Parte 2: Un cuento antes de dormir
Dos días más habían transcurrido desde que conoció a aquellos dos hombres azules. Aunque no conversó gran cosa durante el trayecto, pudo aprender algunos aspectos que no había leído o escuchado de ellos: por ejemplo, que sus mujeres gozaban de libertades que, de donde venía, resultarían casi inconcebibles, tales como tener tantos amantes como desearan sin ser juzgadas, o divorciarse y quedarse con los hijos y la casa. Incluso, cuando esto último ocurría, se celebraba entre cantos y danzas alegres su disponibilidad para cualquier hombre. En momentos sentía pena por su adoración, quien aun gozando de un alto status, tenía bastantes restricciones y menos libertad que estas mujeres. Su remordimiento por dejar ahí a su amor seguía latente, pero se consolaba con que el tiempo de separación sería nada en comparación al que pasarían juntos en cuanto se volvieran a ver. Además confiaba en que sus sentimientos eran mutuos y correspondidos, por lo que una separación como esta no sería suficiente para cambiarlos.
Estaba en sus cavilaciones cuando el sonido de los anzad (1) y otros instrumentos musicales rompían poco a poco con la tranquilidad de la noche. Conforme sus salvadores y él se acercaban, una luz muy brillante se volvía más grande y más intensa, además que unos cantos alegres adquirían nitidez. No fue hasta cuando estuvo a unos veinte metros de distancia cuando lo comprendió: ya habían llegado al campamento mencionado por Camus y Milo, y supuso que se celebraba la separación de alguna mujer.
—¿Quién se habrá divorciado ahora?
—Con el carácter que se carga, seguro es Marin… —espetó Milo burlonamente— otra vez.
Entraron en silencio al campamento, moviéndose entre las tiendas hechas de mimbre y pieles. Una vez que Camus y Milo llegaron a la tienda que compartían, guardaron las provisiones que cargaba su camello, y luego de darle de beber, se dirigieron a donde seguía la celebración.
—Ven —le instó el de cabello aguamarina—, te presentaremos a la tribu.
—¡Y de paso comemos algo! —exclamó el peli-azul
—¿Puedes pensar en otra cosa que no sea comer?
Entre algunas discusiones sin mucho sentido, fue conducido hasta donde se alzaba majestuosamente una hoguera. A su alrededor hombres y mujeres danzaban y cantaban. A diferencia de los hombres, las mujeres no llevaban la cara cubierta, sino únicamente la cabeza (2), e incluso llevaban algún maquillaje adicional al kohl (3). De nuevo sintió pena por su amor, pues si bien era cierto que su belleza natural ya opacaba al de todas estas mujeres, el precio era demasiado alto: su libertad.
—¡Oye, Shaka! ¡No te quedes ahí parado! —Milo lo llevaba a rastras hacia donde los demás danzaban— ¡A bailar!
En ese momento deseó con el alma quedarse en medio del desierto. No era precisamente porque el baile fuera ridículo; al contrario, las personas se movían grácilmente, imprimiendo pasión, alegría e ímpetu a sus voces y sus pasos. El problema radicaba en que tenía un comportamiento estoico bastante arraigado. Por ello, al estar entre tanta gente tan alegre, se sintió fuera de lugar. Sin embargo no era el único: Camus estaba recargado contra una roca, fuera del círculo, hablando tranquilamente con algunas personas. Pretendía ir a hacerle compañía, pero Milo aún no lo había soltado, además que una mujer de cabello corto, quebrado y castaño, tiró de su mano libre para integrarlo al círculo.
—¡Anímate, hombre! Te hará bien.
Torpemente, no teniendo de otra, seguía el ritmo de los demás. Empero, y muy contrario a lo que pensaba, nadie se burló de él ni le reprendió por no ir al compás. Varios minutos más tarde se interrumpía la música.
—¡Hermanos y hermanas, presten atención! —era Milo quien hablaba en la lengua del lugar— Él… —lo señaló— se llama Shaka. Viene de fuera, pero se quedará con nosotros una temporada… —luego, en un susurro, le dijo a él lo que a los demás, ahora en su lengua.
—¡Espera, yo…! —le increpó. A decir verdad eso no se lo esperaba.
—No te preocupes. No te obligaremos a adoptar nuestras costumbres, ni te exigiremos que nos pagues.
—Pero…
—Vamos, hombre… no te vas a morir por un poco de ayuda ¿o sí?
—Está bien —resopló, resignado.
—¡Así se habla! —dicho esto, dejó de hablar en susurros y se dirigió al resto, volviendo a usar la lengua de la tribu— ¡Dice que acepta quedarse! Trátenlo bien, de pura suerte los dioses no quisieron llevárselo todavía.
Algunas exclamaciones efusivas precedieron a otro canto. Más tarde un grupo de niños se le acercó y empezó a hacerle preguntas que no entendía. No obstante Camus se percató de esto y fue en su ayuda.
—Preguntan de dónde eres, qué es esa cosa que llevas en el tobillo… y quieren que les cuentes algún cuento.
Suspiró cansadamente y cerró brevemente los ojos, para dar un escueto está bien. Ni lentos ni perezosos, todos se sentaron alrededor de la fogata, acomodándose para que todos escucharan. Camus también se integraba, pues a decir verdad no conversó demasiado con Shaka en el trayecto y, como cualquiera de los presentes, sentía un poco de curiosidad.
—Bien… yo vengo de Tebas —habló con voz serena, siendo traducido por Milo—. Este brazalete en mi tobillo me señala como sirviente de la realeza egipcia —todos le miraban sorprendidos, pero él no se inmutó y continuó— Específicamente soy… ¡era! el cuentista de la reina —titubeó, pero nadie lo notó—. Cada noche, antes de dormir, le relataba a su Alteza una historia diferente. Algunos eran de mi verdadera tierra natal, y otros tantos de otras partes del mundo.
—¡Cuéntanos uno! —un niño que hizo la petición anteriormente, decía con un pequeño puchero, pues empezaba a perder la paciencia.
—Está bien… éste fue de los primeros que le narré a su Majestad. Se llama El cuervo, el búho y la paloma (4).
CONTINUARÁ…