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Valiente. por Maira

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Llegaron al puerto sin dificultad alguna. Enseguida un par de soldados se encargaron de dejar caer el ancla, otros se prepararon para bajar la rampa. Cada vez que desembarcaban era el mismo proceso tedioso. Había que vaciar por completo la nave para evitar que los ladrones se acercaran en pequeñas barcas e ingresaran por los lados que los guardias no podían vigilar. Esa clase de gente abundaba, eran unos sinvergüenzas a los que poco les importaba el castigo que podrían recibir si los atrapaban con las manos en la masa.   

Él se sentía fatal, ni siquiera sería capaz de montar un caballo hasta los cuarteles sin vomitar en el camino. Necesitaba hacer acopio de todas sus fuerzas para poder mantenerse de pie, las gotas de sudor le resbalaban por la frente. Estaba sediento; sin embargo decidió no beber nada más que pequeños sorbos de agua, pues temía que la próxima vez que vaciara el contenido de su estómago, fuera la última.

Tora se acercó con cierto aire preocupado, él lo miró de reojo. Sí, ya sabía que habían llegado. No, no se sentía bien. A regañadientes cedió ante la ayuda que le proporcionó éste al pasar uno de los brazos por sobre sus firmes hombros y se recargó contra su cuerpo. Avanzaron despacio hasta la borda, muy cerca de la rampa. Varios soldados los miraban pero enseguida desviaban la vista. No existía un hombre en aquel navío que no cargara con algo, todos cooperaban como Amano lo había ordenado.

─Puedo pedir que traigan un carruaje para usted y otro para el prisionero, general ─sugirió Tora muy respetuoso. De hito en hito desvió los ojos del demacrado rostro de su superior.

─Con uno solo basta ─tragó duro ante un repentino ataque de náuseas─. Pide que me traigan un bastón. Hay que ir al encuentro del rey para anunciarle oficialmente que las tierras son suyas, luego tenemos que volver al cuartel. Hay muchos informes que leer, muchas cosas que hacer. Más tarde me ocuparé de volver a casa a descansar.  

Amano espetó un par de órdenes a los hombres que tenía más cerca para que trajeran unos caballos y un carruaje, un bastón. Luego volvió sus ojos hacia el general. Estaba preocupado, muy preocupado. Pocas veces en su vida había visto al general Miwa con ese aspecto. Pensó en que debía descansar, recordó el incidente de aquella vez en la que le habían cortado la pierna, pero no dijo absolutamente nada al respecto ya que el mayor podría enfadarse como antes─¿Desea que le ayude a bajar?

─No, esperaré por el bastón. Encárgate de amarrarle las muñecas con una cuerda al prisionero, tráelo aquí a mi lado. No lo maltrates mucho. Explícale la situación, dile que hemos llegado y a dónde tenemos que dirigirnos. Ofrécele un pequeño panorama de lo que haremos ─a duras penas se separó de Tora y se recargó contra la gruesa madera de la borda. Al alzar su vista al cielo pudo ver un halcón volar, cosa muy extraña ya que los únicos que tenían y habían conseguido a través de mercaderes del sur, fueron devorados por los soldados. ¿Qué era lo que el animal tenía amarrado a su pata? Parecía ser un pergamino o algo similar. Entrecerró los ojos.

─Sí, señor ─respondió, efectuó un saludo militar y se retiró a cumplir con su tarea.  

Al poco tiempo alguien le alcanzó un bastón, el sonido de las rudimentarias ruedas del carruaje no tardó en hacerse presente. Los caballos que habían traído consigo relinchaban o bufaban, pateaban suavemente en la tierra con los cascos. En el puerto había muchos comerciantes que se dedicaban al negocio del transporte. Él pidió que recompensaran al dueño de los caballos y el carruaje con un par de monedas de oro. Más tarde probó el bastón que tenía una maravillosa empuñadura labrada de plata. Se encaminó despacio como en los viejos tiempos, apoyado en el grueso instrumento. No permitió que nadie le ayudara.

Tora se acercó con Hiro, que ubicó a su lado una vez se encontraron con los pies en tierra firme. Él los observó a ambos. Luego pidió a su subordinado que depositara al muchacho en el interior del carruaje, era tiempo de partir.
Una vez el chico a su lado, Tora se encargó de cerrar la puerta y gozaron de preciosos instantes de privacidad. No tardaron demasiado tiempo en emprender el viaje hacia el castillo del rey. Amano dirigió la caravana montado en un caballo color blanco con pequeñas pintas grises en los muslos.

─Me estoy muriendo muy despacio ─le confesó a Hiro. Éste lo observó en silencio, sin hacer un gesto─, soy un borracho. Mi padre también lo era. Puede que en un año encuentre mi fin y permanecerás bajo los cuidados de Tora, así que llévate bien con él.

Él no quería nada más que regresar el tiempo atrás, ser feliz con su familia, con Jui, con todos los muchachos que vivían en las tierras dónde había crecido. Más de una vez durante las noches, mientras estrechaba a su novio dormido entre sus brazos, se había preguntado si ese tipo de cosas podrían ser eternas. Ah… Jui. Si cerraba los ojos aún era capaz de sentir su calor, de escuchar su voz o ver su preciosa sonrisa. Nunca más amaría tanto a alguien, de eso estaba por completo seguro.

Ya no temía por lo que le pudiera suceder. En algún punto del viaje hacia los nuevos confines que en esos instantes contemplaba a través de las cortinas blanco traslúcido, había aceptado la parte que el destino le tenía reservada.  
Con todo, no dejaba de odiar al hombre que permanecía a su lado, tampoco a los que rodeaban a caballo o a pie el exterior del carruaje. Nada podría aplacar el fuego de la ira que sentía al verlos.

─Lamento decirte que los primeros días vas a tener que vivir con los grilletes puestos. Puede que ahora mismo no busques hacernos daño, pero no podemos asegurar que no nos traiciones en cuanto tengas la oportunidad. No creas que no puedo ver el odio con el que me miras ─como lo encontró muy absorto en la tarea de observar el exterior, se rindió y se recargó de lado contra el mullido asiento. Se dedicó a mirarlo en silencio durante el resto del viaje.

Aún se le hacía hermoso. Desde las largas pestañas que adornaban sus ojos cristalinos hasta las manos finas, pero muy fuertes. Tora le había cambiado las ropas destrozadas y sucias por una camiseta blanca suelta, unos pantalones militares negros, unas botas pulidas. El cabello liso le caía sobre los hombros. Además se había limpiado el rostro, el cuello, el pecho. La herida que Naoto le había infligido comenzaba a cicatrizar. Nadie hubiera discutido que aquel muchacho no fuera apto para ser un futuro general. Las chicas pertenecientes a las familias más ricas se volverían locas y buscarían casarse con él incluso si fuera un soldado de bajo rango.

El carruaje pasó por encima de una piedra, se sacudió enérgicamente. Él sintió que iba a volver a vaciar el contenido de su estómago con la misma violencia que en alta mar. Las náuseas le inundaron la boca, él abrió apenas la puerta y las escupió. No quería vomitar, no quería ver la sangre. Necesitaba presentar el mejor aspecto posible ante el rey. Se pasó una mano temblorosa por los azabaches cabellos.

¿Qué sería de Sono? ¿Habría logrado llevar a cabo correctamente todas las tareas? Si al llegar encontrara que todo estaba en orden, al instante lo transformaría en general. Era una buena señal que nadie se hubiera acercado al puerto con malas noticias. Todo parecía estar en completo orden a través de las cortinas.  

Se detuvieron frente a las murallas. La guardia escoltaba tanto los laterales de la arcada principal, en la que la puerta se mantenía arriba mediante un sistema de grandes poleas, como en lo alto. No había un solo soldado que no portara una ballesta, cosa que le extrañó un poco al mirar a su alrededor. Al rey no le gustaban los inventos provenientes del sur tanto como a él.
Se dirigió al más joven de los dos guardias y se plantó frente a él, jamás había visto su rostro. Tora permanecía a sus espaldas, con su mano posada en el mango de uno de los sables.

Pidió una audiencia con el rey y se le fue negada de plano. Ante el anuncio de que el rey no deseaba ver a nadie, frunció el entrecejo. De repente un acceso de ira hizo presa de su cuerpo y apretó con fuerza el bastón. El rey jamás se había comportado tan desagradecido con él ni con nadie. Murmuró unas palabras de que le anunciaran que las tierras al otro lado del mar le pertenecían, volteó hacia el carruaje, con ayuda de Tora se volvió a posicionar en su asiento.

¿Sono habría hecho algo mal? ¿Le habría ofendido? Era la primera vez que rechazaban una audiencia de semejante manera. ¿Qué diablos ocurría? Soltó un bufido, golpeó con su puño sobre la puerta más cercana mientras volvían a avanzar. Tenía que hablar con el muchacho, le castigaría de así ser necesario. El enfado parecía correrle por las venas tal cual de algo material se tratara.

Pero más tarde entre cavilaciones cayó en la cuenta de algo esencial: la guardia del rey que divisó en aquellos momentos, portaba un uniforme plata y azul debajo de la capa color carmín. Todos poseían ballestas. El rey se negaba a hablar con él. ¿Qué tal si durante su ausencia…?

─¡Deténganse de inmediato! ¡Cambiaremos el rumbo! ─ordenó luego de abrir la puerta del carruaje precipitadamente, pero era demasiado tarde. Habían llegado a las mismísimas puertas de los cuarteles en dónde los esperaban para darles una ‘cálida’ bienvenida.

Por completo perplejo se bajó del carruaje. El ejército era enorme. Entre las filas de uniformes grises y azules, reconoció varios rostros. A la cabeza se encontraba Sono, junto a otros superiores. Allí también se encontraba el dueño del halcón, mantenía al animal sobre su hombro. Reconoció sus rangos por la capa azul brillante que portaban a los hombros, dependiendo del rango las mismas poseían más o menos figuras bordadas en color plata.

─¡Hijos de perra! ─espetó furioso al ver que con un par de flechas derribaron el caballo de Tora y éste quedó medio atrapado bajo el peso del animal. Dio la orden de ataque a la escasa tropa que les rodeaba, pero fue inútil. Tanto bajo una lluvia de flechas como bajo el filo de los sables, todos cayeron como moscas. Entre cuatro hombres capturaron a Tora, los suficientes como para inmovilizar la potencia de sus músculos. Por su parte, a pesar de que las náuseas habían vuelto a hacer presa de su boca, se lanzó al ataque en busca de pulverizar a Sono. Al menos el traidor principal debía morir.

Varios soldados rodearon el carruaje, sacaron de allí a Hiro y lo llevaron frente al resto de los superiores. Sono repelió un ataque con facilidad, sin dejar de mirar a los ojos a su contrincante que se encontraba tan furioso que no dejaba de gruñir.

Lucharon un tendido tiempo entre intentos de herirse mutuamente. Ninguno de los dos daba el brazo a torcer. Sono intentó atacarlo desde los lados ya que eran los puntos más vulnerables, así lo había aprendido bajo su mando y ejecutaba cada una de las maniobras asimiladas durante su tiempo de espía. Describieron media circunferencia, él insultó al menor, continuaron la lucha hasta que entre cuatro hombres lo atraparon por detrás, a la fuerza le obligaron a soltar el sable y con una rapidez pasmosa le colocaron grilletes fijos. Las muñecas quedaron inmovilizadas por detrás de su espalda, sin embargo logró propinarle un buen golpe con su pie de acero en el estómago al más bajo antes de que alguien le golpeara en la cabeza con fuerza. El mundo le dio vueltas, algo en el interior de su cabeza pareció romperse ya que sólo pudo ver una intensa luz roja, cayó sobre el duro suelo de tierra, vomitó con los mismos tintes sanguinolentos que antes.

Luego todo sucedió demasiado rápido. Escuchó los insultos y las amenazas de Tora como en un eco, los quejidos de Hiro, el sonido de botas golpear el pulido piso de madera, creyó divisar confusas imágenes borrosas en la penumbra, luz, de nuevo oscuridad.

Se había descuidado. Otra vez su confianza había sido traicionada. Había bajado demasiado la guardia hasta el punto de convivir con el enemigo. Los muchachos sureños con los que se sentaba a comer o a beber vino y tenían su favor, habían asesinado a Hizumi, ahora lo sabía muy bien. No tardarían en asesinar a Tora, a él también. Luego a Naoto en cuanto tuvieran la oportunidad.  

Malditos sureños, maldito Sono, malditos todos los que se habían rendido ante ellos.

Los arrojaron al interior de un asqueroso calabozo. Él rodó por el suelo debido a la fuerza que emplearon, se golpeó contra una de las paredes y allí se quedó. Alguien cortaba unas cuerdas, se escuchó la respiración agitada de Hiro, la voz de Tora muy débil, eran palabras tranquilizadoras hacia el muchacho.

─Se quedarán aquí un tiempo ─la voz de Sono rebotó por las paredes del estrecho lugar. Los goznes de la puerta chirriaron cuando la misma se cerró y se escucharon las dos vueltas de llave rápidas de quién teme que sus prisioneros se lancen contra la puerta.

─Esto es considerada una alta traición… ─murmuró Tora.

─¿Eso importa? Su rey ha caído mientras se encontraban ausentes. Ahora son nuestros prisioneros. Volveremos por una respuesta concreta. ¿Van a decidir unirse a nuestras filas o morir? Piénsenlo bien, la decisión involucrará el futuro de sus hijos.

Sin más, luego de una larga pausa escucharon el sonido de varios pares de botas avanzar a través del pasillo. Se quedaron solos.  

Notas finales:

Buenas ouo/ 

Vengo a traer capi con un día de atraso uwuU no me decidía con las correcciones, lo siento mucho. 

Pasaré rapidito por aquí ya que me quedan un par de cositas que hacer eue espero que les haya gustado el capi. 

Besines u3u/~ los quiero. 

Gracias por leer~~


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