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Valiente. por Maira

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Habían transcurrido dos semanas completamente agotadoras. Los cadáveres habían sido quemados en hogueras, distribuidos en interminables grupos, pues el número era más del que Zin hubiera imaginado. Anzi le había ayudado acercándose a la costa y allí ordenando a los soldados de Miwa que se reunieran con los demás. Llevó un grupo extra de hombres para transportar el armamento oculto de la cueva, quemar los cadáveres de los soldados enemigos que habían interceptado y observar en qué estado se encontraban los navíos de antaño amarrados al muelle de los que sólo quedaban unas pocas astillas de madera o cúmulos de cenizas. A menudo un fémur e incluso un cráneo asomaban de entre los restos, cubiertos por el oscuro velo que el fuego había dejado caer sobre ellos.

El rubio había decidido enviar a las hijas del rey a tierras lejanas. Pidió que un par de escoltas las acompañaran hacia algún muelle de las cálidas tierras del Norte dónde algún comerciante aceptara transportarlas por una bolsa de monedas hacia algún otro lugar. Llevarían todo el oro que necesitaran para que en un comienzo nada les faltara. A él no le importaba el oro y la verdad era que disfrutaba más de, a pesar del duro trabajo, la tranquilidad tan sencilla que la libertad traía consigo.

Los sirvientes le serían leales. Lo supo desde el primer día en que les encargó tareas sencillas. Había liberado a todos los niños de sus tareas para colocar a humildes ciudadanos en su lugar. El amplio patio interior del castillo se había llenado de risas de niños jugando, incluso a pesar del fúnebre ambiente más allá de la destrozada muralla.
A cambio de comida, había alentado a cientos de hombres a reconstruir todo lo que el ejército destrozó. No podía devolverles a sus muertos, no era capaz ni siquiera de recomponer el daño material en todo su amplio espectro. Pero pensó en que, cómo había leído mucho antes durante su oscura estadía en la mansión del general Miwa, todo comenzaba a construirse desde los cimientos para poco a poco aumentar su altura. Quería crear algo mucho mejor de lo que antes había existido allí, mucho más alto.

Entre los sobrevivientes buscó maestros, costureras, lavanderas, cocineros; todo quién desarrollara un oficio sería de mucha ayuda para recomponer rápidamente las castigadas tierras. No tenía mucho tiempo, por lo tanto quería aprovecharlo al máximo.
Decidió que los niños aprenderían en grupos a leer y escribir, a hacer cálculos matemáticos. Todo lo que los maestros pudieran enseñarles estaría bien. También pensó en que en un cercano futuro, Anzi podría instruirles en la lucha, aprenderían a defenderse. Cuándo crecieran, serían hábiles con todo tipo de armas. Incluso podría asentar las raíces de un ejército digno de envidiar, completamente invencible y mucho mejor que la gran tropa del general Miwa. Podría alzar realmente un imperio ideal. Pero para eso lo primero era lo primero.

No todo era perfecto. También había cometido errores. Muchos ciudadanos estaban en contra de obedecer a quién le había cortado la cabeza a su rey. Protestaban, arrojaban frutas y hortalizas podridas contra la fortaleza e incluso habían intentado acabar con él en más de una ocasión. Pacientemente escuchaba sus reclamos, intentaba satisfacerles, alentarles. Pero nada parecía funcionar con aquellos tercos grupos armados con toscas herramientas caseras. Muchos de ellos caían a diario cuándo la tropa de Miwa perdía la paciencia y se desencadenaba una batalla campal que era incapaz de detener incluso vociferando desde lo alto de las murallas. Ese tipo de situaciones le producía un intenso dolor de cabeza. Casi a diario surgían nuevos conflictos.

Atsushi observaba cada movimiento con suma atención. No aportaba nada bueno ni nada malo, tal cual había prometido. De vez en cuándo solía reírse de Zin y se lo notaba más descansado, más relajado e incluso de buen humor. A veces se infiltraba a escondidas en uno de los jardines para cuidar de los niños que todos llamaban sin rencor alguno “Los favoritos”. Pues desde aquella noche en la que los había retirado de la jaula, Zin no les perdía la pista un solo instante. Procuraba que se alimentaran más que los otros, durante las noches los arropaba en sus camas, él mismo trataba las quemaduras de Hiro tal cuál cómo había exigido que el médico del rey le enseñara, los mantenía aseados y sanos.

No era que tampoco los niños no le dieran problemas de vez en cuando. No peleaban entre ellos cómo solían hacer algunos niños, cosa que creía normal. Pero cada uno poseía una personalidad muy diferente a la de los demás, una chispa que los hacía únicos, una historia y heridas en el alma quizá imposibles de curar a su corta edad.

Kazuki era un muchacho muy amable. Para tener ocho años, Zin creía que era muy responsable y paciente. A veces le encargaba pequeñas tareas cómo lo eran entretener al pequeño Kei para que no llorara cuándo necesitaba ausentarse, servirle la comida a los demás cuándo él no podía hacerlo o enseñarle dónde se encontraba cada locación dentro del castillo. Al ser un edificio tan grande, el rubio solía perderse con frecuencia.
Pensó en que si crecía manteniendo esos rasgos de su personalidad, se convertiría en un hombre digno de confianza. Capaz de cuidar de los demás y preocuparse de una manera muy honesta, muy humana. Haría todo lo posible por criarlo cómo se debía.

En cambio Omi era una niña muy seria. Si bien no era reacia al cariño, no le agradaba demasiado que le acariciaran el cabello o la abrazaran. Zin había mandado a hacer un par de bonitos vestidos para ella, le hubiera gustado adornarle el cabello que llevaba largo a los hombros, azabache y lustroso, con flores de diversos colores tal cual las niñas en su tierra natal lo hacían. Pero ella había preferido usar la ropa que los niños llevaban puesta. Nadie le decía absolutamente nada al respecto. Quizá para los demás chicos fuera totalmente normal que ella actuara como uno más.
Era muy común divisarla trepada a las altas ramas de un árbol frutal, tomando las manzanas, naranjas, limones o ciruelas para dejarlas caer en la canasta que los otros sostenían. O generar humo muy cerca de un panal hasta que la última abeja hubiera huido para tomar la miel. A Zin le gustaba observar la manera en la que se comunicaban, cómo compartían y escuchar las conversaciones que tenían. Los desayunos, almuerzos y cenas solían ser muy alegres con todos ellos a la mesa.

Ryoga era un niño fresco, muy animado. Las ocurrencias que tenía siempre hacían que los demás rieran. Después de encontrarse en un ambiente seguro, el rubio había notado cómo poco a poco el niño se desprendió de su coraza insegura para mostrar ese semblante que le agradaba. Si aquel era él mismo, entonces estaba bien. La curiosidad que sentía con respecto a los soldados lograba alarmarle un poco, pero bastaba con regañarle suavemente para que se olvidara del tema durante un par de días.
Era de todos, quién más preguntas le hacía a Anzi con respecto a las armas, el ejército, las batallas, la guerra. A Zin no le agradaba demasiado que el castaño le respondiera al niño con palabras duras, tal cual fuera un adulto, que le explicara procedimientos, causas y consecuencias. Pero tenía que admitir que Ryoga se veía muy satisfecho cuándo Anzi le hablaba acerca de eso. Era como si el mundo a su alrededor desapareciera y sólo el castaño existiera, para continuar interrogándole hasta que al fin la hora de dormir llegaba.

Manabu representaba todo lo opuesto a Ryoga. Era un niño bastante malhumorado, pero muy inteligente. Sus sarcasmos eran dignos de un hombre adulto y no le agradaba que se le acercaran cuándo se encontraba ocupado. Sin embargo parecía existir un secreto vínculo para con los seis restantes, pues éstos le querían mucho y él siempre, aunque no de manera directa, se preocupaba por los demás. Su mirada resultaba un tanto enigmática, aunque un poco dura. No permitía que Zin lo arropara, le gustaba hacer todo por sí mismo. Sin embargo entre más de una madrugada, el rubio había despertado completamente sobresaltado justo al momento en que el menor se colaba bajo sus mantas para acurrucarse y continuar durmiendo, sin decir palabra alguna al respecto acerca de la razón que lo llevaba a hacerlo. Zin simplemente se lo permitía, manteniéndose completamente inmóvil hasta que el Sol asomaba a través del horizonte. Pues no podía reprocharle el hecho de viniera hasta él para dormir, pues era probable que hubiera tenido pesadillas o simplemente se sintiera asustado. Jamás se atrevió a preguntárselo o siquiera hablar del asunto. Aquel ritual representaba un pequeño secreto entre ambos.

Por otro lado, Hiro era a diario una de las causas de su frustración. Incluso luego de recuperarse y ser capaz de incorporarse, el muchacho no pronunciaba palabra alguna. Las quemaduras iban sanando bien a pesar de dejar a su paso grandes cicatrices, la fiebre había desaparecido por completo, comía y bebía con avidez. Pero ni a él ni a nadie le dirigía la palabra.
En un comienzo Zin había creído que el chico era sordo. Pero ante las diferentes preguntas que le hacía, asentía o negaba e incluso utilizaba un par de señas ejecutadas con sus manos para darse a entender. Era imposible que fuera mudo, pues lo había escuchado delirar claramente durante las noches de fiebre. Pero una vez recuperado, se negaba rotundamente a hablar.
Jui, quién nunca se separaba de su lado, le había explicado que quizá Hiro no volviera a hablar en su vida. El capataz lo había castigado por atestiguar en su contra. El hombre había robado oro de las arcas del rey y había culpado a un niño sirviente que Hiro estimaba mucho, a lo que el muchacho había dicho la verdad. Obviamente el rey no le creyó, el niño había sido decapitado frente a los demás. Y el tosco hombre, una noche lo arrancó de los corrales en dónde alimentaba a los animales para imponerle un castigo ejemplar por hablar de más. Si los otros no hubieran llegado a tiempo para acabar con el gigante, también le habría cortado la lengua.
Entre todos le arrancaron los ojos, lo apuñalaron con instrumentos que habían robado de la cocina, lo habían hecho rodar hasta el fuego pero aquel no era lo suficientemente grande para reducirlo a cenizas. El suceso había conformado un escándalo, el rey había ordenado encerrarlos en la jaula para mantenerlos vigilados y se habían visto obligados a servirle exclusivamente a él.
Al escuchar aquella historia, el rubio se había quedado como piedra. Pero Jui le aseguró que no le harían daño a nadie, nunca más. Lo que habían hecho, por más vil que fuera, consistía en un acto de defensa. Y Zin le había creído, pues Jui era demasiado dulce cómo para mentir.

Al rubio le agradaba el pequeño Jui. Le gustaba la manera en la que no se apartaba de Hiro un solo instante. Gracias a él sabía varias de las cosas que habían sucedido antes de la llegada del ejército. Era un niño que hablaba con fluidez y muy cariñoso, incluso con él que a fin de cuentas no era más que un desconocido. Cuándo le había preguntado si podía llamarle “padre”, el rubio soltó una delicada risa y negó. Aquel día la ternura que sentía por él había comenzado a aumentar sin parar.

Quién realmente le preocupaba era Otogi. De los siete, parecía ser el más perturbado debido a todo lo que había vivido siendo un niño sirviente. No era muchacho malhumorado como Manabu ni un salvaje cómo él mismo había sido durante su niñez. Sencillamente el niño era extraño, muy extraño. A veces cuando intentaba conversar con él, desvariaba. En muchas ocasiones solía decir cosas perturbadoras, pero los demás simplemente le ignoraban o lo regañaban. Era como si supieran a la perfección cómo controlarle.
Transcurridos unos días después de la conquista, Zin había tenido que acercarse a los corrales cuándo la pequeña Omi le había dicho que Otogi había hecho “algo malo”. Al llegar hasta allí, había encontrado al menor sosteniendo una cuchilla entre las manos mientras observaba a una desgraciada cabra desangrarse tendida sobre la tierra. Le había cortado la garganta de lado a lado.
Pacientemente Zin le había preguntado por qué había hecho eso. El menor le respondió que se había acercado a alimentar a un pequeño cabrito y el animal adulto había aparecido de la nada, lo había golpeado en la zona de las costillas. Se disculpó repetidas veces mientras se balanceaba sobre sí mismo, pero el rubio se había preocupado mucho más por la posible herida que le podría haber generado el golpe ya que más tarde Otogi se había quejado. Con cuidado le quitó la cuchilla de las manos y lo abrazó, luego comprobó que quizá le hubiera roto una costilla ya que la zona se encontraba muy hinchada. Más tarde el médico lo había confirmado. Por lo que el menor guardaba reposo sólo moviéndose para comer con los demás en el gran comedor que el castillo poseía. El rubio no estaba de acuerdo con que saliera de la cama, pero Anzi había dicho que necesitaba moverse un poco y que cómo era un mocoso, los huesos le sanarían bien de todos modos. Él por su parte no estaría tranquilo hasta que el pequeño se recuperara completamente, sabía muy bien que incluso una fractura así de insignificante, podría ser capaz de matarle. A pesar de que el menor se mostrara cada vez mejor y sus movimientos no fueran tan rígidos.

Su adorado Kei había crecido bastante desde que habían llegado. Según la opinión de Anzi, pronto comenzaría a dar sus primeros pasos. Zin no sabía a qué edad comenzaban a caminar los niños, de hecho no sabía mucho acerca de niños de esa edad, todo lo que había aprendido acerca de bebés, lo había aprendido con el pequeño. Y ahora le restaba informarse acerca de niños un poco más grandes.  
No había deseado que nadie más que Kazuki cuidara de él en los momentos que no podía cargarlo consigo. Muchas veces incluso a las horas de comer lo sentaba en sus piernas y compartía su ración con el pequeño. Lo alimentaba con comida variada, poco condimentada, muy blanda a pesar de que sus primeros dientes ya hubieran asomado a través de sus rosadas encías. También le daba de beber mucho el biberón. Allí podía obtener toda la leche de cabra que quisiera. A Kei parecía gustarle.
Cuando llegaba la hora de dormir, lo colocaba en suelo entre mullidos cojines por si acaso sufría un accidente mientras dormía. Nunca le habían gustado demasiado las cunas, las notaba algo peligrosas. Además, durante toda su corta vida el pequeño había dormido la mayoría de las noches en el suelo, de esa manera. Era algo completamente normal tanto para él como para Kei.

En cuestión de pocas semanas el ejército llevaría a los suyos a casa. Honestamente no había estado dejando de darle vueltas al asunto. Sabía muy bien que Atsushi intentaría llevarse al pequeño, lo había sugerido indirectamente en más de una ocasión pero él no se lo permitiría. Kei era su tesoro, no iba a dejar que nadie se lo quitara mientras viviera.

Había hecho que el médico del rey lo examinara por si acaso. El hombre le había dicho que el niño poseía un bajo peso para su edad, a cambio él le había mencionado la clase de tratamientos que su madre había sufrido para poder concebirlo. La respuesta había sido casi la misma que una vez Anzi le había dado: no podía asegurar que el pequeño, a pesar de verse animado, pudiera desarrollar una buena salud mental. O en caso de sí lograrlo, debido a su bajo peso su sistema inmune sería débil. Tendría que cuidarlo de las enfermedades, el frío, el calor y los insectos.

A Zin no le importó demasiado aquello. Kei era su pequeño y en caso de que enfermara, iba a visitar a todos los médicos posibles hasta dar con la solución del problema. Ahora tenía el poder para hacerlo. Quería pensar en que cuándo creciera sería un niño alegre, listo, tierno. Le enseñaría muchas cosas, procuraría que siempre hiciera cuánto quisiera. Le permitiría vagar entre las zonas rocosas y aprendería a navegar. También sería ágil con el sable. Dejaría que a su edad se casara con alguien a quién escogiera. Celebraría todos sus cumpleaños a pesar de no saber la fecha exacta de su nacimiento. Lo haría feliz, dedicaría su vida por completo a él si era necesario.

Por alguna razón, imaginarlo de esa manera siempre lograba disipar todos sus miedos. Incluso cuándo durante esos momentos se encontraba soñando una vez más con la figura del pequeño hecho un hombre, observando el paisaje diurno mientras lo sostenía contra uno de sus costados y éste se entretenía sacudiendo una flor que había robado de uno de los numerosos jarrones dispuestos en los muebles, le tomó trabajo salir rápidamente de aquel estado de pura tranquilidad que Anzi intentaba interrumpir. Ni siquiera sabía cuándo se había acercado. Atsushi lo esperaba en el pasillo con intenciones de mantener una larga conversación. Debía ir a su encuentro.  

Notas finales:

Buenas buenas buenas ouo/ 

Aquí de nuevo uwu 

Espero que les haya gustado este capi u3u parasá un capi más antes de que haga un salto en el tiempo, nuevamente. 

Mhh... tengo que pensar aún en el personaje que tengo que incluir en el próximo capi eueU no tengo idea de quién podría ser para ese tipo de personalidad. 

Les voy a contar que empecé a leer Canción de Hielo y Fuego en pdf u3u la verdad es que quería leerlo en papel pero está tan caro que me tuve que descargar todos los libros publicados hasta ahora uwuU de todos modos quería comenzar a leerlo después de terminar éste fic por miedo a que me influya en la manera de relatarlo, pero bueno eue no me aguanté y lo empecé a leer. Así que espero que no me influya mucho. Va interesante y bastaaaante fiel a la serie, a pesar de que las edades son diferentes y hay un par de detalles. 

No dejen de pasar por mi blog  UuU

http://gradosdesombra.blogspot.com.ar/

 

Y ya pues owo eso. Gracias por leer. Besines uwu~ hasta mitad de semana.

 

 


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