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El precio del poder por Cris fanfics

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Recuerdo la primera vez que le vi. Ambos éramos apenas unos niños, pero a pesar de ello no éramos iguales en absoluto. Yo tenía un montón de amigos, él estaba solo; yo siempre que tenía tiempo jugaba, a él solo le veía entrenando con su espada de madera; yo tenía a un hombre bueno que cuidaba de mí y me enseñaba qué hacer en el futuro, él vivía con un borracho en una chabola abandonada y sucia.

Una vez le pregunté al viejo por qué aquel niño vivía de una forma tan diferente al resto, y él me explicó que era porque era el hijo de un rōnin, un samurái sin amo, y como hijo suyo, había heredado el título. Tras explicarme esto, me pidió que me mantuviera alejado de aquel niño, nada bueno podía salir de relacionarme con él, pero yo seguía sintiendo curiosidad.

Una tarde, tras terminar mis tareas en el restaurante, me apresuré a ir al lugar donde siempre le veía entrenando con la espada.

Intenté entrar en contacto con él, pero no respondía a lo que le decía o le preguntaba. Así que, al ver que mis esfuerzos de hacerme su amigo eran en vano, me limité a sentarme en un lugar apartado y ver cómo propinaba golpes al aire. Y así fue durante mucho tiempo.

Casi todos los días iba a verle, y acabé pensando que mis interacciones con él siempre iban a ser así de nulas. Pero un día eso cambió.

Estaba a punto de anochecer, ambos nos habíamos despistado y se nos había hecho tarde, teníamos que volver a casa si no queríamos que nos regañasen. A pesar de esto, él decidió que aquel era el momento idóneo para hablarme por primera vez.

— Oye, ¿cómo te llamas?

Durante unos momentos me quedé sin saber que decir. Él, al ver mi falta de reacción, se encogió de hombros y emprendió el camino de vuelta a su casa.

Antes de que desapareciera de mi vista, saqué el valor necesario para gritarle:

— ¡Sanji! ¡Me llamo Sanji! ¡¿Y tú cómo te llamas?!

El puntito lejano en el que se había convertido el pequeño espadachín se detuvo y se dió la vuelta.

— ¡Zoro!

Tras soltar aquel grito que desgarró la tarde, empezó a alejarse a mayor velocidad que antes.

Y aquel había sido el principio de nuestra extraña relación.

A lo largo de la infancia nuestros encuentros no cambiaron demasiado; Zoro entrenaba con su bokken y yo le observaba haciéndolo. Aunque gracias a mi constancia de ir todos los días conseguí que se tomara descansos de su rutina ocasionalmente, a menudo se animaba a jugar conmigo a dar patadas a mi desgasta pelota de trapo e, incluso, hubo días en los que se dedicaba enteramente a hablar conmigo, permitiéndome saber más cosas de él.

A pesar de que siempre que le veía estaba entrenándose, el resto del día trabajaba de porquerizo para un granjero de la zona a cambio de algunas monedas.

Su madre se había hecho el harakiri, pensando que su esposo también iba a asumir su responsabilidad por deshonrar a su señor, y por ello el pequeño espadachín odiaba a su padre con toda su alma.

No se entrenaba para recuperar su honor algún día y convertirse en un samurái hecho y derecho, su sueño era derrotar a los espadachines más fuertes del mundo y ganarse por sus propios méritos el título de mejor espadachín.

Aquel último secreto (que había conseguido que me contara tras años de hacerle compañía) me había sorprendido muy gratamente. Me gustaba que apuntase alto y que no se rindiese con facilidad a pesar de la complicación que suponía perseguir su sueño.

Claro está, siendo un preadolescente no sabía lo que suponía de verdad el sueño que perseguía mi amigo.

No fue hasta el día en el que un grupo de rōnin llegó al pueblo que averigüé la verdad.

Yo estaba trabajando en el interior del local, cocinando para un grupo de geishas que habían venido de paso en su teatro ambulante, cuando tres hombres con numerosas cicatrices y tatuajes además de con katanas ceñidas al cinto entraron en el restaurante. En vez de sentarse y pedir, empezaron a molestar a la mujeres y a importunar al resto de clientes.

Yo, en mi inocente estupidez, salí de la cocina y les pedí amablemente que se detuvieran. Ganándome un botellazo en la cabeza, un ojo morado y que molestaran aún más (aún hoy me sorprende que no me mataran) .

Tras aquella demoledora mañana de trabajo, había ido a reunirme con Zoro. Este, al ver el estado en el que me encontraba, me exigió que le explicase quién me había hecho aquello y, aunque al principio intenté evitar el tema, acabé contándoselo todo.

Sin que yo pudiese hacer nada para detenerlo, Zoro cogió su espada de madera y fue directo a por los rōnin.

Fue la primera vez en mi vida en la que vi tanta sangre.

En medio de la reyerta, Zoro había conseguido noquear a uno de los mercenarios de un golpe fatal en las costillas y le había robado la katana. Tras esto, las cabezas habían rodado... literalmente.

En mitad del pueblo y rodeado de personas traumatizadas, Zoro se observó las manos llenas de sangre. Los murmullos de la gente llamándole asesino no tardaron en hacerse presentes. Pero Zoro, tras limpiarse las manos en su ropa y dejar botada la katana al lado de los cuerpos, se marchó pausadamente ignorándoles por completo.

Yo, impactado por la escena que acababa de presenciar, me tuve que apoyar contra una columna para no caerme, intentando con todas mis fuerzas evitar la mirada pérdida que me dirigía la cabeza decapitada que había caído cerca mía. Pero era incapaz de hacerlo, aquellos ojos negros me atraían como a un imán; sin poderlo evitar más, vomité.

Me costó mucho rato calmarme, y si no hubiese sido porque me puse a pensar en cómo se sentiría Zoro después de lo que había hecho hubiese tardado más. Tenía que ir a verle y comprobar cómo se encontraba.

Abriéndome paso entre la multitud de curiosos, conseguí llegar a las afueras del pueblo donde se encontraba la colina que había sido el escenario de todos nuestros encuentros.

Zoro se encontraba sentado en la hierba, mirando a la nada. El olor a sangre que desprendía me daban ganas de volver a vomitar, pero me sobrepuse y me senté a su lado.

Estuvimos un largo rato en silencio. Aunque no era un silencio incómodo, sino uno de esos silencios en los que el simple hecho de estar al lado de otra persona te resultaba reconfortante.

— Crees que soy un monstruo, ¿verdad?

— No, si no hubieses matado a esos rōnin antes de que se marcharan habría habido alguien muerto o alguna mujer violada. Has hecho bien.

Volvió el silencio.

Al cabo de un tiempo me di cuenta de que los hombros de Zoro se convulsionaban en un llanto silencioso.

No pude soportar verlo así. Le abracé, intentando decirle con aquel gesto que no pasaba nada, que estaba a su lado.

Aún sigo sin saber como aquel gesto de consuelo y comprensión acabó convirtiéndose en un beso. Pero no me quejo de que aquello ocurriese, la sensación que produce los labios de alguien contra los tuyos es algo fantástico; una sensación reconfortante y bastante excitante. Y en aquel caso significaba más que eso, sabía que desde ese momento en adelante la relación entre ambos cambiaría... para bien o para mal.

Después de aquello, mis visitas amistosas se habían convertido en encuentros furtivos de dos amantes enamorados.

A lo largo de los años conseguí que el viejo que me crió (y dueño del restaurante) aceptase como trabajador al espadachín, y aquella cercanía había hecho que nuestra relación se volviese más sólida. Pero nunca debí de olvidar que, por mucho cariño que me tuviese Zoro, él tenía un sueño que cumplir.

A mediados de la adolescencia, Zoro empezó a salir de viaje a pueblos vecinos para buscar rivales que estuviesen a su altura. Esos viajes cada vez se fueron haciendo más largos sucesivamente, hasta llegó al punto de desaparecer durante meses en sus búsquedas, haciendo que me preocupase por él.

Sentía que aquella situación me había llevado al límite.

En aquella ocasión él acababa de volver de uno de sus viajes y, como siempre, parecía dispuesto a festejar su retorno "celebrándolo" conmigo.

Estábamos besándonos cuando me dí cuenta de que él parecía querer ir a mayores. Ahí tuve que detenerle, lo que estaba sintiendo era un tema que teníamos que tratar cuanto antes (aunque yo también estaba deseando entregarme completamente al momento).

— Zoro, para, para… —Al comprobar que me ignoraba y había procedido a besarme el cuello, insistí—: En serio, para, tenemos que hablar.

Las palabras "tenemos que hablar" le pusieron inmediatamente en tensión. Se separó de mí y me miró fijamente a los ojos.

— Escucha... esto no va bien.

— ¿Qué quieres decir? —preguntó con voz ronca.

— Cada vez pasas más tiempo fuera del pueblo y ni siquiera me mandas cartas para decirme como estás.

— Es normal, si quiero ser más fuerte no puedo quedarme aquí. Y no tengo dinero suficiente ni como para pagarle a un escriba para que redacte la carta por mí ni a un mensajero para que te la entregase.

— Sí, pero eso no explica lo distante que te comportas cuando vuelves. Cada vez que te marchas es como si perdieses un pedacito de ti mismo... creo que deberías parar.

Zoro frunció el ceño.

— ¿Qué te esperabas, Sanji? ¿Qué fuese un niño toda la vida? —Cuando intenté hablar de nuevo, Zoro me cortó de lleno—. Yo que tú no me obligaría a elegir entre mi sueño y nuestra relación, podrías salir perdiendo.

Aquello hizo que me hirviera la sangre. ¿Tan poco le importaba?

Lo único que recuerdo de la discusión que tuvimos fue que dije cosas de las que me acabé arrepintiendo, ni siquiera consigo evocar lo que él me respondía de tan ahogado y enfadado que me sentí en aquellos momentos.

Tras decir su última palabra, Zoro salió de mi habitación y se marchó del pueblo. Desde entonces no he sabido nada de él.

Dos años después aún sigo arrepintiéndome de haber acabado así nuestra relación, ¿había sido necesario que lo último que recordásemos de nuestros momentos juntos fuese una riña? No lo sé. Pero desde luego no podría haberme guardado aquel malestar que me provocaba sus largas ausencias solo para mí. Si nuestra relación iba a ser así siempre, lo mejor que hicimos fue romperla para que ninguno de los dos acabase mal parado.

Pero aún así... le sigo echando muchísimo de menos. Ojalá algún día se de cuenta de que lo único que consigue matando personas compulsivamente para demostrar su valor y pericia es asesinar su humanidad. Deseo con todas mis fuerzas volver a ver a ese chico callado y trabajador que era mi mejor amigo y la persona a la que más he amado.


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