madre se había olvidado de todo lo ocurrido a las pocas semanas. Actuaba como si nada hubiera sucedido, y Eddie creyó erróneamente que lo mejor sería hacer lo mismo, olvidar. ¿Podía su mente de infante hacer frente a un evento de ese calibre? Toda su vida engañado por la persona que le dio la vida.

En ocasiones era más sencillo cegarse a la realidad. Así lo había hecho hasta ahora, sin embargo, ya no lo soportaba. Él quería jugar, divertirse con sus amigos sin que ninguna dolencia (imaginaria) interviniera en ello. En algún punto de su escape, Eddie se dijo a sí mismo que su madre no solo no lo quería, sino que lo odiaba.

Agitado y sin tener un rumbo fijo en mente, enfiló calles secundarias, pasando por la rampa de la avenida costello. Siguió pedaleando hasta la calle Kansas. Estaba cerca de los baldíos.
***

El aire fresco llenó de súbito sus pulmones. Un cosquilleo trepidó por su pálida piel cuando la calidez del sol se hizo perceptible.

Libre. Henry Bowers era libre.

Conforme avanzaba por la solitaria calle, empezó a convencerse de que lo que sucedía actualmente no se trataba de un disparatado sueño. No, en verdad era libre. Las pruebas recabadas en su contra habían sido insuficientes. Asimismo, el informe del hospital y el diagnostico medico de su estadía desacreditaban que hubiera déficit de sus capacidades cognitivas y volitivas. Tras un año encerrado en Juniper Hill, había perdido las esperanzas de recuperar su libertad. Casi se había hecho la idea de que pasaría el resto de su vida allí dentro, sometido a infinidad de tratamientos, medicamentos e interrogatorios, atormentado por los horrores nocturnos que hacían acto de presencia cuando más solitario se sentía y más vulnerable estaba. Empero, la suerte jugaba a su favor. El destino, o lo que fuera que estuviera influenciando lo que acontecía, estaba de su lado.

¿Y qué hacer en tal caso?

"Mátalos" el rumor del viento parecía haber arrastrado consigo la orden. Con la frente en alto y sonriendo socarronamente, Henry Bowers se dirigió a su casa.

Lo primero que vio al llegar lo dejó poco menos que perplejo. Allí, atado en el buzón de correo, había un gran globo rojo, ondeando con la brisa, anunciando algo. Un extraño deja vú nubló momentáneamente el raciocinio de Henry a medida que se acercaba. Su memoria era como un disco rayado. No recordaba casi nada, y lo poco que permanecía indemne, empezaba a esfumarse cual humo al viento.

Más por impulso que por curiosidad, abrió el buzón. Introdujo su mano y extrajo la pequeña caja roja. La abrió con ansias y su vientre hormigueó ante el resplandeciente brillo que desprendía la navaja suiza.

Un recuerdo nítido atravesó sus pensamientos sin previo aviso. Se trataba del grupo de los perdedores. Risas, piedras, humillación...

"Mátalos"

Lentamente Henry cerró la caja. Se encaminó al interior de la vivienda y buscó el directorio para llamar a un par de camaradas. Se vengaría de todos esos idiotas, pero necesitaría algo de ayuda.
***

A Eddie le gustaban los baldíos. Tenía buenos recuerdos de sus amigos y él en ese sitio. Sobre todo de Bill. Allí solían jugar mucho antes de que el resto de los chicos se unieran a "El club de los perdedores". El lugar era fresco, había mucha sombra debido a los árboles. Además el río proyectaba calma.

Todo estaba tan tranquilo y silencioso. Tal como él quería. Sin dudarlo un segundo, tomó algunas piedrecillas con su brazo sano y trató de hacerlas rebotar en el agua. Los cinco intentos fallaron. Eddie suspiró abatido y cuando iba a darse vuelta, unos poderosos brazos lo apresaron de los hombros y lo arrastraron hacia el árbol más próximo. Su caja torácica impactó con violencia contra el tronco.

—Hola, marica. No te has olvidado de mi, ¿cierto?

Eddie separó un poco los labios, una mueca de incertidumbre y miedo se dibujó en sus facciones cuando Henry Bowers entró en su campo de visión. Y no estaba solo. Junto a él se hallaban Peter Gordon y Steve Sadler, fieles compañeros de Bowers y por ende, alumnos problemáticos. Un nudo de pánico se cernió en su estomago a la par que sus rodillas tiritaban en contra de su voluntad. Henry Bowers no tendría porque estar allí, lo habían internado en Juniper Hill luego de que la policía encontrara el cadáver de su padre en el sofá de su casa. Le habían abierto la yugular con un objeto punzocortante. Butch Bowers había muerto desangrado y el único sospechoso había sido su propio hijo.

Y ahora allí estaba él, justo frente a su rostro, escudriñándolo con aquellos ojos fríos y retadores.

—Y bien... — aparentemente ajeno al temor que provocaba, Henry caminó de un extremo a otro, lo hizo con los brazos tras de su espalda y expresión estoica, como si sopesara su siguiente movimiento. Quería saborear su primera presa. — ¿En dónde están los otros?

Peter Gordon actuó apenas segundos después de que Eddie intentara emprender la carrera. El puñetazo tuvo tal impacto que Eddie cayó irremediablemente de sentón al suelo. Su pómulo derecho se tornó violáceo al instante, pero el dolor en dicha área facial fue demasiado efímero. Tan solo un pinchazo, segundos antes de que se entumeciera.
—Ni siquiera lo intentes, basura — le espetó Henry, poniéndose de cuclillas a su lado, tensando la mandíbula ante la mirada desafiante de Kaspbrak. — Steve, sujétalo — no fue necesario que repitiera la orden. Steve, que había permanecido silente y atónito, se arrodilló a espaldas de Eddie y lo inmovilizó de los hombros.

No le dio tiempo a reaccionar. Para cuando Eddie quiso darse cuenta, el aguijonazo de dolor se extendió verticalmente en su mejilla izquierda. Parpadeó terriblemente consternado al sentir el tibio líquido manar de la herida.

La sonrisa retorcida de Henry se ensanchó al doble mientras analizaba visualmente el dolor plasmado en el rostro de su actual víctima. Le gustaba esa sensación que acontecía cuando lograba intimidar y lastimar a otros. Se sentía vivo.

—No lo repetiré, gusano— farfulló amenazante, lamiendo con sumo cuidado el reverso de la afilada cuchilla que se había teñido de rojo. Eddie se dijo en su fuero interno que, pasara lo que pasara a continuación, no saldría con vida para contarlo.
***

"Se fue, Bill. Esta muerto. No hay nada que podamos hacer... ¡nada!"

Inspiró aire muy despacio mientras intentaba disipar los caóticos recuerdos. Se encontraba en el garage, admirando las múltiples cajas de herramienta que tenía su padre en la repisa. Habían sido días grises desde que Georgie murió. Ya nada era igual. Ya no había risas, ni cenas familiares, no había juegos ni charlas superfluas, no más actividades para el pintoresco cuadro familiar que ahora yacía roto y pudriéndose en el olvido.

Al salir de sus cavilaciones, Bill sopló su flequillo, inspeccionó de cerca los materiales a su alcance y se hizo con varias herramientas. Balines de plata, una resortera, una brújula, el mapa de las obras públicas de Derry y una pistola de clavos. Tenía en mente hacer una locura, una estupidez como ninguna otra. Necesitaba asegurarse de que eso estaba realmente muerto. ¿Cuántos niños más tenían que morir por su causa? ¿Cuántas familias más se destruirían si eso regresaba dentro de veintiséis años?

Primero había sido la desaparición de los 300 colonos entre los años 1740 y 1743. En 1851 el accidente que involucraba a John Markson. La muerte de los leñadores en el río Kenduskeag había ocurrido en 1879. En 1906 la explosión de la fundición Kitchener había culminado con 108 personas muertas, de las cuales 88 eran niños. Y el patrón seguía repitiéndose vez tras vez, sin que nadie se diera cuenta, sin que nadie hiciera algo al respecto.

Terminando de guardar los materiales en su mochila, Bill se convenció de estar haciendo lo correcto. Podía incluso ir solo para evitar poner en riesgo la vida de sus amigos como la vez pasada. Las palabras de Richie (aunque verídicas), habían calado hondo. Estando los siete juntos, las probabilidades de que consiguieran vencer a eso eran altísimas. En cambio, yendo él solo...

Pero... ¿por qué darle tantas vueltas al asunto? Seguro eso estaba muerto, y si no lo estaba, dormía. Ellos lo habían obligado a hibernar prematuramente tras su último enfrentamiento en las cloacas.

Solo echaría un vistazo, nada más. Lo haría por su cuenta. De cualquier forma, no tenía nada que perder.

Absolutamente nada.

***
El nuevo golpe le dio de lleno en pleno rostro. La explosión de dolor lo hizo dar un respingo en contra de su voluntad. Quemaba, hormigueaba, ardía.

—Quiero que recuerdes bien todas las malditas piedras que me arrojaste, pedazo de basura.

Eddie gimió por lo bajo. Trató de incorporarse sobre uno de sus codos, pero una patada en la mandíbula (cortesía de Steve) lo devolvió bruscamente a su lugar. Esta vez el dolor fue tan intenso que Eddie deseó desmayarse...pero no ocurrió. Aquel debía ser un castigo, por no ser un buen hijo, por preocupar tanto a su madre y por no saber afrontar la realidad de las cosas, por ser débil y no poder defenderse por cuenta propia.

— ¡Levántate!

El cuerpo de Eddie se agitó bajo la brutal lluvia de patadas. Su piel se estremeció. Desde siempre, el mínimo golpe que llegaba a recibir propiciaba ese dolor inmenso y demoledor. Era como estar expuesto a una tormenta de arena, solo que, la arena, eran cuchillas, y se hincaban imparables, una tras otra, en su delicada dermis.

—Pide perdón, asqueroso maricón— exigió Henry, tomándolo con fiereza de la mandíbula, forzando a Eddie a encararlo. Le habían roto el labio, y ahora una cortina de sangre se deslizaba intermitentemente por su barbilla. La nariz también le sangraba en menor medida, tenía cardenales en las mejillas y dos heridas leves en el pómulo y encima de la ceja izquierda.

—No— gimió Eddie, apretando firmemente la mandíbula para no llorar. Sabía que eso era lo que Bowers buscaba, romperlo, verlo rendido, expuesto y aún más débil de lo que ya se encontraba. Si lloraba, perdería el último resquicio de orgullo que le quedaba. Si pedía perdón, le daba el gane.

¿Para qué resistirse? Una parte de sí le exigía doblegarse, suplicar, llorar, darle ese gozo y así quizá obtener el perdón para que se detuviera y lo dejara en paz. La otra parte, sin embargo, le insistía que soportara, que no fuera un maldito cobarde porque estaba solo.

"¿Recuerdas a tu padre, Eddie?... Murió de cáncer"

El susurró lo abrumó sobremanera. Aquel había sido el detonante para que su madre se sumergiera en una profunda depresión y tomará la (inoportuna) decisión de mantenerle enfermo y en casa todo el tiempo.

Eddie no quería morir. Era muy joven todavía, tenía sueños, metas. Quería convertirse en conductor de trenes y viajar por el mundo en busca de aventuras. Anhelaba crecer y ser independiente, hacer cosas de adultos, divertirse, pero sobre todas las cosas, deseaba ser feliz.

— ¿Suficiente?

La voz de Henry llegó como si se tratara de un murmullo lejano, casi inexistente. Eddie forcejeó contra el nuevo agarre en su rostro. Pronto sus pupilas se opacaron, estaba aturdido y sentía la inconsciencia cernirse sobre él. Estaba llegando a su límite ¿Qué pasaría después? ¿Qué haría el gran Bill en su lugar?

Tal pensamiento lo impulsó a abrir de golpe los ojos. No iba a ceder, no podía renunciar. Tenía que sobreponerse, por los perdedores y por Bill.

—Suéltame...

La estupefacción en el rostro de Henry fue tal, que Steve y Peter intercambiaron miradas de incertidumbre entre ellos.

— ¿Qué has dicho?... ¿Qué fue lo que dijiste? —la sorpresa, sin embargo, fue rápidamente reemplazada por ira. Henry no estaba acostumbrado a que alguien lo contradijera y, a esas alturas, se había convencido de que Kaspbrak se arrastraría de rodillas para salvar el pellejo. No obstante, no era así. No soportaba ver la nueva resolución de determinación en los ojos de Eddie. Era claramente un reto, un desafío.

—Calma, Henry — esta vez fue Steve quien intervino, dando un paso al frente al predecir el rumbo que tomaría la situación.

Para sorpresa y perplejidad de los presentes, Henry rió. Empero, no se trataba de una risa desinhibida, no había dejo de diversión alguna en el retumbar de aquel timbre macabro, solo cólera disfrazada de forzada ironía, un tinte de hilarancia tan falso como él mismo.

De un momento a otro, la risa cesó. Y el abrumador silencio entre los presentes no fue roto sino hasta que Henry volvió a hablar, dándose vuelta y confrontando directamente a quien incentivara tal arranque de risa hipócrita.

— ¿Quieres morir, Steve?

Los ojos de Steve se abrieron grandes al vislumbrar el atemorizante brillo platinado de la navaja. Negó rotundamente, haciendo exagerados ademanes con las manos, retrocediendo torpemente el equívoco paso que previamente hubo dado.

—N-No, Henry. Lo siento — se disculpó en un balbuceo ahogado.

Eddie se puso lentamente de rodillas y, aprovechando la distracción, intentó alejarse, pero Peter Gordon se dio cuenta de sus intenciones.

— ¿Qué harás con él, Henry? — lo derribó fácilmente con una patada. El susodicho meditó seriamente por unos segundos.

—Llevémoslo a las cloacas— sentenció fríamente.

Presa del miedo, Eddie quiso gritar, pero nada salió de su boca.
***

—Castiga, e-exhausto, el p-poste... — Bill cerró los labios en un arrebato de frustración. No tenía caso. Sin importar cuántas veces lo intentara, no conseguía decir la frase entera sin tartamudear. Era un caso perdido, y había empeorado con la muerte de George. La pregunta era ¿lo superaría algún día?

Anduvo cabizbajo y dubitativo por la acera, hasta que unas voces conocidas lo forzaron a detenerse en seco. Casi había llegado al puente, pero se vio forzado a retroceder y ocultarse tras los matorrales cuando dio por sentado de quienes se trataba.

— ¿Y si muere allí dentro, Henry?

—Cállate, Steve. Si sabes lo que te conviene, no dirás una sola palabra de esto a nadie.

Bill vaciló cuando oyó los pasos cerca de dónde se encontraba. No era posible que Bowers estuviera ahí. ¿Cómo había salido de Juniper Hill? ¿A qué había regresado?

—Nadie extrañara a ese gusano de Kaspbrak. Tuvo lo que se merecía, y aún quedan seis.

Poco a poco, los pasos se fueron alejando. Bill esperó prudentemente en su escondite hasta que no pudo oírles más, entonces emprendió carrera hacia la calle Neilbot. Se detuvo justo al final del camino, dónde yacía la vetusta casa abandonada. Su pecho se contrajo dolorosamente ante la vorágine de recuerdos del año anterior. Eddie estaba en problemas. Tenía que ayudarlo, era su deber como amigo y además...

"Cuando vuelvo yo...solo veo que Georgie no está ahí. Veo su ropa, sus juguetes, sus animales de peluche, pero...él no está. Así que, entrar a esta casa para mi es más fácil que ir a la mía"

Por más que le costara admitirlo, y por más que doliera aceptarlo, Bill se dijo que las cosas no habían cambiado mucho en el transcurso de un año. En realidad...no habían cambiado en nada.
***

La oscuridad le impedía ver más allá de los escasos rayos de luz que se filtraban por los bordes superiores de las tuberías. El hedor soporífero de la muerte se acrecentaba segundo a segundo. Tenía que salir de ahí cuanto antes, lo sabía. Entre más tiempo permaneciera en el mismo sitio, menos posibilidades tendría de salir.

Henry lo había forzado a entrar allí, pero no era todo, también lo había instado a adentrarse a base de amenazas. Quería desorientarlo para que le resultara inverosímil hallar el camino de regreso. Y lo había conseguido.

"¿Izquierda o derecha?" Reflexionó, se encontraba terriblemente pálido y adolorido. De no ser porque llevaba su cangurera, habría tenido un colapso nervioso también. No traía muchas cosas consigo, pero una en particular si le era útil. Dentro de su cangurera solía guardar un frasco de píldoras para las alergias, su inhalador y una pequeña linterna de mano. Las pilas durarían unas dos horas, tres si la usaba correctamente.

¿Podría salir en ese tiempo?

Lo dudaba. Temía perderse y quedar atrapado para siempre. No quería pensar más, necesitaba conservar las esperanzas.

Ansioso, dio un paso. En la parte central de los túneles se escuchaba perfectamente el rumor del agua. Había goteras por doquier y el piso estaba resbaloso. Tenía que ir despacio.

Avanzó dos pasos más antes de encender la linterna. No debió hacerlo...

Silente, algo emergió del agua. La mano mohosa de un esqueleto se cerró en torno a su tobillo. Aterrado, Eddie gritó con todas sus fuerzas.
***

Contempló detenidamente la brújula bajo la luz de la linterna antes de decidirse a avanzar en dirección noreste. No llevaba recorrido más de un kilometro cuando lo escuchó. Un grito agudo rasgando el aire.

—E-Eddie— dobló rápidamente el mapa. La angustia interna se incrementó a niveles insospechados. Con la linterna en alto y cuidando de no tropezar, Bill corrió con todas sus fuerzas hacia el túnel subterráneo que había producido tan escalofriante eco. — ¡R-Resiste, Eddie!

El aire parecía escasear a medida que se acercaba hacia su destino. La sofocante zozobra lo envolvía cada vez más. Era como si corriera a través de un estrecho pasillo de pesadilla que no tenía fin. Pero claro, se encontraba en los dominios de 'eso'. Allí abajo, dónde el sol nunca brillaba y la noche jamás cesaba.

Tras lo que le pareció a Bill una eternidad, su cuerpo chocó inevitablemente con el de Eddie, quien a su vez había corrido en su dirección y que, sumido en el terror, como actualmente se encontraba, no fue capaz de reconocer la silueta ni siquiera con la luz de la lámpara.

—Soy yo, Eddie— a pesar de la angustia y la agitación reciente, Bill consiguió moderar su tono de voz a uno comprensivo. Eddie no dejaba de llorar y balbucear incoherencias mientras miraba ocasionalmente detrás de él. Había llegado a su límite. —Tenemos que salir de aquí ahora— añadió, iluminando fugazmente el rostro golpeado de quien fuera su mejor amigo. —Ma-Maldición, Eddie...estas...

—Bien— respondió el interpelado en un gemido entrecortado. —Vámonos, Bill. Vámonos antes de que... — calló al volver la mirada hacia atrás. Sus labios se entreabrieron y su rostro se transfiguró en un paroxismo de horror cuando se percató de la figura informe que zigzagueaba hacia ellos. Se trataba del leproso, de aquel ser horripilantemente atroz que osaba colarse en sus peores pesadillas. Tragó pesado. Bill no le dio tiempo de decir nada, lo tomó firmemente de la mano e iluminó el túnel frontal con la linterna.

Ambos corrieron, impulsados por el temor que despertaba en ellos tanto lo conocido, como lo desconocido. Bill llegó a pensar incluso que no había nada realmente, que era un imposible que eso estuviera despierto, puesto que, de ser así, habría salido a buscar alimento. Aquello bien podía tratarse de una mala jugarreta mental debido al miedo, un simple y llano espejismo, o algún mecanismo de defensa de eso para proteger su guarida. Cualquiera que fuera el caso, no debían fiarse. No podían, bajo ninguna circunstancia, bajar la guardia.

Faltaban poco más de treinta metros para que llegaran a la desembocadura del pozo cuando pasó. Bill se frenó en seco, obligando a Eddie a que hiciera lo mismo. Una densa neblina se había cernido en derredor, impidiéndoles ver lo que ante sus ojos acontecía.

— ¿Eso es...? — la pregunta abandonó los labios de Eddie sin previo aviso. El manto de vapor empezaba a disiparse rápidamente.

Bill boqueó un par de veces, no pudo articular nada. Su mirada estaba fija en el bote de papel que recorría el angosto camino de agua.

—No— tajó Eddie inmediatamente. Su cuerpo se petrificó al oír los pasos a su espalda. El leproso estaba cada vez más cerca.

— ¿Bill?

Consternado, Bill pestañeó. Un grueso nudo se apoderó de su garganta y, por un segundo, se olvidó de todo, del miedo, de las pesadillas. Al ver emerger a Georgie de las sombras, se olvidó inclusive de sí mismo. De nuevo estaba allí, el objeto de su más grande dolor, el sol que se hubo eclipsado bajo la implacable tiniebla de la muerte. El causante de su felicidad y sus actuales desdichas, la cicatriz que, lejos de rasgar su piel, carcomía la fragilidad de su alma.

— ¿Por qué me dejaste aquí, Bill? — cuestionó Georgie a lo lejos. Su cuerpo estaba empapado y sucio, su rostro destilaba dolor y confusión a partes iguales.

—No lo escuches, Bill— susurró Eddie a su lado. Temblaba, el miedo y la impotencia lo tenían en un estado de inmensa desesperación. El ciclo se repetía, y aunque sabía que estaban solos, mantenía indemne la esperanza de salir de allí con vida.

Por unos instantes, Bill vaciló. Sintió el tirón que Eddie ejercía en su brazo, lo oía perfectamente murmurar a su lado. Había perdido la mochila con el mapa, pero aun conservaba la brújula y la pequeña pistola de clavos.

—No me dejes, hermano.

— ¡No es él, Bill!- exclamó Eddie aterrado, tirando fuertemente de su brazo. —Maldita sea, ese no es...

Sin mediar palabra alguna, Bill se volvió hacia su derecha, entrelazó sus manos y se agachó un poco.

—Sube, Eddie.

Este levantó de a poco la mirada. Las dos visiones espectrales se acercaban a ellos cada vez más.

—No, Bill… ¡No, Bill! — gimió al ver el débil halo de luz que desprendía el ducto superior, a donde Bill quería que llegara.

— ¡S-Solo hazlo!

Mordiéndose fuertemente los labios debido a la inminente desesperación, Eddie optó por acatar. Se apoyó sobre los hombros de Bill y se sujetó del borde del ducto con todas sus fuerzas. Estaba siendo un cobarde por dejar atrás a Bill pero tenía tanto miedo, se sentía fragmentado por dentro, dividido entre lo que debía y lo que quería hacer.

—No es real — tensó la mandíbula, se había abierto el labio de nuevo para sobrellevar el dolor emocional que estaba experimentando. No podía dejar a Bill, no iba a abandonarlo.

Lo amaba...

A tientas, buscó en el interior de su cangurera.

—Solo es...

"Agua y alcanfor, Eddie. Son placebos"

Pero él creía en ellos. Había creído ciegamente durante mucho tiempo, por eso funcionaba. Allí estaba la "magia"

Cerca del túnel central, Bill se dedicó a observar a la silueta andrajosa que avanzaba imponente en su dirección. No sentía miedo, ese no era su miedo, sino el de Eddie. Y por ello se creía capaz de enfrentarlo.

—Castiga, exhausto... — caminó tres pasos hacia el ente, acortando aún más la escasa distancia que los separaba. No pensaba morir sin antes pelear. — El poste, tosco y recto— extendió su brazo, apuntando directamente al pecho del leproso con el objeto. —E insiste, infausto, que ha visto los espectros— presionó la punta de seguridad de contacto y disparó. La secuencia de clavos se incrustó en el objetivo. La niebla volvió a surgir de entre las tuberías laterales.

— ¿Vas a abandonarme de nuevo, Bill?

—No, Georgie— musitó, a sabiendas de que no se trataba de su hermano. No, Georgie había muerto. Y sin embargo él aún no lo superaba. Lentamente se dio vuelta. Allí estaba Georgie, justo delante suyo, vivo, sosteniendo el bote de papel que le hubo obsequiado aquel hórrido día.

—Tengo miedo, Bill. Aquí nunca entra el sol. Quiero que me lleves a casa. Quiero ir con mamá y papá— con cada palabra dicha, Bill se rompía más y más por dentro. Cerró los ojos, sus labios temblaban incontrolablemente. ¿Por qué no podía olvidarlo, borrarlo de sus recuerdos? ¿Hasta cuándo acabaría el dolor?

—Todo está bien, Georgie— pronunció en voz queda, se había quebrado. Una vez más cedía y se doblegaba ante un simple espejismo, una utopía lejana y baladí. Entonces abrió los ojos, se apoyó sobre una de sus rodillas y permitió que aquella falsa quimera le acariciara el rostro.

Y quiso abrazarlo, deseó sostenerlo entre sus brazos con todas sus fuerzas para que no se desvaneciera.

— ¡Lo siento, Georgie! — gritó entre amargas lágrimas. — ¡Lo siento, lo siento, por favor...perdóname! —alzó su vidriosa mirada, dispuesto a disparar por segunda ocasión el artefacto que yacía en sus manos, pero lo que vio lo dejó totalmente desconcertado. Las pupilas de Georgie se habían iluminado de súbito, un resplandor potente, cegador. Bill se vio irremediablemente atrapado en los fuegos fatuos. Y no supo nada más de sí...

— ¡No eres real!... ¡No eres real!... ¡No eres real!— repitiendo la misma frase como si de una letanía se tratase, Eddie confrontó a la visión falaz de la muerte. —Pero esto sí— apuntó al rostro de Georgie y, sin pensarlo un solo segundo, oprimió su inhalador. —Acido de pilas— el desgarrador grito del ente lo dejó aturdido. Vio claramente como la piel del rostro de Georgie se derretía y se desfiguraba como si se tratara de una figura de cera. —Bill— se volvió hacia el aludido. Bill estaba de rodillas, con la mirada perdida en la nada. — ¡Bill!

Pronto Eddie se dio cuenta...de que estaba muerto en vida.
***

No sabía cuánto tiempo había transcurrido. La luz proveniente de las tuberías superiores se había opacado. Pronto la linterna se quedaría sin pilas. Seguramente ya había oscurecido. Pero eso a Eddie no le importaba, porque no pensaba salir de allí sin su mejor amigo.

—Perdón, Bill — sollozó, bajando la mirada. —Perdón por ser tan débil— indudablemente era su culpa. Si hubiera actuado antes, habría podido rescatar a Bill a tiempo. Los espejismos se habían disuelto entre la neblina, sin embargo, la pesadilla aún estaba lejos de terminar.

Y es que, con el brazo roto, no podía trasladar a Bill hasta el túnel que daba al pozo. Tampoco podía dejarlo a su suerte para ir a pedir ayuda. Eso podía volver y llevárselo.

— ¿Recuerdas cuando me ayudaste a escapar de la golpiza de Henry el primer día de clases? — cuestionó en un hilo de voz. Bill se encontraba sentado a su lado, tal como él lo había dejado. No se movía, no parpadeaba, en sus ojos no había dejo de reconocimiento ni sentimiento alguno. De no ser porque respiraba, Eddie lo habría dado por muerto. —Bowers iba a golpearme porque yo era el nuevo y ese sería mi recibimiento. Pero entonces apareciste tu y amenazaste con decírselo a su padre sino se alejaba— pestañeó ante aquella remembranza, dejando escapar dos lágrimas más. Todo era un asco. Él seguía teniendo miedo, pero no por él, sino por Bill. No quería perderlo. No a él.

La luz de la linterna se apagó. Eddie se inquietó. Golpeó reiteradamente la base sobre la palma de su mano, después la agitó y volvió a encenderla. Esta vez la luz era tan débil que, sería un imposible tratar de iluminar el camino con ella. Estaban perdidos, atrapados en las cloacas y a merced del monstruo que atormentaba inclemente a los habitantes de Derry.

Iban a morir. Perecerían allí dentro.

— ¿Sabes, Bill? — resignado a su horrible destino, Eddie uso la linterna para iluminar el rostro del susodicho. —Nunca te lo dije, pero yo...yo... — se silenció a sí mismo, mordiéndose el antebrazo. No derramaría más lágrimas. —Te amo— cerró los ojos, se inclinó y presionó sus labios sobre los de Bill. Las lágrimas se desbordaron. Lo supo desde aquel día. Bill le gustaba, le atraía como nadie más lo había hecho. Por ello sufrió cuando se enteró que Bill correspondía los sentimientos de Beverly. Le dolía pensar que por su cobardía, él jamás se daría cuenta de lo que realmente sentía.

Despacio, fue apartándose. Los labios de Bill estaban fríos. La linterna se había apagado.

—Lo siento— fue capaz de murmurar en medio de la penumbra, momentos antes de sentarse junto a Bill y flexionar las rodillas contra su pecho. Se quedaría a su lado, a pesar del miedo y de su egoísmo por querer vivir, por querer escapar.

—Eddie...

Eddie sintió su pecho oprimirse. Nuevas lágrimas nublaron sus ojos. Bill había despertado
***

Lo observó deslizar suavemente la brocha de un extremo a otro. El papel se impregnó con la parafina, y Bill repitió el mismo proceso en el reverso.

—S.S. Kaspbrough— rió Eddie, apartándose de la mesa para mirar hacia el exterior. Estaban en el garage. Afuera la lluvia torrencial se había desatado, el viento arreciaba y no obstante, un inquietante silencio reinaba en Derry.

Había pasado una semana desde que lograron salir de las alcantarillas. Siete días desde que la pesadilla había dejado de llamarse como tal. Henry había desaparecido, pero Eddie tenía el oscuro presentimiento de que se volverían a encontrar cualquier día. Le había expresado su temor a Bill. Asimismo ambos sabían que eso aún estaba con vida, descansando en aquel lúgubre sitio que yacía desprovisto de amaneceres. Dormía, pero en un futuro retornaría y ellos estarían preparados para vencerle.

— ¿Vamos, Eddie? —inquirió Bill, mostrándole el bote al recién nombrado. Su tartamudeo se había ido, había conseguido enfrentar uno de sus mayores temores de nuevo. Y había perdido.

Pero... ¿Acaso no era él un perdedor?

La derrota formaba parte de su rutina diaria. Todos los días se veía obligado a hacer frente a sus demonios. A veces ganaba, a veces perdía. Solo le restaba seguir intentándolo, levantarse cuantas veces fueran necesarias hasta alcanzar su objetivo: derrotar a eso y liberar al pueblo de Derry de aquella maldición funesta que la envolvía.

—Oye, Eddie— llamó, sonriendo al tener la atención del otro. — ¿No olvidas una cosa?

Eddie sonrió en respuesta. Se acercó a él y depositó un beso fugaz en sus labios, arrebatándole el bote a Bill en su distracción.

—Atrápame si puedes, gran Bill— canturreó, saliendo del garage. Todo parecía ser una ilusión, un encantador y dulce sueño.

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