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Chandelier por AkiraHilar

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Notas del capitulo:

Nuevo capítulo. Gracias a todos los que han comentado. Este en especial va dedicado a hxh, kuromiyano y mixilove2, por instarme a continuarlo.

Las gardenias eran sus flores favoritas. Eran blancas, como su nombre, y eran diferentes a las rosas o a otras flores que solía ser más populares. Pero también, eran su secreto. Solo él conocía esa verdad y solo él tenía el derecho de usarla a su favor.

Su gusto por las gardenias comenzó en aquella mansión antigua que tenía en su jardín un espacio dedicado para cultivarlas. Recordaba claramente como habían tomado una entre sus manos, cuando decidieron entre ambos armar un ramillete de flores para su madre. Aspros había escogida más gardenias que otra cosa, así que en el ramo predominaba ese color. A Defteros no le importó que sus flores (algunas violetas, algunas rosadas, algunas amarillas), no destacaran en el regalo.

Fue desde allí que Aspros se hizo amante a las gardenias, al blanco y a su deseo de estudiar medicina. Allí que empezaron sus exámenes pulcros, sus tareas perfectas. Allí que todo lo que hacía estuviera finalmente planificado y que le gustara el blanco en su forma de vestir. Había un cuadro de gardenias en su habitación, en el departamento que compartieron juntos en la universidad. Aspros lo había escogida, más siempre le dijo a sus compañeros que había sido un regalo de su madre.

Solo Defteros sabía el secreto y solo Defteros lo usaba a su favor. Las gardenias nunca faltaron en ese rincón donde solo eran los dos. 

Ahora, el cuadro de gardenias estaba en su habitación, lleno de polvo. Entre el desorden en que él vivía, los colores opacos y la falta de planes o tan siquiera sueños, Defteros tenía ese cuadro como si fuera su tesoro. Allí, bajo la sombra de una de las aspas del ventilador que se había dañado hacía dos años, se marchitaba y envejecía, sin perder su brillante color blanco. Solía ser el punto donde enfocaba sus ojos cuando volvía de un nuevo viaje.

Era domingo. A Dohko le había tocado trabajar de guardia en ese día en el restaurant y no regresaría hasta avanzada la noche. Le había dejado comida para cuando despertara e indicaciones de buscar a Tenma, a quien había dejado desde temprano en un parque. Aparentemente estaría allí con su compañera de clase, la niña bonita que lo acompañaba también en la biblioteca y que conocía, según Tenma, al ciego. 

Un año atrás, lo había visto por primera vez. Tenía el cabello a la altura de su barbilla, vestía, como solía vestir entonces, dos abrigos, una camisa… su pantalón y la bufanda de colores tejidos. Esa noche, ya casi era la hora de cerrar la estación. Él estaba esperando que la gente se disipara, veía a cada quien tomar el vagón o abandonarlo para subir a las escaleras y dejar el lugar solo. Mientras lo hacía, de pie cerca de la línea amarilla, contaba los minutos que faltaban para que el servicio se detuviera, aún si faltaba poco menos de una hora.

Por la fecha, era una de las estaciones más solas. Sin embargo, no había podido ver completo su objetivo. El hombre estaba sentado en el puesto de espera, con los lentes oscuros ocultando la realidad de su mirada. Y ya habían pasado varios trenes. 

Defteros miró de nuevo el túnel, observando la ausencia de un nuevo vehículo. El frío penetraba a sus huesos, aquel invierno era más helado que los comunes vividos en Londres, y además, la mano derecha le temblaba. Sus ojos apagados, solo veían el final de aquel agujero como si esperara una luz entrante, para luego ver a su alrededor, queriendo no ver a nadie. La mandíbula le temblaba. El suelo se agitaba. Cuando escuchó el ruido de otro tren por llegar, su cuerpo se tensó y miró con aprehensión la maquina surgir de la oscuridad para atravesar a toda velocidad los rieles y detenerse en sus puntos.

Otro tren.

Podía recordar la ansiedad que sintió, cuando vio al hombre levantarse. Había movido su bastón (apenas lo notaba) y comenzó a pendularlo en el aire, rozando mínimamente al suelo, mientras se acercaba a la enorme máquina. Defteros saboreaba ese momento de soledad que llegaría con su partida. Solo estaba él en esa enorme estación deteniéndole de lo único que por fin, Defteros había decidido planear.

Su único plan. 

No le molestaba que ese fuera el único y el último. No le importaba realmente. Pero el hombre se detuvo, no cruzó la línea amarilla. No se acercó demasiado a ella. Solo giró, como si estuviera perdido. 

—¿Hay alguien aquí? —Le escuchó. Él único que lo detenía de llevar a cabo su plan, ni siquiera se había percatado de su presencia. 

El tren se fue, dejándolos.

Al salir del departamento, abandonando el recuerdo de lo ocurrido en aquella estación, Defteros pasó por una floristería. Compró gardenias, todas las que pudiera comprarse con 10 Euros y las sujetó con fuerza aunque sí con descuido al salir de allí, rumbo a su encuentro con Aspros.

Su relación con su hermano mayor siempre fue muy cercana y con el tiempo tendió a fusionarse más y más. De niños, solían correr entre los jardines de la mansión que visitaban, o en la acera buscando alcanzar el autobús. Comían juntos en la escuela y compartían el hábito de pasarle el tomate de los emparedados a Aspros, porque no le gustaba, y tomarle la leche del vaso de su hermano, porque según sabía mejor. 

Eran pequeñas tonterías que ya encausaba su relación de codependencia y que fueron extendiéndose a otras cosas, conforme crecían. Su madre jamás supo que en su cumpleaños catorce, cuando creyó que dormían, estaban bajo la cama compartiendo su primer beso.

Tantas cosas… 

Recordaba con nitidez cuando, después de la caída tratando de alcanzar el candelabro, escuchó a su hermano llorar y llamarlo, intentando que respondiera a sus palabras mientras Defteros veía, a través de la sombra de la cabeza igual a él, el movimiento pendulante de la enorme lámpara. La sensación de terror al sentir que en cualquier momento podría cerrar los ojos y no volver a ver a su hermano, abandonar al otro con las lágrimas, por el capricho de perseguir una lámpara llena de luz. Se prometió que no lo haría más, que no se arriesgaría más de ese modo. No buscaría alcanzar algo, al menos que lo hiciera junto a su hermano. Tomado de manos, como hacían todo.

Al hallarse de nuevo en la estación, sin el ramo que ya había dejado en su destino, se quedó mirando la línea amarilla. Defteros miró sin interés ese punto vacío, mientras escuchaba el vagón abandonar los rieles y la gente movilizarse a distintas direcciones. Siempre quedaba esa sensación de vacuidad cada vez que iba, cada vez que volvía a ese campo sacro para dejar las gardenias y preguntarse porque creía aún que Aspros estaba allí. 

Como si cinco años hubieran pasado en vano. 

En el silencio que él mismo se había auto impuesto, desde aquella fatídica noche que lo perdió. 

Ambos corriendo buscando alcanzar otro gran candelabro, uno que se alzaba lejos de ellos, enfermos de adrenalina, de ambición. Se estrellaron aparatosamente en el intento.

Y él único plan que Defteros se atrevió a concertar solo, fue hace un año. El único plan para volver a encontrarse con él, dando el salto que no fue capaz para estrellarse. Se había levantado después de la dosis de marihuana, cansado de anestesiar el dolor, el de su rodilla, el de su pecho, el de la vida misma. Se había puesto sus mejores botas. Había dejado una nota bajo la almohada. Había llamado a su madre para decirle que la quería. Había enviado flores a la tumba de su padre, quien se había ido antes. Había comprado gardenias y luego las desechó a la entrada de la estación. Se harían añicos… no iba a llegar con gardenias teñidas por su sangre y despojos, al lado de Aspros. 

Pagó el pasaje hacía la muerte y deambuló hasta la parada más solitaria de la estación. Se encargó de esperar a que quedara desolada, mientras sentía sus pálpitos moribundos recordándole que estaba vivo. A medir el espacio del tiempo y de las ansías. Al imaginar lo que sería dar un salto para abandonar la tierra. Y a anhelarlo, con estupidez irracional que solo impulsa una pena insondable.

Estando allí, en ese momento, podría volver a intentarlo. Simplemente era saltar. Solo que no se había despedido de Dohko, ni hecho la llamada a su madre, ni tampoco había dejado flores a la tumba de su padre. También tendría que despedirse de Tenma y dejarle algo. Era lo mínimo… lo mínimo aceptable.

Al girar el rostro, para ir más allá de la línea amarilla que separaba el deseo de la concreción, recordó al ciego. No estaba allí para detenerlo como aquella vez, pero para Defteros había estado todas las veces que el pensamiento golpeó buscando convencerle. Y estaba ahora, en ese momento, al nivel de su memoria. Con sus ojos abiertos, sus labios haciendo un conteo, justo antes de que el tren abordara y la fuerza de su movimiento elevaran la bufanda de colores y los cabellos rubios, a nivel de sus mejillas.  

Sí, había querido preguntarle algo desde siempre.

¿Por qué no lo dejó saltar?

¿O por qué, más bien, lo dejó?

—¡Llegas tarde, Defteros! —El aludido levantó la mirada, tras escuchar la voz de Dohko, con rastros de enojo—. ¿Por qué no me avisaste que no podías ir por Tenma?

Defteros se detuvo en seco en medio de la sala, recordando el encargo que le había dejado esa mañana. Frunció el ceño, a modo de disculpa y solo caminó de vuelta para buscar un vaso de agua. No era que pretendiera ignorarlo, reconocía su error. Pero de momento tampoco podía arrepentirse del todo.

—Menos mal que lo llevaron al restaurante, pero hubieras podido avisar. Sé que te lo he pedido muchas veces, si ya te cansaste solo dímelo y yo veo como me las arreglo.

—Lo siento —dijo en su tono cotidiano, ronco, áspero, como si emergiera su voz desde la base del estómago.

—No importa, debió disfrutarlo mucho, porque el enano se quedó dormido apenas tocó el mueble. —Defteros asomó la cabeza a la sala, para notar el pie de Tenma sobresaliendo. Sonrió levemente y volvió sus ojos hacía Dohko, quien parecía afanado con la cocina—. Y la chiquilla esa es bien guapa. Vaya tiro que tiene el enano. ¡Igual a su padre!

—Jeh…

—Y entonces, ¿me dirás que estuviste haciendo todo el día como para olvidar buscar a Tenma o por lo menos avisarme?

Recordar… pasear en los pasillos de la ausencia, gemir en silencio por lo que ya no era. Mirar los trenes pasar solo para darse cuenta que en la línea amarilla permanecía atado.

Defteros pensó en todo ello mientras se recostaba a la nevera, mirando con desgano el agua tibia que había sacado para beber.

Asmita tuvo razón aquella noche.

Defteros no quería morir. 

Notas finales:

Muchas gracias a todos los que leen y comentan. Ya el capítulo 5 lo tengo escrito, espero publicarlo antes de mi viaje.


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