Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Osis

Notas del capitulo:

Extra: se hicieron muchas correcciones en este capítulo. La historia irá un poco más lenta en lo que termino la edición de las otras dos que sigo publicando por aquí.

1

Hadrien podía escuchar los gemidos de su hermana menor por detrás de la puerta.


Cada que se agudizaban, se le apachurraba el pecho. Sentía una ira creciente por todo el esófago que lo hacía cerrar los puños.


Ella no lo merecía. Ni sus padres. Nadie.


Si era la voluntad de dios, ¿por qué los castigaba?


Su familia estaba compuesta por creyentes. No eran como esos pecadores que el sacerdote describía, esos llenos de vicios y pensamientos malévolos en contra del Señor. No lo eran. Hadrien y su padre se dedicaban a la caza, principalmente, y al cultivo de trigo. Vendían los sobrantes en los mercados locales para hacerse con arroz y otro tipo de necesidades. Su madre era una mujer de casa, amable, linda, cálida, que enseñaba todo lo necesario para alimentarse y vivir. Y Samantha era la niña más radiante y dulce que había conocido. Era su confidente de juegos y la razón para sonreír cada día.


El muchacho soltó un respiro profundo y dio la media vuelta. Tomó un abrigo pesado del perchero junto a la puerta y salió. Caminó por las hortalizas marchitas, mientras la nevada iniciaba lentamente. Los caminos hacia las praderas estaban cubiertos de una capa blanca, el agua de los lagos y riachuelos se enfriaba cada vez más. Los animales silvestres, que aparecían de vez en cuando de entre los límites del bosque, buscaban refugio y se preparaban para sobrevivir el invierno. La casa de los Sampson no era la única adornada por la blancura, el resto del poblado hacia el norte tenía los tejados blanquecinos.


Los pueblerinos estaban reunidos en la plaza central. El chico se acercó a la multitud y creyó que podría encontrar una solución a lo que ocurriría.


La plaza central tenía una estructura de madera sobresaliente en forma de escenario y dos edificios altos de arquitectura gótica a los costados. Uno era la iglesia, el símbolo más importante de los fieles, y el otro el palacio de gobernación. Ambos eran el faro de iluminación cuando se trataba de la ley, la justicia y la toma de decisiones.


La muchedumbre lucía desesperada, con antorchas en mano, rostros llenos de ira y algunos paralizados por los lamentos incesantes. Nadie podía comprender qué pasaba.


—¡Esto no puede seguir así! ¡Mis hijos están en cama! —gritó uno de los hombres de la primera fila, de barba pronunciada.


—¡Mi esposo no ha podido levantarse! —agregó una mujer de los costados, con un pañuelo en la mano para limpiarse el rostro.


—¿Qué está pasando? ¿Acaso todos moriremos? ¿Es el deseo del Señor? —dijo un anciano con la voz rasposa y afligida.


Los gritos reinaron y el gobernador, que estaba en el proscenio, hacía un esfuerzo por calmar a la gente. Estaba vestido con una gabardina muy elegante en tonos azules. Su cabello largo lucía despeinado y sus ojos denotaban ligero estrés. Levantó los brazos e indicó que debían detenerse. Junto a él se encontraba el pastor, con una túnica blanca que hacía juego con la sotana de color morado. Igual que el otro, hacía un esfuerzo por comunicar la palabra de su dios, pero la gente no encontraba ningún consuelo en ello.


Un par de semanas atrás, durante la visita del obispo White, la situación en el pueblo comenzó a complicarse. Primero fueron los cultivos, pudriéndose lentamente y desabasteciendo la comida en general. Luego los lagos se quedaron sin peces y los animales silvestres, venidos del bosque, dejaron de beber. La gente comenzó a enfermar con una rapidez alarmante. Los curanderos hacían lo posible por descubrir la causa, pero parecía algo fuera de su entendimiento. Lo primero que las víctimas presentaban era una tos dura, después un malestar en todo el cuerpo, seguido de fiebres intensas durante la noche. Algunos vomitaban sangre, lo que significaba que la muerte estaba próxima. Los tratamientos actuales no eran capaces de salvar y detener la extraña propagación. Las noticias de la capital indicaban que estaban en una crisis  sanitaria como ninguna otra. Estaban condenados.


Hadrien lo vio en su padre al comienzo. Una tos seca, el malestar y la pérdida de la energía. Llevaba cazando y cultivando por su cuenta, pero el suelo parecía estéril. Lo poco que obtuvo era apenas suficiente para alimentar a su familia por unas semanas. Luego ocurrió con su madre. Por eso, el chico entró en pánico y creyó que podría obtener ayuda del sacerdote. Lo visitó en busca de respuestas, pero lo único que obtuvo fue una frase vacía sobre que debía rezar y creer que el Señor los sacaría de eso. Hasta que Samantha enfermó.


Era el colmo.


No iba a dejar que su hermana menor muriera por aquél padecimiento inusual que azotaba al pueblo. No iba a abandonarla. No iba a seguir esperando por el milagro que los curas mencionaban. Nadie podía salvarlos.


O eso decía el gobernador y el sacerdote. Lo mejor era tomar las pertenencias, lo poco que quedaba de valor, subir a las carrozas y montarse al caballo. “Debemos marcharnos”, decían.


El muchacho exhaló con pesadez, dio una media vuelta y anduvo por uno de los senderos que guiaba por un puente alto. Cruzó y siguió rumbo a casa. La solución era desalentadora. Abandonar el pueblo y a su familia. A Samantha, pensó con el corazón en un palpitar denso. Cerró los puños con más fuerza y se detuvo frente al letrero que indicaba el camino hacia el sur del poblado. Levantó el rostro y miró el cielo oscurecido. Sus ojos, de un tono café claro, estaban llenos de lágrimas. Su corazón se sentía apresado y creía que se quedaba sin aire.


No voy a abandonarlos. No voy a condenar a mi propia hermana, aseguró.


Entonces, miró al este, hacia la colina que llevaba a una zona boscosa habitada, donde vivían dos familias de mala fama. Una adinerada y desinteresada en el resto de la gente. Otra rodeada de rumores debido a la pérdida de sus descendientes varones.


En la sociedad, cuando una estirpe rica no tenía más herederos hombres, lo perdía todo. Derechos, tierras, dinero y respeto. No obstante, había un cotilleo mucho más intrigante y peligroso que rodeaba a ambos linajes. Se decía que violaban la palabra del Señor, que experimentaban, que blasfemaban y que eran capaces de profanar tierras santas. Que hacían magia.


—Magia —Hadrien susurró y sonrió con sorna.


Nunca había creído en algo como eso. Su padre le aseguraba que no existía, que era un invento de los aristócratas para alejar a los pobres de sus propiedades. Pero era la última de sus opciones.


Conocía las consecuencias de asociarse a los señalados como Brujas. Además de perder sus derechos, sería expulsado del pueblo, si le iba bien. Sino, sería condenado como era la ley divina: la hoguera.


—No tengo opción —siguió el monólogo.


Era demasiada coincidencia que toda su familia sufriera, excepto él. ¿Por qué? No presentaba ningún síntoma. No se sentía mal ni falto de energía. Si la dolencia se propagaba con una rapidez inusual, ¿por qué sólo unos cuantos la padecían?


Negó sutilmente. No iba a lamentarse por algo que estaba fuera de su entendimiento. Prefería actuar, así fuera señalado. Haría hasta lo imposible por salvar a sus seres amados. Entonces, giró hacia la izquierda y subió la colina con ayuda de las piedras grandes. Miró el centro del poblado y descubrió que la gente seguía en la discusión con los líderes. “Abandonar el pueblo y salvarnos los que hemos sido protegidos por dios”, repetían.


Cabrones, Hadrien pensó cruelmente.


¿Dónde quedaba la palabra del Señor? Aquella que dictaba que el hombre debía ser bondadoso y empático, ayudar al prójimo. ¿Dónde? La condena del gobernador y el sacerdote carecía de la moral que enseñaban. Seguramente estaban muertos del miedo, por eso sugerían algo tan horrendo.


El chico lo entendía. Sabía que las noticias de otros pueblos cobraban sentido. Esas que muchos ignoraron porque creyeron que jamás ocurriría allí. La gente inició con una tos como un resfriado común, para terminar vomitando sangre y quedarse tendidos como un cuerpo sin vida. Sin poder morir, eso sí. El sufrimiento era desgarrador. Perdían la luz, la voz y la fe. Todo. Y la santa iglesia, sin poder explicarlo, declaró el acto como una herejía causada por alguien más. Decidieron abrir un caso de investigación, o la población del país entero quedaría devastada. Serían incapaces de protegerse y hacerse llamar una nación. Por eso, las primicias llegaron durante la visita del obispo White. Una Bruja era la causa de todo. Un apóstata que había hecho un pacto con el demonio mismo, con la oscuridad misma, y había decidido maldecir a la nación. Debía ser alguien muy poderoso, maldito y, de acuerdo con lo que Hadrien entendía, en una posición muy privilegiada.


Regresó la vista al frente, hacia la colina con las dos casonas tétricas y separadas por una hectárea de cultivos. Privilegio, pensó, al comparar su vivienda y la cantidad de tierra que su padre tenía.


Siguió por unos minutos, hasta llegar frente a un señalamiento con dos nombres. A la derecha, Smith’s, a la izquierda Hallow’s. Tomó a la izquierda y pasó un par de árboles grandes y de hojas lloronas, capaces de sobrevivir al invierno. Se detuvo frente a la mansión en mal estado. Los ventanales estaban quebrados en su mayoría, pero parecía que una parte de la casona era habitable. Los jardines frontales denotaban muerte y la madera, descolorida por el abandono de los años, tenía hoyos por todos lados.


Abrió la reja oxidada lo más cauteloso posible, pero el chirrido fue inevitable. Un aire frío azotó con fuerza y parecía empujarlo hacia la construcción. Se apretó el abrigo y avanzó con paso lento, hasta quedar frente a la puerta principal.


Había una cresta en la parte superior, con dos candelabros que alguna vez alumbraron dignamente, debido a eso no era posible ver más detalles, sólo la silueta de un cuervo.


Tocó un par de veces con la manija desgastada.


—¿Hola? —dijo sin poder contener el nerviosismo.


No hubo respuesta. El viento dejó de soplar, pero la nieve siguió cayendo a un ritmo pausado y denso, como si acrecentara la desolación en los alrededores.


—¿Hola? ¿Señora Hallow? —insistió.


Por unos segundos, nada cambió. El chico dio la media vuelta y pensó en la otra familia. Quizá tendría suerte con ellos. No obstante, unos pasos se escucharon por detrás de la puerta y alguien abrió. Hadrien observó atento. No había nadie en el recibidor. Seguramente eran los nervios y el miedo los que le jugaban una mala pasada, pero no podía ignorar lo que oyó unos segundos atrás. 


Comenzó un rezo entre murmullos. Estaba convencido de que la magia era un cuento inventado por los ricos. Sin embargo, no podía contener el susto que le causaba encarar a aquellos clasificados como Brujas.


Recordó a sus padres y hermana, para recobrar la fortaleza, y entró. Se esforzó para ver en la oscuridad y notó que el sitio estaba hecho un chiquero. Las mesas estaban ladeadas, la carpeta parecía tan rugosa y llena de manchas, que era difícil caminar por esta. El barandal de las escaleras estaba roto y vencido, mientras que el candelabro se ladeaba ligeramente, sin los soportes del techo bien sujetados.


—¿Señora Hallow? ¿Es usted? —preguntó en un susurro.


La puerta se cerró de golpe y lo hizo saltar del susto. Dio un paso atrás y resbaló con la alfombra. Se lamentó un poco, al sentir a su cabeza estamparse con el suelo.


—Mierda, no debí haber venido —se dijo para calmar la ansiedad. El corazón se le aceleró a toda marcha y los poros de la piel se hincharon. Se puso de pie e intentó girar hacia la puerta. Pero no lo hizo, puesto que reconoció el sonido de alguien al bajar la escalera.


Se encontró con una mujer de mediana edad, con un candelabro de mano. Iba vestida con lo que parecía una prenda elegante de tonos grises, pero en muy mal estado, con la falda rasgada y un corsé manchado. Su cabello era largo y negro; caía por los hombros y le cubría una parte del rostro. Sus manos lucían muy huesudas debido a los anillos gruesos y oxidados que portaba.


El muchacho dio un paso atrás, completamente aterrado. Comenzó a respirar con exasperación y por su cabeza pasaba la idea de huir cuanto antes. Topó con la puerta y buscó la perilla, sin dejar de mirar a la mujer, que parecía más un cadáver por los pómulos marcados.


—Ah, el hijo mayor de los Sampson. ¿Qué haces por acá, muchacho? —dijo ella con una voz rasposa y opaca. Levantó la mirada y le ofreció una sonrisa horripilante. Su dentadura estaba casi totalmente podrida, lo que acrecentaba el aspecto desagradable. No obstante, la belleza de sus ojos era perceptible por la poca luz del candelero. Eran de un color verde muy claro, que contrastaban con el negro de la cabellera y la palidez de su tez.


—Señora Hallow… —Hadrien titubeó y se arrepintió de no haber salido de inmediato. No sabía qué decir. No tenía el valor de preguntar sobre la magia.


Lo único que conocía sobre esa mujer eran rumores. Cuchicheos que aseguraban que tenía la capacidad de hacer mucho más que los curanderos, cuando se trataba de las dolencias. Pero, del mismo modo, se decía que podía arreglar matrimonios y maldecir a los hombres de guapura singular. Muchos creían que era una Bruja.


—Sí, soy yo. ¿A qué has venido, muchacho? —continuó la señora y dejó el tenebrario sobre una mesita redonda junto a la baranda de las escaleras.


—Yo… verá… —balbuceó con la voz temblorosa. Se aclaró la garganta y recordó que estaba allí para salvar a su familia—. Mis padres están muy enfermos. Es por la epidemia que azota a nuestro pueblo. Tienen los mismos síntomas que el resto.


La mujer sonrió con más insistencia.


—Tos, fiebre, sangre —confirmó ella y se cruzó de brazos interesada—. ¿Y tu hermanita Samantha?


—También está mal. Hace unos días inició con los síntomas.


—No hay nada que puedas hacer, jovencito. Vete. Quema la casa, si es necesario. Probablemente tú también morirás.


—¿Yo? —Hadrien abrió los ojos de par en par y sintió que las fuerzas abandonaban su cuerpo.


—No hay cura, o es lo que dicen los medicuchos del pueblo. Si no quieres padecer el mismo destino que ellos, será mejor que hagas caso a lo que dicen.


—¿Cómo lo sabe? —interrogó muy inquieto.


La señora Hallow soltó una risita de burla. Parecía divertirse con las reacciones del adolescente. Sin embargo, no conocía sus intenciones, por eso mismo prefería no hablar de más.


—Ya tienes mi consejo. Vete. La gente comenzará a bisbisear si te ven saliendo de aquí, muchacho.


—¿En medio de esta crisis? No creo que muchos me tomen importancia —rebatió menos temeroso y carraspeó nuevamente—. Escuche, señora Hallow, necesito su ayuda.


Ella frunció el ceño, bajó los brazos y dio un paso al frente, por lo que Hadrien no pudo evitar poner cara de susto. No podía fiarse de la mujer, en especial porque había escuchado a los vendedores del mercado local asegurar que ella fue la causa de la mala cosecha un par de años atrás, cuando se negaron a venderle frutas y verduras. Aunque él no tenía manera de comprobarlo, recordaba ese año en particular, por la dificultad en la que todo el pueblo se vio. Asimismo, algunos jóvenes estaban convencidos de que ella los había maldecido, les había robado su belleza y los había atado a mujeres infértiles y débiles, porque negaron sus invitaciones cuando se celebraban eventos importantes.


—No quiero que mi familia muera —reveló el chico. Se animó en un monólogo interno para esconder la sensación de terror que lo invadía al estar en esa casona. Se sentía como un ratón encerrado, listo para ser aniquilado—. Le pido que me ayude. Usted… —farfulló y cerró los puños. Le dedicó una mirada profunda y cargada de valentía—, usted puede curarlos, ¿cierto? Sé que puede, porque lo hizo con la hija del gobernador. La curó hace 7 años. Lo sé, porque ella estaba muy enferma, pero él vino a verla y usted le ayudó. Por favor, necesito su ayuda.


La mujer se echó a reír estridentemente. Desflemó un poco por la fuerza de las burlas y recobró la compostura. Luego, le arrojó una mirada fulminante y abrió la boca para protestar, pero no lo hizo. Respiró hondo y asintió. Era una oportunidad especial que no podía dejar pasar. Si deseaba recobrar el control de lo que le arrebataron tiempo atrás, ese muchacho podía ser la respuesta.


—Es verdad, ayudé a la hija de Roger —confirmó descaradamente—. Pero ¿qué te hace pensar que haré lo mismo por tu familia? Con él tengo un trato distinto, muchachito. Puedo quedarme en esta casa, siempre y cuando le ayude a mantener la salud de su preciada hija. Aunque no hay ningún hombre en la familia Hallow, las tierras siguen a mi nombre. Es un acuerdo entre ambos.


No respondió. Miró rápidamente los alrededores y se preguntó cómo era posible vivir en un cuchitril como esa mansión sucia, abandonada y falta de mantenimiento. Era probable que la mujer usaba el segundo piso casi siempre, pero ¿dónde comía?, agregó Hadrien a la lista de dudas en su cabeza.


—Haré lo que me pida —ofreció el adolescente sin pensarlo dos veces.


En el momento que ella mostró un rostro complacido, se sintió como un idiota. Tal vez lo hechizaría o lo asesinaría para usar su sangre en algún ritual mágico y profano. Pero no fue así. La señora Hallow dio unos pasos hacia la pared derecha y le indicó que se acercara. Obedeció, sin dejar de cuidar la distancia. Ella levantó el candelabro y mostró un pequeño retrato en la pared. Era una pintura de un muchacho de entre 20 y 25 años, de cabello largo y negro, de tez pálida y ojos sumamente claros como los de ella.


—¿Quién es? —preguntó Hadrien curioso.


—Mi amado hermanito —respondió neutral. Levantó el dedo índice y tocó el marco—. Hace unos 12 años murió, pero sé que tuvo descendencia. Si alguien descubre que hay un heredero en mi familia, perderé los derechos que Roger me ha otorgado.


El chico no dijo nada y esperó.


—Búscalo y tráelo.


—¿Qué? ¿Cómo? ¿De qué habla? —La miró desconcertado.


—Búscalo y tráelo ante mí —repitió la mujer como un comando y lo miró molesta—. Su hijo debe estar en uno de los poblados del norte, pasando Oakth. Lo sé, porque allá vivía la desgraciada que engatusó a mi hermano.


—Pero… —titubeó y tragó saliva—. ¿Eso es todo?


De alguna manera, Hadrien creyó que la mujer le pediría algo imposible e insano. La búsqueda de una persona parecía algo fácil de conseguir.


—Sí —confirmó ella con un rostro más amigable.


—¿Y mi familia? ¿Se salvará?


No hubo respuesta inmediata. En lugar de eso, la mujer le pidió que la siguiera por uno de los pasillos. Cruzaron una sala de comedor con los muebles dispersos y rotos, hasta que llegaron a una cocina en buen estado. Prendió uno de los candiles de la mesita y buscó entre los estantes. Murmuró un par de veces, como un reflejo cada que hacía algo importante. Se detuvo en seco al encontrar lo que buscaba, giró y se le acercó.


—Aquí tienes —dijo segura y puso sobre sus manos un tarro pequeño con un líquido plateado—. Vierte en el té de tus familiares dos gotitas todos los días. Diles que lo hagan hasta que hayas regresado. Se recuperarán.


Hadrien miró el frasco, luego dirigió el interés a ella. No sabía si era verdad, pero no tenía más opciones que confiar en sus palabras. Asintió y agradeció, pero no pudo abandonar la cocina al escuchar su nombre.


—Si no regresas en un mes, habré asesinado a tu familia. Todos terminarán bajo la tierra, pero habrán sufrido un martirio peor del que les agobia actualmente. Considéralo. Estaré esperándote aquí.


—¿Cómo podré encontrarlo? —giró y la encaró, con una sensación de frustración—. Lo único que me indicó es que busque a alguien que desconozco.


—Has visto el retrato de mi hermano. Su hijo, quizá un par de años menor que tú, es idéntico a él. Lo sé. Tráelo.


—¿Y qué le diré?


—Lo que sea, pero debes regresar. Ya conoces las consecuencias. Necesitarás otro frasco de medicina para el segundo mes, si es que deseas que tu familia se cure por completo.


—¿Enserio? —dudó inocentemente y observó el envase. Si esa mujer no mentía, tampoco podía huir con sus padres y hermana. Había pensado en un plan para evitar más contacto con la señora Hallow, pero ya no estaba tan convencido de que funcionaría. Si necesitarían más medicina, entonces debía hacer lo que pedía. Soltó un sonido de derrota y asintió decaído—. Está bien. Regresaré en un mes. Lo prometo.


—Buen chico —ofreció sonriente.


Hadrien se apresuró y abandonó la mansión. Pasó el jardín muerto y corrió por el sendero boscoso. Sentía a su corazón lleno de esperanza, una calidez en el pecho que le devolvía la felicidad. Ansiaba ver la sonrisa de su hermana, esa que ponía cada que jugaban juntos. Deseaba escuchar los mimos de su madre, como un recordatorio de lo mucho que lo amaba. Necesitaba la fortaleza de su padre, así como sus enseñanzas para convertirse en un buen hombre.


Llegó a casa y atrancó la puerta con seguro. Tomó aire y se encaminó a la cocina. Preparó la tetera y tres vasos. Esperó hasta que el agua hirviera y agregó hojas secas de manzanilla. Mezcló las bebidas con la medicina y buscó a su hermanita primero. Entró a su habitación, donde la encontró reposando en cama. Se sentó en el banco y la despertó con una caricia suave en la frente. 


—¿Hadrien? —susurró Samantha decaída.


Le ofreció la taza y le pidió que bebiera. Por unos minutos, la observó y se convenció de que no cometía un error. Voy a salvarte, pensó.


Se puso de pie y le besó la mejilla pálida por la enfermedad.


Justo como su hermano, Samantha tenía el cabello castaño claro y los ojos de un marrón hermoso. Su rostro mostraba pecas y, antes de caer enferma, un rubor natural que le deba un toque aniñado.


—¿A dónde vas? —preguntó Samantha.


—Bebe. Te sentirás mejor —indicó Hadrien con un tono duro.


Se despidió y salió. Se dirigió hasta la habitación de sus padres y les ofreció la bebida. Ambos aceptaron, por el cansancio desgarrador y la desesperación por mejorar de alguna manera. No obstante, el señor Sampson se encaminó detrás del chico y lo encaró en la sala.


—¿Qué estuviste haciendo afuera? ¿Hubo una asamblea? —interrogó lo más severo que pudo, pero su voz sonaba desgastada. Tosió un par de veces y esperó—. ¿Hadrien?


—Le darás todos los días un té a mamá y a Samantha —ordenó el chico, mientras guardaba un par de objetos en el morral que solía usar cuando cazaba con papá—. Tomarás lo mismo tú. Todos los días —repitió secamente y se acercó al perno donde se hallaba colgada la escopeta.


El señor Sampson reaccionó aprisa y sujetó el arma, de modo que miró a su hijo de frente.


—¿De dónde carajos sacaste eso? —Señaló el frasco sobre la mesa.


—Es medicina, padre —indicó Hadrien levemente ofuscado.


—¿Medicina? Eso quiere decir que hay una cura. ¿Quién te la dio? ¿El médico?


El chico no respondió. No se atrevía a mentir. Era una lección que aprendió el día en que su padre lo reprendió por haberle ocultado un libro. Un simple librillo que le había ofrecido el cura para divertirse en los ratos libres. A partir de ese momento, decidió no volver a esconderle información.


—¿Hadrien? ¡Responde! —gritó el hombre.


—Debo irme, padre. Regresaré antes de que el año termine, te lo prometo —reveló lo que pudo.


El padre reconoció la mirada de angustia en el muchacho, así que soltó el arma y respiró hondo. Carraspeó con fuerza y Hadrien lo asistió a toda prisa. Lo ayudó a sentarse y le dio agua.


—¿Qué has hecho, hijo? —dudó el señor angustiado.


—Lo que debía hacer. Salvarte. A ti, a mi madre y a Samantha.


El hombre lo miró decaído. Le sonrió un poco y le acarició el rostro. Estaba molesto, pero más que nada, preocupado. Las noticias de la epidemia en la capital sonaban en su cabeza y sabía que no había cura.


—Estarán bien, padre. Te lo prometo. Yo regresaré y podremos irnos de aquí. Por favor, confía en mí —pidió el muchacho.


El señor Sampson aceptó la frase y bebió del té. Se puso de pie y regresó a la habitación. Hadrien lo cubrió con las sábanas y también ayudó a su madre a acostarse. Se despidió lo más dulce que pudo y cerró la puerta. Terminó de guardar lo necesario en el morral, incluido un mapa de la nación. Era el que solía usar con su padre cuando debían ir a los pueblos aledaños a vender o conseguir municiones. Agregó una daga vieja y un par de manzanas para soportar el trayecto hacia el norte. Sujetó la escopeta y la amarró en diagonal.


Miró el frasco del líquido plateado que la señora Hallow le otorgó y se preguntó qué era. Estuvo a punto de tocarlo, pero negó. No había tiempo para eso. Debía volver antes de la mitad del invierno, o su familia moriría. Debía encontrar al sobrino de la mujer que era asociada con la brujería, así no tuviera ninguna pista para conseguirlo.


Dio unos pasos hacia la puerta y escuchó el aletear de un animal en el exterior. No le dio mucha importancia y abrió; no obstante, se encontró con una figura tétrica y sonriente, con una lámpara cúbica en la mano.


—Es una suerte que no te has ido, muchacho —dijo la persona.


Hadrien evitó gritar del susto y se mordió el cachete. Fulminó a la persona, a quién reconocía. Era la señora Hallow.


—¿Qué hace aquí? Pensé que prefería evitar rumores —expuso el chico.


La mujer deshizo la sonrisa y buscó en el bolsillo de su falda. Movió la mano, para indicarle que saliera de la casa y se acercara. Él obedeció. Cerró la puerta y acortó la distancia con cautela. Todavía no podía controlar el miedo al estar frente a una persona como ella. “Desagradable”, era la única palabra que podía usar para describirla.


—Toma. Lo necesitarás. Si quieres encontrar al hijo de mi hermano, tendrás que llevar algo que te de pistas —ofreció la mujer.


Hadrien tomó el objeto, que era un relicario de cadena plateada y delgada. Observó el interior y encontró el retrato del hermano de la señora Hallow, más una cresta idéntica a la que vio en la mansión.


—Llévate esto también —agregó la mujer.


Extendió la mano otra vez y le dio una carta con un sello moldeado por cera oscura. No estaba cerrada, por lo que el muchacho pudo abrirla y ver que había otro collar. Estuvo a punto de sacarlo, pero la mujer soltó una burla dura.


—¿Qué pasa? —dudó Hadrien.


—Si te pones el relicario, no te quemarás —indicó ella.


Él no dijo nada. No podía creer que una simple joya le quemaría, así que intentó tocarla, pero sintió el ardor como una brasa sobre sus dedos. Se volvió a morder la boca y evitó gemir de dolor. Le arrojó una mirada de sorpresa y ella volvió a sonreír con sorna.


—¿Qué es esto? —preguntó el chico inquieto.


—Un Opresor. Está impregnado con la sangre de mi familia, así que te servirá para apresar al niño. Con esto, no podrá negarse y no tendrá otra opción que obedecerte. Si opone resistencia, le pasará lo que a ti: se quemará. Si te pones el guardapelo, el conjuro se activará y podrás llevar la joya sin problemas. El sello de la carta es el de la familia de la zorra que se robó a mi hermano. Te servirá como una pista.


Nuevamente, no dijo nada. Sin embargo, obedeció. Se puso el relicario y guardó la carta y el collar en el morral. Esperó con la vista abajo e intentó ignorar todas las dudas que aparecían en su cabeza respecto al “conjuro” que mencionó la mujer. ¿Era magia? Sí, debía serlo. Jamás había escuchado de un metal que pudiera incendiar al tacto sin haber pasado por calor extremo. Aunque no iba a la escuela, porque no era un aristócrata, su padre le enseñaba todo lo necesario para comprender el mundo. A diferencia de él, su padre tuvo la oportunidad de educarse por los viajes que hizo durante su juventud.


—¿Por qué sigues aquí? Si no te marchas, voy a asesinarlos de una vez. —La voz de la señora Hallow se escuchó con frialdad.


Hadrien salió del trance e inició el andar hacia el sendero cercano del riachuelo. No se despidió y cruzó la plaza principal. Vio que la mayoría de la gente ya no estaba, pues el frío de la noche comenzaba con rapidez. Los pocos que transitaban traían lámparas cúbicas y otro tipo de candiles para iluminar el camino. Subían sus pertenencias a los carritos de mulas y se preparaban para abandonar a sus seres queridos.


Era increíble ver que muchos optaron por el camino fácil. Para el chico no era posible imaginar una vida sin sus padres, especialmente sin su hermana. La amaba. Estaba dispuesto a dar la vida por ella. Por desgracia, Samantha fue una niña enferma cuando nació, por eso Hadrien aprendió a protegerla de todo. Con el paso de los años, la relación se estrechó, ya que Samantha prefería pasar el tiempo en casa. Incluso, él le enseñó a leer y a escribir en secreto. Estaba prohibido, pero él lo hizo porque la adoraba. Porque no entendía la razón por la que ella no debía saber algo así.


Pensó en la señora Hallow y su hermano. Llevó la mano al relicario y lo miró con ayuda de las antorchas que alumbraban cerca de la calle principal, la que conducía hacia el exterior del poblado. Se detuvo y observó la imagen. Estaba dibujada con hermosos detalles y colores que permitían ver los ojos del joven. Seguramente él y su hermana tuvieron una relación estrecha, ¿o por qué otra razón la mujer pediría algo así?


Pero es a su sobrino al que busco, recordó Hadrien y cerró el objeto. Prosiguió el camino y se aventuró hacia la planicie que conectaba con una zona boscosa extensa. Según los viajes pasados, llegaría al siguiente pueblo en tres horas, si no se detenía.


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).