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Las trampas del corazón por Alexis Shindou von Bielefeld

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Notas del capitulo:

Gracias por continuar leyendo…

Mi retraso tuvo un motivo, pero ustedes están aquí para leer una historia, no para saber de problemas ajenos.

No pensaba actualizar hasta tener todo el capitulo listo, pero Kasidid me animó a darles lo que he podido avanzar entre la semana pasada (de la cual perdí tres días completos de escritura) y el inicio de ésta (Ya no llores, nee-chan xD, ya volví) también porque ya llevaba más de 9000 caracteres, suficiente creo yo para un capítulo más o menos decente.

Y antes de que lo noten y se molesten, en efecto: Voy a la velocidad de una tortuga con el desarrollo de la historia y es porque tengo la tendencia de explicarlo todo. (T.T) 

Capitulo 3.2

 

La llegada. Parte II

 

—15—

 

 

Yuuri permanecía de pie frente a las hileras de ventanas en su oficina, pensativo, y pasaba por alto las alegres festividades del día. Tenía una extraordinaria vista de los jardines reales, aquellas enormes hectáreas de césped verde con grandes fuentes desbordantes, enormes arboles de roble y arbustos llenos de flores.

Yuuri había hecho un estupendo trabajo en cincuenta años de gobierno. Su imperio había ido mejorando y ahora estaba en pleno apogeo de gloria. Siempre había tratado de ser un rey bueno y sabio, pero sobre todo pacífico. Aunque había tenido altas y bajas, la tierra y el comercio habían prosperado mucho en su reinado. Hizo lo que estaba en sus manos para asegurar a la mayoría de sus gentes, y les brindó apoyo en los pasados momentos de calamidad. Ahora, el país estaba comenzando un nuevo periodo de abundancia, él mismo había querido asegurarse de que las cosechas marcharan bien y, por fortuna, así era. Las tierras estaban bien cultivadas: abundaban las huertas, las granjas, los graneros y los establos. Le complacía saber que poco a poco, los pobladores de la clase baja se estaban recuperando de sus pérdidas. Era conocido como un rey generoso y nunca había habido un período de paz semejante desde que él asumió el trono.

Siempre existían las amenazas de ataque, por supuesto, Shin Makoku era codiciado por la mayoría de los reyes de la zona del Norte por su riqueza geográfica y desarrollo comercial. Aquellos reyes se proclamaban sus rivales y amenazaban con hacer flaquear la delicada tregua de los países que formaban parte de la alianza de Naciones Unidas por la integridad, pero Yuuri había sido bendecido con los guerreros más fuertes y más léales que cualquier rey hubiera tenido. La mayor fuerza de su ejército era Gwendal von Voltaire, cuyo lema de vida era: «Es mejor ser prevenido, que sufrir las consecuencias» De allí que se empeñara tanto en reclutar a los soldados más calificados de la región para mantener a salvo a todos los habitantes dentro de sus dominios. Había incrementado tanto su ejército, que ningún enemigo se atrevía a atacar directamente. Por eso no ponía en duda su capacidad de liderazgo ni sus decisiones, y como el mismo General Voltaire había dicho en alguna ocasión, el ejército estaba totalmente en sus manos.

Todo parecía ir bien, excepto por su vida personal. Todas aquellas maravillas se opacaban ante la tormenta en la que se había convertido su diario vivir.

Exhausto por la falta de sueño, agobiado por tantos problemas en su matrimonio, Yuuri se sentó en su silla frente al escritorio y desplegó los documentos sobre la mesa para darles una segunda revisión. Tal vez le serviría entretenerse con un poco más de trabajo.

—Bueno, me complace saber que mi amado esposo cumple con sus deberes como rey con tanto entusiasmo, pero al mismo tiempo me preocupa su salud —dijo una voz que sonó sarcástica —. Tómate un tiempo para descansar ¿sí?

Yuuri levantó la cabeza, y su atónita mirada se encontró con la de su mujer, quien, apoyada perezosamente contra la puerta abierta de la oficina, lo observaba fijamente con algo que le pareció hostilidad.

—Izura… —Yuuri hizo ademanes de levantarse de su asiento, pero ella levantó la mano para detenerle.

—No te preocupes —le dijo—. Quédate donde éstas.

Yuuri obedeció, dejando descansar la pluma que tenía en su mano derecha en el tintero y recostándose después contra el respaldo de la silla

Izura se sentó en una silla y centró la mirada en el rostro apacible de su esposo. Le sonreía con aspecto amable, como para infundirle tranquilidad. Pasaron varios minutos en silencio, sólo observándose mutuamente. Izura se inquietó aún más. Una rabia ciega invadía sus venas y no sabía exactamente cómo abordar el tema que quería tratar con su esposo. Eso le dio una idea de la enorme distancia que los separaba, y no sólo era en el plano físico, sino también a nivel emocional y espiritual.

—Me enteré de buena fuente que Sir Weller está a cargo del reclutamiento de las nuevas doncellas de servicio —soltó por fin, su tono era glacial, y su mandíbula estaba tensa—. ¿Es eso cierto?

La máscara de amabilidad de Yuuri se esfumó.

—Si, así es.                                                                     

Izura se quedó callada un rato. Por fin, exhaló un suspiro reticente.

—Así que ese sujeto está a cargo de reclutar a las nuevas doncellas ¿eh? —masculló con un tono cargado de desdén—. Eso era lo único que faltaba.

El cáustico comentario de Izura hizo activar la señal de peligro en la mente de Yuuri. No le había gustado para nada la manera en la que su esposa se había referido a su más fiel servidor, comenzando a enfurecer su estado de ánimo. Izura había dejado escapar sus frustraciones de una manera ruda y más que poco amable.

—Por supuesto. —Yuuri se enderezó en su asiento, y cruzó las manos encima del escritorio—. ¿Quién mas sino él?, que es el más capacitado para tratar asuntos de recursos humanos. Es amable, simpático, sociable y listo. De hecho, le tengo más confianza a él en asuntos como estos que a mí mismo —añadió con un marcado gesto de desafío.

—A mí todo esto me parece un asunto de conveniencia.

Izura no dejó de exponer la ironía del asunto: Conrad Weller tenía la oportunidad de escoger a las doncellas más bonitas para que en un futuro fueran capaces de entretener al rey con sus encantos y atenciones. La idea le provocó náuseas. Luchó por contener la rabia que sentía y sin darse cuenta, había apretado los puños tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos.

—No comprendo tu molestia —rebatió su esposo—. Conrad es de confianza.

—¿Cómo puedes ser tan ciego?

A Izura no se le ocurrió nada más que decir ante aquella asombrosa muestra de ignorancia.

—No te comprendo —prosiguió Yuuri, interpretando el súbito silencio de su esposa como signo de desagrado—. Y no me hables de esa manera, Izura. Soy tu esposo, pero antes de todo soy un tu rey, y me debes respeto —ordenó con cierta estridencia.

Izura enfrentó la mirada de Yuuri con creciente furia, retándolo en su propia mirada de advertencia.

No, esto era el colmo.

La falta de empatía, el hielo de sus palabras, la ausencia de afecto sólo sirvieron para avivar el fuego de su ira, e Izura abandonó toda dignidad. Dio un paso al frente y se inclinó sobre el escritorio, poniendo las manos sobre la mesa.

—¡Tengo derecho a estar molesta! ¡Sabes muy bien que tengo razones para estar molesta contigo y con Weller!

Izura calló y se tapó la boca con una mano, como si quisiera volver el tiempo y no haberse atrevido a estallar de esa manera. Yuuri se quedó callado y reflexivo.

Hubo un abrumador lapso de tiempo en el que los dos se mantuvieron en silencio.

—¿Sabes? —La voz de Izura volvió a tener el tono dulce de siempre—. Yo también soy amable, simpática, sociable y mucho más lista que Weller. Haré valer mis derechos como tu reina y me encargaré personalmente de escoger al personal.

Sin darle la oportunidad de replicar, se despidió con una breve inclinación de cabeza y se dio la media vuelta, dispuesta a salir de la oficina.

Pero una mano la detuvo antes de que pudiera girar del todo el picaporte de la puerta.

—Yuuri…

Los grandes ojos verdes de Izura se clavaron en los de su esposo y allí se quedaron fijos. Había un brillo extraño en esos ojos negros, era remordimiento y quizás un dejo de desesperación.

—Perdóname —le dijo—. Te he hecho pasar por malos momentos, pero no debes odiar a nadie más. Soy yo el que comete los errores una y otra vez.

La reina no volvió a decir palabra. No podía, simplemente. Se limitó a mantener en alto la mirada, llena de admiración ante la figura que su esposo le ofrecía. Y sólo cuando Yuuri le secó las lágrimas que le corrían por las mejillas con los dedos, se dio cuenta de que estaba llorando.

Y entonces, ella lo besó.

Allí estallaron sus lágrimas, haciendo grandes esfuerzos por ahogar sus sollozos para que no la oyesen.

Yuuri la tomó de la cintura e intentó alejarla, pero Izura estaba aferrada a su cuello y no parecía querer soltarlo. Se rindió al momento. Tal vez podía hacer algo para apaciguar la inquietud que notaba en ella, para que dejara de hostigarlo con las mismas peticiones.

—Lamento mucho las penas que has sufrido por mi culpa. —Volvió a besarla hasta que Izura se relajó, reconfortándola también con un abrazo—. Sé que no he sido un buen esposo para ti en los últimos meses, jamás imaginé hacer tales cosas en mi vida. Me conoces lo suficiente para saber que digo la verdad.

Izura cerró los ojos y haciendo después un supremo esfuerzo, logró tranquilizarse.

—Lo sé. —Escondió el rostro contra el cuello de Yuuri, mientras la mano de éste seguía acariciándola suavemente en la espalda—. Por favor… —murmuró, poniéndole ambas manos en la cara. Se sentía esperanzada, vulnerable y avergonzada, pero continuó hasta el final—: Intenta regresar a mis brazos, que es donde perteneces. No busques consuelo en otros abrazos ni placer con otros cuerpos. Tal vez así la soledad guie tu camino hacia mí. Yo estaré esperándote como una esposa paciente, y cuando vengas a mi lado te recibiré atenta y cariñosa.

A Yuuri no le pareció la idea. Durante un tiempo permaneció sin saber qué pensar ni qué hacer. Miraba al vacío con el entrecejo sombríamente fruncido mientras Izura lo volvía a abrazar con gran ilusión.

Para él, el amor no era algo que se podía forzar, sino algo que nacía de la nada con un simple toque, con una sola mirada o un breve intercambio de palabras... En cambio, la soledad era algo que solamente guiaba a la persona a entretenerse con alguien por despecho o por ansiedad, pero no era algo que se podía interpretar como amor.

Pero, ¿Cómo hacerle ver la realidad, si estaba tan ilusionada?, se preguntaba con triste agonía  ¿Sería capaz de ser tan cruel?

No, no podía.

—Lo intentaras, ¿Verdad, Yuuri? —Inconsciente del rumbo que habían tomado los pensamientos de su esposo, Izura insistió casi fuera de control al tiempo que lo volvía a ver fijamente a los ojos.

Yuuri respondió que sí con la cabeza. Se quedó rígido, sin sonreír. Luego, al cabo de un silencio breve, la besó en la frente con brusquedad.

—Que así sea. —Volvió a rodearla con sus brazos y la meció con ternura—. ¡Eres tan buena y valiente, mi preciosa Izura san!

Aquélla era la primera vez que él la trataba de esa manera. Él le tomó de las manos, besándoselas y ella sintió que se le derretía el corazón. Ya no le cupo ninguna duda. El pecho se le colmó de gozo hasta que le resultó imposible contenerse. Ella era la elegida para compartir el resto de su vida con ese hombre tan bueno y bondadoso. No había nadie más que ocupara su corazón —No existía en el mundo otra persona para Yuuri—. Nadie más que ella tenía el derecho de estar a su lado.

Pobre de ella, pues estaba enamorada de su marido como un ciego no ve la luz, enamorada de un hombre inaccesible, inalcanzable, intocable y nada dispuesto, sino incapaz, de aceptar su amor y ofrecerle el suyo a cambio.

 

—00—

 

 

—Señorita Bergson, sus funciones comenzaran en tres días. La costurera le tomará las medidas para su uniforme, que estará listo a tiempo por supuesto —informó Conrad a la nueva doncella contratada, después de finalizar con la entrevista.

—Muchas gracias por la oportunidad —dijo la hermosa chica de cabellos castaños, al tiempo que se levantaba de la silla. Conrad asintió y se puso de pie también.

—Fue un placer. —Conrad le extendió la mano a modo de despedida. Ella estrechó su mano y le sonrió con malicia. El rubor de sus mejillas ofrecía un agradable contraste con el tinte cremoso de su piel.

—Sir Weller…

La señorita Bergson hizo una breve reverencia antes de dirigirse a la salida de la oficina. Se despidió de las otras tres, que se quedaron allí sentadas tranquilamente y de los dos guardias que custodiaban la puerta, y siguió su camino. La oficina era amplia y podía acoger a un total de diez personas a la vez.

Conrad hizo una seña con la mano para que la siguiente muchacha pasara a sentarse frente a él. Ella se puso de pie, pero antes de que pudiera acercase al escritorio, entró alguien importante a la oficina.

—Su Majestad, La Reina —anunció uno de los guardias. Todos se levantaron e hicieron una reverencia ante ella.

Conrad formó una mueca de fastidio en su rostro habitualmente amable y se puso de pie de nuevo, pues se había vuelto a sentar. Ese movimiento fue tan natural, y tan marcada la expresión, no de enojo sino de disgusto, que Izura entrecerró los ojos, viéndolo fríamente.

—Salgan y déjenme a solas con Sir Weller —demandó Izura sin rodeos. Las muchachas fueron las primeras en salir de la oficina—. ¡Todos! —advirtió, elevando su voz con marcada autoridad y entonces los guardias también salieron.

—¿Se le ofrece algo?, Majestad —preguntó Conrad, haciendo uso de la poca paciencia que tenía reservada para ella.

—Usted debe saberlo —respondió Izura, con una fugitiva sonrisa y un marcado gesto de desdén.

—Me temo que no sé —jugó Conrad con altivez, dando unos pasos hacia ella.

—¡Quieto! —dijo la reina sin moverse de su puesto, alzando la cabeza y extendiendo su brazo hacia Conrad, que casi tocaba con sus labios la palma de su mano.

Conrad se quedó como clavado en el lugar que pisaba y en seguida retrocedió algunos pasos y ahí se estuvo, expectante. Izura pasó a su lado y cerró los ojos con desagrado al percibir el aroma a colonia que desprendía. Luego apoyó las manos sobre la mesa del escritorio y comenzó a leer los documentos con total libertad.

—He sabido que usted es el encargado de reclutar a las nuevas doncellas del Castillo, muchas de las cuales estarán directamente bajo mis órdenes.

Izura no se dio la vuelta en ningún momento, sus ojos estaban únicamente enfocados en los papeles que revisaba.

Aquel comentario despertó el interés de Conrad, que arqueó una ceja.

—En efecto, mi señora.

Por fin, Izura se dio la vuelta.

—A partir de este momento, el reclutamiento queda en mis manos. —Ella pronunció la orden deliberadamente, con una repentina infusión de firmeza, que es una particularidad de las mujeres delicadas, nacidas para disponer en los demás.

—Disculpe… —musitó Conrad, confundido—. ¿Qué dijo?

Los dos se quedaron mirando algunos segundos, creyendo tener cada uno el derecho de esperar explicaciones.

—El objetivo del reclutamiento nunca ha sido encontrar llamativos ojos, labios carnosos y bonitas piernas, Sir Weller. Esto no es un concurso de belleza. —Izura fue la primera en hablar, apoyada por un tono de completa ironía.

Un estremecimiento nervioso sacudió a Conrad de pies a cabeza, pero logró dominarse.

—Su comportamiento de verdad deja mucho que desear —Ella comenzó a pasearse de un lado a otro en la oficina con autosuficiencia—. Desde hace mucho tiempo que usted perdió toda dignidad para convertirse en un vil casamentero. ¡Un tipo sin escrúpulos y sin principios que le arregla encuentros a mi marido con prostitutas!

Conrad trató de permanecer impertérrito, aunque por dentro hervía de rabia.

—¿O acaso estoy mintiendo? —preguntó Izura, queriendo tomar el control de la conversación para domar un poco aquella rabia humana, en quien el honor era una de sus primeras virtudes. Indignada por la nula respuesta, se plantó frente a él en dos certeros pasos, le agarró del cuello de la camisa y le gritó a la cara—: ¡Soy la reina, así que respóndame con la verdad!

«Mierda» Conrad levantó los ojos para mirar a Izura. En su expresión vio reflejado que ya lo sabía y no había manera de mentirle. Conrad mantuvo alta la barbilla y decidió que aquél no era el momento ni el lugar en el que quería tener una disputa con la reina, así que aceptó su orden como lo que era; una manera de poner a prueba su fidelidad.

—La información que le han dado no es del todo correcta, mi señora —respondió instintivamente, intentando salirse por la tangente, y trató de formular una explicación que no le resultara ofensiva—. En realidad no son prostitutas.

—Ya fue demasiado lejos, Sir Weller —La voz de Izura era grave y amenazadora, y de su cuerpo, siniestramente quieto, emanaba el venenoso poder de una serpiente enroscada dispuesta para atacar—. Créame, ha puesto su vida en grave peligro. Si me cree ¿Cierto?, ¿O asume quizás que ya no tengo el poder para hacerlo caer?

Cuando Izura le golpeó el pecho con el puño, Conrad retrocedió y se maldijo a sí mismo de todas las maneras posibles por haber perdido el control de lo que salía de sus pensamientos, incluso de sus estrategias y de sus planes.

—Cometería un error imperdonable si me separa de Yuuri, Sir Weller. —Izura suavizó su voz y su tono, pero nada podía esconder cómo se sentía realmente. Sus ojos se opacaron por las lágrimas que contenía, no por dolor sino por la impotencia y la ira—. Usted lo sabe muy bien. Ahora lárguese de mi vista.

Conrad permaneció unos minutos quieto, dejando que la mujer se tranquilizara y exigiéndose a sí mismo no soltarle algunas cuantas verdades. Luego hizo una reverencia y caminó hacia la salida de la oficina, sintiéndose desafiado.

Él no era culpable de que el matrimonio de los monarcas fuera un rotundo fracaso. ¿Acaso quería que los amarrara a los dos a la cama? Aún si Yuuri no fuera infiel, el matrimonio seguiría igual o peor, porque no había amor de por medio. Pero como siempre, era más fácil reconocer los propios defectos en otra persona. Y más fácil culpar a otros por los propios errores.

 

 

—00—

 

 

Aproximadamente, eran un millón los asuntos pendientes que Yuuri intentaba revisar a la vez. El Maou más importante de la región contemplaba el montón de papeles que descansaba sobre la mesa de su escritorio, mientras su cerebro funcionaba a toda velocidad en un solo asunto: Su matrimonio. En esta ocasión el trabajo no bastaba para reconfortarlo. En realidad, nada podía aliviar los estragos y la confusión que atormentaban su corazón y su mente.

Derrotado, Yuuri se recostó contra el respaldo de la silla e intentó relajarse. En pocas semanas más, su esposa volvería a insistir en lo mismo y a él no le quedaría más remedio que fingir que la amaba y aceptarla de nuevo en su cama. Se había casado con una mujer que apenas conocía mientras su corazón clamaba por encontrar a otra que fuera su complemento ideal. Las consecuencias que sufría por sus decisiones eran irreversibles.

Al menos sus padres habían conocido el amor, pensó con un dejo de amargura. Él aún no había experimentado esa única y fugaz llamarada de pasión que la gente describía como algo inexplicable. Y jamás sabría lo que se sentía al estar junto a la persona que se deseaba, sentir deseos de acariciarla, dejar que ese alguien lo acariciara.

No lo sabría nunca, a menos que la vida se tornara generosa con él.

Yuuri miró hacia el techo, deseando separar los hechos de la ficción, ahondar en el pasado para comprender el presente y ser capaz de enfrentarse al futuro.

Cuando Conrad entró a la oficina del Maou, Yuuri estaba sumido en lo que veía en la nada.

—Así que la reina también estuvo ¿eh? —comentó Conrad con humor, apoyándose contra la puerta cerrada—. Y yo que creí que había sido el único que tuvo la mala suerte de encontrársela esta mañana. A ella y al mal genio que siempre la acompaña. ¿O es acaso que yo soy el único al que ella no tolera? Por su manera de mirarme, juro que quiere enviarme al cadalso.

Yuuri se levantó sobresaltado, como si hubiese sido sorprendido haciendo algo indebido. Cuando reconoció a su padrino, suspiró con alivio.

—Ay, Conrad —musitó apenado—. No me digas que Izura volvió a enfrentarse contigo.

Conrad asintió con una sonrisa cómica en los labios.

—Llegó a la oficina prepotente y exigiéndome que me retirara inmediatamente ya que ella iba a delegarme de mis cargos —explicó—. O algo así.

Yuuri cerró los ojos y respiró hondo, volviendo a sentarse en la silla perezosamente.

—Discúlpala, por favor. —Yuuri se presionó el puente de la nariz entre el pulgar y el índice. Estaba cansado, agobiado y desesperado, y Conrad lo notó.

—Que quede claro que yo no tengo nada en contra de ella —aclaró Conrad por si las dudas. Sus diferencias personales no tenían nada que ver con los asuntos del reino.

—Sí, yo sé —se apresuró a decir Yuuri con calma, aunque se empezaba a vislumbrar una sombra de tristeza en su rostro—. Pero toda esta situación va a cambiar pronto. Ya verás.

—¿Qué quieres decir? —Conrad se cruzó los brazos sobre el pecho, cada vez más interesado.

Yuuri volvió a respirar hondo y se lanzó al abismo.

—He decidido que voy a arreglar mi matrimonio desde sus cimientos —declaró con convicción, pero de pronto las manos se le pusieron sudorosas y la boca reseca. Le costaba trabajo hablar y ya no parecía tan seguro de sí mismo—. Aceptaré la petición de Izura e intentaré… cumplirle como esposo… y… así tendremos un hijo, que es el heredero que necesitamos… y… y… y todos estaremos felices y contentos…

Tras esas vanas palabras, que no fueron en un primer momento más que una larga retahíla de frases que Yuuri se sabía de memoria, ambos se quedaron en silencio, porque simplemente no sabían que decirse; uno estaba confuso y el otro estupefacto.

—¡Dime algo, Conrad! ¡No te quedes ahí como estatua!

La expresión de incredulidad en el rostro de Conrad era demasiado obvia. Parecía que acababa de confesarle algo espantoso.

—De modo que eres un cobarde que se da por vencido fácilmente —soltó al fin el mayor, con un poco de rudeza—. Qué pena me das.

Yuuri desvió la mirada a pesar de su propósito de no hacerlo. No tenía interés en que viera que, muy en el fondo, le daba la razón.

—En parte —replicó al notar que su padrino seguía esperando una respuesta, con una sonrisa forzada que hacía resaltar más el aire de falsedad y de inseguridad propio de su cara—. No del todo porque es mi deber. Es algo que elegí hace años; ser el Maou de todos ustedes, y al aceptar esa función también estaba aceptando sus condiciones. De hecho, estoy siendo valiente al aceptar mi destino.

—¡Tus funciones se limitan a hacer obras para que tu pueblo viva en armonía, no a que tú vivas en la desgracia! —repuso Conrad, recobrando toda la altivez guardada muy en el fondo de su ser por años—. ¡Es imposible que hagas feliz a los demás, si en el fondo tú estás sumido en la tristeza!, atrapado en una vida que no le deseas ni a tu peor enemigo. No Yuuri, esa no es la salida. Te convertirías en alguien hipócrita si te rindes a los hechos que todavía puedes cambiar.

Yuuri trató de mantener una expresión impasible, pero Conrad lo conocía demasiado bien. La mano del tiempo se había ensañado con aquel chico, antes tan enérgico y alegre, que a Conrad le pareció que ya sólo quedaba la sombra de sí mismo.

—Acepto que hay cosas ciertas en lo que dices…Conrad —Yuuri asintió, concediéndole el punto. Se sentía raro. En definitiva no estaba acostumbrado a discutir con él.

—Sí, por supuesto —acertó Conrad, sonriendo con amargura, mientras pensaba «ya ves que tengo razón»—. Porque todas tus decisiones las estas tomando en base a las presiones que ejercen los demás en ti.

Yuuri se sintió sumido en una tristeza cruel que ahuyentaba hasta las lágrimas. Todo le parecía triste y sin consuelo; sentía que el corazón se le helaba en el pecho.

—Tal vez estoy cansado de ser siempre “el malo” —musitó, agachando la cabeza y cerrando los puños, sintiéndose impotente. Conrad arrugó la frente, preocupado—. Todos me juzgan y nadie nunca se pone en mi lugar…

Conrad se inclinó sobre la mesa del escritorio para verlo más de cerca.

—Tú también tienes derecho a encontrar la felicidad que deseas —dijo en voz muy baja, casi seductora—. Tu persona predestinada está más cerca de lo que imaginas, sólo debes reconocerla y lanzarte a por ella, siendo por una vez en la vida tan egoísta como deseas, pero siempre decidido.

Yuuri abrió los ojos impactado y asustado ante la cercanía del otro. ¿Era esto una especie de confesión por parte de su padrino? Porque si era así, quería salir corriendo. Sacudió ligeramente la cabeza para dejar de pensar en aquellas cosas. ¡Era imposible, por todos los cielos!

—¿Sabes donde esta esa persona? —preguntó Conrad para terminar de asustar al pobre Yuuri, que ya hacía esfuerzos sobrehumanos para no gritar en busca de auxilio.

—No lo digas… ¡No es necesario que lo digas! ¡¡Por favor no lo digas!!

Pero Conrad lo dijo de todas maneras, señalando al exterior de forma dramática.

—Allá afuera esta esperándote ese alguien que hará que tu corazón palpite de manera frenética, que te hará delirar con el simple toque de sus manos y desear sus labios como la esencia única del placer. ¡No te desanimes, mi buen ahijado! ¡El amor tocará tus puertas algún día y encontrarás a tu complemento ideal!

—¿Eh?... Era solo eso… —dijo Yuuri, respirando como si le hubieran quitado un gran peso de encima. Menos mal había interpretado erróneamente la actitud del siempre amable Conrad.

—Pues sí, ¿Qué creías, Majestad?

—Ya empezamos de nuevo —objetó Yuuri, agradeciéndole con una sonrisa el excelente apoyo que había recibido de su parte—. Es “Yuuri”, tú me diste el nombre.

Conrad le dedicó una cálida mirada.

—De acuerdo, Yuuri…

Yuuri suspiró y tamborileó las yemas de los dedos contra la superficie de madera del escritorio, esa mímica que tan bien conocía Conrad a aquellas alturas.

—¿Te hice pensar en algo, Yuuri? —inquirió.

Pronto Yuuri llegó a la conclusión de que, en materia de cosas personales, no podía escaparse de la astucia del capitán Conrad Weller.

—Esa persona que es mi complemento ideal —respondió. Sus mejillas se sonrojaron, pero no se amilanó—. Es decir, ¿Existirá realmente? He tenido sueños en los que creo que me encuentro al lado de esa persona, porque me siento muy feliz. No se trata de Izura ni de Greta, estoy seguro. Pero casi no logro ver su rostro, lo único que sé es que tiene cabello tan dorado como el oro recién pulido, y su piel… su piel es blanca sin llegar a la palidez, es un color exquisito y lo es más su textura. Es decir, no me preguntes cómo, pero en el sueño logro percibir la suavidad de su tacto y mi corazón palpita a mil por hora cuando estoy a su lado.

Al terminar, Yuuri levantó la mirada hacia Conrad entre la vergüenza y la dulce sensación de haber confesado algo que necesitaba dejar salir.

—Seguramente crees que estoy loco.

Conrad, que en todo momento había estado escuchando atentamente, se alegró de que por fin su Maou respondiera a sus propias ideas dominantes, con minuciosidad y sin reservas. Y se alegró con sinceridad de que tuviera esperanzas y el corazón abierto para entregárselo a la persona que realmente se lo ganara con lucha y coraje.

—Pues ella también debe estar esperándote —le dijo con picardía—. Por cómo me la describes será muy fácil de distinguir, pues debe poseer una belleza incomparable.

Yuuri se puso serio, había un detalle.

—El problema, Conrad, es que no es una “ella” es un “el” —confesó—, estoy seguro de que se trata de un chico.

A estas alturas y al vivir tanto tiempo en Shin Makoku, donde las relaciones de personas del mismo sexo no estaban —absurdamente— mal vistas, Yuuri no tenía problema en aceptar e intentar mantener relaciones con un chico, siempre y cuando fuera lindo. Aunque hasta el momento no lo había intentado realmente.

—Pues entonces encontraremos a ese chico —resolvió Conrad, encogiendo sus hombros tranquilamente.

Aquella idea estalló en la mente de Yuuri  como un trueno ensordecedor, con tal intensidad que tuvo que controlarse para no gritar de entusiasmo. Ilusionado, se puso de pie y se acercó a las ventanas, dándole la espalda a su padrino.

—¿Tú crees que lo pueda encontrar? —Cuando hizo esa pregunta, Conrad ya estaba a su lado, con la mirada fija al exterior—. No será fácil y además estoy casado…

—Que eso no sea un impedimento para tu felicidad —lo interrumpió Conrad—. Sólo el que no lucha no encuentra la victoria al final.

Yuuri observó el cielo azul iluminado por el sol. Rezó en silencio, pidiendo fortaleza para soportar el tiempo de espera, sabiduría para elegir bien el camino y ser capaz de distinguir a su verdadero amor, y coraje para enfrentarse a todo lo que se interpusiera entre él y su felicidad.

Tenía tiempo, después de todo.

—No creo que mi verdadero amor esté allá afuera, haciendo fila entre los postulantes a ser parte de mi séquito de servidores —dijo Yuuri en voz alta.

Conrad giró su cabeza para verlo.

Y sin necesidad de decirse palabras, sólo con la mirada, ambos estuvieron de acuerdo en que eso no ocurriría.

 

 

—16—

 

 

—¡¡Las personas que quieran enlistarse para las pruebas de la Escuela Militar, formen una fila a partir de aquí!! —gritaba un soldado a los novatos, que ansiosos esperaban comenzar con las pruebas para entrar al ejército.

Cientos de jóvenes de todas las edades estaban alineados ordenadamente en las calles, a lo largo de las murallas y a lo largo de las paredes del castillo. Todos esperaban su turno para entrar al campo de batalla y tener la oportunidad de demostrar sus habilidades.

—¿Nombre? —preguntó ese mismo soldado sin alzar la vista de la hoja de solicitud, sentado en una silla frente a una mesita con una pila de papeles sobre ella.

—Wolfram Dietzel.

—¿De qué región nos visitas, Dietzel? —pregunto el soldado, muy concentrado en escribir los datos del nuevo novato.

—De Wincott —respondió Wolfram, recordando con facilidad la información que le había dado Jeremiah antes de hacer fila. Luego le hizo entrega de la partida de nacimiento falsa.

El soldado seguía sin verlo a la cara.

—De acuerdo, pasaras con el grupo diez en media hora. —Por fin, el soldado alzó la cabeza y al hacerlo se quedó boquiabierto—. ¡Por todos los dioses de los elementos! ¡Muchacho, tú no puedes dar la prueba! ¡Te harán pedazos! —gritó, poniéndose de pie de un salto.

Wolfram alzó la barbilla y meneó lentamente la cabeza.

—¡Qué pena me da, lo peor que puede hacer una persona es menospreciar a otra debido a su apariencia! —dijo con altivez, llevándose las manos a la cintura.

Al soldado le costó un esfuerzo ímprobo no sonrojarse con lo que se deleitaba su mirada. «Este chico tiene una belleza incomparable» pensaba, mirándolo de pies a cabeza.

Debido al ardiente sol de la media mañana, Wolfram estaba un poco sofocado, con las mejillas encendidas y la piel brillante en sudor. Le pareció débil en apariencia y que poseía rasgos delicados. Lo que más resaltaba a la vista, eran sus preciosos ojos verdes, que parecían expresarse por sí mismos, tenían ahora una expresión de odio feroz. Sus cabellos rubios le caían desordenados con un flequillo en la frente. Poseía una elegancia innata en su postura. Y aunque no podía apreciar su cuerpo porque estaba cubierto por una capa marrón oscuro, no le cabía duda que era esbelto y sensual.

—Me dejará entrar ¿Cierto? —le preguntó ese adonis, alzando coquetamente una ceja.

El soldado encogió los hombros.

—Que tengas buena suerte y que los dioses te acompañen —se limitó a decir. Las órdenes habían cambiado y ahora podían permitir el ingreso de cualquier persona que quisiera dar las pruebas.

Wolfram se dio la media vuelta y siguió su camino. El soldado continuó mirándole, pero su expresión cambió, y una mueca de lastima se dibujó en su semblante.

—Pobre niño lindo —murmuró con pena. Pasaron unos segundos y apunto enérgicamente con los ojos a su dedo índice, que estaba sobre el nombre del chico—. Wolfram Dietzel, espero que no te hagan papilla esos mastodontes.

 

Una vez estuvo debidamente registrado, Wolfram buscó a Jeremiah entre la multitud de gentes congregadas en las afueras del castillo.

—Ahora todo depende de demostrar nuestras mejores habilidades ante los capitanes y generales —comentó Jeremiah despreocupadamente, dejando apoyar todo el peso de su cuerpo sobre el tronco de un árbol de sombra.

Wolfram asintió con la cabeza sin pronunciar palabra. Miraba recelosa y atentamente a los alrededores, tratando de pasar desapercibido. Alrededor de las murallas, un grupo de guardias patrullaban atentos, protegiendo el castillo y a su Maou. A Gwendal le obsesionaba la seguridad, tenía mucho que ocultar y proteger.

—¿Nervioso? —inquirió Jeremiah al notarlo tan inquieto.

¿Nervioso? No todos los días llegas a un país extranjero con el único propósito de seducir a su Maou para después matarlo ¿Verdad?

—Por supuesto que no —Los nervios no le quitaban a Wolfram el orgullo. Antes muerto que demostrar abiertamente que estaba flaqueando ante su misión.

Se miró las manos, confuso. Estaba sudando mucho. También sentía un leve cosquilleo en su estómago, asomándose en el momento menos apropiado. Respiró hondo para tratar de ser menos paranoico y se concentró en contemplar las vistas.

El Castillo Pacto de Sangre era impresionante. Sus paredes eran de piedra, y sus techos de ladrillos. Las grandes torres se alzaban esplendorosas con una altura sin igual. Disponía de un alto muro de piedra que lo protegía del exterior y de miradas curiosas e indiscretas. Una guardia compuesta por experimentados soldados de expresión torva, vistiendo gris, guardaba celosamente los muros de acceso principal. A lo lejos se veían los Kotsuhizoku que volaban por los cielos sobre las torres del castillo. Solamente había leído de ellos en libros de historia, nunca había tenido la oportunidad de verlos de cerca.

Detrás de esas murallas estaba aguardando ese tal Yuuri Shibuya. Por fin lo iba a conocer en persona y todo dependía de la primera impresión. De seguro estaría presente en las pruebas. Era el rey, y por tanto tenía el puesto de Comandante General de todos los ejércitos. Por supuesto que iba a estar allí, observándolo quizás. No pudo evitar sentirse nervioso. Sólo esperaba que su decisión de presentarse ante él como un soldado no le resultara errónea. Lo que menos quería era perder el poco interés que pudiera despertar en el Maou por comportarse de manera ruda.

 

Media hora después, el grupo número diez cruzó las compuertas del castillo para dar las pruebas. En ese grupo estaban Jeremiah, Wolfram y otros veintidós muchachos. Un par de soldados los dirigieron al patio de armas ante la expectante mirada de los demás miembros del ejército.

El patio de armas era una zona de arena con la forma de un cuadrilátero con un corrido de obstáculos en medio. Era casi medio día y el sol calentaba fuertemente, aún así, docenas de jóvenes con enormes deseos de entrar al servicio entrenaban poniéndose a prueba en varias formaciones. Algunos de ellos corrían alrededor del campo, otros se arrastraban por el suelo debajo de una enredadera de alambre de púas, y otros ponían a prueba su equilibrio y su agilidad trepando por las murallas de madera o se colgaban de las sogas para pasar al otro lado. Los más rudos retaban a otros a un duelo de esgrima.

Entre ellos también se encontraban docenas de jueces, oficiales con alto rango de las tropas reales, en un amplio semicírculo, observándolos atentamente. Juzgando. Decidiendo quien se quedaría y quien sería enviado a casa. La enorme expectativa había congregado a una ansiosa multitud que dejó de lado otros asuntos para presenciar las batallas, aunque era algo que no les concernía.

Jeremiah se sentía preparado y confiado. Flexionó las piernas varias veces. Realizó algunas sentadillas y estiró los músculos de brazos y espalda en una serie de ejercicios de calentamiento. Sabía que los jueces tenían grandes expectativas y por el honor de Blazeberly, que él les daría cátedra del buen arte del combate.

—Sólo mira la bola de perdedores con los que tenemos que competir, Wolfy —se mofó—. Esto será un poco aburrido después de todo.

—Nunca te confíes —cortó Wolfram, observando con minuciosidad a algunos de los más fuertes de los novatos—. Ese es el primer principio del arte de los combates.

Y ambos lo sabían muy bien.

Habían entrenado juntos desde pequeños. Sus maestros fueron excepcionales, los mejores de la región. Todo para convertirlos en maquinas de matar y para prepararlos en tiempos de guerra para que pudieran defender a su nación. Todo bajo el estricto miramiento del temible Endimión Grimshaw. En aquellos años, Wolfram no destacaba en fuerzas y habilidades, pero siempre era el favorito del rey. Fueron varios años de duro entrenamiento y terribles pruebas.

—Y nunca juzgues a tu oponente en base a su apariencia ¿verdad? ¿Wolfy? —Jeremiah no pudo evitar reír al recordar el pasado, al igual que Wolfram.

En su niñez no todo fue entrenar. Endimión les había facilitado una educación exquisita en cuanto etiqueta, conocimientos políticos, ciencia, música y baile. Además, Endimión complacía a Wolfram con clases privadas de pintura. Y en uno de esos días en los que Wolfram pintaba a Mathew, el enérgico Jeremiah se atrevió a burlarse de su creación artística diciendo que parecía un cuadro abstracto de terror. Se habían peleado con tanta violencia que habían caído rodando por las escaleras. Mathew había tratado de separarlos pero lo fue imposible, hasta que el mismísimo Endimión tomó cartas en el asunto. Wolfram fue castigado sin salir de su habitación por dos semanas mientras Jeremiah pasó esas mismas semanas en la enfermería. Wolfram lo había azotado con el mismo cuadro.

—Aún tengo cicatrices de esa pelea —Jeremiah le dirigió una mirada de reproche, repiqueteando con el pie en el suelo, de brazos cruzados.

Wolfram sonrió triunfal.

—Te lo merecías.

Durante largo rato, ambos permanecieron en silencio, analizando el panorama.

—Jeremy, ¿Sabes si está aquí? —preguntó Wolfram de repente, mirando inquietamente hacia donde estaban los oficiales que calificaban a los novatos.

—¿Hablas del Maou?

Wolfram asintió. Extrañamente, parecía casi ansioso por oír sus palabras. Jeremiah miró a los alrededores y no encontró señales de la presencia del Maou.

—Pues no, no lo veo por ninguna parte —dijo al fin—. De hecho él no se encarga del ejército personalmente, lo deja todo en manos de Gwendal von Voltaire

Wolfram suspiró con alivio. Era mejor de esa manera, así no tendría que dominarse en el campo de batalla. Los encuentros que había logrado observar, le habían resultado más sencillos de lo esperado. Los oponentes no tenían un nivel tan notable y sabía que podría derrotarlos con bastante facilidad.

—Será mejor que empecemos a hacer algo o sino nadie nos notará —advirtió Jeremiah, avanzando unos pasos en búsqueda de un buen contrincante. Cuando lo hubo encontrado, sonrió—. Buena suerte, Wolfy —le dijo por encima del hombro y siguió su camino hacia un fortachón de dos metros muy intimidante al que quería retar. Para alguien como él, sería sólo un breve calentamiento.

Wolfram frunció el ceño y soltó un bufido, ofendido.

—Por supuesto que me irá bien —se jactó prepotente. Después aguardó unos minutos más para observar el ambiente y preparar una estrategia.

Wolfram sabía que aparte de probarse a sí mismo, también tenía que impresionar a esos hombres que desde ya lo estaban juzgando. Sabía que debía hacer el doble de esfuerzo que los demás, tenía que impresionar a esos hombres a como diera lugar. Se dio cuenta de que había perdido algo de tiempo, y si tuviera alguna oportunidad de hacer una buena impresión, tenía que ser en este momento.

Decidido a no ser rechazado, se quitó la capa y comenzó a cruzar la carrera de obstáculos. Nada mejor para probar su agilidad, velocidad, fuerza y destreza sin tener que interactuar con los demás. Empezó a correr por el vasto campo de arena a toda velocidad. Cruzó la alambrera de púas en cuestión de segundos, trepó las murallas de madera de dos grandes saltos y mantuvo el equilibrio majestuosamente en un finísimo palo de madera. Sus movimientos eran limpios y experimentados.

Mientras Wolfram corría a través del campo, otros comenzaron a notarlo. Algunos de los novatos dejaron de lado lo que estaban haciendo y se enfocaron en él, al igual que algunos de los oficiales de las Fuerzas Militares que los estaban calificando. En cuestión de minutos, Wolfram sintió que toda la atención estaba centrada en él. Ellos parecían perplejos y lo miraban anonadados. No pasó mucho tiempo para que empezaran a vociferar piropos y a silbar cumplidos.

Wolfram odiaba eso. Cada vez que llegaba a un sitio que no conocía, sentía que la gente lo observaba demasiado. No entendía que lo hacía tan llamativo, pero ciertamente había algo más en él. Existía otra cosa que siempre provocaba que la gente volteara más de una vez a mirarlo. En el fondo sabía que era lo mismo que Endimión le había dicho: había algo peligroso en su interior, que resaltaba con mayor magnitud en la profundidad de su mirada.

—Vaya, vaya, ¿Miren que tenemos aquí?

Un General experimentado decidió hacerse lucir frente a los demás deteniendo a Wolfram. El hombre era alto, musculoso y dos veces su tamaño. De larga cabellera marrón oscura. Sus ojos eran azules, toscos, de clara enemistad. Era el representante del territorio Grantz.

—No tan rápido, dulzura. —Alzó su espada para bloquear su camino—. Los niños lindos como tú deben aguardar en casa, ayudando a mamá con los quehaceres del hogar. Este no es un sitió para ti.

Los espectadores que tenía delante parecieron sobresaltarse durante un instante. Se oyeron algunas risas vergonzosas.

Wolfram podía ver que ese sujeto estaba decidido a detenerlo, a hacerlo quedar en ridículo delante de todos. Esto lo hizo enfurecer. Lo miró con repulsión y todos sus deseos se redujeron en una sola cosa: Hacerle tragar sus palabras.

—¡Uy, uy, uy, miren todos, el gatito está enfadado! —continuó el General, tanteando su autocontrol. Deliberadamente, se acercó a Wolfram y le acarició la mejilla con el dorso de la mano—. Tu piel es demasiado suave como para permitir que se queme por el sol, dulzura —musitó, mirándolo con deseo—. Si aceptas ser mi amante te daré todo lo que me pidas y ya no tendrás que trabajar por el resto de tu vida. ¿Qué dices, aceptas?

Wolfram lo empujó con brusquedad, obligándolo a retroceder unos cuantos pasos.

—No vuelva a ponerme una mano encima. No sé quién se cree que es, ¡Imbécil!

Jeremiah, quien había estado observando todo desde el principio, se tapó la boca con la mano para disimular la risita. Aquello se ponía cada vez mejor.

—Vaya carácter que te manejas, dulzura —El General alzó las cejas y sus labios curvaron en una sonrisa sardónica—. Lo que te pasa es que eres un niñato mimado, acostumbrado a hacer todo a su mane…

Un golpe le cortó la frase por la mitad, y también el labio superior. Su cabeza se volvió hacia atrás bruscamente y el General cayó al suelo. El puñetazo había sido demasiado rápido y no se lo esperaba.

—¡Estoy harto de estupideces! —Wolfram se frotaba los nudillos enérgicamente, dispuesto a pelear—. Si vuelve a llamarme “dulzura”, le rompo la cara.                                        

El General, aunque aturdido por la fuerza del golpe, y sangrando, abrió mucho los ojos y su rostro se deformó por la rabia. Era evidente que no estaba acostumbrado a que le desobedecieran, y menos aún a que le amenazasen.

—Yo te enseñaré modales —gruñó.

El General se levantó y se lanzó al ataque con su espada, y Wolfram sabía que si no actuaba con rapidez, sería eliminado. Desenvainó la espada y contraatacó instintivamente. Las espadas de ambos quedaron trabadas y sus rostros quedaron frente a frente, a escasa distancia. Wolfram se agachó y le puso la zancadilla para hacerlo perder el equilibrio. El General cayó con un gemido momento en que Wolfram aprovechó para estamparle un tremendo golpe en el estomago con el pie.

Mientras la pelea se llevaba a cabo, otros novatos y soldados se reunieron rápidamente en un círculo alrededor de ellos y ovacionaron con aplausos.

No muy lejos de allí, Gwendal daba las últimas instrucciones a sus oficiales más cercanos para el momento de la selección de los nuevos reclutas. De pronto escucharon que la gente que estaba presente cerca de la zona de prueba estallaba en vítores de alegría y gritaban jubilosos y llenos de excitación. Todos se extrañaron y lo reflejaron en la expresión de sus rostros. Gwendal dirigió una última mirada al oficial con el que estaba hablando, y sin decir más, avanzó rápidamente hacia el origen de semejante escándalo.

Gwendal no estaba acostumbrado a que lo importunaran cuando se encontraba en medio del proceso de selección de los nuevos reclutas. Para él todo era disciplina, valor y lealtad. Y había compartido esos mismos valores con todos aquellos que habían entrenado con él.

A medida se que acercaba, Gwendal escuchaba con mayor facilidad a la gente que gritaba celebrando cada golpe como si fueran los propios participantes y eso lo enfureció. Sus oficiales no estaban enfocados en sus funciones. Lo habían dejado todo a un lado como si se tratara de un juego de niños. ¿Con que clase de personas estaba trabajando?

Lleno de furia e indignación, apretó los puños fuertemente. Miró hacia adelante y presenció como el General Mc-Klein recibía una potente embestida de su contrincante y salía despedido de espaldas hasta golpear el suelo con dureza. ¡¿Qué rayos estaba sucediendo?!

Cuando la pelea pareció terminar del todo, los espectadores que animaban sin descanso comenzaron a gritar de forma desaforada. Unos a favor del presumible vencedor y los otros intentando levantar del suelo al abatido caído con sus ánimos. Las apuestas cambiaban de cifras y los afectados intentaban salvar su dinero desesperadamente.

—¡¿Qué significa esto?! —gritó Gwendal más abruptamente de lo habitual.

Petrificados, los soldados se pusieron en posición de firmes cuando lo vieron llegar. Todos parecieron achicarse al instante con su llegada. Al parecer, el momento de excitación y desorden se había hecho añicos.

A Wolfram le llamó vivamente la atención la aparición de un individuo como él. Era muy alto e intimidante. En sus ojos adivinó un destello helado que se igualaba con la rigidez de su postura. El hombre mostraba al andar la pomposa firmeza de la aristocracia Mazoku, que lo hacía alguien elegante y misteriosamente llamativo.

A Gwendal le surgió una nueva y palpitante vena en la sien, consecuencia de los mismos nervios. Estaba cansado, especialmente ese día de interminables formalidades y quería acabar con su trabajo de una vez. Nunca imaginó encontrarse con semejante escena. Sin embargo, el mal aspecto de Mc-Klein por culpa de los golpes recibidos no era nada en comparación con lo que sucedería una vez que recuperase el sentido y se enfrentara a él.

Luego examinó a los soldados que estaban ahí presentes. Estaba Willnoff, su mejor capitán, buen guerrero y un verdadero caballero. Junto a él estaba Volt, el General representante de las tropas de Rocheford, que siempre había demostrado una rectitud envidiable. Y en frente de Volt estaba Brown, el General representante de Wincott, un hombre orgulloso y enérgico pero siempre disciplinado.

Por desgracia, todos ellos habían permitido el descontrol de quienes tenían a cargo y le habían fallado. La humillación era como una sangrante herida en su orgullo. Gwendal les dirigió una mirada severa y negó con la cabeza en señal de decepción. Sintió que era un insulto que no podía quedarse sin castigo. Ya hablaría con ellos mas tarde.

Finalmente, se le quedó mirando al chico rubio que al parecer había derrotado al General Mc-Klein. Fue en ese preciso instante cuando Gwendal se dio cuenta que se trataba de un doncel. Miró sus ojos verdes como la joya de esmeralda, los ojos más impenetrables que había visto en su vida y se quedó sin palabras. Tenía en el rostro un lindo rubor, consecuencia de la recién batalla y respiraba todavía agitadamente. Maldijo mil veces su suerte y sintió la súbita y airada sospecha de que su atractivo sensual le traería problemas más adelante. Debía deshacerse de él cuanto antes.

—Tú y tú —Gwendal señaló a un par de soldados para después señalar al General Mc-Klein—. Levanten a este inútil y llévenlo a la enfermería. Una vez se que recobre el sentido, díganle que lo espero en mi oficina.

La mayoría de los presentes sintió pena ajena por el oficial representante del territorio Grantz. Ir a la oficina del General Voltaire significaba que estaba en graves problemas y que su puesto estaba en peligro.

—¡¡A la orden, mi General!! —respondieron los dos soldados llevándose al mismo tiempo  la mano a la frente. Después, sin mayor ceremonia, levantaron a Mc-Klein, uno de los brazos y el otro de las piernas, y se lo llevaron a la enfermería.

Gwendal suspiró y cerró los ojos. Contó mentalmente hasta cinco.

—¡Los demás, muévanse! ¡¿Qué esperan?! —ordenó. Su voz tronó por encima de la conmoción general—. ¡Oficiales encargados del reclutamiento, quiero esos informes antes de dos horas!

Una perla de sudor se formó justo a un lado de la frente de los oficiales y maldijeron silenciosamente haber sido envueltos en semejante bochorno. Tras la primera conmoción,  reaccionaron con la rapidez que la situación demandaba y restablecieron el orden general con sus autoritarias voces. En cuestión de minutos, los novatos volvieron a esparcirse en el campo de entrenamiento para lucirse frente a ellos.

—¡Tú, acércate! —gruñó Gwendal señalando al chico rubio que había sido el origen de todo el escándalo—. ¿Tu nombre?

Wolfram inspiró profundamente, irguió la espalda y miró al suelo. Se consideraba una falta de respeto ver a un superior directamente a los ojos. 

—Wolfram Dietzel, milord —respondió con voz mesurada. La autoridad y el respeto que advertía su sola presencia lo habían hecho sospechar. No estaba seguro al principio, pero los cuchicheos se lo confirmaron: Quien tenía en frente, era el famoso Gwendal von Voltaire del que Jeremiah tanto le había hablado.

Wolfram trató la manera de permanecer calmo y confiado. Ahora estaba en un terreno donde no conocía cada árbol y cada piedra. Ya había cometido el primer error por dejarse llevar por sus impulsos. No sucedería una segunda vez.

—Bien, joven Dietzel, debe marcharse ahora —ordenó Gwendal lentamente después de estar reflexionándolo un buen rato.

El semblante de Wolfram permaneció inexpresivo un instante, y al siguiente palideció.

—¿Qué? —vociferó a duras penas—. ¡¿Qué dijo?! —Sin querer, acortó aún más la distancia entre los dos, con los ojos furiosos, atravesándolo.

—Joven Dietzel, no juzgo sus habilidades, juzgo la clase de problemas que podría traer su sola presencia en los demás reclutas —explicó Gwendal, impasible—. Es mejor de esta manera; cortar los problemas desde la raíz.

—¡Es lo más absurdo y prejuicioso que he escuchado en mi vida!

Wolfram se dio cuenta inmediatamente de su desliz. No necesitó el jadeo colectivo de la gente ni el murmullo de los comentarios en voz baja para advertirlo. Pero ya no había vuelta atrás. «A la mierda», pensó, enjugándose el sudor con ademán enojado. «Este tipo no va a lograr intimidarme»

—Entiendo su disgusto, pero debe entender, joven Dietzel.

Por suerte para Wolfram, Gwendal estaba decidido a mantener la compostura, al menos todo lo que podía soportar. Había heredado el mal genio de su padre y lo odiaba por ello. «Tranquilo, Gwendal. Tú tranquilo» se repetía mentalmente.

—No, no lo entiendo —protestó Wolfram—. Derroté a un oficial de alto rango con facilidad, demostré sólo una parte de mis habilidades, soy un buen prospecto a soldado, y si no me acepta en su ejército es porque usted se considera un incompetente que no puede controlar a sus hombres.

Gwendal tenía los puños apretados al igual que la mandíbula. Estaba aterrado, pero por el hecho de que había llegado a su límite y no sabía de lo que podía llegar a ser capaz en esas circunstancias.

—Mida sus palabras… —pidió. Su rostro rígido indicaba que su furia iba en aumento.

—¡Y usted mida sus propias capacidades!

—¡No vuelva a poner en duda mis capacidades, Dietzel!

La furia de Gwendal flotó en el aire un instante más y luego aumentó para dar paso a la violencia. Dio un paso al frente y tomó a Wolfram de la solapa de la camisa.

—¡¿Acaso no sabe con quién está tratando?! ¡Soy Gwendal von Voltaire, General de Generales! ¡La máxima autoridad del ejército del Maou! ¡Se llevaría la vida entera tratando de ganar las experiencias que yo he sobrevivido!

Wolfram sonrió. Aquella sonrisa suya tan confiada. Por dentro se sentía furioso consigo mismo. ¡Qué necio por su parte, haber permitido una vez más que el control se le escapara de las manos, tal vez estaba perdiendo la única oportunidad de cumplir con la misión encomendada que le daría la libertad! Sin embargo, ya nada importaba. La respuesta fue contundente: Un fuego absurdo ardió en su interior y lo convirtió en alguien que actuaba sin pensar y decía cosas al azar.

—¿Acaso tiene miedo de que alguien sea mejor que usted? —dijo con un tono tan obstinado, que sólo sirvió para intensificar la ira de Gwendal. Resultó claro que era un desafío, no una pregunta.

De nuevo Wolfram volvía a ser el centro de atención. Los soldados, novatos y oficiales se revolvieron inquietos. Se oyeron murmullos. A este paso, en poco tiempo cada persona en el castillo conocería su nombre.

—Wolfy… —Jeremiah se mordió el labio, inquieto. Había ciertos límites, algo como una línea delgadísima que separaba la valentía con la locura, y Wolfram la había cruzado.

Gwendal se echó a reír ante lo absurdo de aquel desafío provocando una conmoción general. Su risa era una mezcla de diversión y desdén.

—¡Por favor! ¡No aguantarías ni un minuto en un combate conmigo! —masculló entre dientes y luego lo soltó con brusquedad, obligándolo a retroceder unos pasos.

Wolfram frunció el entrecejo y se lo quedó mirando inquisitivo.

—¿Por qué está tan seguro?                                                    

Los espectadores se quedaron con la boca abierta ante la respuesta tan pretenciosa que Wolfram había lanzado a un superior como el General Voltaire. El chico tenía demasiadas agallas o pocas neuronas.

Todos tenían caras de bobalicones, emocionados, esperando saber más de la discusión.

Gwendal aguardó un momento en silencio con una expresión que los espectadores no supieron interpretar. Tenía mucho que decir, pero suficiente autocontrol para comprender que ante los nuevos reclutas no era el mejor sitio para hacerlo. Se dio cuenta de que se trataba de su autoridad y su reputación. Y ni tenía idea de lo que sentía, la indignación dominaba todo lo demás.

—Todos aquí tenemos las mismas oportunidades. Entonces, le pido por favor que me dé una segunda oportunidad —musitó Wolfram asqueado de tener que suplicar, pero sabiendo que no tenía otra opción. Había herido el orgullo de Gwendal von Voltaire. Si lo dejaba pasar, adiós a la efectividad del plan y a su libertad.

Gwendal seguía sin decir nada, sus labios formaban una línea inexpresiva y sus cejas se alzaron, arrugando su frente. Wolfram sintió que pendía de un delicado hilo y reforzó su petición, adornándola con mentiras.

—Mi único deseo es servir a mi patria con el corazón y con todas mis fuerzas, como usted lo hizo en su momento —Era obvio que no guardaba ningún cariño por aquellas tierras extranjeras, pero con ello quería ganarse su simpatía—. Por eso le pido que reconsidere su negativa respuesta hacia mí. ¿Quién sabe? Podríamos aprender mucho el uno del otro.

—Lo que aprendería usted de mí, joven Dietzel, es a cerrar la boca cuando la ocasión y la autoridad lo amerite. Disciplina ante cualquier circunstancia. Eso le abrirá muchas puertas en el futuro.

Aguantándose las ganas de replicar con un insulto, Wolfram simplemente curvó sus labios hacia abajo y apretó los puños. Tenía que aguantar.

Dando un paso hacia atrás y cruzándose de brazos, Gwendal soltó un suspiro, parecía estar considerando su propuesta.

Wolfram miró inquisitivo a Jeremiah, que negó despacio con la cabeza. ¡¿Por qué tenía que ser siempre tan impulsivo?! Ahora todo dependía de una sola respuesta.

¿Le daría Gwendal von Voltaire una segunda oportunidad? ¿O tendrían que marcharse, derrotados, sin haber podido hacer nada para evitarlo?

 

 

 

 

Notas finales:

Gracias por leer.

 

Muchas gracias a Okajara chan por responder a las preguntas anteriores. Me ayudaste mucho, ahora me siento segura de que voy en el camino que deseaba.

¡¡Y bienvenida Kunay dlz!! Me hizo feliz saber de ti. *o*

 

 

 

 

 


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