El comienzo.
—1—
Después de una larga jornada, la noche había llegado al fin para la gente de las lejanas tierras de Blazeberly, una nación al norte de la histórica Shin Makoku, que se había convertido a su vez en la mayor y más poderosa nación de los demonios. No obstante, Blazeberly era una tierra rica en minerales y piedras preciosas, con una capacitada fuerza militar basada en Mazokus controladores del fuego; tan próspera y bienaventurada como su hermana nación.
Era la hora de la cena y el aire del anochecer esparcía el agradable olor de los guisos y del pan en el horno. Unas mujeres cansadas, con sus faldas largas manchadas de andar por la cocina, perseguían a sus traviesos pequeños para hacerles entrar a la casa para cenar. Otras familias ya estaban reunidas en torno a la mesa y se disponían a orar para agradecer la virtud de ingerir sus alimentos.
De la taberna llegaba el sonido de las jarras de cerveza al chocar y las voces de los hombres que se jactaban de sus aventuras y de los diversos regalos que habían recibido de parte de sus conquistas y las risas desenfrenadas de sus amigos.
Era un momento de felicidad y descanso. El bullicio de las calles no cesaba por nada del mundo pues el reino entero celebraba las alegrías del rey, cuyo primogénito había nacido sano y fuerte según los rumores. Ahora tenían un legítimo heredero al trono. No podían hacer menos que celebrar a lo grande.
El tranquilo pueblo estaba también repleto de forasteros que inundaban cada esquina. Toda la ciudad era una celebración. La atmósfera reinante nada tenía que ver con la de habitual tranquilidad. Una multitud había acudido a presenciar la ceremonia de presentación y ungimiento oficial del príncipe heredero desde todas las aldeas y pequeñas comunidades pertenecientes a los dominios de la nación.
Mientras tanto, en la pequeña plaza del pueblo, un séquito de treinta hombres encapuchados acababa de dejar sus sedientos caballos junto al bebedero y estaba fijando su mirada malintencionada a la gran fortaleza que era el castillo real, algunos desnudando sus dientes amarillos en una sonrisa mordaz mientras avanzaban al lugar. Los otros cientos de miles esperaban pacientemente en las alturas de las lomas la señal para el ataque.
Sombrío y amenazador, el líder miró fijamente a través de las imponentes paredes de piedra que protegían el castillo, con los ojos encendidos por el odio y el alma enardecida.
«Diez años»
Diez años de exilio, de un odio abrasador engendrado por un castigo bien merecido, pero no justificado; diez años para recuperarse, aliarse y planear la venganza perfecta. Por fin había llegado la hora. Dentro de muy poco tiempo, aquel patético rey que había osado expulsarlo de la corte por alta traición pagaría con lágrimas de sangre y dolor.
En el interior de la fortaleza, la música y el baile no cesaban. Los ventanales abiertos dejaban apreciar a aquel grupo de nobles y diplomáticos que brindaban con finos vinos y se hartaban de buena comida. Los lejanos compases de un alegre vals salían al exterior y atravesaban los jardines hasta el otro lado de las murallas.
«Larga vida al rey y a su hijo —masculló el hombre, cuya voz era grave y siniestra—, el príncipe de Blazeberly»
Se inclinó con los brazos extendidos como fingido homenaje. La felicidad del rey lo amargaba a tal punto que sentía repugnancia. Ese bastardo no merecía un hijo varón de la mujer que amaba. Nadie en su maldita vida podía ser tan afortunado y menos él, que le había jodido la vida entera.
Pronto pondría las cosas en su lugar.
El hombre esbozó una sonrisa malévola al imaginar el gran revuelo que se armaría cuando diese su golpe definitivo. Entonces la felicidad se desvanecería de sus rostros y se mancharía de dolor. La venganza es un postre que se disfruta frío, recordó, y con ello soltó una gran carcajada.
Recuperándose de su creciente excitación, aquel individuo dio una señal a sus hombres y todos emprendieron marcha. Cualquiera que hubiera conocido sus intenciones, jamás habría permitido que siguieran su camino.
—2—
Sentada en una mecedora cerca de una de los muchos ventanales que adornaban las paredes de los aposentos reales, cobijada bajo unas suaves mantas de terciopelo, tarareando una linda canción de cuna, la reina amamantaba a su hijo recién nacido con toda devoción. El infante se aferraba a su generoso pecho como si su vida dependiera de ello, y con sus ojitos recién abiertos inspeccionaba todo a su alrededor, reaccionando a los estímulos de su progenitora.
Embelesada, ella se inclinó sobre el pequeño, apreciando la gracia de sus movimientos, y depositando un beso en su frente con sumo amor y delicadeza. Un estallido de risas proveniente de atestado salón de baile hizo a la reina abrir los ojos y sonreír. Se lo debía a su esposo que no cabía de la alegría, y ella misma había estado divirtiéndose mucho durante el breve momento en que bajó a la fiesta con motivo del nacimiento de su hijo, una tradición de tiempos remotos para celebrar la descendencia de la realiza pura. Saludar a la gente que los apreciaba de corazón la hacía muy feliz. Además, al día siguiente sería la presentación oficial de su hijo en el templo y ante todo el pueblo, sería un día muy agitado.
La gente estaba muy contenta. Después de todo, rara vez se tenía la oportunidad de asistir a una celebración tan importante, charlar con cientos de personas distinguidas y bailar hasta que sus pies apenas tocaran el suelo. Era una experiencia fantástica, que sin embargo, palidecía al lado del impresionante espectáculo que su hijo le brindaba.
El bebé se había saciado al parecer y ahora jugaba con su pezón, tanteando con sus manitas todo el contorno.
Sonrió con ternura.
—Mi cielo…mi vida…mi todo —susurró, meciéndolo dulcemente entre sus brazos—, mi hermoso y amado hijo, me has hechizado de amor… mi corazón está lleno de ti…
—Deja un pequeño espacio para mí y estaremos bien. Después de todo, nuestro hijo ha tenido el mismo efecto en mi persona.
La reina parpadeó cuando la puerta se abrió, pues el ruido de la fiesta allá abajo penetró con mayor auge la habitación, después de tanto tiempo encerrada. No obstante, la visita no le desagradó en absoluto. Su esposo, el rey, había hecho acto de presencia.
—Por supuesto que hay un espacio generoso para el hombre de mi vida en mi corazón —le respondió sonriente.
Gallardo, imponente y sensual, esbozando esa sonrisa pícara que la volvía loca, él se acercó sigilosamente a ella, poniéndose de rodillas. Cuando levantó la cabeza, su marido le dio un beso largo y sensual, y su olor provocativo a licor y canela la invadió de tal forma que perdió el equilibrio en la mecedora. Pero él no se detuvo, y continuó explorando su boca pequeña y sensual. El beso la dejó en un inesperado estado de placer y confusión, y se quedó quieta, embobada, mirándolo a los ojos.
—Te amo —le dijo él en un susurro, poniéndose de pie y tomando a su primogénito en brazos—, gracias por hacerme tan feliz —añadió.
Suspirando, la reina se puso de pie y se obligó a mantener la compostura, negándose incluso el más pequeñísimo deseo de besarlo con pasión; y es que su marido se veía esplendoroso en su recién descubierta faceta de padre amoroso y dedicado.
Aunque el hecho de que un rey ayudara en el cuidado de sus hijos estaba mal visto en una sociedad todavía machista y jerárquica, su marido había sido claro en pregonar que eso le tenía sin cuidado. En las últimas dos semanas, se había estado paseando por los aposentos reales durante el día para cerciorarse que su hijo tuviera todo lo necesario, lo que significaba que se escapaba del trabajo en la oficina y de las audiencias reales.
—Es fuerte y tiene mi carácter, también tiene su esencia dulce y delicada que debió heredarla de ti —dijo el rey, haciéndole mimos a su pequeño, quien como si a sabiendas que se encontraba en buenas manos, respondía con energía a dichos gestos.
La reina arqueó juguetonamente una ceja.
—A mi me parece que es demasiado pronto para afirmar que tiene tu carácter amor. ¿Qué tal si hereda mi carácter aventurero y risueño?
Divertido ante la contradicción de su mujer, el rey rió gozoso.
—Pues mira que mi pequeño tiene un mes de nacido y ya tiene mucha fuerza —respondió contento—. No suelta mi dedo ¿ves?, y cuando intento hacer que lo suelte, ejerce aún más fuerza para impedirlo. ¿Qué más pruebas quieres, cariño? Además, por el verde esmeralda de sus ojos y la tonalidad rubia de su cabello es tu viva imagen. Es justo que herede mi carácter ¿No te parece?
La reina abrazó por detrás a su rey y depositó un beso en su mejilla. La suave tela del fino camisón blanco con encajes que usaba se movió con el viento que entraba a través de la ventana entreabierta.
—Entonces me sentiré tranquila al saber que en el futuro se convertirá en un buen hombre —le dijo al oído—. Justo como lo es su padre.
—Y yo me siento más que encantado al saber que su hermosura se podrá comparar con la de aquella a la cual amo con tanta devoción.
Aquello que dijo su esposo la estremeció y la reina sonrió, suspirando—: Te amo, mi amor.
—Y yo mas mi cielo… yo mas…
Un suave beso en sus labios fue el sello de sus palabras. Y el bebé ya se había dormido en los brazos de su amoroso padre.
Al notarlo, el rey lo llevó a la cuna, donde lo depositó y le dio un beso en la frente para después hacer girar el móvil musical con las figuras de un rey, un caballero, una princesa, un fiel caballo y un dragoncito bebé colgando de ella.
—Y duerme como un bendito… —comentó el rey, mirando a su hijo con una sonrisa. La reina soltó unas breves y suaves carcajadas ante la ocurrencia de su marido.
Una vez se había cerciorado de que su niño se encontraba perfectamente acomodado, el rey deslizó sus manos por debajo de su mujer y la levantó, tomándola en sus brazos sin ningún esfuerzo. La reina contuvo el aliento, agarrándose a sus hombros y sintiendo el fuerte muro de su pecho contra su cuerpo. Una vez más, estaba frente a aquellos increíbles y penetrantes ojos azules capaces de sumergirse en lo más profundo de su ser.
—Tú también debes descansar. —El rey acostó a su esposa en el lecho con delicadeza, y añadió—: Mañana será la ceremonia de presentación de nuestro hijo y te quiero ver tan esplendorosa como siempre.
Una lenta sonrisa de complicidad se dibujó en los labios de él, y la reina pronto supo que guardaba algún secreto, mirándolo inquisitivamente.
—Tengo noticias de mi hermano —anunció su esposo antes que le preguntara, tendiendo la mano para levantarle la barbilla—. Vendrá en unos días para conocer a su sobrino ya que el Maou dio su aprobación para el viaje. Y además… —De pronto la voz del rey pasó a ser bastante risueña—, ya tengo esto.
La reina sólo sintió una ola de felicidad cuando su esposo le hizo entrega de una hoja de papel que sacó de su bolsillo. Pero no era cualquier hoja de papel, sino el documento oficial que proclama a su hijo como el heredero principal al trono, primero en la línea de sucesión.
—¡Oh amor, esto es maravilloso! —exclamó—. Nuestro hijo lleva el nombre de tu abuelo y será recordado con todos los honores, ya verás.
Aunque sus ojos parecían llenos de felicidad, al rey le pareció ver un leve destello de ansiedad en su rostro; sus labios se curvaron en una tímida sonrisa por un instante, como si no estuviera convencida del todo.
—¿Qué sucede? —le preguntó, frunciendo levemente el ceño. La reina comenzó a sollozar.
—No… no es nada… es solo que…—Lloraba, pero en sus labios mantenía una sonrisa—. Perdóname mi amor, la emoción y la felicidad me han llevado al llanto, eso es todo. ¿Imaginaste alguna vez ser tan feliz?, lo estoy viviendo y aún no me lo creo del todo, y temo al mismo tiempo porque esta misma felicidad se nos desvanezca de la nada.
En ese momento, movido por no sabía qué impulso, él le cogió la cara entre las manos y le besó los labios con suavidad. Ella se quedó rígida al principio y el rey notó que poco a poco se tranquilizaba y se abandonaba al beso sin reservas. Despacio, muy despacio, la reina abrió la boca y él, lleno de alegría, buscó la lengua de ella con la suya. Con los ojos cerrados, la atrajo hacia sí y no los abrió hasta unos segundos más tarde. Lo primero que vio fueron los ojos de su reina. Y en ellos, un reflejo de lo que él mismo sentía: puro y sincero amor.
—Te juro que nadie empañará nuestra felicidad —le dijo—. Nuestra felicidad será duradera porque no se alza sobre la desgracias de otros.
Antes de que el rey pudiera proseguir, el estridente sonido de un estallido provocó que ambos se pusieran alerta.
—¿Qué fue eso? —preguntó la reina, con el corazón comenzando a latirle acelerado en el pecho.
—Quédate aquí y no salgas por nada del mundo, iré a ver qué pasa y mandaré unos soldados para que te acompañen durante la espera.
La puerta de la habitación real se abrió antes de que el rey pudiera ser capaz de salir, dejando ver a una figura indeseada. El ex Duque de Oxbills, un parásito holgazán falto de principios, que no tenía nada que envidiar al más vil de los villanos. Le había robado una gran fortuna a la corona, que estaba destinada a los más necesitados en su gestión de tesorero real, y por esa razón lo habían expulsado de la corte.
De repente la cólera reemplazó a la sorpresa y se reflejó en cada arruga de la cara del honorable rey y en el tono de su voz.
—Endimión Grimshaw…
El hombre de ojos café, piel morena y cabello rojizo soltó una gran carcajada.
—¡Vaya!, veo que me recuerdas con mucho cariño, Willbert von Bielefeld —pronunció con sorna esbozando una sonrisa mordaz. Luego hizo una reverencia—. Reina Cecilie von Spitzberg, se le ve bien después de su recién parto. Estoy ansioso por conocer al vástago de esta peculiar unión.
La reina se levantó de un salto y retrocedió horrorizada al ver el odio desnudo reflejado en los ojos de Grimshaw. Tenía una espada y los estaba amenazando con ella. Le comenzaron a temblar las manos y se le resecó la boca a causa del miedo.
—¿Qué haces aquí, desgraciado?, creí haberte ordenado que desaparecieras de mi vista para siempre —Willbert tenía los puños cerrados, la espalda recta y los ojos clavados en los de Endimión.
—Nueve de cada diez personas sentirían algún remordimiento al interrumpir una celebración como esta, pero yo no. He regresado más fuerte que nunca y reclamo la corona que me fue negada hace años.
—Estás demente. No tienes el apoyo de los Nobles ni de ningún otro rey. Fuiste degradado y considerado con el más vil de los parásitos. Cometiste injusticias con mi pueblo y robaste cuanto pudiste de mi capital. Se te ordenó que no aparecieras ante mí bajo pena de muerte y exijo que te largues de mis dominios ¡Ahora! —Willbert habló con rabia contenida, aguantándose las ganas de partirle la cara.
—No necesito de la aprobación de ninguno de tus peleles, Willbert —respondió Endimión con autosuficiencia—. Ellos ya no estarán vivos para impedírmelo. Comenzaré a escribir la nueva historia de Blazeberly a partir de ahora, con nuevos súbditos y consejeros.
Willbert no respondió, sino que se mantuvo alerta e inmutable. Su mandíbula apretada y el ceño fruncido. De manera inesperada escuchó a lo lejos la explosión de los cañones que resonaron por todo el pueblo, llenándolo de dolientes ecos.
—¿Lo escuchas? —inquirió Endimión, disfrutando de su inminente triunfo—, es el sonido de la revolución, de la justicia divina. Pronto esta ciudad se consumirá en llamas para darle paso a un nuevo comienzo. Un comienzo que se rige bajo mis dominios.
El atestado salón de baile se quedó en silencio absoluto después de que unos hombres encapuchados y vestidos de negro los tomaran como rehenes bajo amenazas de dinamita y explosivos. Las mujeres, envueltas en un mar de llanto, fueron separadas de los hombres, a quienes pusieron de rodillas en el suelo. Ahora no eran más que una multitud de caras pálidas y temblorosas.
—Will… Willbert…—murmuró Cecilie, temblando presa del pánico.
Al observar la expresión angustiada de su esposa, la mente de Willbert trabajó con rapidez, consciente de que tendría que negociar con aquel bastardo por la vida de quienes se encontraban en la fiesta y que seguramente estaban siendo amenazados.
—Dime qué quieres, Endimión. No sé por qué has escogido esta noche para reaparecer, pero has ido demasiado lejos —proclamó en voz alta, mientras un miedo largo tiempo olvidado despertaba de nuevo en su interior.
Ignorando el frenético palpitar de sus sienes, Willbert avanzó lo suficiente para estar frente a frente con Endimión, a quien no se le desaparecía esa peligrosa sonrisa del rostro.
—Te daré la oportunidad de reiterarte de tus actos si prometes no arremeter con la vida de los invitados.
Endimión volvió a carcajearse de lo lindo. La propuesta de su rival le parecía por demás absurda. Lo quería todo o nada, no estaba dispuesto a negociar.
—¡No me conformaré con tus migajas, imbécil!
Willbert entornó los ojos, enfurecido.
—Retrocede —ordenó Endimión, alzando la espada. Al ver que Willbert no le hizo el menor caso, levantó la voz— ¡Hazlo ahora o lo lamentaras!
Willbert comenzó a dar unos pasos hacia atrás con las manos en alto, con su orgullo cayéndose en lo más profundo del suelo y sintiendo la impotencia de no saber que mas hacer por el momento.
—Así me gusta —rio Endimión con complacencia.
Las lágrimas corrían ya imparables por las mejillas de Cecilie, que se mordía los nudillos para evitar que el grito hallara la salida desde su garganta.
—Deja a mi esposa y a mi hijo fuera de esto Endimión, no seas tan canalla —La frase de Willbert fue una orden inflexible, expresada con un tono carente de emoción y una determinación mortal.
Endimión paseó sus ojos llenos de maldad por la figura de Cecilie, y se relamió los labios.
—¿Y si mejor la hago mi mujer frente a tus narices? —propuso sin tacto alguno. Aquel susurro malintencionado hizo que un escalofrío recorriera el cuerpo de Cecilie— ¿Eh? ¿Qué dices?
Una fibra muy sensible dentro de Willbert llegó a su límite.
—¡Maldito y mil veces maldito! ¡Atrévete a hacer eso y te mato! —Estalló entre gritos, haciendo que el bebé despertara y comenzara a llorar.
—Me había olvidado del retoño —prosiguió Endimión, sin prestarle atención a las anteriores palabras de Willbert—. Para que veas que si tengo honor, dejaré que Chéri sea libre de decidir si escapar o continuar siendo reina, pero esta vez a mi lado, como mi esposa. Piénsalo querida —añadió con malicia—, eres demasiado joven para quedar como una pobre viuda.
Los sollozos de Cecilie aumentaron dramáticamente. Este psicópata planeaba matar a su amadísimo esposo sin piedad. ¿Qué hacer ante una situación como esta? Su cabeza daba vueltas entre el horror y la ansiedad.
—Y para mejorar la oferta, ofrezco hacerme responsable de tu hijo…
Cecilie negó en reiteradas ocasiones con la cabeza.
—¡Jamás te abandonaré Willbert! —Avanzó lo suficiente para acercarse a Endimión y se arrodilló ante él—. ¡Por lo que más quieras Endimión… déjanos libres! ¡Te lo suplico!
—¡Chéri no lo hagas! —exigió Willbert, con el corazón lastimado al verla de esa manera: Una mujer de la clase más alta arrodillada ante un canalla.
—¡No! —gritó ella, desgarrándose la garganta— ¡No, no, no lo acepto! ¡No puedo vivir sin ti! ¿Qué no lo entiendes?, prefiero vivir mil veces en la pobreza antes que vivir sin ti y nuestro hijo.
—Tus palabras y tus dramas no me conmueven —amenazó Endimión con dureza, entrelazando su mirada con la de Willbert—. Cambié de opinión, ahora lárgate de mi vista antes que decida matarte con el filo de mi espada.
Con la mano libre, Endimión chasqueó los dedos en una señal para los fornidos hombres que permanecían de pie cerca de allí.
—¿Jefecito?
—Escolten a la reina hasta la salida… oh perdón, a la ex reina Chéri —corrigió Endimión, mordaz. Después, dirigiéndose a Cecilie con los ojos llenos de odio, añadió—: Espero no volver a saber nunca más de ti. Desaparece y jamás regreses porque si no lo haces, te mataré.
Cecilie se quedó paralizada y mientras permanecía allí, indecisa, una repentina ráfaga de viento pareció abatirse directamente sobre ella.
—¡¿Qué esperas?! ¡Muévete!
—Amor, hazlo… confía en mí —le dijo Willbert, tratando de tranquilizarla—. Llévate a nuestro hijo y ponlo a salvo.
Cecilie reaccionó con un respingo. Se enjugó la cara de las lágrimas y su cuerpo tembloroso caminó hasta la cuna del bebé para llevárselo con ella, o al menos eso pretendía.
—Alto —ordenó Endimión con gesto imperioso—. Lárgate de aquí sin tu hijo. Ese será tu castigo por haberte negado a mi propuesta.
Tanto Willbert como Cecilie abrieron desmesuradamente los ojos, como si acabasen de escuchar la noticia más impactante y horrorosa de sus vidas. ¡Todo menos eso!
—¡¿Qué?! —alcanzó a balbucear Cecilie—. ¡No! ¡Eso si que no! ¡Nunca! ¡¿Me escuchaste?! ¡Nunca!
—¡Peter, George, sáquenla de aquí a la fuerza si es necesario, pero sin su hijo! —les dijo Endimión a sus secuaces, que de inmediato acataron sus órdenes aprensando los delgados brazos de la ex reina y arrastrándola a la salida.
—¡Nooooooo! ¡Mi hijo! ¡Quiero a mi hijo! ¡Maldito, dame a mi hijo! ¡Suéltenme bastardos! ¡Quiero a mi hijo!
Los lamentos de la infortunada mujer se perdieron a lo lejos, y quedaron solamente Endimión, Willbert y el recién nacido dentro de la habitación.
Al llegar al salón de baile, los incesantes gritos de Cecilie se detuvieron por un instante al apreciar con horror de la escena frente a ella. Los asesinatos de los Nobles habían sido particularmente horrendos. Cabezas desaparecidas, cuerpos desmembrados, sangre esparcida por todo el piso…
Estos villanos no habían tenido piedad.
Impactada, sintió un momento de debilidad y mareo. Llevó la mano a su boca para controlar el vomito que luchaba con salir de sus entrañas.
—Andando. —exigió uno de los hombres que la escoltaban, tomándola del brazo y continuando el camino a la salida.
Más adelante, los cadáveres empezaron a ser parte habitual del nuevo paisaje. Manchas de sangre y trozos de cuerpo se convirtieron en algo corriente. El humo se interponía en su visión, impidiéndole ver su contorno con claridad. Pronto los supervivientes saldrían de sus escondrijos en busca de sus seres queridos, inútilmente tratando de recuperar sus cuerpos para darles sepultura.
—3—
Willbert no se movió, pero le dedicó a Endimión una feroz mirada cargada de odio.
—No te saldrás con la tuya —advirtió entre dientes—. Podrás tener mi vida pero jamás a mi gente y su libertad.
Afuera del castillo, las explosiones continuaban azotando el pueblo. Willbert no necesitaba verlo: lo sentía. Y lo más frustrante era que lo único que podía hacer era esperar y permanecer como un rehén. Hubiera dado cualquier cosa por estar luchando al lado de sus valerosos soldados que defendían con sus propias vidas el bienestar del pueblo, pero sabía que le sería imposible escapar de Endimión. Tendría que enfrentarse a sus propios problemas hasta que amainase la tempestad.
Willbert percibió la frustración removiéndose en su interior. Quedaba muy poco, a juzgar por los ruidos que captaba y por el descenso de la agitación que le inundaba.
—¿Quién fue? —preguntó neutral de repente, Endimión no apartaba de él su mirada—. ¿Quién de los reyes me ha traicionado? Tengo derecho a saberlo.
—Te ves tan patético que te lo voy a decir —se mofó Endimión—. Quien apadrina mi toma de posesión, el rey que me prestó su ejército para lograr mi cometido, es nadie más ni nadie menos que mi buen amigo Belal I, rey de Shimaron Mayor.
Las manos de Willbert se cerraron en puños de rencor. Endimión lo había llamado patético y en cierta forma lo era. Estar al borde de la derrota por un vil y asqueroso humano como Belal I, era patético. Los Mazoku y los humanos jamás vivirían en armonía, porque los humanos son traicioneros y faltos de palabra.
—¿Tanto te impactó la noticia? —Endimión levantó las cejas y en sus labios se formó una sonrisa de complacencia, Willbert quiso matarlo con la mirada—. Belal te traicionó después de los acuerdos de paz, faltó a su palabra, es cierto. Pero eso fue porque tú no estás capacitado para gobernar. Ni siquiera eres originario de estas tierras sino de Shin Makoku. Allá estaba tu lugar, al lado de tus padres y tu hermano menor. Debo decir que llegué a considerarte un buen rey, pero dado que no puedes escapar de tu destino, te toca morir en mis manos.
—Hablas demasiado, hazlo de una vez —lo retó Willbert con agallas. Confiaba en sus fuerzas y habilidades. Sabía que si se movía con rapidez podría salir de esta.
Endimión asintió con la cabeza.
—De acuerdo. —Lanzó una mirada burlona a Willbert, que se mantenía cauteloso—. Según lo desees, mi rey…
Con un movimiento rápido, Endimión tomó a Willbert por el cuello, alzándolo y apretando con tal fuerza que sus nudillos se pusieron blancos.
—Pero déjame disfrutar un poco más mi victoria —masculló, apretando más fuerte su cuello, imposibilitándole la respiración. Y para magullar todavía más la herida, añadió—: Una vez que estés muerto tomaré la corona y a tu hijo; lo haré mi esclavo y obedecerá mis órdenes cuales quiera que sean. Si mi deseo es que robe, robará, si mi deseo es que mate, matará. Y si deseo casarlo a la fuerza con algún bastardo…te juro que lo hará…
Controlado por una fuerza descomunal surgida de su interior, Willbert logró liberarse del agarre de Endimión y hacerlo retroceder. Endimión cayó al suelo y recibió una lluvia de golpes y pisotones. El bebé no había dejado de llorar.
—¡Te mataré! ¡Te juro que te mataré con mis propias manos! —gritó Willbert, rodeado por un aura de energía azul—. ¡Mi hijo es sagrado! ¿Me escuchaste?
Endimión se levantó arropado por una súbita furia. Un golpe seco antecedió una pelea cuerpo a cuerpo entre ambos hombres. A pesar de los certeros golpes recibidos en la cara, Willbert no sentía dolor alguno, era más poderosa la furia que sentía en su interior. Lanzó golpes coreados por gritos furiosos y se transformó en un torbellino de destrucción.
Desde los niveles superiores e inferiores les llegaba el clamor de una sangrienta batalla. El aire se había tornado muy pesado y arrastraba un penetrante olor a sangre y muerte. El miedo estaba presente en los nerviosos semblantes que rodeaban a los soldados al servicio de la corona. A la mayoría les costaba aceptar que la muerte hubiera llegado a ellos de manos de sus propios aliados.
Dos valientes soldados, uno capitán y el otro comandante, llenos de coraje, atravesaron los solitarios pasillos que daban a los aposentos reales para socorrer a su rey y al príncipe. Jamás imaginaron encontrarse con semejante escena.
—¡Su Majestad! —El capitán buscó la espada que pendía de su cintura y pretendía separarlos.
—¡Llévate a mi hijo! —ordenó Willbert de una vez. Quería alejar a su hijo lo más rápido posible del peligro—. ¡Tómalo ahora!
Dubitativo, el capitán asintió.
—A la orden, Su Majes…
Antes de que pudiera terminar la frase, Endimión dio un paso al frente y le cortó la cabeza al capitán con un despiadado y certero tajo de su espada. La cabeza de uno de los más fieles amigos de Willbert rebotó contra el suelo y rodó hacia el borde de una de las patas de la cama.
—Eso jamás —dijo Endimión tras haber matado al capitán por la espalda. Luego, ante los ojos ardientes de Willbert, se acercó a la cuna y tomó al bebé en brazos—. Quiero a este niño. Este niño será la clave de mi futuro.
El bebé lloraba con más fuerza. Cada una de sus lágrimas le partía a su padre el corazón.
—Wolfram… —susurró Willbert, sintiéndose impotente, derrotado.
—Así que se llama Wolfram… ¿eh? —dijo Endimión, esbozando una sonrisa. No tendría problemas en conservar ese nombre porque aún no había sido presentado ante el pueblo y la corte por lo que nadie le reconocería como el legítimo rey, y a decir verdad, el nombre le gustaba, no así el apellido.
Willbert volvió a estar tan acorralado como al principio. Ahora Endimión tenía a Wolfram en su poder y no podía usar Majutsu de fuego porque pondría en riesgo la vida de su hijo. Maldición, maldición ¡Maldición! Había llegado la hora de su fin. Lo que más lamentaba con toda su alma era el destino que le deparaba a su pequeño sin su protección.
Endimión se acercó a Willbert con Wolfram en un brazo y espada en la otra mano. Su sonrisa no era otra más que la de felicidad.
—Pequeño Wolfram, dile adiós a papá —dijo con malintencionados deseos de hacerlo sufrir.
Los hombres no lloran, pero ante la situación en la que se encontraba, una silenciosa lágrima corrió por la mejilla de Willbert.
—Perdóname, hijo mío —susurró con voz amarga—. Siempre estaré cuidándote, donde quiera que yo esté.
El otro comandante que quedaba vivo, observó a Endimión acercándose peligrosamente a su rey, y no pudo girar la cabeza. Un estremecimiento de horror le sacudió mientras anticipaba la tragedia. Su mente gritaba con todas su fuerzas, pero sus labios permanecían cerrados, desobedientes, así como su cuerpo no hacía movimiento alguno.
Willbert retrocedió hasta apoyar la espalda contra las paredes. La abrumadora superioridad de su atacante lo obligó a permanecer solamente a la defensiva.
Entonces Endimión alzó la espada y sin decir palabra, sin sentir un poco de remordimiento, cortó la cabeza de Willbert.
El golpe fue brutal.
Un chorro de sangre caliente le salpicó y vio cómo el cuerpo del rey caía a sus pies. El comandante que presenció todo sintió la impotencia caer sobre su espalda así como las lágrimas picarle los ojos. ¡Cuánta muestra de brutalidad! ¡Cuánta maldad cabía en un solo individuo! Su rey era un buen rey. No merecía este final.
—Tú —Endimión se dirigió al comandante que permanecía paralizado en la entrada de la habitación y le ordenó—: Ve con todos los sobrevivientes y mándales este mensaje: El rey Willbert ha muerto, pero en su lugar el poderoso Endimión regirá estas tierras. Quien quiera ser parte de este nuevo reinado es bienvenido, pero nunca deberán hablar de esta noche, bajo pena de muerte.
El comandante no fue capaz de descifrar sus propios sentimientos. Un torbellino de emociones contradictorias le invadió. Había sobrevivido al despiadado corazón de este monstruo, pero su rey ya no estaba entre los vivos.
Tendría que hacer algo en su nombre, por lo menos intentarlo, pensó. Así que se puso de rodillas y se inclinó al suelo en una reverencia.
—Suplico que me devuelva al niño, lo entregaré a su madre personalmente.
Endimión arrulló a Wolfram entre sus brazos, había dejado de llorar.
—No —respondió, implacable—. Este niño es mío. Y si no quieres morir, lárgate ahora mismo de mi vista.
El comandante se levantó con el ceno fruncido. No era precisamente lo que había esperado oír. Si no estuviera tan seguro de los alcances de Endimión, se habría abalanzado contra él con su espada.
Derrotado, se dio media vuelta y caminó a la salida, con el corazón destrozado y un nudo en la garganta.
—4—
El comandante se puso en marcha hacia la salida del pueblo. Saltó por encima de unos cadáveres y dobló una esquina, alejándose rápidamente. Las prisas no le dejaron frenar a tiempo y pisó una mano ensangrentada. Con una mueca de repugnancia vio el resto del cadáver, que estaba unos metros más alejado, dividido en dos partes. Lo esquivó y continuó andando.
Las casas ardían en llamas y el humo apenas lo dejaba ver con claridad, pero siguió avanzando hasta cruzar el rio al otro lado de la cuidad. Los sobrevivientes que lo esperaban eran pocos, unas doscientas personas contando los niños y ancianos, los más jóvenes seguramente habían dado su vida por salvarlos.
El comandante surgió entre la neblina como Lázaro de entre los muertos. Pese a sus ropas empapadas, caminaba a paso ligero.
—«Debo buscar a la reina» —pensó. Ignorando el dolor que sentía en el pecho.
No tardó mucho en encontrarla. La reina estaba de pie ante él, húmeda y con el pelo revuelto, envuelta en una cobija. Las doncellas a su servicio, aquellas afortunadas que habían sobrevivido, la asistían con caras compungidas.
—Mi reina.
Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla temblorosa.
—Majestad Chéri —dijo, y avanzó un paso—. Traigo noticias.
Ella no se movió, pero percibió un levísimo temblor en su labio superior.
El comandante tragó en seco y prosiguió:
—El rey Willbert…
Iba a decírselo de golpe, pero vaciló. Al parecer, oír el nombre del rey había abierto el grifo del dolor en Lady Chéri. Al principio, con lentitud, un estremecimiento. Después dio la impresión de que una oleada de desdicha recorría sus venas. Sin apenas poder controlar sus labios temblorosos, Cecilie abrió la boca para hablar. No se oyó ningún sonido.
Era ahora o nunca.
—El rey Willbert ha muerto. Larga vida al rey.
Cecilie cayó de rodillas al suelo, llorando a lágrima viva. Toda serenidad escapó de ella para darle rienda suelta al dolor. Sus alaridos y lamentos se lograban escuchar a varios metros de distancia.
—¡No, Willbert no puede estar muerto! —Agachó la cabeza y comenzó a golpear el suelo con los puños como una manera de liberar toda la frustración y la soledad que la embargaba—. ¡Willbert! ¡No puede ser! ¡No! —Luego alzó la cabeza y los sollozos disminuyeron gradualmente mientras las palabras surgían con más facilidad—. Comandante Strafford… ¿Y mi hijo? ¿Mi bebé, dónde está? ¡Por los cielos! ¡Por los dioses! ¡Cuán desdichada soy!
El comandante cayó de rodillas al lado de la ex reina sin saber cómo hacer frente al sentimiento de impotencia que le invadió. Su cara ensombreció y su voz sonó un poco más apagada.
—El bebé sigue vivo y seguirá vivo… bajo el cuidado y la tutela de Endimión Grimshaw.
El tiempo se congeló por unos momentos.
—No… —susurró Cecilie con la mirada perdida—. No eso no puede ser…
El comandante Strafford abrazó a Cecilie y la apretó contra su pecho. Se le había formado un nudo en la garganta.
—Lo lamento mi reina.
Cecilie cerró los ojos con fuerza y dos lágrimas asomaron y rodaron por sus mejillas. El comandante esperó sin saber qué hacer. Tenía más posibilidades de tener un encuentro de esgrima con los ojos vendados y salir victorioso que de encontrar una frase que aliviase el dolor de la pobre mujer. Cecilie temblaba y susurraba cosas indefinibles al aire, y su llanto fue muriendo poco a poco. El comandante se dio cuenta, sorprendido, de que el abrazo también le estaba proporcionando consuelo a él, porque se sentía culpable de su desdicha.
—¿Qué será de mi ahora? —preguntó Cecilie aún en sus brazos—. Sin Wolfram pronto he de morir, lo sé.
—¡No! —Sir Strafford separó a la ex reina y la sostuvo con ambas manos—. Debe seguir adelante por él. Llegará el día en que vuelvan a encontrarse. Endimión no podrá negarle para siempre el derecho a verlo. Y mientras tanto, mi mujer y yo la acogeremos en donde sea que iniciemos nuestras nuevas vidas. Usted fue una buena reina, nunca la dejaremos sola.
—Gracias… —susurró Cecilie con los ojos empañados—. Señor Strafford, que los dioses lo bendigan; a usted y a Elcira…
En medio de un mar de emociones, Cecilie se mantuvo a flote aferrándose a la oferta del comandante Strafford. Suspiró y le miró agradecida, unos segundos antes de perder el conocimiento en sus brazos.
Una noche en que la luna que reinaba en el cielo, pálida y amarilla, enrojeció y bañó el firmamento con el espantoso color de la sangre, la misma noche en que el reino de Blazeberly fue víctima mortal de un despiadado ataque.
Esta historia continuará.