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El mayordomo y la espina de la rosa. por Alexis Shindou von Bielefeld

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Notas del capitulo:

Esta es la última parte y antes de pasar al capítulo, quiero agradecer a Xio, Ciel-Sakura, Neko-ley, Raizel, IrlandaKII, Johana por sus comentarios tan lindos.

:3 Muchas gracias.

¡Y a Sakura Usami! Que nunca me imaginé que nos encontraríamos en esta sección jajajaja! ¡Sakura chan me dio mucho gusto saber de ti, mi niña hermosa! 

Este fandom es muy activo, sigan así. Siempre hay ideas rondando en la cabeza de uno. Así que yo les aconsejo que si desean escribir algo de su pareja favorita lo hagan. No lo duden, es una bonita experiencia compartir con los demás tus locas ideas, uno siempre aprende en el camino.

Bueno, ahora sí, esta es la parte final.

Advertencia: escenas de sexo explicito. (Pero esto ya lo sospechaban desde un principio xD) 

El mayordomo y la espina de la rosa III parte.

 

 

La pelea entre Sebastian y Rosette terminó tan súbitamente como había comenzado, y las primeras luces del amanecer aún no habían asomado. La luna menguante y el furor de las estrellas continuaban apreciándose en lo alto del cielo. Sombrío y amenazador, Sebastian miró fijamente a través de la imponente verja de hierro que protegía la mansión Phantomhive mientras sostenía en los brazos a su joven amo, quien continuaba inconsciente a causa de lo que había sucedido durante la investigación del caso de los desaparecidos en el Hyde Park. Sólo alguien como él podía andar a esa hora por las peligrosas calles de Londres; una figura salida de las tinieblas, súbita y sigilosa.

Con los ojos encendidos y el cuerpo enardecido, el demonio se encaminó al interior, deslizándose lentamente. Cerró la puerta de la entrada principal despacio para no dejar caer a su preciada carga, cruzó el recibidor y comenzó a subir por las escaleras que daban al segundo piso; los escalones crujían a cada paso que daba en medio del silencio absoluto que reinaba. Cuando llegó al último escalón, giró a la derecha para recorrer un pasillo que aún conservaba el inconfundible olor a té al que tanto se había acostumbrado y tras haberlo recorrido, atravesó la puerta que conducía al dormitorio principal.

Se mantuvo de pie inmóvil por un momento mientras contemplaba el lugar. En el dormitorio había en un pesado armario de roble tallado y la enorme cama era de cuatro postes de madera con forma de espirales retorcidas adornados con un dosel de pesado tejido color verde oscuro. Las fabulosas ventanas eran amplias y con grandes cristales para permitir el paso de la mayor cantidad de luz posible y al lado de ellas, una mesita de madera y una silla.

Sebastian llegó al lecho en cinco grandes pasos, después colocó a su joven amo en el blando colchón y se quedó de pie, observándolo. Ciel Phantomhive, el orgulloso y prepotente chiquillo que siempre le daba órdenes yacía plenamente dormido, tan profunda y completamente dormido que parecía estar muy lejos, en una región lejana. Remota y tranquila.

Una vez más habían resuelto un caso que preocupaba el corazón de la reina. Seguramente los periódicos anunciarían pronto el hallazgo de los cadáveres de los desaparecidos en el Hyde Park, pero ¿a cambio de qué?, pensó con amargura, mientras mantenía su mirada en su joven amo. Sus ropas estaban rasgadas y llenas de sangre debido a las heridas causadas por las espinas de las rosas. Las cosas se le habían salido de control esta vez. Aún le costaba creer que había tenido que recurrir a la ayuda de Grell Sutcliff para salir del problema en el que se encontraba en aquel momento.

Frustrado, cerró sus ojos y sus manos se apretaron en puños. Le pasaron mil maldiciones por la cabeza. Reproches, amenazas, insultos y exigencias que como buen contratista y mayordomo debía cumplir al pie de la letra, pero que había dejado de lado.

Su enemigo había sido alguien fuerte sin duda alguna. El más fuerte al que se había enfrentado hasta ahora y el que más problema le había causado. Era alguien que le había hecho sudar frío y le había dado en qué pensar. Rosette no destacaba excesivamente por su fuerza física o por su habilidad con las armas, aunque desde luego no era una principiante en esas cualidades. Lo que la convertía en uno de los peores enemigos con los que se había enfrentado, eran sus espinas llenas de pecados, venenosos como la maldad, y eficaces como una espada bien afilada, y sus efectos.

Tras recordar su encuentro con ese demonio femenino, Sebastian se obligó a respirar con calma y a abrir los ojos. Lo siguiente que tendría que hacer le estaba causando un vendaval de contradicciones a su mente.

Estaba lo que era correcto, lo que era incorrecto y lo que era necesario. Pero la batalla la estaba ganando su propia necesidad.

—Hasta este punto hemos llegado y hasta lo último hemos de llegar —murmuró al tiempo que se deslizaba por la habitación para encender las velas de los candelabros que se encontraban sobre el buró al lado de la cama. La iluminación que produjo era apenas una mortífera señal luz, suficiente para darle intimidad al ambiente—. Es hora de despertar, joven amo.

Con aquella excitación rugiendo en su interior, Sebastian se puso a horcajadas sobre la cama, con mucha dificultad ya que aún continuaba bajo el efecto del debilitamiento y las heridas de su piel vibraban como si tuvieran vida propia, causándole dolor. Una vez arriba, comenzó a pasar el dedo por la suave colcha y las frías sábanas, deslizándolo sobre ellas para después sustituirlas por la aterciopelada piel de su joven amo. Quería explorarlo ahora que se hallaba inconsciente y no podía prohibirle nada.

Cuando inspiró profundamente su aroma, su cara se contrajo en una mueca de dolor al notar cómo se aceleraban los latidos de su corazón. Podía sentir el clamor de la Lujuria no apaciguada por todo su cuerpo y la única medicina para calmar su agonía estaba justo debajo de él, tentándolo.

—Cálmate… —se ordenó. Se sentía borracho, alucinado y necesitado.

Logró tranquilizarse, y luego le acarició la boca de Ciel con los dedos sin dejar de mirarlo fijamente, saciándose de aquel perfecto rostro tan cercano al suyo; la nariz pequeña, las mejillas sonrosadas, los inmensos e inocentes ojos azules de un tono profundo y que ahora yacían cerrados bajo esos parpados adornados por unas gruesas y largas pestañas oscuras. También miró su boca pequeña y sensual, que era una tentación más grande que la manzana en el paraíso del Edén, queriendo saborearla.

Después de varios minutos, Sebastian interpretó la imagen y llegó a la conclusión que aquellos labios entreabiertos eran una invitación sugerente a devorarlos. Tras tomar una bocanada de aire, se inclinó lo suficiente y su boca por fin fue al encuentro de la del joven Phantomhive, con el hambre del deseo por muchos años insatisfecha y la cólera de quien se sabe derrotado por sus deseos. Como sospechaba, su sabor era exquisito. Mordió sus labios porque la necesidad se lo demandaba y los besos no eran suficientes para apaciguar el fuego que amenazaba con consumir cualquier resto de sentido común y clemencia. Moldeó posesivamente los labios de Ciel bajo los suyos, adaptándolos a ellos con tanta perfección como las piezas de un rompecabezas, mientras apresaba su cabello con las manos.

De pronto sintió que algo quemaba en sus adentros, y profirió un leve gruñido de dolor. El veneno estaba trasportándose a su cuerpo por medio del beso, pero para un demonio el efecto no sería la muerte sino la pérdida momentánea de poder. Odió a Rosette incluso mientras el dolor se desvanecía, mas no le importó si eso era necesario para despertar a su joven amo. A su alma predilecta y perfecta.

No pasó mucho tiempo para que el efecto del beso rindiera sus frutos. Ciel fue recuperando la conciencia poco a poco. La sangre le ardía en las venas y sin darse cuenta se entregó al beso con pasión y absoluto placer. Rodeó con sus brazos el cuello de Sebastian y se acercó más a él, amoldándose a su cuerpo. Resistió el impulso de abrir los ojos porque pensaba que si los abría todo acabaría y el sueño se desvanecería para siempre. Al mismo tiempo sentía un dolor punzante en las muñecas de las manos y los tobillos, pero la adrenalina que recorría todo su cuerpo lo amortiguaba, así que se las apañó para responder con la misma necesidad, entregándose y reclamando, sometiéndose a la pasión de aquella boca cuyo sabor le embriagaba y complacía.

—Bienvenido, joven amo —le dijo Sebastian cuando separaron sus labios en búsqueda de oxigeno. Luego alzó una ceja, y sus ojos brillaron como rubíes recién pulidos al darse cuenta que había despertado desde hacía varios minutos pero no había hecho ademanes de querer separarse de él.

Ciel abrió los ojos de golpe al verse descubierto, Sebastian le sonrió. Era una sonrisa maliciosa, de la clase que hacía que la sangre en sus venas corriera un poco más rápido. Un leve estremecimiento recorrió su cuerpo ante la imagen que su mayordomo, encima de él, le otorgaba; pero no dejó de preguntarse qué rayos sucedía. Deseaba empujarlo lejos, alejarlo tanto como fuera posible para así escapar del hechizo que su cercanía ejercía sobre su razón. Pronto descubrió, para su asombro, que mientras una parte de su mente anhelaba aniquilarlo, otra parte deseaba continuar bajo su cuerpo y llegar hasta el final de aquella faena.

—Ah, sus ojos poseen el inconfundible color oscuro del deseo pecaminoso —declaró Sebastian con voz áspera, colando sus manos debajo de la falda del vestido para acariciar las piernas de Ciel, quemándolo con el calor de su toque—. Aquí estoy, joven amo. Para cumplir sus deseos hasta que se sienta completamente saciado y satisfecho. Soy su servidor y usted es mi señor. Mi deber es cumplir con sus mandatos. Lo que sea, sólo debe pedirlo —una sonrisa feroz se le dibujó en la cara—. Le daré todo lo que me permita darle, ¿Desea algo especial esta noche? —Sin esperar la respuesta, continuó deslizando las manos por la sedosa suavidad de las piernas de su joven amo, convertido en su presa.

Atreviéndose a ir más allá, Sebastian acarició el cuello de Ciel con la punta de la nariz e hizo un camino con sus besos y con su lengua. Entre ellos, el aire se había cargado de excitación y pasión. Ciel se resistía a sus acciones, se retorcía bajo el cuerpo de su mayordomo, pero entre más lo hacía, más lo necesitaba pegado a su cuerpo.

—¡Se-Sebastian!… —gimió, temblando a causa de sus palabras y sus caricias.

—No hay vuelta atrás, llegaremos hasta el final —murmuró Sebastian contra los labios entreabiertos de Ciel mientras sus manos trémulas ascendían por la parte interna de sus muslos y arrastraban hacia arriba la falda del vestido. Lo miró, y sonrió encantado. Sus piernas delgadas, frágiles y lampiñas quedaron al descubierto así como su erección cubierta por la blanca tela de su ropa interior, mojada de excitación. Estaba dolorosamente abultado ahí abajo y sus testículos necesitaban respirar al igual que su pene. Con las yemas de sus dedos, Sebastian palpó de manera exploratoria aquel bulto húmedo y caliente, queriendo masturbarlo por sobre la ropa. Ciel profirió un gemido, estremeciéndose ante el toque. Aprensó sus manos a las sábanas para apaciguar su reacción. El corazón le latía acelerado. Y por un momento se dejó llevar por lo que estaba viviendo y sintiendo. Cualquier pensamiento mínimamente coherente se esfumó de su cerebro.

Se sentía tan bien. ¡Santo Cielos!, mejor dicho, ¡Al infierno todo! Un ahogado gemido se escapó de sus labios revelando lo mucho que disfrutaba de las caricias. El placer y la lujuria inundaban cada centímetro de su cuerpo y amenazaba con hacerle perder el control. A su alrededor todo daba vueltas. Hasta imaginó el miembro de su mayordomo dentro de su cuerpo, embistiéndolo vigorosamente, marcándolo como suyo, derramando sus jugos en él. ¿Qué estaba pasando? ¡Maldita sea! ¿Acaso había perdido la razón? Conocía a Sebastian en su papel de mayordomo perfecto y educado, y hasta había llegado a conocer al violento, enojado y sádico demonio que vivía en su interior, pero esta vez lo estaba viendo como el seductor Sebastian, y eso lo hacía alguien totalmente diferente al que ya conocía. Pensó en lo mucho que debía estar gozando al tener al gran Ciel Phantomhive de esa manera tan sumisa. 

De repente, retornó a la realidad y se puso rígido por la sorpresa cuando la lengua de Sebastian se deslizó sobre el lóbulo su oreja.

—¿Qué sucede conmigo?... —balbució por fin, haciendo el rostro a un lado para evitar otro contacto con los labios ajenos. Sebastian detuvo sus acciones—. ¡Responde, maldita sea!  ¿Por qué…yo…? —¿Por qué te deseo tanto? Fue lo que quiso preguntar, pero no pudo. En esos momentos sentía por Sebastian una ansiedad tal que ni él mismo podía entender y mucho menos explicar.

—Está asustado —declaró él, mirándolo con preocupación—. No lo culpo, esto es algo nuevo y precoz para un niño de tan solo trece años. Pero si no continuamos con esto, ambos podríamos perecer en estas cuatro paredes.

Ciel escuchó con atención la venenosa voz de Sebastian, tan sigilosa como el siseo de una serpiente, tan manipuladora como la misma. En lugar de relajarlo, aquella voz no hizo más que intensificar sus sentidos y su excitación. Cada centímetro de su piel era como una extensión de terminaciones nerviosas al descubierto.

—Lo siente ¿verdad? —La mano derecha de Sebastian se posó de nuevo sobre sus genitales por sobre la ropa interior.

Ciel arqueó la espalda, se sentía demasiado bien a pesar de que era la primera vez que permitía que alguien lo tocara de esa manera. Era como una sacudida que desataba una tormenta que podría acabar con su juicio en cualquier momento.

—Siente el placer recorrer cada fibra nerviosa de su ser. Siente calor por todo su frágil cuerpo. Siente que la piel se eriza ante mi toque. Siente cosquilleos en los lugares más recónditos y prohibidos... Eso se llama deseo. Y lo que usted desea es sentir su piel desnuda contra la mía. Saborear mi pene en lo más profundo de su boca antes de que éste mismo lo penetre hasta lo más profundo de su ser y mis testículos reboten sobre sus nalgas mientras lo hacemos hasta hacerlo perder la cordura.

Si, era verdad. Todas y cada una de las palabras de Sebastian eran verdad. Lo necesitaba tanto como el aire que respiraba. Por alguna razón, Sebastian lo hacía sentir como una perra celo. ¡Maldición! Es que si no continuaban con lo que estaban haciendo sentía que iba a explotar.

—Te odio… —Ciel endureció su mirada empañada, preso de la frustración. Unas traviesas lágrimas pugnaban por brotar de sus ojos—. De acuerdo, haz…hazlo… Tómame, aquí y ahora. ¡Arregla esto, maldita sea! —sollozó, reforzando su agarre a las sabanas por la cólera—. Pero habrá una condición.

Sebastian se mantuvo callado, atento a escucharle. Su mirada fija en la delicada figura que yacía debajo de él.

—Sebastian, yo te lo ordeno… —El ojo del contrato brilló con una luz amatista. La crueldad apareció de nuevo en el rostro de Ciel, endureciendo su expresión—. Todo lo que pase esta noche entre nosotros mañana quedará en el olvido. Tú nunca me besaste, tú nunca me tocaste, tú nunca me acariciaste. ¡Nunca me hiciste tuyo! Esa es la condición.

Una lenta sonrisa de complacencia se dibujó en los labios de Sebastian, y Ciel se sorprendió ante la transformación que produjo en él; cuando sonreía sinceramente, resultaba encantador.

—Entonces, por esta noche no seremos amo y mayordomo sino amantes —advirtió él con voz ronca pensando que, si era cosa de ponerse pesados, no tenía por qué quedarse atrás. Entonces se inclinó y rozó con suavidad sus labios—. Será como un sueño hecho realidad, mi Ciel…

Su nombre, pronunciado por aquellos labios, sonaba exótico, prohibido y pecaminoso, y pronto Ciel se descubrió respirando con dificultad.

—Hoy te haré el amor convertido en un demonio. Desnudaré no sólo tu cuerpo, tu espíritu también será mío; solamente yo gobierno en mi sueño y tú serás el invitado especial, haremos una orgía de dos y beberé cada gota de tu miel para hacerme inmortal. Nada evitará que en mi sueño te ame con demencia. Te daré amor del bueno del que duele y se goza de verdad, seré un verdugo lleno de deseo y gritarás mi nombre miles de veces hasta que quede tatuado en tu piel y no puedas olvidarme aunque lo desees con todas tus fuerzas.

Una expresión de satisfacción iluminó las facciones delicadas de Ciel sin poder evitarlo. Prefirió callar, porque si abría la boca temía que fuera a responderle «Si, haz todo eso que dijiste que harías conmigo», haciéndose vulnerable ante él.

Sin quitarle los ojos de encima, Sebastian le bajó la ropa interior junto con las medias, Ciel levantó un poco las caderas para facilitarle el trabajo. Pero no era suficiente para aquel demonio lujurioso. Del mismo modo, desabotonó el vestido y el maldito corsé que le dificultaba aún más el paso del aire.  Retiró el vestido de su hombro y le besó el cuello, Ciel le facilitó el contacto ladeando su cabeza para darle mayor espacio. Sebastian se deleitó con esa apasionada respuesta, tan distinta a su habitual y rígido control.

El vestido poco a poco bajó a los tobillos donde finalmente fue retirado del todo. Prenda tras prenda fueron retiradas. Y el cuerpo aún en desarrollo de Ciel quedó completamente desnudo y a su disposición. La belleza del pequeño Conde no tenía comienzo ni fin, su divinidad era casi celestial, su piel de tez blanca como la porcelana, su abdomen plano, su cintura estrecha, sus esbeltas piernas y su boca delicada y tierna. Todo un mangar. Sebastian exploró ese cuerpo como si quisiera memorizar hasta el último detalle.

Ciel suspiró, sintiendo la caricia de esos ojos hasta los dedos de los pies. Se sintió pequeño y delicado. Indefenso. Excitado. No le gustaba la persona en la que se había convertido a causa de su deseo sexual. Su personalidad duramente adquirida y su confianza en su habilidad de resistir toda tentación se habían esfumado en un instante de dominación lujuriosa.

—¿Asustado o ansioso?, me pregunto qué pasará por esa cabecita en estos momentos —bromeó Sebastian, bajando un poco la tensión. Sonrió al pequeño y con una profunda sensación de alegría le acarició la naricita—. No tiene porque preocuparse, está en buenas manos.

El rostro de Ciel adoptó una expresión feroz. La actitud de ese demonio era un horror, un exceso, un desafuero que lo sacaba de sus casillas.  

—Seguramente, porque tú en esto tienes mucha experiencia. —Soltó sin ocultar la irritabilidad y el reproche.

Sebastian frunció los labios en una línea recta demostrando la molestia que sintió por sus palabras. Las cosas no eran de esa manera, pero prefirió no contradecirle. Los demonios no conocen el amor pero si conocen la lujuria. De manera que la pasión de la lujuria es lo contrario a la santidad y el honor, que es a su vez la esencia misma de un demonio; porque todo lo que hay en el mundo respecto a ello, la pasión de la carne, la pasión de los ojos y la pasión al pecado, todo aquello, es algo puramente banal. Como cuando seducía a las mujeres para obtener información a cambio sin sentir un mínimo aprecio hacia ellas. Pero con Ciel Phantonhive era diferente. Le atraía ese chiquillo, se moría por saborearlo, por escuchar sus gemidos mientras lo desnudaba y lo besaba, y lo tomaba ahí mismo, en su propio lecho. Quería hacerlo disfrutar todo lo que pudiera, quería que él gritara su nombre y nunca olvidara este momento, plasmar en él su esencia, hacerlo reconocer que solo él podía hacerlo sentirse así. Quería marcarlo con su sello personal; sería solo de él desde ahora, suyo.

Y es entonces que se convierte la lujuria en amor. En algo que no es egoísta, ni ciego, que no causa frustración, ignorancia y dolor, y persiste por el apego y el misterio de la otra persona. Ese perfecto desconocido, que es a su vez la otra mitad del propio yo.

Aunque nunca fuese correspondido. Aunque fuese algo prohibido. Aunque estuviera lejos de su realidad. Por fin obtenía una coartada para poseerlo y no iba a desaprovechar la oportunidad. Tenía al cuerpo del alma que quería y deseaba entre sus manos, aunque sabía que él solo sentía lujuria por su persona y no amor, sin importarle, lo haría suyo, estaba ahí, tenía al amargado Conde justo debajo de él. No lo dejaría ir, no ahora, no en este momento. Nunca podría dejarlo ir.

—Menos plática, y más acción. —Se limitó a responder al final, acallando sus protestas con un beso. Ciel respondió sin mucho pensarlo, odiaba admitirlo pero el sabor de ese demonio era delicioso; abrió sus labios para darle acceso a su lengua y que intensificara el contacto recorriendo toda su cavidad. 

Alentado por su éxito, Sebastian despegó sus labios húmedos de los rojos e hinchados de Ciel; y hundió la cabeza en su cuello, sus manos mientras tanto no quisieron quedarse quietas y empezaron un recorrido perezoso pero dominante sobre la piel desnuda de su joven amo. Con su lengua áspera bajaba sin remordimientos por su cuello hasta situarse frente a sus pezones donde se detuvo para contemplarlos. Se le hacía agua la boca al pensar en saborear esas tetillas rosadas y tiernas con las cuales se deleitaban sus ojos.

Ciel tragó con fuerza, en su interior deseaba que él lo dominara, quería que le mostrara su rudeza, aquella que había visto cuando él estaba en pleno cumplimiento de su deber, protegiéndolo, que lo cubriera con su cuerpo y le mostrara lo que era ser un demonio de alta estirpe. De alguna manera no quería nada tierno, nada dulce y menos con alguien tan sádico como Sebastian Michaelis.

Cegado por la pasión y el calor del momento, Sebastian llevó a su boca un pezón de Ciel y lo chupó con fuerza hasta que estuvo alargado y pasó del color rosa al rojo vivo, mordisqueándolo gentilmente y humedeciéndolo con su saliva, alternando entre cada uno de ellos.

Estallidos de pura emoción se apoderaron de Ciel, una corriente eléctrica deslumbrante y vivificadora; la exquisita suavidad de la cama, la cálida boca de Sebastian en sus pezones, las manos que quemaban su piel y las palabras de deseo resonaban en sus oídos y lo volvían loco de placer.

—Sebastian. —Ciel pronunció su nombre con un suspiro—. Por favor... ¡Ahhh!... —Zambullendo sus manos entre su sedoso cabello negro, jaló fuertemente, revelando con su áspera respiración lo mucho que disfrutaba lo que le hacía.

Sebastian no necesitaba preguntar qué le suplicaba con tal ansia. Hizo un sendero de besos por todo el cuerpo caliente de Ciel; recorrió el torso y besó la marca de la bestia, pasó por el abdomen, se encontró con su ombligo en donde hundió su lengua haciéndolo jadear. Y finalmente, sus profundos ojos rojos captaron un pequeño miembro imposiblemente erguido, con una gota de semen brillando en la punta. Entonces alargó un dedo para recoger la gota que se derramaba, y luego se la llevó a la boca.

Ciel quiso morirse de la vergüenza, sin embargo, pesaba más la necesidad. Por puro instinto colocó las piernas a los lados de las caderas de Sebastian, levantado sus rodillas, y abriendo aún más los muslos, dándole a entender que estaba a su disposición. Todo pudor se alejó de él para permitir que su mayordomo reinara libre en su cuerpo. Sebastian se arrodilló entre sus piernas al tiempo que se retiraba los guantes que usaba en las manos para cubrir el sello del contrato con los dientes, luego lo tomó de la cintura, acariciando su suave trasero con la punta de los dedos, levantó su pie y se lo llevó a la boca para besar el delicado talón herido, humedeciendo la estremecida piel con la lengua y mordiéndola levemente para intensificar el placer. Recorrió cada pierna, ascendiendo cada vez más y más, saboreando cada milímetro de ellas y acariciándolas con suspiros.

—Sebastian… ya no me tortures más… —exigió, perdiendo la paciencia y sonrojado hasta más no poder.

La energía fascinante de su joven amo, hizo a Sebastian sonreír. Sus miradas se encontraron; y sus almas sedientas de amor hablaron por si solas.

—Esto no debería ser una tortura, a esto se le llama placer. —Sin querer torturarlo por más tiempo, Sebastian abrió su boca y empujó la cabeza de su miembro dentro, y luego comenzó a morder suavemente.

—¡Duele! —se quejó Ciel con los ojos cerrados, apretando sus parpados fuertemente.

Él se rió y lamió las zonas que había mordido, y luego deslizó sus labios y su lengua de abajo arriba, de un lado hacia otro. La tortura, desacelerada e inquieta, fue el nombre de su juego. Su lengua se deslizaba a lo largo de toda su longitud, parando para succionar ruidosamente por debajo de los testículos hinchados.

Ciel gimió, arqueando la espalda al notar el exquisito placer y alivio que aquella boca otorgaba a su cuerpo.

Con una mano, Sebastian le sujetó por el trasero y atrajo su cuerpo para sentirle más adentro y disfrutar de la forma en que sus músculos se tensaban con el movimiento. Lo único que le importaba era llevarlo hasta el límite y sentir la explosión de su esencia en la garganta.

Sin alterar el ritmo, sujetó sus testículos con una mano y los hizo rodar entre los dedos mientras su lengua no paraba de lamer la extensión.

—Mmmm… ¡Ahhhh!, no puedo más… Sebastian… yo…

En aquel punto, Ciel ya estaba sudando y agarrando más fuerte el cabello de su mayordomo, jalándoselo para marcar, según él, el ritmo de las caricias bucales. Tenía los músculos tensos y el estómago contraído. El calor, los dedos, la lengua, los besos, todo aquello lo estaba volviendo loco, girándolo en espiral hasta que su pensamiento sólo fue consciente de la necesidad desesperada por liberarse. Su corazón pareció detenerse por completo. Sus ojos estaban llenos de urgencia y dolor.

Sebastian recorrió con el dedo la suave piel que unía los testículos con el ano, en seguida pasó su lengua por sus nalgas y escupiendo sobre su entrada, insertó un dedo dentro de él, moviéndolo sin piedad. Un largo jadeo brotó de la garganta del Conde al notar como mas dedos entraban y salían de su interior. Después, la boca y los dedos de Sebastian convergieron en su pene lamiendo y apretando de nuevo. Tras unos minutos, Ciel explotó dentro de su boca, tal y como lo había imaginado.

El gruñido de placer del joven se oyó en toda la habitación.

—¡Sebastian…!

Su nombre fue acompañado por la liberación de su esencia, mojada y caliente en su boca, y él continuó chupando hasta que hubo tomado hasta la última gota de su semen.

Ciel cayó desparramado en la cama, con los brazos extendidos. La eyaculación había sido un poco dolorosa para ser su primera vez.

—¿Por qué… lo hiciste?... —reclamó mientras trataba de que su respiración fuese algo más que unos breves jadeos entrecortados—. Eso fue asqueroso.

Tomó otro profundo aliento y echó un vistazo a su mayordomo. Sebastian le miraba fijamente. Ninguno de los dos hablaba. Quizás él también intentaba recobrar la respiración. O tal vez, sin querer, le había dejado ver lo que este momento había significado, es decir, la pura gloria.

—¿Beber de su esencia? —Sebastian no quitaba la mirada de él, detallando en su memoria cada parte de su cuerpo y las reacciones del mismo—. Es delicioso porque viene de usted —aclaró, su voz fue apenas un ronroneo grave y distante, suficiente para volver a excitar a Ciel, que sentía que su miembro aumentaba dolorosamente de nuevo.

Sebastian no pudo evitar soltar una carcajada y la vibración de su risa recorrió el cuerpo del orgulloso Conde, sonrojándolo aún más.

Ciel se levantó de la cama justo a tiempo para ver cómo Sebastian se ponía de pie y se quitaba la ropa como queriéndole dar un espectáculo erótico. Con lentitud, se despojó de las prendas y las dejó caer al suelo dejándose apreciar a medias. Su espalda ancha se estrechaba en una cintura esbelta, a la que seguían unos poderosos músculos en el abdomen. A pesar de su fuerza física, no tenía el cuerpo sobremusculado, sus músculos más bien indicaban que era un hombre que estaba en plena forma. De hecho, emanaba sexo por todos sus poros. Luego se deslizó los pantalones hacia abajo, dejando su pene en libertad, proporcionándole así su primera y singular visión de un hombre completamente desnudo. Sus muslos recios y bien torneados hacían juego con el resto de su cuerpo. Siguiendo la línea de su cadera estudió su miembro, ahora libre de toda atadura. Era grande y sin vellos. Un magnífico pene, erecto y orgulloso con la cabeza bien morada y brillante por el líquido pre-seminal. Sus testículos estaban tan tensos que colgaban firmes y llenos a punto de explotar.

Ciel imaginó cuánto debía estar gozando ese demonio sádico y travieso al verlo tan necesitado y decidió no darle esa satisfacción; debía actuar como un Conde, orgulloso y prepotente. O al menos esto pretendía.

—Se-sebastian…espera —murmuró. Su cuerpo emanaba nerviosismo y miedo—. Ya fue suficiente.

Sebastian respiró profundamente, puso un dedo bajo la barbilla de Ciel y la levantó para encontrarse con sus ojos que parecían joyas brillantes, uno zafiro y otro amatista.

—¿Acaso piensa desobedecer su propia orden? —ronroneó al tiempo que volvía a tumbarse sobre el cuerpo de él—. No se olvide que me dio el derecho de poseerlo.

El calor en la habitación aumentó mientras ambos no se despegaban la mirada. Sus labios se tocaron, se rozaron y se unieron. Ciel cedió al instante, cerrando los ojos. Se aferró a los brazos de Sebastian hasta arañarlo, consumiéndose en las llamas de su beso. Piel con piel se encontró, dándoles una nueva sensación de placer.

¡Al diablo la razón! ¡Al diablo el orgullo!

—¡Ahhhh!... ¡Agh! —exclamaba Ciel, echando la cabeza hacia atrás. Sus caderas presionaban contra el miembro de su mayordomo como si tuvieran vida propia. Mientras tanto Sebastian le daba suaves mordiscos por el cuello, excitándolo cada vez más, y más, haciéndolo gemir. Aquella avalancha de sensaciones amenazaba con hacerlo pedacitos de puro placer, lo único que podía hacer era sujetarse a ese demonio cada vez más fuerte. La idea de un segundo orgasmo lo volvía loco de emoción. Pero, de manera inesperada, Sebastian lo levantó de la cama y lo estrechó entre sus brazos.

—No seré tierno esta noche porque mis ganas de ti son tan fuertes que mis sentidos. —El trato respetuoso con el que debería hablarle se quedó en un lugar remoto al hablarle al oído—. Quedaré loco, enfermo por tu olor y tu cuerpo y nada me detendrá; quiero dejarte claro que eres mío, que eres mi amo y mi señor, pero también eres mi alma elegida, y tu destino es estar conmigo para siempre. Ese es nuestro contrato, eres tú el que me pertenece a mí.

Ciel abrió los ojos y miró los de él, tan rojos como la sangre misma. Tan felinos y peligrosos. Tan seductores y manipuladores. Y entonces tragó en seco pues tuvo un ataque de rabia. ¡Maldita sea! ¡Era sólo una marioneta en las manos de Sebastian Michaelis!

Para su mayor sorpresa e irritación, Sebastian lo agarró detrás de la nuca y lo arrastró hacia su pene, erguido y bien dispuesto. Nadie nunca había vuelto a tratar al orgulloso y prepotente Conde de Phantomhive de esa manera. Horribles recuerdos ensombrecieron la mirada de Ciel, transformando sus rasgos en una máscara de odio y dolor.

—Ser amantes significa dar por igual —le explicó Sebastian sin intenciones de lastimarlo de nuevo ni de desenterrar horribles recuerdos—. Usted ya recibió un poco de placer, es justo que me page con la misma moneda.

Ciel tuvo que esforzarse por refrenar la furia que desde sus adentros clamaba por ser liberada. Se mordió el labio inferior, derrotado, el deseo de nueva cuenta fue más fuerte que su orgullo. Contempló aquel pene erecto que tenía delante y se relamió. La lujuria volvió a dominarlo. Odiaba admitirlo, pero se recordó que todo valdría la pena al final, si lograba eliminar ese deseo que lo torturaba y lo consumía.

Sin embargo, eso no le impedía hacerse el rebelde.

—No cabrá en mi boca, es demasiado grande —objetó, señalándolo con recelo—. Además, el trato era que tú me dieras placer a mí, no al contrario.

A sebastian le gustó la idea de que pensara que su pene era cruel y muy grande, pero sabía que solamente se estaba resistiendo.

—El trato era que fuésemos amantes, ¿O lo olvidas?

Los ojos de Sebastian brillaron intensamente cuando Ciel le devolvió la mirada, fulminándolo con ella. La demostración de su carácter lo complació como siempre, y se estremeció hasta los huesos. Sin pudor alguno le restregó el pene erecto por toda la cara embarrándosela con su líquido pre-seminal y le metió los testículos en la boca para que los chupara.

—¡Vamos! —le dijo—. ¡Ah!, estoy seguro que podrá hacerlo, joven amo.

Con aspereza, Ciel apreció su pene largo y grueso, adornado por unas venas bien exaltadas, y luego lo atrapó con los dedos, llevó sus labios hasta él, y empezó a lamerlo. Un gusto tibio y salado estalló en su boca. El sabor le estimulaba la lengua y se le escapó un murmullo de placer.

—Mmmm…

Dejó de acariciárselo con la lengua y se lo tragó lo más hondo que pudo. Empezó a chupar con fuerza, mientras Sebastian acogía después de mucho tiempo de espera esos pequeños vestigios de placer y felicidad que un acto sexual producía en los humanos. Su espalda reposo sobre el respaldo de la cama y sus caderas se elevaron para cooperar. Los labios de Ciel se situaron debajo y se metieron los testículos en la boca, después los chupó para bañarles con su saliva. Lo acariciaba con la mano mientras seguía chupándolo, lamiéndolo y jugueteando con él.

Fue todo instinto. Su lengua, su boca, sus labios actuaron por voluntad propia. Ciel ni siquiera podía comprender porque sabía cómo hacerlo. Tal vez porque primero había aprendido de Sebastian. 

Hablando de eso…

Continuó su labor montándose a horcajadas sobre sus caderas y, pagándole con la misma moneda, le mordisqueó gentilmente los hinchados testículos. Sebastian de inmediato emitió un quejido de dolor.

—Ciel, eres un rencoroso —Sebastian sacó el pene de la boca de Ciel y, de un tirón de cabello, lo levantó. Cuando lo tuvo frente a él, lo besó en la boca de manera fugaz.

El Conde frunció el ceño cuando una sonrisa afloró en los labios de ese demonio. Odiaba que lo tratara por su nombre. Esa confianza no estaba permitida porque a raíz de un trato más cercano surgen nuevos y confundibles sentimientos de apego. Lo había experimentado con Lizzy a quien consideraba más que como una prima como a una hermana. No había mayor sentimiento detrás de ello. Y sin embargo, en todos los planos, ella lo amaba con una entrega total y sin miramientos. Una entrega que exigía una entrega similar por su parte. Pero nunca podría amarla de la manera que ella soñaba.

—¡No me jodas! —le gritó a la cara.

—¡Jum!... ¿Qué es ese vocabulario tan vulgar? —reclamó Sebastian haciéndose el resentido, luego suspiró—. Está bien, usted gana. Volveremos a ser amo y mayordomo.

—Maldito demonio… 

Al notar la exaltación de Ciel y lo enojado que estaba a esas alturas, Sebastian hizo una pausa, tranquilizándolo con el suave roce de los dedos en su espalda, subiendo y bajando lentamente, hasta que el joven se relajó de nuevo entre sus brazos. Tampoco quería tomarlo a la fuerza. Estaba tenso y eso no le gustaba. Con un movimiento casi imperceptible, lo tumbó de espaldas a la cama, y luego bajó hasta que lo cubrió totalmente con su cuerpo. Le daría una dulce liberación, le concedería todo lo que quería y serían uno solo en cuerpo y alma. Era un misterio que pocos conocían, pero los demonios podían ser tan tiernos, tan sumisos, tan pasivos, como dominantes, crueles y duros, siempre buscando esa perfección de pareja, de amantes, de cómplices, fabricando realidades de sueños y fantasías. Por eso era tan difícil, hasta imposible, resistirse a su seducción.

Sus labios volvieron a encontrarse en esa noche. Sebastian abrió los labios sobre los de Ciel mientras separaba, ansioso, las piernas de éste y se colocaba entre ellas. Sus besos eran apasionados. Pequeños golpecitos húmedos, mordiscos, besos en las comisuras de su boca, un tirón largo y lento de su labio inferior. Se besaban perezosamente pero a fondo, saboreando cada matiz sutil de placer, dibujándolo, y prolongándolo hasta la eternidad. Era la primera y la última vez que lo harían.

A Ciel le ardían las mejillas y el resto del cuerpo. La lujuria impregnada en su cuerpo había acabado con la última parte de su raciocinio, pero no le dio importancia. Atreviéndose a formar parte del acto sexual al que se había visto arrastrado, le lamió el cuello, dejando un par de chupetones que luego tendría que ocultar. Mordió levemente su barbilla y acarició sus pectorales con sus delicadas manos. Sebastian lo tomó de las caderas para frotarse contra él. Ambos volvieron a gemir, el encuentro se había tornado demasiado apasionado y descontrolado. Había llegado el momento de traspasar las barreras que los separaban. Ambos cuerpos no podrían resistir mayores retrasos.

Ubicando las piernas de Ciel alrededor de su cadera, Sebastian se colocó en posición para la penetración definitiva. El Conde vio el semblante excitado y de alguna forma, desesperado del demonio por poseerlo, por lo que abstuvo su respiración durante un instante. Sabía lo que vendría. Su corazón parecía salírsele del pecho.

—Aunque no lo crea, seré gentil con usted —le dijo Sebastian arrodillándose ante él, con una mirada de sinceridad en aquellos ojos felinos.

Ciel tembló de los pies a la cabeza.

—No necesito que seas gentil, imbécil —Como era usual ante situaciones como estas, el Conde endureció su corazón, negándose a sus propios sentimientos.

Sebastian frunció el ceño y curvó sus labios en una sonrisa sin alegría. No parecía enojado sino decepcionado.

—No lo entiende —le respondió sin agregar nada mas por el momento.  Ciel tragó saliva y se estremeció ante la intensidad de su voz.

Rodeándolo por su cintura, lo sujetó con fuerza mientras empujaba duramente en su interior. Instantáneamente, su pene fue absorbido dentro de su entrada, húmeda, palpitante y que amenazaba con abrasarlo con su calor. Estaba tan apretado…su ano se contrajo alrededor de su pene, un pequeño aro que llenaba su mente de posibilidades infinitas para su exploración.

Ambos jadearon extenuados de placer y dolor.

—Seré gentil, porque usted merece que sea gentil. —Sebastian emitió un gruñido desde el fondo de su garganta, sintiendo más placer que el mismo Ciel. Él le pertenecía, ahora por fin, ahora era suyo para siempre—. La mitad de una vida de lealtad y perdón mutuo termina siempre en amor.

Ciel le concedió que debía ser verdad, pero no les serviría de nada. El amor hacía sufrir y él había renunciado a todo tipo de sufrimiento. Había renunciado a la luz para vivir en la oscuridad y era por culpa suya. Jamás habría un lugar al que pudiera pertenecer por completo, donde pudiera ser realmente él. Porque el tiempo de los seres humanos no vuelve nunca para atrás, nada vuelve a ser lo que era antes y cuando los sentimientos se deterioran o se transforman no hay milagro que los pueda restaurar en su calidad inicial. Nada nunca volvería a ser igual. Mordiéndose los labios, se alegró de estar a escasa luz, casi a oscuras, cuando una lágrima cayó hacia abajo por el lado de su cara. Lo intentó como pudo, pero no podía negar el creciente anhelo dentro de él de darse a aquel demonio, en cuerpo y alma, mas no en corazón.

En lugar de hablar, Ciel fijó la vista en sus labios y lo besó con todo el deseo de su corazón. Sebastian se estremeció ante la acción del pequeño Conde y se retiró antes de volver a introducirse dentro de él, enterrando su pene hasta lo profundo de aquel apretado canal, meciéndose en un ritmo parejo.

El olor a excitación se propagó a su alrededor. Dónde el perfume a té y flores debería persistir, el aroma maduro de sexo inundaba el ambiente. Sebastian pasó una mano de la pierna a la cadera de Ciel, haciendo una pausa, mirando sus párpados medio cerrados y boca entreabierta. Siguió aporreando dentro de él, cada vez con más fuerza, más rápidamente, hasta alcanzar la posesión completa de su castidad.

Ciel sentía como la punta del pene de Sebastian le golpeaba hasta el fondo llegando al punto que lo mataba de placer, una sensación endemoniadamente deliciosa. Él había sido incapaz de esconder los signos reveladores de su placer. El calor había fluido de pronto en una calurosa marea sobre su piel, erizándole la piel y endureciendo su miembro. Por su parte Sebastian siguió el constante mete y saca. Realmente estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano aguantando aplicarle más fuerza por no terminar lastimándolo más de lo que pretendía. De verdad que quería destrozarlo de placer. En su fuero interno, enterró las uñas en sus piernas de modo que dejó su huella en su aterciopelada piel. Ciel gritó entre el placer y el dolor.

—Ah… ah…

—Estamos a punto…—murmuró Sebastian, lamiendo sus pezones— Ya casi... —Luego una cortante mordida fue aplicada en su cuello, seguida por dos rápidos y profundos empujes de su miembro.

Viendo que el terrible clímax cerca, Sebastian decidió cambiar de posición, por supuesto sin detener sus profundos embistes. Le tomó una de las piernas a Ciel y se la puso en el hombro, la otra extremidad seguía rodeando su cadera. Ciel gimió, podía sentirlo más profundo si se podía, podía percibir como los testículos le rebotaban casi entrando en su interior, apreciaba como ese pedazo de carne entraba y salía de él. Era la mayor locura que había cometido en su vida.

—¡Ahhh!…

—Ciel, mírame.

Sus ojos se abrieron, y por un momento el ojo del contrato volvió a brillar con la misma intensidad que el ojo azul zafiro. Una vez más, estaba frente a aquella increíble y penetrante mirada capaz de sumergirse en lo más profundo de su ser. Capaz de hacerlo olvidar que era un demonio.

Sus manos se estrecharon con fuerza.

—Conoce quien posee tu alma y tu cuerpo —Sebastian embistió—. Ahora sé que tu amor es mío —Siguió una embestida más profunda—. Y nunca te dejaré ir.

De repente, Ciel gritó, y la liberación volvió a caer sobre él, entre ambos abdómenes. El explosivo chorro de semen al correrse lo dejó agotado.

Sebastian cerró los ojos con fuerza y echó el cuello hacia atrás para soltar un gemido de lujuria y satisfacción mientras su semen se corría dentro del pequeño. Se derrumbó sobre la cama al lado de Ciel, intentando introducir oxígeno en sus hambrientos pulmones.

Después de retomar el aliento, echó un vistazo hacia un lado sólo para encontrárselo dormido. El joven Conde Phantomhive se encontraba placida y profundamente dormido. Su expresión era el reflejo de los mismos sentimientos de atontamiento que padecía él. Fue la mejor noche de su larga existencia.

 

 

*

*

*

*

*

 

La penetrante luz del sol entró a través de las ventanas. Debilitado, Ciel abrió los ojos lentamente. No intentó levantarse de la cama o hacer mayores esfuerzos porque sentía como si un coche lo hubiera arrollado anoche, imposibilitándole la habilidad de moverse con libertad. Sentía dolorosos pinchazos en los muslos, las muñecas y la cadera sin entender el motivo.  Decidió que ése sería un día fatal, uno de esos días en que todo salía mal. La cama olía diferente se dio cuenta. Podía jurar que el peculiar aroma de Sebastian estaba impregnado en las sábanas, pero eso era imposible. Sebastian no dormía y, en todo caso, nunca compartiría lecho con él.

La luz que entraba al dormitorio parecía demasiado brillante lo que le hizo preguntarse qué hora era. Consultó el reloj de la pared y descubrió, para su asombro, que eran pasadas de las once y media. Demasiado tarde. No se había despertado a esa hora desde hacía mucho tiempo. ¿Dónde estaba su estúpido mayordomo? Debía darle muchas explicaciones.

—¡Sebastian! —gritó fríamente, asombrándose a sí mismo con los recuerdos que afloraron dentro de él al pronunciar su nombre.

«¡Se-Sebastian… ahh!» repetía entre gemidos de placer. Entregando su cuerpo y el resto de su castidad a ese demonio. Besando todo su cuerpo, mordiendo sus labios, aferrándose a él, jadeando, gritando, entregándose completamente…»

El recuerdo del suceso lo golpeó como un dardo. Con un brinco se incorporó en la cama en medio de un mar de sudores fríos. Abrió los ojos de par en par y examinó agitado todo lo que le rodeaba. Llevaba su camisa de dormir puesta, como si nada hubiese sucedido.

—Ah, veo que por fin despertó, joven amo. —Sebastian hizo su entrada triunfal al dormitorio, traía en sus manos una bandeja con comida.

Por la hora, Ciel no sabía si se trataba del desayuno o el almuerzo. Le daba igual, lo que le importaba era resolver lo que atormentaba su mente y su espíritu.

—¡Tu! ¡Desgraciado! —Preso del pánico, hizo el intento de ponerse de pie, pero un fuerte dolor de cadera lo hizo caer al piso. Por suerte Sebastian evitó la caída, sosteniéndolo en sus brazos—. ¡Suéltame!

Sebastian tomó distancia de él, inmutable. A duras penas, volvió a tomar asiento en la cama. La garganta se le cerró por la vergüenza. Le costaba respirar. Fue culpa suya, pensó. No tendría que haber permitido que las cosas fueran tan lejos. Lo que sentía por Sebastian era un amor no extenso de cautela. Sin embargo, anoche se había entregado a él con facilidad. Anoche perdió el rumbo y el control de sí mismo, llamando desesperadamente la liberación de su lujuria interna.

—Anoche tuvo fiebre. —Sebastian rompió el frío silencio, Ciel no se atrevía a verlo a la cara debido a la rabia que sentía—. Estuve cuidando su temperatura toda la noche. Es por eso que no lo desperté temprano y me vi en la libertad de cancelar sus citas programadas por este día… y también…

Ninguna palabra que salió de la boca de Sebastian llegó a sus oídos. Su mente debió haber sido generosa con él, porque recordó algo que había dicho como condición y que podía reconstruir lo que le quedaba de dignidad.

«Todo lo que pase esta noche entre nosotros mañana quedará en el olvido. Tú nunca me besaste, tú nunca me tocaste, tú nunca me acariciaste. ¡Nunca me hiciste tuyo!»

—Sebastian —lo interrumpió—. La investigación en el Hyde Park, ¿Qué fue lo que exactamente lo que sucedió? —preguntó tentativamente.

Una pregunta directa que merecía una respuesta igual de directa. Sebastian entrecerró los ojos y endureció la expresión en el rostro. Era un experto en su propio juego, no caería en la trampa. Colocó la bandeja en una mesita que había cerca de la ventana y luego se dio la vuelta para entregarle un periódico en las manos.

—Como verá, los cuerpos de las víctimas fueron entregados a sus respectivos familiares por los Scotlard Yard —comenzó a explicar, Ciel comenzó a leer la noticia por sí mismo—. La causante de todo este problema fue una mujer a la cual el novio había dejado plantada frente al altar. Su conmoción fue tal que terminó convirtiéndose en una psicópata que buscaba venganza atacando a inocentes. Es por esa razón que atacaba únicamente a parejas de enamorados retándolos a que demostraran su amor. La frustración que un mal amor le causó, la había llegado a la locura. Su nombre era Rosette, según recuerdo.

Ciel miró fijamente un punto en el suelo, con una mirada distante y los hombros caídos. Sabía que ninguna de las palabras de Sebastian era cierta, pero le siguió el juego.

—Esa mujer… —murmuró a lo bajo—. ¿Dónde está?

—Ella está muerta.

Ciel bufó con sarcasmo. Por lo menos acabó con ella. Se lo merecía.

Mientras tanto, Sebastian extendió sus brazos hacia la bandeja que reposaba sobre la mesita de roble al lado de la ventana y se la puso a Ciel sobre las piernas mientras éste no apartaba su mirada de las muñecas de sus manos.

—Tenga, debe comer algo antes de tomarse la medicina.

—Estas heridas… ¿Cómo me las hice?... —susurró, tras lo cual arrugó el ceño—. Eres un descuidado —reprendió duramente, alzando la voz—. No deberías permitir que me lastimara de esta manera.

Sebastian esbozó una sonrisa curvada, de ironía.

—En realidad fue un descuido. La mujer forcejeó un poco mientras intentaba detenerla y usted accidentalmente cayó sobre un rosal lleno de espinas.

A Ciel le tembló la taza de té en las manos, delatando su turbación. Lo que bebía era chai, el aromático té dulce de India, no lo suficientemente relajante para él, y al lado, había una generosa porción de torta de chocolate. Las espinas de esas rosas fueron las causantes de todo. Sebastian estaba siguiendo la orden de olvidarlo todo, pero los vestigios en su cuerpo no desaparecerían tan fácilmente. No había duda, no se había tratado de un sueño. Realmente se acostó con su mayordomo.

Se rió con tal amargura que sonó más como un carraspeo.

—Eres un perro muy fiel y obediente —dijo complacido y llevó la taza de té a sus labios, bebiéndolo de un trago. No tenía tiempo para sentarse a llorar por lo que había sucedido, se dio cuenta. Lo hecho, hecho está.

—Solo soy un simple mayordomo.

Ciel volvió a bufar pero al momento el dolor lo envolvió de nuevo, obligándolo a recostarse.

—Cancela todas mis citas de la semana —ordenó mientras volvía a cubrirse con las sábanas—. Nos quedaremos en esta mansión por el resto de la semana, en el tiempo que tome mi recuperación… Fuiste muy brusco anoche —añadió sin darse cuenta.

Sebastian guardó prudente silencio.

—Sí, mi lord —respondió al cabo.

Ciel lo miró fijamente; su mirada adquiría el color del hielo cuando intentaba discernir sus auténticos sentimientos.

—Los dos elegimos un mismo camino hace tiempo y quien toma ese camino sólo tiene que caminar de frente —le dijo—. Ahora déjame solo, necesito descansar.

Las palabras de Ciel hicieron eco en la mente de Sebastian, su rostro serio dio paso al de asombro, sus ojos se abrieron rápidamente y sus labios, un tanto separados, demostraban la imposibilidad de hacer como si nada importara. Percibió una energía singular, nacida de lo más profundo de su ser, que recorría su cuerpo.

Y con toda la complacencia del mundo respondió:

—Yes, my lord.

Ciel apretó los parpados intentando contener las lágrimas que amenazaban con brotar de sus ojos mientras pensaba:

«Mi alma te pertenece, no puedo darte también mi corazón.»

Lo de anoche quedaría en el olvido hasta el día en que muriera; eso le ordenaba su mente, enferma y solitaria. Pero, otra parte de él, ubicada en su corazón, le decía que por más que intentara, nunca olvidaría el día en que volvió a ser feliz, al sentirse amado y correspondido.

 

*********

 

Sebastian salió de la habitación y se quedó de pie, pegado a la puerta. Las cosas empezaban a resultarle difíciles. Le había costado muchos años de esfuerzo alcanzar la cumbre en que ahora se encontraba y dentro de unos días todo habría terminado; y él quedaría solo de nuevo.

«Llegará un día, Sebastian. Llegará un día en el que tendrás que tomar una decisión definitiva. Y por ese amor que está naciendo en tu interior es que no te atreverás a comer de su alma. Entonces tus esfuerzos habrán sido en vano»…

«Somos demonios… Si, lo somos. Pero ahora finalmente he comprendido que estamos llenos de amor, llenos de pasión y dispuestos a dar la vida por quién amamos de verdad»

Esas fueron las últimas palabras de Rosette. Ambos quedarían inmersos en un laberinto sin salida. Sin saber que hacer o como actuar. Tal vez la noche anterior quedaría en el pasado, pero nunca borrada de sus recuerdos. Hasta el día en que finalmente tuvieran que tomar una decisión definitiva. Una decisión que sentía cerca.

—Mi pequeño amo, me gusta cómo eres: adusto en todos los aspectos. En tu corazón no hay sitio para sensiblerías o muestras de cariño. Tú te debes a tu objetivo y eso es todo lo que cuenta: vives por y para la venganza. Y para vengarse hay que ser duro, inflexible, no mostrar nunca ninguna debilidad, y tú naciste para ello y es lo que me gusta de ti —dijo para sí antes de seguir su camino.

Pero, mientras tanto, por encima de todo, él quería defender lo suyo, su propio territorio. A su alma predilecta y bendita de todo peligro. El futuro es incierto y nos trae muchas sorpresas, y Rosette ya no estaría aquí para comprobar su teoría.

 

 

Notas finales:

Y… ¿se termino? ¿Así nomas? 

Quedaron como si nada, pero en realidad no es así si se dan cuenta. Creo que da paso a una continuación hasta el día en que por fin acepten sus sentimientos. (pero por ahora no se me ocurre nada) esta fue una historia corta por lo que no quise extenderme mucho con sus problemas existenciales. ¿?... Además quería hacerlo lo más fiel a la historia original y así fue como quedó.

Espero haya sido de su agrado, al menos que haya servido para pasar el rato.

Creo que Sebastian es el personaje más sensual del anime, jejeje :`D ¿se notó mucho? Creo que sí.

Pd: Amé imaginarlo desnudo… jajajaja.

Bueno, me despido de ustedes.

Gracias por leer.

Bye Bye.

 

 

 


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