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Colores primarios por blendpekoe

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Santiago me miró con seriedad y titubeó un poco, con duda, mientras decidía cómo decirme que se reuniría con Julieta esa semana. Para él seguía siendo una contradicción contarme ciertas cosas.

—Necesito hablar con ella sobre todo esto.

Y con todo esto se refería a la mudanza que había sucedido, además de necesitar aclarar algunos temas. Siendo uno de esos temas los malos términos en los que se encontraba Santiago con sus padres, lo que daba como consecuencia que Iris no tendría mucho contacto con sus abuelos paternos. Bajó un poco la mirada entreteniéndose con el café que tenía en las manos. Desayunábamos juntos antes de que cada uno partiera a su trabajo y no podía ocultar su intranquilidad, de seguro eligió ese momento para comentarlo por el tiempo limitado que teníamos, que no permitía ninguna conversación extensa ni profunda. Santiago, tan amable, suave y tolerante, se había excedido en palabras la última vez que vio a sus padres, cuando fue a buscar las cosas de su hija. Tardó en contármelo pero finalmente lo hizo para cerciorarse con mi opinión si haberles dicho "no verlos es lo mejor para Iris" lo convertía en mala persona.

—Lo mejor es que cualquier detalle o cambio que suceda lo sepa por mí y no por Iris.

Asentí silencioso porque era lógico su planteo y esa era la manera en la que se estuvo manejando todo el tiempo. Pero por más lógico que fuera me estrujaba un poco ese encuentro. No eran celos, era la interminable sensación de lejanía entre su mundo y el mío. Julieta era parte de su vida, por uno u otro motivo, y eso no cambiaría nunca. Nunca seríamos solo nosotros dos.

***

Mi madre me envió un mensaje donde pedía que la visitara con urgencia pero sin dar motivo; misteriosa y dramática. Así que el día que Santiago iría a ver a Julieta, fui a visitarla para no tener que pensar en eso.

Cuando me senté en la mesa junto a mi madre para tomar el té, no se demoró en lo absoluto en transmitirme lo que tanto la apuraba verme.

—Me dijo tu hermano que tuvieron que improvisar una habitación...

Y dejó el comentario sin terminar mirándome, esperando que le diera todos los detalles y motivos, de principio a fin, una declaración completa. Pero yo, como siempre, poco colaborador, tomé una actitud de desdén.

—Ya te había contado que Santiago viviría conmigo.

Se mostró molesta al oír eso, molesta porque yo no hacía lo que ella quería, porque respondía de esa manera a propósito. Se levantó de la mesa y me dejó solo por un momento, cuando volvió traía su cartera.

—Vamos —ordenó.

—¿A dónde? —pregunté con recelo ante su reacción.

—A tu casa.

La miré con desconfianza.

—Quiero ver qué es lo que hiciste.

No me moví de la mesa porque lo que fuera que estaba planeando iba a resultar en algo terrible, ella provocaría ese algo y yo no lo evitaría.

—Vamos —volvió a repetir tomándome del brazo, obligándome a dejar la silla y seguirla.

La mesa quedó con una merienda completa sin tocar, como la trampa de conejos que era.

Fuimos en mi auto, ambos descontentos, ambos malhumorados, ambos con ganas de discutir. Cuando llegamos a mi departamento se apuró en ir a ver el cuarto, no la acompañé, me senté a esperar que se diera el gusto y desde donde estaba pude oír su suspiro de decepción, que hizo audible para asegurarse de que yo lo escuchara. Comenzaba a prepararme para la discusión que vendría. Ella golpeaba la pared de la habitación.

—Esto no es pared de verdad —se quejó.

Cuando terminó la inspección se paró frente a mí, esperando explicaciones.

—¿Por qué me tengo que enterar de esto por tu hermano? —reclamó.

—¿Por qué será? —pregunté fingiendo extrañeza.

Me ignoró. Fue de nuevo a la habitación y se quedó en la puerta mirando, pensando, y cuando terminó regresó.

—Vamos. Tenemos algo que hacer.

Se adelantó hacia la puerta y la seguí con repentina intriga, la discusión se estaba retrasando más de lo normal. Volvimos al auto donde me indicó que quería ir a un shopping.

—¿Para qué?

—Para que no digas que yo no tengo buena voluntad —respondió ofendida.

En el shopping caminamos hasta que llegamos a un departamento de niños, exactamente el sector de niñas. De la nada, como algo planeado, empezó a escoger cosas al azar que coincidían para el uso de alguien de la edad de Iris.

—¿Para qué estás haciendo esto?

Se detuvo a mirarme.

—¿De verdad tengo que explicártelo?

Me crucé de brazos.

—Sí.

Se dio vuelta siguiendo con su selección de artículos varios.

—¿Alguna vez se te ocurrió ponerte en lugar de esa niña?

No respondí.

—¿Cómo te sentirías al tener que ir a la casa de un completo extraño?

Las cosas que metía en la canasta se iban acumulando y tuvo que tomar otra. Yo caminaba detrás de ella sin interferir, viendo cómo seleccionaba y descartaba peluches o toallas. Un vendedor observó la escena y se acercó para ayudarla, también para recomendarle cosas que podía llevar. Se había dado cuenta que estaba agarrando todo lo que veía y para el vendedor era como sacarse la lotería.

—Esto no va a cambiar nada —aclaró—. Pero al menos la va a alegrar un momento.

Seguí sin responder, ansioso porque siempre había un pensamiento en ella lleno de alguna verdad, listo para atacarme. Estuvimos otro rato largo, incluso con la ayuda del vendedor había mucho que cargar. El vendedor le hablaba sin parar esperando motivarla a llevar más cosas, le daba ideas, le informaba qué era lo más buscado, nombraba personajes de televisión para niños con sumo conocimiento.

No quería admitirle que me daba cuenta que me encontraba en una situación que me costaba manejar y entender. Si se lo dijera, me destrozarían sus palabras, sus formas, su mirada, mientras yo no tendría cómo defenderme. El vendedor agradecido se ocupó de que ella no tuviera que hacer fila para pagar semejante compra, incluso se ofreció ayudarnos a llevar todo al estacionamiento. Cuando subimos al auto yo seguía en silencio, un poco resentido.

—Hablé con tu papá —comentó— para que te haga una extensión de su tarjeta.

—¡¿Qué?!

—No quiero que a este problema le sumes inconvenientes económicos.

—No necesito nada —me defendí confundido por el rumbo que tomaba la conversación.

—Entonces lo guardas por si surge una urgencia.

—Lo que sea que te dijo Gabriel, fue exagerado —insistí.

—No hagas acto de orgullo que lo nuestro es de ustedes. Tu papá siempre dice que no trabaja para poner billetes en cuadritos y mirarlos. Prefiere que lo disfruten y él poder verlo en vida.

Lo mío no era orgullo, solamente no quería dar lugar a malas interpretaciones.

—Además —continuó— ustedes son muy sencillos. Aunque Gabriel es medio artista. Yo sé que van a tratar de valerse por sí mismos antes de recurrir a nosotros.

Miró su reloj y me pidió que la llevara a su casa porque no quería que papá cenara solo.

—¿Estás enojado?

—No —mentí de forma poco creíble.

Cuando llegamos no destrabé la puerta del auto para que pudiera bajar y al notarlo se volvió a mirarme, esperando a que yo dijera lo que quería decir. Pero no sabía cómo decírselo, ni siquiera podía ordenar mi cabeza. Se dio cuenta y se acercó a mí para abrazarme. Un abrazo cálido, maternal, extenso. El cinturón de seguridad evitó que pudiera devolverlo de la manera que deseaba hacerlo, así que en su lugar apreté una de sus manos. Su abrazo me alivió, me devolvió tranquilidad.

—Gracias —murmuré.

Apenas se apartó de mí me acomodó el cabello de manera afectuosa.

***

Volví a casa y me llevó un poco de tiempo pasar todas las bolsas del auto al ascensor y del ascensor al departamento.

Cuando entré, Santiago miró las bolsas con sorpresa.

—¿Qué es todo esto?

—Un regalo de mi mamá.

Se agachó con curiosidad para ver el contenido de las bolsas y, cuándo descubrió que todo era para Iris, sonrió. Pero su sonrisa no era cualquier sonrisa, era una de entendimiento, veía claramente la intención de mi madre detrás de la exagerada compra.

—Es muy buena persona.

Me sentí un poco mal porque me costaba entender con la facilidad que tenían ellos.

—¿Cómo te fue con Julieta?

—Mucho mejor de lo que esperaba.

Se quedó mirando las bolsas pero no las miraba, en realidad estaba pensando en otra cosa.

—Mis padres la llamaron cuando me llevé las cosas de Iris —contó un poco más serio— para preguntar si ella podía hacer algo para evitar que venga a esta casa. —Dejó ver una sonrisa amarga, un poco irónica también—. Como si tuvieran más derecho sobre Iris que yo. Al final se enojaron con Julieta también.

Juntamos las bolsas para llevarlas al cuarto. Santiago prefirió hablar sobre mi curioso encuentro con mi madre que de su familia mientras acomodábamos todos los artículos que conformaban el regalo. Sin duda, con tantas cosas por todos lados, el cuarto se veía más amigable.

Notas finales:

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