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Colores primarios por blendpekoe

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Los días de lluvia se convirtieron en mis días favoritos desde que comencé a trabajar en el hospital. La lluvia apagaba los sonidos de la calle, de la gente, de la vida diurna. Era lo más parecido a dormir de noche. Esos días eran los únicos en los que sentía que lograba verdadero descanso. Santiago hacía lo posible para no interrumpir mi rara oportunidad de tener un sueño profundo y por ese motivo, en una semana de lluvias, me percaté tarde que no lo vi ninguno de esos días. Los mensajes no se interrumpieron pero algunas cosas surgieron y él no aclaraba mucho de qué se trataban. Entre preocupado y confundido, meditaba si debía hablarle y pasar ese extraño límite autoimpuesto al no hacer muchas preguntas. Cuanto más lo pensaba más difícil e incómodo parecía, tampoco me imaginaba cómo Santiago podría reaccionar al verse repentinamente cuestionado.

Empecé a recurrir más a los libros para no pensar tanto, mantener mi cabeza distraída me ayudaría a no andar preocupado, a no sobre pensar las cosas y a calmar mi ansiedad. Me sentaba en mi trabajo y leía toda la noche cuando no dormía. Evitaba participar en las conversaciones de mis compañeros, en sus debates de la vida, ya que hablaban de cosas que agitaban mi angustia. Aunque no me molestaba cuando hablaban de política o deporte, lo más común para ellos era hablar sobre las mujeres, cosa que tampoco me molestaba, pero eso derivaba a temas como la infidelidad, peleas, hijos o familia. Esos temas me alteraban los pensamientos que intentaba mantener en control. Así que me quedaba solo, leyendo, en lo posible, libros que tampoco tocaran esas cuestiones. Sin querer me convertí en el ermitaño del trabajo, en el raro. Afortunadamente a nadie le importaba demasiado.

El viernes por la noche estuve solo en casa, lo que no era normal. Santiago nunca dejaba pasar la ocasión de dormir a mi lado, un hecho, que sumado a todos los días que llevábamos sin vernos, presagiaba dificultades. Algún problema lo estaba absorbiendo y no me lo decía.

***

El sábado sucedió lo más raro que podía haber sucedido. Por la tarde, Santiago me envió un mensaje preguntando si podía pasar un momento por mi casa con Iris, a causa de una pequeña lluvia que los había sorprendido. Aunque él se ocupaba de asegurarme que sería por un momento, supe que algo estaba mal. Los problemas que Santiago podría tener por llevarla a mi casa eran muchos, más la mala reacción que Iris tendría al verme y mi propia incomodidad, no me dejaba otra opción que pensar que algo malo pasaba.

Cuando llegaron, para mi sorpresa, estaban bastante mojados. Iris no ocultó su descontento ante mi presencia pero no llegó a hacer una escena porque también estaba desconcertada por el lugar extraño en el que se encontraba.

—Dejé toallas en el baño pero voy a buscar más —dije para desaparecer.

La presencia de Iris me ponía nervioso, no quería correr el riesgo de que hiciera o dijera algo que angustiara a su padre, sin contar que era una mala idea que ella estuviera en mi casa. Su madre, la nunca mencionada Julieta, no se mostraba a favor de la relación que Santiago tenía conmigo y, por lo poco que sabía, llegaba al punto de negar la existencia de la misma.

Los oí entrar al baño y, contra mi instinto, me acerqué en silencio a dejar un par de toallas más junto a la puerta. Luego me quedé en la cocina escuchando los murmullos que a veces hacían. Santiago apareció en seguida con culpa en el rostro.

—Gracias.

—¿Qué pasó?

Él comprendió la pregunta detrás de esa pregunta.

—Se complicaron algunas cosas —contestó con una triste sonrisa.

Sentí un gran dolor por él, a pesar de no saber qué había ocurrido. Siempre era igual, sonreía intentando minimizar la catástrofe en su vida, una catástrofe de la cual yo no conocía su magnitud y me aterraba. Me acerqué para abrazarlo, estaba tenso y frío por la lluvia.

—Te extrañé mucho —susurré.

Lo sentí relajarse un poco. Después de un momento me separé de él.

—Voy a prepararles algo caliente.

—Gracias —volvió a decir a mis espaldas.

Lo único que se me ocurrió prepararles fue chocolate, con esperanzas de que le agradara lo suficiente a Iris para no arrojarlo al piso, pero Santiago fue quien se encargó de llevárselo para evitar que algo como eso sucediera. Me acerqué un poco a la puerta y la vi sentada en el sillón cambiando canales del televisor. Tomó en silencio el chocolate mientras inspeccionaba la sala con la mirada por lo que volví a la cocina antes de que me descubriera. "Ocultándome en mi propia casa" pensé con amargura. Después de otro rato, Santiago regresó con las tazas  anunciando que se irían, Iris debía ir a su casa. Con la lluvia que no se detenía nació de mí insistir en llevarlos. Aunque evitaba estar junto a la pequeña, en ese momento quería estar junto a Santiago, acompañarlo y demostrarle que podía contar conmigo. No se negó a que los llevara y tampoco ocultó su sorpresa. Pero cuando fuimos a la sala, estando frente a Iris, ya no estuve tan seguro de mi decisión. Se mostró molesta por mi presencia pero más molesta se mostró al escuchar que volvería a su propia casa. Salimos con el silencio incómodo que nos caracterizaba en semejante reunión y recién a medio camino me di cuenta de lo anormal que era que Santiago estuviera llevando a Iris con su madre un sábado. Su hija estuvo sin hablarle ni responderle como era habitual y, al llegar, caminó sola delante de él ofendida.

Una llovizna comenzó y Santiago regresó rápido. Se sacudió el cabello antes de entrar en ese estado de serio trance en el que siempre quedaba después de dejar a su hija. Manejé en silencio mientras que la llovizna se convertía en lluvia. Lo miré de reojo un par de veces antes de decidirme y detuve el auto cerca de una estación de tren hacia donde corrían algunas personas para resguardarse del agua. Santiago no lo notó.

—¿Qué sucedió? —pregunté.

Santiago se dio cuenta que nos habíamos detenido y se volvió a verme con desconcierto.

En medio de la lluvia tuve la determinación de hacer preguntas, de querer saber cuál era la situación, qué tan grande era la catástrofe, a pesar de que una parte de mí no quería saberlo por miedo a conocer una verdad que no pudiera manejar. Desafortunadamente en ese momento vino a mi mente la imagen de mi madre diciendo que yo también era responsable por la decisión de Santiago, asociándose con el miedo a lo que él callaba.

Santiago se recostó en el asiento mirando hacia adelante.

—No quería llevarla a tu casa, sé que no fue lo mejor —comenzó a decir, pero no continuó.

—No estoy reclamando que la hayas llevado —me apuré en aclarar—. Quiero saber qué sucede.

Santiago volvió a mirarme pero siguió callado.

—Sé que no puedo resolverte nada pero me gustaría saber qué cosas te están pasando. —Me sentí un poco tonto diciendo eso—. Me preocupa que todo sea peor de lo que imagino.

Su silencio se hizo eterno, lo vi titubear un par de veces pero de nuevo dirigió su mirada al frente, a la lluvia, con angustia en su rostro. Tomé su mano lamentado el momento que yo mismo había creado. Me sentí frustrado pero no podía obligarlo. Bajé la mirada a la mano que sostenía y esa frustración pronto se convirtió en decepción.

—Me cambiaron el régimen de visitas —contó en voz baja— porque Julieta comenzó a trabajar.

Levanté la mirada sorprendido, él ponía mucha atención a mi mano mientras hablaba.

—Iris está muy enojada con su madre porque ahora se va a trabajar y tampoco quiere ir a mi casa porque mis padres hablan mal de mí cuando no estoy cerca —hubo enojo en su voz al mencionar lo último.

En realidad vi mucho enojo en su rostro, como nunca tuve la oportunidad de contemplar, y su mano apretaba con más fuerza que antes. Siempre ocultando y callando todo, siempre diciendo que todo estaría bien, pero en ese momento no parecía querer ocultar su inconformidad.

Aun así, no continuó, como si hubiera dicho demasiado.

—¿Estás enojado? —traté de animarlo a que siga hablando.

—No importa —respondió mientras acariciaba mi mano, volviendo su mirada a la calle.

Tuve la sensación, por un instante, de que se estaba arrepintiendo de haber hablado y no quería que fuera así, no quería que retrocediera, no quería que se callara. Así que miré hacia la calle, donde alguien pasó corriendo por la lluvia, y un impulso me hizo salir del auto. Santiago me miró asombrado mientras que yo, como un loco, rodeaba el auto para sacarlo a él también.

—¿Qué estás haciendo?

La lluvia nos caía encima y era muy molesta en la cara.

—¡El agua fría hace bien para calmar el enojo!

Cerré la puerta del auto para evitar que volviera a entrar.

—No estoy enojado —dijo apartándose agua del rostro.

—Sí que estás enojado —insistí.

El agua comenzaba a empaparnos y se sentía fría, pero Santiago no hizo intento por huir de la extraña situación. Me miraba con sorpresa.

—No lo estoy.

—Sí, estás enojado.

—No...

Se detuvo en lo que iba a decir, me miraba consternado y el frío del agua comenzaba a molestar.

—¡Claro que estoy enojado! —exclamó furioso, levantando su voz—. ¿Cómo no voy a estar enojado? Mis padres se comportan como monstruos y no intentan hacer esto más fácil para Iris. Los padres de Julieta hacen lo mismo. Todos la atormentan pero yo soy la mala persona. —Volvió a pasarse la mano por el rostro para apartar el agua—. ¡Yo soy la mala persona! —repitió con una amarga ironía—. Y me tengo que callar todo, aguantar todo. Hacer de cuenta que las cosas que dicen no lastiman. Andarme con cuidado para no provocar discusiones. Cuidando de no molestar ni enojar a nadie. Como si ninguno de ellos tuviera la edad suficiente para entender las cosas.

Se apoyó en el auto sin que la lluvia lo molestara. Me sorprendió escucharlo decir eso, aunque era lo que quería no creí que lograría hacerlo hablar. Parecía querer llorar.

—Trato de hacer las cosas bien pero a nadie le importa. Ahora me doy cuenta que no debería preocuparme más y dejar que me odien si tanto gusto les da hacerlo —hablaba con una voz monótona, con resignación.

Me acerqué a él, estaba temblando de frío como yo, y tomé su rostro. Mi corazón latía con fuerza.

—No te calles nada —alenté.

Me miró desesperado, como si estuviera a punto de gritar y enloquecer. Pero en lugar de hablar o gritar, me besó con fuerza. Sentí sus brazos alrededor de mi cuerpo, presionándome contra él, mientras que su beso se volvía más apasionado, como si estuviéramos solos en un cuarto y no en el medio de la calle. Supuse que ya no tenía nada más que decir.

Notas finales:

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