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El Giratiempos Roto. por aerosoul

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Notas del capitulo:

Holaaaa Enfermeros Suizos!!!! Pues, nada, aqui otro capitulo, para que ya nos falte menos para el final. Un saludo a SaloReyes, Minita y Die Potatoe Xx. Os quiero.

Minita, lo prometido es deuda, asi que, dedicado para ti, el corto relato de abajo, chorradas mias, pero con mucho cariño. Si no es de tu agrado puedes decirmelo con confianza.

Un saludo a todos en Amor Yaoi.

El señor Garabato  estiró sus patas mostaza y abrió la boca como si estuviera a punto de llamar a su mamá, o quizá maullar por ayuda, pero lo único que estaba haciendo era dar un largo bostezo. Tras esto, se lamió las patas una a una y luego se limpió las orejas puntiagudas. Cuando estaba por lamerse la cola, un zapato venido desde Merlín sabe dónde, le pegó en la cabeza y le distrajo de su cometido. Molesto, y  maullando con resentimiento, se levantó de la elegante cama en donde acababa de dormir su siesta, y dio un brinco para caer sobre la alfombra negra que cubría el suelo de mármol blanco. Caminó contoneándose y esquivando más zapatos y prendas de vestir que salían volando directo a él, hasta cruzar la habitación. A excepción de un pantaloncillo de algodón que le había caído en la cabeza. El señor Garabato intento quitar la prenda con una de sus patitas, pero le fue imposible, así que siguió su camino a ciegas hasta que choco con algo. Luchando por sacarse de encima la prenda, sacudió la cabeza y agitó la patita hasta que la prenda cedió y cayó al suelo.

Y ahí, pegado a la pared, se encontraba un antiguo ropero, donde una mujer de cabellos rubios, sentada sobre sus piernas, parecía buscar algo con desesperación.

-        Tiene que estar por aquí – dijo la mujer, sacando todo lo que encontraba. Sus delgadas manos blancas se movían a una velocidad de vértigo para el pobre minino que no lograba dejar la cabeza quieta mientras seguía el movimiento de estas -. Sé que me lo he guardado aquí.

-        ¿Miauuuuuuuu? – dijo el señor Garabato, acercando su cabeza a una de las piernas de la mujer. Rozó con ella la pierna repetidas veces, pero no lograba su cometido.

-        Ahora no, señor Garabato – exclamó Narcissa, metiendo la cabeza dentro del mueble -. Estoy buscando algo importante. Estoy segura que me lo he dejado aquí, por algún lado.

-        ¿Miauuuuuuuu? – volvió a decir el minino, esta vez asomando, el también, su cabeza dentro del mueble.

-        Una caja – contestó la mujer, como si hablara el mismo idioma que el gato o el gato el de ella -, una gran caja blanca, redonda, con un moño azul. Pero… ah, ya lo recordé – aseguró poniéndose en pie y parándose de puntillas en sus zapatillas, para ver sobre el ropero. Cogió todo lo que tuvo a su alcance para tirarlo sin miramientos, hasta que hizo un gesto de hastío -. ¡Basta! Ya me enfade de esto.

Cogió su varita del escritorio y, apuntando al ropero mientras visualizaba su objetivo, dijo Accio caja. Al instante salió de debajo de su cama la mencionada caja y chocó contra la espalda de Narcissa. La cogió quejándose del dolor y de su falta de memoria. Había estado más que segura que jamás la había guardado bajo la cama. Sopló sobre ella para quitar cualquier película de polvo que la cubriera y la colocó sobre la cama. El señor Garabato se subió a la cama, esperando con ansias a que la abriera para saber que tesoro se escondía dentro y fue testigo de cómo el moño azul fue diestramente arrancado de un tajo y la tapa se abrió, revelando un interior azul de Prusia, papel de seda blanco y pequeños gemelos de plata y zafiro acomodados sobre el papel. Narcissa cogió los gemelos y los situó cuidadosamente a un lado de la caja; abrió el papel de seda capa tras capa, hasta que encontró lo que buscaba: un pantaloncillo, una chambrita, un gorrito y unas botitas que ella misma había tejido a dos agujas hacía ya dieciséis años. Blanco y azul.

-        El pequeño Scorpius lucirá hermoso en ellos, ¿no lo cree así, señor Garabato?

-        ¡Miauuuuuuuuuuu! – estuvo de acuerdo el minino, mientras Narcissa le rascaba la cabeza.

Narcissa se limpió una lágrima que había caído por su mejilla, y volvió a buscar en el interior de la caja redonda. Saco una más pequeña, de madera de cerezo, que tenía un grabado sobre su tapa, de un dragón formando un círculo con su propio cuerpo. La abrió con reverencia y cogió del interior un anillo de oro blanco. Un anillo con la forma de una serpiente mordiéndose la cola. Los ojos del animal eran dos esmeraldas relucientes e hipnotizantes. En el interior del anillo, con finas letras doradas, ponía Para ti, Draco, que has cerrado tu círculo.

Lucius y  Narcissa lo habían mandado hacer desde que Draco tenía tres años de edad, y la mujer ya soñaba entonces con el día en que su hijo contraería matrimonio con esa persona tan amada. Debía reconocer que siempre había imaginado que tal persona luciría un radiante vestido blanco, una corona de diamantes y, por supuesto, seria del sexo femenino.

No se quejaba. No tenía problemas con que su hijo fuera homosexual. Es más, tampoco se quejaba de que hubiera escogido un Potter por compañero. Ella entendía que un Malfoy Black podía escoger las cosas más raras para disfrute personal. Además, Potter había demostrado que amaba con locura y pasión a su Draco y eso era lo más importante de todo. Y el hecho de que aun así fuera a tener nietos le llenaba de dicha absoluta.

Narcissa regreso el anillo al interior aterciopelado de la caja, y la metió a la caja redonda. Guardo las piezas tejidas, los gemelos, y cerro la caja. Esta vez no la pondría debajo de la cama. La coloco sobre su escritorio y escribió una pequeña nota en papel dorado. La enviaría a Hogwarts por la tarde. Si, con un montón de ranas de chocolate en su interior.

Le gustaría estar, en el colegio, ahí para ver la cara de su hijo al recibirla. Pero no debía. Bellatrix estaba de muerte porque ya había descubierto que Harry Potter estaba vivo y que Draco le había dejado vivir. Narcissa le había insistido en que su hijo estaba bajo un Imperius poderoso y que no debían hacer nada.

El señor Garabato ronroneó plácidamente mientras se acomodaba sobre el escritorio y veía como la pluma azul se movía suavemente. No tardó mucho para que se convenciera que aquel objeto era alguna clase de criatura que merecía la pena ser cazada, y sin levantarse, comenzó a tirar zarpazos intentando capturarla.

-        He terminado, señor Garabato – dijo la bruja, acariciando la cabeza del minino después de dejar la pluma en el tintero -. Será mejor que vayamos a por un poco de leche.

La mujer se levantó de su silla y vio, con una sonrisa de satisfacción, como el señor Garabato le estaba ya esperando en la puerta, maullando ansioso por esa leche prometida.

 

 

 

 

 

 

Aquella mañana Pansy Parkinson sabía que Draco Malfoy tenía ganas de comerse las uñas. Todas y cada una de ellas.

 La estrella diurna apenas estaba desperezándose de su sueño nocturno, asomándose por sobre los picos de las lejanas montañas, y estiraba sus rayos tímidamente hasta la Torre de Astronomía, donde Draco tenía rato observando las puertas forjadas del colegio. Pansy Parkinson, detrás de él, con los ojos cerrados por el sueño que le agobiaba, masajeaba suavemente los hombros del rubio, intentando tranquilizarle. Draco le había despertado desde la una de la madrugada y le había obligado a salir de las mazmorras, despedir a Harry Potter y compañía desde la puerta, y subir a la torre para verlos partir hacia Hogsmeade donde partirían con Traslador.

Hacía, quizás, una media hora que Potter se había marchado pero Draco no quería moverse de ahí.

Por supuesto, pensaba Pansy, Draco debía haberse levantado desde las doce de la noche (quizá ni había dormido nada), ya que se notaba recién bañado y se había puesto muy guapo. En cambio ella, apenas si le había dado tiempo de ponerse un abrigo, cuando el rubio la estaba empujando por la puerta de su habitación. Con lo que odiaba madrugar.

Pero era imposible decirle que no a su amigo (y Pansy juraba que tenía poco que ver que Draco estuviera en estado interesante y que le hubiera obligado a hacerlo), ella estaría allí para él, siempre, porque era su amiga incondicional.

-        Venga, hombre, que todo saldrá bien, – animó Pansy, sin abrir los ojos. Dejó caer sus manos a sus costados y recargó su cabeza en el hombro de Draco –.  Potter se las apañara, ya lo veras, tu padre terminara amándolo.

-        Pues, no espero que lo ame, pero sí que le perdone la vida – aseguró el rubio, jugando con sus dedos sobre la balaustrada.

-        Lo hará – dijo Pansy tras un tímido bostezo. Extrañaba montones su cama, pero lo más seguro era que ya no podría echarse a dormir, porque ya iba siendo hora de que se arreglase para las clases -. Él sabe lo que va a ocurrir si falla y te aseguro que no es una opción para él.

-        El problema es que ni yo mismo se lo que va a ocurrir si falla, Pansy – confesó Draco, alejando a la muchacha de si para verla a la cara.

Pansy abrió los ojos y miró directamente a los de Draco. Sus ojos grises brillaban como un cristal atravesado por un rayo de luz.

-        Espera, ¡¿Qué?! – masculló Pansy, con los ojos muy abiertos, ahora. - ¿Estás diciéndome que serías capaz de romper las reglas por Potter? ¿Te largarías con él, Draco?

Draco agachó su rostro, y un mechón de sus cabellos albos, que ya casi le llegaban al hombro, le cubrió un ojo.

-        No… no lo sé, Pansy. Lo he pensado toda la noche y es algo que no me deja dormir constantemente.

-        Pero es que, hay que joderse, ¿no? – dijo Pansy, con una risilla mal disimulada. - ¿Por qué no me lo has dicho antes?

-        ¿El qué? – dijo Draco, con una ceja peligrosamente elevada.

-        Que te has enamorado de Potter – acusó la morena, divertida. Ahora entendía muchas cosas.

-        Pero, ¿Quién ha dicho que me he enamorado? – rebatió el rubio, de pronto, rojo hasta las orejas. – Ya. Es que uno no puede decir que se piensa escapar con alguien por que irremediablemente tiene que estar enamorado ¿no? Pues que te den, Pansy. Y que te den bien duro.

-        Ya. Pero no te molestes tanto, querido – dijo la muchacha, abrazándolo por la espalda, sin borrar su sonrisa -. Recuerda que soy tu amiga, Draco. Jamás se lo contaré a nadie. Mi boca será una tumba.

-        Pues mira que, no quería decírtelo, pero sí que te lo creo. Deberías desenterrar al muertito, porque ya está en descomposición.

Pansy le soltó y se revisó el aliento, mientras Draco se alejaba hacia las escaleras, riendo.

-        Madre mía – susurró, corriendo a alcanzarle -. Pero es que no me has dado tiempo a lavarme – reprochó con morritos, bajando las escaleras junto a su amigo -. La próxima vez que quieras levantarme a la una de la madrugada, para despedir a Potter, me avisas con tiempo, ¿vale?

-        Vale, pero que no ha sido a la una. Ha sido a las cuatro.

-        Pues a mí me lo ha parecido a la una.

 

 

 

 

Draco observó el lugar. Estaba oscuro y hacia frío. Y de pronto algo brillaba a la distancia. Parecía fuego. Un fuego que se elevaba como lenguas infinitas. A su lado estaba Harry. Estaba de pie, junto a él, con una copa en la mano. Draco podía sentir un sabor a vino dulce en los labios. Como si acabara de beber de la copa que traía Harry en mano.

Un pacto de sangre – dijo Harry.

Tu sangre, mi sangre – dijo él.

Tú, yo.

Uno.

Soy de ti, porque Dios me creo de tu aliento…

Y algo horrible, espantoso, amenazaba aquel lugar, aquel momento maravilloso. Como si una fuerza destructiva estuviera por separarles, por arrebatarles el uno al otro. Con el corazón latiendo a mil, Draco observó de nuevo la oscuridad. Podía sentir la presencia. Sus cabellos erizados.

Y vino el monstruo que amenazaba su felicidad.

Cuando Draco despertó, no entendía porque al ver a la Comadreja Menor, se le había venido a la mente el nombre de Lilith. Aun así, había sido un sueño muy extraño. Le parecía que seguía teniendo gusto a vino y su cabeza comenzaba a doler con el presentimiento de que no había sido solo un sueño. Algo raro estaba pasando.

Se puso en pie sintiendo un ligero mareo. Se calzó y se dirigió al baño. Tenía tremendas ganas de orinar y también tenía una puñetera hambre que cierto pececito de Jade halaba del cordón umbilical para presionar a su progenitor. Y eso no se sentía bien. Caminaba hacia su cuarto de baño cuando algo llamó su atención: una hoja de papel tirada en el suelo, frente a su puerta. Alguien debía haberla metido bajo ella. Desviándose de su camino, la cogió y le echo una ojeada. La caligrafía era larga, aunque un poco desordenada. Los puntos de las ies, estaban puestos como pequeñas líneas, como si la persona que hubiera escrito aquello lo hubiera hecho muy de prisa. Pero lo que más llamó su atención era que ponía el nombre de Harry.

Harry Potter.

Destinatario. Harry Potter.

En un momento de locura pensó en guardarlo y entregárselo cuando lo viera, cuando Potter volviera de su misión en Azkaban, pero la cordura regreso a él como un golpe en la nuca.

¿Por qué coño le dejarían una carta a Potter en su dormitorio? Osease, en el de Draco. ¿Por qué no entregárselo a él en persona? Osease, a Harry. No, debió ser alguien que conocía su secreto. Quizá alguno de sus amigos…

Draco se sentó en su sillón y comenzó a leer aquel pedazo de papel. Y arrugó la frente. Y apretó los labios. Y maldijo a Harry Potter. Y se echó a llorar.

 

 

El viento rozaba la piel de su rostro, hiriéndolo con su frialdad. Traía un perfume de hierba húmeda y flores silvestres que impregnaba todo a su paso. Cuando Parkinson le encontró, el lago reflejaba iridiscencias y mándalas de luz que se manifestaban en las pupilas de Malfoy, retorciéndose, contorsionando inquietamente. Lo más probable era que ella quisiera saber el porqué de su ausencia en el comedor, pero Pansy no dijo nada, no preguntó nada. Ella sabía que si Draco quería comentárselo, lo haría tarde o temprano. Algunas veces la muchacha había tenido que esperar pacientemente días. En una ocasión, fue casi una semana, pero el rubio había terminado confesando el porqué de su actitud. Y Draco le agradecía esa parte de su personalidad a su amiga, por que por algo era su mejor amiga.

El muchacho suspiró. Sus cabellos se elevaban suavemente con ese vientecillo juguetón que helaba la piel. Draco se sobó los brazos sobre su túnica para regalarles un poco de calor, pero era imposible. Era uno de los días más fríos que recordara. No. No era así, en realidad. Draco sabía que se debía a la carta. Esa estúpida carta. Estúpida, ESTUPIDA carta.

Pansy cogió asiento en una piedra plana a la orilla del lago, a los pies del rubio. Con las piernas cruzadas, la túnica se revolvía sobre si misma debido al viento, descubriendo de vez en cuando, sus pálidos tobillos. Las manos de la chica se fueron hacia una de las de Draco. Apresaron entre ellas los dedos largos de él, y la morena recargó su frente sobre sus manos. Estaba agotada y somnolienta pero siempre dispuesta a estar a su lado.

Malfoy metió la mano a su bolsillo y saco un papel arrugado. La carta. Estúpida. Se la extendió a la chica para que la leyera y esta la cogió, la estiró y la alisó sobre su pierna. Y leyó. Y conforme lo hacia su gesto mutaba. Sus cejas se elevaron, sus labios se entreabrieron, incrédulos, y ahogaron un gruñido de rabia. Potter. Potter. Que la has cagado, Potter.

-        ¿Crees que es cierto todo lo que dice aquí? – preguntó ella, sin saber que pensar.

Draco no respondió, antes esbozó una sonrisa poco sincera en sus labios.

-        ¿Qué más da si es cierto o no? – dijo el muchacho, agachándose a coger una piedrecilla para arrojarla al lago. La piedra cayó a unos metros, rompiendo por un momento el hechizo de espejo de la superficie. - ¿No te das cuenta, Pansy? Esto es lo que siempre me he temido.

-        ¿Siempre? – cuestionó la morena, arrugando de nuevo el papel en una mano.

Los ojos verdes de ella estaban puestos sobre las bellas facciones de su amigo, intentando adivinarlo, intentando reconocerlo. A momentos se le figuraba ver de nuevo a ese Draco que odiaba a todo el mundo, ese Draco que, desde que supo que sería madre, se había diluido, se había vuelto sombra y se había escondido en algún lugar, en el interior de su amigo.

-        Vale, no siempre. O siempre desde que estamos juntos, ya sabes a lo que me refiero.

Desde que le quieres, habría dicho Parkinson, pero era mejor no tentar a la muerte aquel día tan bonito. Bonito por que el profesor Snape le había dedicado una sonrisa al pasar por el aula de DCAO. Y Pansy no sabía si eran imaginaciones suyas. De hecho, no quería saber. Era feliz con el pensamiento de que había sido obsequiada con ese regalo tan hermoso.

-        Ya te pillo – dijo la morena, asintiendo repetidas veces. – Pero, entonces, ¿qué harás? Y, por cierto… - comenzó Pansy, pero dudo un momento en continuar -, Potter ha llegado ya. Lo he visto en el comedor de pasada. Se le notaba relajado y feliz. Supongo que ha tenido suerte.

-        Suerte – repitió Draco, en un susurro, con una sonrisa despectiva -. Debería mandarse revisar la cabeza.

-        No me has dicho que harás – insistió la morena, levantándose de su asiento improvisado, y caminando hasta donde su amigo. Volvió a cogerle una mano y la apretó suavemente.

-        Supongo que hare lo que tenga que hacer.

-        ¿Y Potter?

-        El también hará lo que tenga que hacer.

       Se dio la vuelta para largarse cuando chocó con alguien. Maldijo su suerte y a la persona con la que había chocado, pero esta, en lugar de enojarse sonrió alegremente.

-        Lo siento mucho, Malfoy – se disculpó la muchacha, colocando sobre su nariz las Espectrogafas que habían estado a punto de caer -. Estaba persiguiendo una Hanjana que ha salido de la flor de la fuente del patio de la torre del reloj, y me ha traído hasta aquí – aseguró sonriente.  – No me había dado cuenta, pero parece que su alimento favorito son los Torposoplos.

-        Ya – dijo Malfoy, con una sonrisa muy chula. – No me lo digas. Voy a adivinarlo, ¿vale? ¿Te lo han dicho los de la Conspiración Rootfang? – preguntó riendo mientras le guiñaba un ojo a Pansy -. Te voy a dar un concejo porque te aprecio de verdad – afirmó Draco, cogiéndole por el hombro para que caminara a su lado rumbo al castillo -. No camines como si fueras ciega, porque a las personas cuerdas no les gusta para nada que choques con ellas.

-        ¿Sabes qué? – dijo Luna, quitándose las Espectrogafas para dedicarle una sincera sonrisa -, Eres un chico muy guay. Pero si no entiendo por qué las personas te llaman monstruo. Eres tan guapo y amable. Debe ser por envidia.

-        Me llaman monstruo – dijo Draco. No fue una pregunta. Su mano derecha se cerró en un puño firmemente. Pansy se tapó la boca, aunque fue más que nada para no demostrar que quería reír de la cara de su amigo. - ¿Y se puede saber quiénes me llaman monstruo?

-        Todos – contestó Luna, ingenuamente -. De hecho, te llaman de otras maneras que es mejor que una chica educada como yo, no repita. Pero no te preocupes, yo haré que se coman sus palabras la próxima vez que se refieran de esa fea manera de ti. Es más, hare algo mejor que eso. Haré que te quieran.

-        Harás que me quieran – repitió Draco, con un ligero escalofrió en la espalda y un mal presentimiento en el pecho -. ¿Y se puede saber cómo lo harás?

-        Así…

 

 

Draco se odiaba a sí mismo. Podría haber odiado a todos los demás por llamarle monstruo. Pero no. Se odiaba a si mismo por haber hecho semejante pregunta a Lunática Lovegood. Y es que el tenía la culpa por no haber corrido en cuanto choco con ella. Si la vez en cualquier parte, escóndete – le había dicho sabiamente Blaise Zabini, después de encontrársela con Potter en El Club de las Eminencias, del profesor Slughorn, pero él no había hecho caso y ahora estaba en el despacho de Dumbledore, su quizá futura víctima, esperando que el anciano supiera como quitar ese tonto hechizo que Lunática le había puesto encima.

Mariposas. El jamás había oído de ese hechizo. ¿Y que Dementores creía Lovegood que las mariposas a su espalda podían hacer por él? No era como si los demás le mirasen las mariposas y fueran a decir Mira que Malfoy es el chico más Guay que conozco, esas mariposas sí que le lucen bien, ¿Por qué habré pensado que era un monstruo? Si está claro que es lo más bello que existe en este lugar. Quiero ser su amigo de ahora en adelante, para siempre. Si, seamos amigos del chico con las mariposas a su espalda. No, el no entendía la mente de lunática Lovegood. Jamás podría saber qué clase de cosas se retorcían dentro de aquella cabecita rubia.

Y fue por eso que cuando Draco escuchó del director que no tenía ni remota idea como deshacer el hechizo de la Lunática, se puso histérico y comenzó a lanzar improperios a diestra y siniestra. Ah, y también objetos de cristal que se encontraron a su alcance en el escritorio del director.

Pero la culpa de todo la tenía el maldito de Potter. Ese sí que era un monstruo y ni quien dijera nada.

-        Creo que tendré que darle un Justificante para que se lo muestre a sus profesores, señor Malfoy – dijo Dumbledore, sentado a su escritorio, sin inmutarse por la pataleta del muchacho, y que al parecer quería impedirse a sí mismo el reír delante de Draco. En momentos como ese era cuando Draco sabía que si se atrevería a asesinar a ese buen hombre.

-        Espero que castigue a Lunática Lovegood por esto – exigió Draco, demostrando todas sus ínfulas de víctima.

-        Tendrá un castigo, claro que sí, señor Malfoy – prometió el hombre, escribiendo en un pedazo de pergamino con una pluma de Fénix -. Sin embargo será un castigo acorde al crimen.

-        ¿Qué se supone que significa eso? – inquirió el rubio, de mala uva.

-        Solo eso, señor Malfoy. Y cambiando de tema, el señor Potter ha regresado de su aventura por Azkaban y supongo que arde en deseos de hablar con usted.

-        Bah. Pues que haga fila por que estaremos muy ocupados este día.

Draco no se dio cuenta de que, detrás de sus gafas de media luna, el hombre le miraba magnánimo y displicente. Una sonrisa por toda respuesta fue lo que recibió el muchacho, que tenía pinta de que no sabía lo que se le avecinaba encima.

 

        Y ahí andaba Malfoy, con una maldita estela de mariposas a su espalda, aguantando que los alumnos a su espalda, incluidos los Slytherins, cotillearan a su paso y rieran disimuladamente algunos, los más audaces se carcajeaban en su cara. Pansy Parkinson, ahora Guarda Malfoy, amenazaba y aterrorizaba a los osados que encontraba en su camino.

Así fue como entró en la clase de Transformaciones, miró a Harry Potter que intentó sonreírle, y le Draco intento transmitirle todo su odio por medio de su mirada y al parecer lo logró, ya que reconoció la confusión y el aprensión que reflejaron sus verdes ojos. Pansy, haciendo señas a Potter de que pronto iba a morir, le preguntó al rubio si quería que le lanzara una maldición, a lo que Draco pensó en contestar que mejor le lanzara una silla, porque no quería que ella saliera castigada, pero no dijo nada.

La profesora McGonagall se acercó a Malfoy para pedirle que retirara las mariposas y el rubio tuvo que decirle que había sido culpa de Luna Lovegood y que ya el director Dumbledore le había dado un justificante porque no había manera de quitar el hechizo y habría que esperar a que se quitara solo.

-        ¿Está seguro? – inquirió la mujer, con pánico en la voz. Era bien sabido el miedo que solían tenerle a Lunática los profesores. Frente a la susodicha le llamarían respeto, pero era miedo. Personas sabias, se dijo Draco. Aprende de ellos. Draco asintió y la mujer le dejo en paz, demostrándole la lástima que le tenía con una palmada en el hombro, asintiendo al mismo tiempo y luego le invito a coger asiento, por favor.

Los cuchicheos no se hicieron esperar. Draco no pudo concentrarse en la clase. Ninguna de las sabias palabras de la subdirectora se le grabó en la mente. Nada. Deseaba que el tiempo pasara lo más rápido posible para largarse a su cuarto con todo y mariposas y no volver a salir jamás. Se encerraría a cal y canto y no saldría ni en la muerte. Vale, quizá solo para matar a Potter… después de tener un último polvo. Es decir, seria magnánimo con Potter: le daría un último deseo y era lógico que lo que el moreno le pediría antes de morir, seria eso, sexo. Y no era que el rubio estuviera ardiendo en deseos de enredarse en el cuerpo del Gryffindor, de sentirle dentro, de beber una vez más de esa fuente mágica que era su boca, o sentir el calor flamígero de sus cuerpos en la unión carnal, ni nada por el estilo, sino que simplemente seria el último deseo de un condenado, y Draco tendría que cumplirlo. Por si las moscas tendría, que averiguar si había algún sindicato o algo que se dedicara a luchar por los derechos de los condenados y sus últimos deseos. Y después del sexo ya se encargaría. Le envenenaría. Seeeee. Oh, Merlín, como lo iba a disfrutar.

 En cuanto se acabó la clase, el rubio se levantó de su asiento y se dirigió a la puerta, dejando atrás a Pansy, que no había terminado de meter sus cosas en su mochila. Malfoy tenía pensado pasar más rápido que una exhalación por el lado de Potter, que de pronto se había quedado en la puerta como si se le hubiera olvidado algo. Seguro que era su cerebro. Pero encontrar algo tan pequeño le iba a llevar siglos o milenios. Mejor que se diera por vencido, total, jamás le había servido de algo, ¿o sí?

Y al pasar, Potter se dirigió a él y Malfoy no pudo evitar estamparse contra el moreno con toda la fuerza de que fue capaz, sin lastimar a su bebé. Potter se quedó con la boca abierta mientras el rubio le miraba con rabia, y se fue sin decir una palabra. Dumbledore quería que se trataran igual que siempre, pues ahí lo tenía. Quien los viera jamás hubiera adivinado que alguna vez hubo más que odio, rencor y deseos de una masacre, entre ellos.

Él también comenzaba a dudarlo. Y la culpa de todo la tenían la carta y Luna Lovegood.

Se fue directo a las mazmorras, con Pansy corriendo detrás de él. Quería cerrarle la puerta en las narices pero la muchacha no le dio oportunidad, porque  entró más rápido que un Snitget Dorado. Debería meterla de cazadora al equipo de Quidditch de Slytherin. Con esos reflejos, seguro le ganaba a Potter.

-        Por un momento he pensado que me dejarías afuera – dijo la muchacha, con la respiración agitada -. Eres malo, Draco. Me has traído corriendo detrás de ti por todo el colegio.

-        Recuerda que soy un monstruo, querida – pidió, sacándose la túnica para ponerse su pijama negro. Tenía tremendas ganas de matar a alguien, pero estaba cansado, tanto que levantar su varita sería un esfuerzo descomunal. Y sus tripas gruñeron, exigiendo el alimento que su dueño no se había dignado a darles desde el desayuno -. Dementores. Muero de hambre.

-        Te traeré algo – se ofreció Parkinson, dejando su mochila en el suelo -. ¿Algo en especial?

-        Ranas de chocolate, tarta de melaza, pastelillos de caldero, y cualquier otro postre.

-        Ese bebé va a nacer con diabetes, seguro que sí.

-        Este bebé te va a vomitar encima y te va a hacer popo cuando le cargues si no nos traes lo que te hemos pedido.

-        Hemos… me suena a manada… vale, vale, ya voy. Par de berrinchudos.

-        ¿Qué has dicho?

-        Que estáis bien chulos.

-        Ya.

 

      Pansy caminaba con decisión en busca de alimentos. Si bien no recordaba, Harry Potter sabía cómo entrar en las cocinas. Una vez lo había visto saliendo por un cuadro de un frutero con más comida que la que  tragaban él y su amigo pelirrojo, en el Gran Comedor a la hora de las comidas y eso era decir bastante. Todos los Gryffindor hombres eran unos trogloditas enfermos y compulsivos tratándose de comida. El caso era que necesitaría de la ayuda de San Potter, y había un rubio en las mazmorras que seguro la aventaría por la torre de astronomía si se enteraba.

Sin embargo, no podía regresar con las manos vacías. Decidida a arriesgar su vida, se dirigió a la torre de Gryffindor y se topó con uno de los Leones que le parecía más simpático. Neville Longbottom. El muchacho, que le pasaba con una cabeza y media, estaba parado en la puerta de la Dama Gorda, intentando, al parecer, recordar algo. Se pegaba en la sien, con el dedo índice, y repetía palabras, quizá frases, en voz baja y con gesto desesperado.

-        Longbottom – llamó la morena, captando toda la atención del muchacho, que de pronto parecía nervioso y asustado. Pansy lograba esa reacción casi en cualquier chico -. Justamente a ti te estaba buscando.

-        ¿A mí? – dijo el muchacho, con un hilo de voz que después recompuso -. ¿A mí? ¿Por qué a mí?

-        Si, a ti. ¿Sabes dónde está Potter?

-        Debe estar adentro – dijo el chico, señalando con un cabeceo hacia su Sala Común.

-        ¿Serias tan amable de entrar a por él? – Longbottom abrió la boca pero la volvió a cerrar sin decir nada. Su blanco rostro de pronto estaba ruborizado. Pansy sonrió -. Que te has olvidado de nuevo la contraseña de tu casa, tío – acusó Pansy, divertida. Era famosa la cabeza olvidadiza de aquel Gryffindor en particular. Aun recordaba el encontronazo que habían tenido Potter y Draco en primer curso, por la Recordadora de Longbottom. El moreno agachó la cabeza, visiblemente apenado -.  No te preocupes, Longbottom, a todos nos pasa alguna vez. Necesito pedirte un favor – dijo Pansy, acercándose lo suficiente al muchacho, para sujetarse a uno de sus brazos. El Gryffindor hizo gesto de querer alejarse pero la morena lo sujeto fuertemente -. No te asustes, León, que no te morderé. Solo quiero que llames a Potter y le digas que le estoy buscando urgentemente. Se trata de… supongo que estas al tanto. Se trata de sus bebes. Así que necesito que recuerdes esa contraseña, por que en verdad es urgente lo que tengo que decirle.

-        Ni te molestes, querida – dijo la Dama Gorda, desde su retrato, mientras arreglaba su tocado de hojas y frutos frescos sobre su cabeza -. Lleva más de media hora aquí parado, sin recordar nada.

-        Por supuesto que me molesto – contestó Pansy, a la grosera mujer -. Es un alumno de su casa, ¿sabe? Debería ser más cortés con él.

-        Oh, y lo soy – rebatió la rolliza mujer, estrujando su tocado y haciendo que unas cuantas hojas cayeran al suelo dentro de su cuadro -, le aseguro que no hay nadie más cortés que yo, señorita Slytherin.

-        No es precisamente lo que yo he escuchado – aseveró la morena, cruzando los brazos y sonriendo de forma despectiva.

-        ¿Qué es lo que has oído? – quiso saber la gorda, acercándose cuanto pudo sin caer por el marco, para escuchar mejor a Pansy, pero la chica le ignoró un momento.

Entre tanto, Neville Longbottom cerró los ojos con el ceño fruncido. Parkinson estaba segura que de poder ver dentro de su cabeza vería engranajes oxidados moviéndose con un tremendo chirrido, forzándose a moverse unos a otros para poder recordar aquella contraseña. Y después de un minuto el muchacho abrió los ojos brillantes y dijo un Baratijas. La puerta de la Dama Gorda se abrió, relegando a la pared la cara de la mujer.

-        Dígame, señorita Slytherin, que es lo que dicen de mi – pedía la mujer, con la voz ahogada.

-        Ahora sí, Longbottom, ve a por Potter – apremió Pansy, y el muchacho entró en la Sala, con una sonrisa de victoria bien puesta.

Cuando el León entró por la puerta, esta volvió a cerrarse y Pansy se encontró con la cara de perrito abandonado de la Dama Gorda. La morena se dio una leche y sonrió, volviendo a cruzar sus brazos sobre su pecho.

-        Por favor – rogó la mujer, gimiendo como cachorrito atropellado.

-        Vale, vale – dijo Pansy con cara de pocos amigo -, pero no se lo cuente a nadie, ¿vale?

-        ¡Vale!

-        Pues, nada, que se rumorea por ahí que usted ha sido quien ha…

Y justo en ese momento la puerta se volvió a abrir y un Harry Potter con los cabellos más despeinados que un motociclista suicida sin casco, apareció por el umbral.

-        ¿Qué han dicho qué? – preguntó la mujer, de nuevo contra la pared. Pero cuando esta regresó a su sitio, la señorita Slytherin ya no estaba.

 

 

-        ¡¿De qué estás hablando?! – exclamó Harry, agitado - ¿Cuál carta?

-        Eso lo tenéis que hablar vosotros – afirmó Parkinson, mientras entraban por la puerta del frutero después de hacerle cosquillas a la pera -.  Yo solo te digo que estés preparado para lo que sea que te venga encima.

Parkinson se vio interrumpida por una horda de pequeños elfos que se arremolinó a sus pies, solícitos, listos para entregar su vida si era necesario (siempre y cuando a la invitada le apeteciera Elfo asado o algo así). En sus pequeñas manos había fuentes con frutas, postres y comidas deliciosas.

-        Pide lo que quieras – dijo Harry, sentándose en un banquillo.

Dubby no se veía por ningún lado. Y eso le alivió en cierta manera. No era que Harry no quisiera al elfo, pero resultaba un poco cansado recibir tantas inclinaciones de cabeza y halagos de un solo ser.

El Gryffindor observó divertido como la muchacha era catapultada bajo una marea de postres y golosinas. Pero la sonrisa se le borró cuando recordó lo de la mentada carta. ¿Cuál carta? ¿Quién coño le había mandado aquella carta y que era lo que decía para que su rubio se hubiera puesto así?

Cuando regresó al mundo, Harry vio a la morena con los brazos acunados para llevar una pequeña montaña de todo lo que los elfos le habían dado y este tuvo que ayudarle a cargar algunas cosas más. Salieron de las cocinas, no sin antes Parkinson prometiera a los elfitos que muy pronto regresaría a por más, es decir, a visitarles.

-        ¿Dónde puedo verle? – dijo el moreno, recogiendo del suelo una rana de chocolate que se le había caído a la Slytherin.

-        Joder, Potter, eso va a estar puñeteramente difícil – dijo Parkinson, con la cara oculta tras la montaña de postres que llevaba en brazos. Alzaba la cabeza intentando ver por encima hacia donde iba -, a parte que peligroso. En cuanto el rubio te vea te lanzara un Petrificus, te cortara el pene y se lo pondrá de collar.

-        Entonces la carta tiene que ver con mi pene, ¿cierto?

-        Yo no debería decírtelo, pero si – dijo Parkinson, sonriente. Después carraspeó y regresó a un gesto fatuo -. No es gracioso, Potter. Lo que le has hecho a mi pobre amigo merece la pena de muerte. Ni siquiera sé por qué te estoy advirtiendo. Debería llevarte a una emboscada o algo así, en lugar de intentar salvar tu pellejo.

-        Oh, pero es que tú eres una buena amiga, y sabes lo que es mejor para Draco – dijo Potter con falsa arrogancia -, ósea, yo.

-        Vale, vale, Potter. Porque tú lo digas, pero será mejor que no te acerques más a las mazmorras o nos liaran a ti y a mí en algo asquerosamente romántico, y no quiero morir tan joven a  manos de Draco. De hecho, a manos de nadie. Pero a manos de Draco menos.

Y de pronto la cara de Pansy fue un cuadro de terror y sus brazos se sintieron de gelatina, dejando caer al suelo todo lo que llevaban.

-        Así que aquí estabas, traidora – masculló Malfoy, mirándoles desde el final de las escaleras hacia las mazmorras.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Notas finales:

La casa de doña Plancha desapareció un día. Así, de la noche a la mañana, PUF, ya no estaba. Vale, en realidad no ha sido de la noche a la mañana, porque el día que desapareció, doña Plancha, bautizada con el nombre de Francisca, pero mejor conocida como doña Plancha por la comunidad, salió muy temprano de su casa (cuando aún estaba en contra esquina con el parque, en la calle de las Malvinas), en busca de huevos para hacerle la merienda a su esposo, que como cada domingo amanecía borracho de ebriedad.

 De no ser porque le había pasado precisamente a ella, doña Plancha jamás hubiera creído que una casa podía desaparecer así como así, completita, con todo y tuberías y bagatelas, como si un buen día la casa hubiera decidido que le apetecía dar un paseo y le hubieran salido patitas. O quizá había decidido que el lugar no era de su gusto, que el clima le estropeaba las articulaciones y que quería mudarse, sin avisar. Quizá más tarde, siguiendo la línea de tal pensamiento, le llegaría una postal de una casa desvencijada en algún lugar paradisiaco, con unas líneas donde ponía lo bien que lo estaba pasando y que no regresaría jamás, que se fueran buscando otro lugar donde vivir, porque ella se despedía cordialmente para siempre.

O tal vez solo había dado un paseo y lo único que doña Plancha tenía que hacer era sentarse en la acera y esperar. Aunque a doña Plancha le daba pena que le vieran los vecinos, ahí, sentada. Y no porque fuera algo malo, sino porque no le apetecían los reclamos, los concejos, los cotilleos y demases que la gente solía decirle cada vez que su esposo arrasaba y barría la casa con su persona. Habían ocurrido peores ocasiones, como la vez que don Cloti había usado la Plancha para enseñarle como NO se debe quemar una camisa, y  había usado su espalda como tabla de planchar para después usar el cable del trasto y dejarle las piernas abiertas y sangrantes. O la vez que no le había gustado el pescado asado y la había cogido por los cabellos, la había estampado contra el plato y le había dado cinturonazos por todas partes…

En fin, que eran incontables las  veces, como aquella, que doña Plancha pagaba con sangre sus errores. Doña Isabel, la de la casa de al lado, una mujer regordeta, simpática, pero muy misteriosa, muchas veces le había aconsejado que denunciara el caso al monstruo de su esposo, con las autoridades correspondientes, pero doña Plancha no se atrevía. Estaba convencida de que si lo hacía, su esposo se vengaría de una forma mucho peor y lo cierto era que ella lo conocía lo suficiente. Clotildo Santiagarro era capaz de ahogarla mientras dormía; de enterrarla viva, cocinarla en el horno, echar sus restos carbonizados a los perros y dormir tranquilamente después.

Pasaron los días y la casa no aparecía. El suceso apareció en las noticias locales, nacionales e internacionales.

Mujer dedicada, abnegada, desesperada porque su casa ha desaparecido con su señor esposo dentro, llora su pena frente a la sombra de su manzano, que es lo único que ha quedado de su casa, rogando porque su esposo aparezca sano y salvo.

Las semanas pasaron, los días se hicieron más y más largos hasta volverse meses, y un día el milagro sucedió. La casa volvió a aparecer extrañamente, así como así,  cuando doña Plancha despertó una mañana. Cuenta la gente como esta mujer abnegada y cariñosa se levantó, decidida, del suelo donde dormía,  entro en su casa y se escuchó un grito de tremenda alegría por parte de su esposo… o eso fue lo que se pensó en un principio. Pronto los gritos se volvieron aterradores y al poco rato doña Plancha salió con una gran sonrisa en los labios, sus ropas manchadas de sangre y el cable de la plancha en sus manos.

Las cámaras de televisión estuvieron presentes cuando la abnegada mujer, si borrar su sonrisa, era esposada y sometida en el interior del auto policiaco, mientras gritaba a todo pulmón:

SOY LIBRE, AL FIN SOY LIBRE.

Días después de su arresto, doña Plancha desapareció de la prisión como por arte de magia. Nadie volvió a saber de ella, nadie jamás la volvió a ver.

El como desapareció y apareció la casa seguirá siendo un misterio para toda la comunidad que quizá teorizara con Karma, designios, destinos, una broma de los dioses…

 Desde la casa vecina de la casa desaparecida, doña Isabel lee en el diario, con una sonrisa de satisfacción, que el misterio de doña Plancha será recordado por los anales de la historia como el caso Plancha. La mujer camina hacia su habitación, saca una varita del bolsillo de sus vaqueros, y apuntando hacia su puerta, esta se abre, dejando ver un paisaje de playas turquesa, palmeras, arena blanca, y desde donde doña Plancha le saluda con una mano, mientras bebe una piña colada con sombrillita. Doña  Isabel entra por la puerta y se pierde tras ella, cuando esta se cierra.

Brujas. Todavia existen por si alguno os lo preguntabais.


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