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Pero siempre tendremos París por Marbius

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4.- En el spa.

 

Georg lo definió mejor de lo que Gustav podría haberlo hecho cuando afirmó que el masaje recibido apenas llegar al spa había sido como un ciclo rudo en una lavadora industial  Ese que se utiliza para ropa de trabajo que está en extremo sucia, sudada, manchada de césped, grasa de motor, sangre y chocolate, porque sólo así se justificaba la fuerza bruta con la que se les había estrujado cada nudo en la espalda y cada golpe recibido bajo el pretexto de que era terapéutico y bueno para la tensión.

—Ough… ¿Y me dice que por esto pagué tres mil euros? Ay… —Resopló Gustav mientras su masajista le trabajaba las pantorrillas y lo hacía pedir clemencia como un campeón de lucha libre a un alfeñique.

—Primer masaje, después otro —le respondió el empleado en un tosco alemán, por lo que Gustav no insistió en más charla y resisitió estoico los quince minutos que duró su sesión de tortura.

Para su muy grata sorpresa, una vez que se incorporó del potro del suplicio en el que lo habían sometido, su espalda crujió fuerte en una serie de chasquidos ascendentes, y fue como si cada vértebra volviera al sitio al que estaba destinada a estar desde siempre. Gustav no recordaba haber sentido malestar alguno antes de ese instante, pero después del masaje, era como si hubiera vivido una vida con la joroba de Cuasimodo y de pronto pudiera caminar erguido otra vez.

—Maravilloso. Oh Dios, qué rico —gimió de placer estirando los brazos al techo y saboreando la manera singular en que su cuerpo se iba adaptando al nuevo arreglo.

—Gracias, hasta luego —se despidió el masajista en su limitado vocabulario, y Gustav se bajó de la superficie acolchada en la que estaba e hizo estiramientos que le parecieron increíbles en su actual estado. Era como si por arte de magia le hubieran regalado centímetros extras, pues pasó de tocarse los pies con la punta de los dedos sin flexionar las rodillas a casi colocar las palmas en el suelo sin esfuerzo alguno.

En esas estaba cuando Georg entró al cuarto donde él se encontraba y se acercó con una mano apoyada en la cadera y el pie de ese lado cojeando.

—¿Qué ha pasado?

—Mi masajista intentó matarme —se quejó el bajista—. Un poco más y hacía origami con mi pobre cuerpo. Tuve que pedirle que se detuviera, pero hablaba tan poco alemán que creo que no me entendió, o si lo hizo se desquitó torturándome más de lo debido porque confundió mis súplicas de menos por más.

—Yyo que me siento de maravilla.

—Mmm, sólo cruzo los dedos porque lo siguiente sea mejor o renuncio.

Monsieur Schäfer, Monsieur Listing, acompáñenme por favor —les interrumpió la recepcionista que los había guiado antes, y Gustav y Georg la obedecieron.

El spa en el que se encontraban se componía de una extraña mezcla de técnicas y tratamientos que igual provenían de Europa que de Sudamérica o de África, lo mismo que la estructura física, la decoración y la nacionalidad de los especialistas en salud que los atendían.

Georg había revisado por ambos su itinerario para las horas que pasarían en el spa y las sesiones por las que Gustav había pagado en un paquete que aseguraba ‘revitalizar al paciente y proveer de energía y sensualidad’, a lo que el bajista rápido se había alterado porque en sus palabras “él no era ningún paciente, enfermo no estaba”, y al menos estaba más enterado que Gustav de lo que estaba por ocurrirles.

—Lo que sigue no te va a gustar —predijo Georg, no con malicia, aunque sí con una sonrisa traviesa en labios que le hizo rememorar a Gustav una ocasión años atrás cuando David Jost los llevó a su revisión médica anual y todos sin excepción tuvieron que pasar por la prueba de la próstata. Georg había sido el primero, y un error por parte del equipo médico, ya que no estaban dentro del rango de edad para la que se practicaba, pero como el bajista no quería ser el único que sufriera la vergüenza de abrirse de piernas y dejarse hurgar en el recto, se calló y no habló al respecto hasta que los demás pasaron por carne propia lo mismo que él. Hasta la fecha, y porque su culo no había vuelto a ser el de antes, Gustav desconfió de Georg y su expresión de sabelotodo.

—¿A qué te refieres?

—Tú pagaste por ello, así que adivínalo —dijo Georg.

Gustav no tuvo tiempo de indagar más porque la recepcionista los llevó a su siguiente destinación y la sala en la que se encontraban no difería gran cosa de la anterior. A excepción quizá de la no tan minúscula particularidad de que las camillas en las que suponía iban a acostarse, contaban con estribos metálicos a la altura de las piernas.

—¿Uhhh? ¿Y eso para qué es?

—Los especialistas estarán con ustedes en unos minutos. Espero disfruten de la experiencia que están por recibir en nuestras instalaciones.

—¿Deberíamos? —Hesitó Gustav quien ya no sabía si eso era un sí o no, pero en eso aparecieron dos mujeres de mediana edad, vestidas con el mismo uniforme que el resto de los empleados del spa, y por señas les indicaron que se despojaran de sus batas y se colocaran en posición.

—Prepárate —le previno Georg, bajándose las mangas de la bata hasta que la prenda quedó en un bulto a sus pies. Por debajo iba desnudo, y Gustav lo imitó sin tapujo alguno porque la desnudez (la propia tanto como la ajena) no le perturbaba en lo más mínimo dentro de un ambiente tan profesional como ése.

—De espaldas, piernas aquí —indicaron las empleadas, y Gustav luchó por mantener el pudor a raya cuando sus partes privadas quedaron exhibidas para cualquiera en la habitación.

—¿Qué carajos…?

—¿Sabes lo que es la depilación brasileña? —Rió Georg, y Gustav casi se bajó de la camilla rodando y enredado en sus propias articulaciones cuando la definición de ese término apareció en su cerebro—. Porque después seguirá un enema de un litro con té verde y hierbas depurativas, así que… prepárate. Esto promete ser inolvidable, colega.

—Ay, mierda… —Masculló Gustav, pero entonces la chica que se iba a encargar de él se paró entre sus piernas, y sin advertencia de nada, le embadurno con cera el vello púbico que iba de la base del pene al ombligo y le pegó una tira larga de papel.

«¿Pero qué clase de paquete para parejas reservé y pagué? Esto no venía en las especificaciones que leí… ¿O sí?», se preguntó Gustav poseído por el terror de perder más que la dignidad, y ese fue el último pensamiento coherente que formó en su cabeza antes de que el dolor de la depilación le nublara la mente. La chica tiró del papel, y el alarido yodelei de Gustav se escuchó por todas las instalaciones.

—¡La puta que la… AYYY! —Gritó con tal rabia que su pierna derecha actuó por cuenta propia y por poco evitó golpear a la chica en el rostro, aunque ganas no le faltaron.

Las siguientes tiras no fueron mejores, y la depilación culminó con humillación cuando la esteticista le pidió ponerse en cuatro patas y abrir las piernas lo más posible para así depilarle el culo hasta las últimas consecuencias. Gustav cerró los ojos y apretó los dientes, pero en ningún momento la risita mal disimulada de Georg desapareció de su campo auditivo. De vez en cuando Gustav volteaba a ver a su amigo, pero Georg no la estaba pasando ni una décima parte de mal que él, y al contrario, lo resistía estoico y relajado con ambas manos entrelazadas detrás de su cabeza. Claro que de vez en cuando soltaba algún siseo o murmuraba una palabrota, pero nada serio, y por lo que Gustav podía juzgar desde su posición, Georg se divertía con el sufrimiento ajeno.

—Joder, ¿es que eres de piedra?

—Nah, se llama acostumbrarse. Después de la tercera vez que lo haces, es casi… placentero.

La mandíbula de Gustav se desencajó de su sitio. —¡¿Lo habías hecho antes?!

Georg le dedicó una ceja arqueada. —¿Y tú qué crees?

—No sé por qué me sorprendo todavía contigo. Ya debería estar acostumbrado.

La depilación terminó con una leve untada de loción con base alcoholizada para cerrar los poros, y en ese momento hasta Georg chilló por el ardor, pero la sensación pasó pronto y la segunda fase de su día en el spa se pudo considerar victoriosa y sin saldos letales.

—A estas alturas, si me dices que quieres volver al hotel, aceptaré sin quejas —dijo Gustav, volviéndose a colocar la bata afelpada en blanco y con el logo del spa entre los omóplatos.

Caminando con las piernas un poco más abiertas de lo normal hacia la siguiente estación donde se les iba a atender, Georg lo desdeñó con un gesto de su mano.

—¿Y perderme la mascarilla de excremento de ruiseñor y las inyecciones gratis de botox?

El ceño de Gustav se frunció lo indecible hasta que Georg se rió de él y le confirmó que era una broma.

—Pf, como si el botox fuera gratis. Pero te advierto, lo de la caca de ruiseñor es cierto.

—¿Me van a poner mierda de pájaro en la cara? Olvídalo. Paso. Ya me voy. Mandaré un automóvil para que por ti cuando termines. ¿Dónde carajos están mis pantalones?

—Gus, Gus, Gus… —Le retuvo Georg por el brazo y se lo adosó al suyo por medio de un agarre que no permitía libertad alguna, y mucho menos escape—. Te han depilado el ano, ¿y estás sufriendo pánico por un poco de popó en la zona T? Vamos… Es un tratamiento por el que Victoria Beckham pagaría sus buenos dólares. ¡Y ella es una gurú de esta clase de recetas únicas y especiales! No harás una tormenta en un vaso de agua, ¿verdad que no? Porque nos pondrás en vergüenza a los dos.

—Sigue siendo mierda en la cara —puso Gustav los ojos en blanco, y con todo, de mala gana siguiendo a Georg a la sala que se les había indicado.

Resultó que como procedimiento la mascarilla de heces de ruiseñor asiático fue de lo más inofensivo en su repertorio. No olía, su consistencia pastosa podía pasarse por alto con el poder de la sugestión («no es caca de pájaro, es… aguacate, sí, es aguacate maduro con limón, ¡un guacamole, joder!, pero no me lo den a probar en una tostada, oh no, eso no», se terapeó Gustav con los ojos cerrados), y el suave masaje circular con el que se les aplicó fue agradable, así que hasta el momento, era lo que menos daño les había hecho, que considerando que antes se les había molido con un masaje karateka y les habían arrancado el vello púbico a la fuerza, era mucho decir... Del enema ni hablar, que Gustav se había negado en redondo a pasar por esa experiencia humillante, y terminante le prohibió a Georg lo mismo, así que éste aceptó sólo para no reventarle la vena en la frente que ya le palpitaba con cada segundo que pasaban ahí.

Al final, una vez que les limpiaron el excremento con una toalla húmeda hasta el último rastro, a Gustav no le quedó de otra más que admitir que en efecto, su área problemática en la nariz y la frente se había mejorado considerablemente, y así se lo hizo saber a Georg mientras los dos se observaban los poros de la nariz y mentón en un espejo con aumento de 5x.

—Lo admito, esto no fue tan mala idea —murmuró Gustav, atesorando la tersura de su mejilla como si se tratara de la piel de un bebé—. No había estado así de suave desde que era un crío.

—Concuerdo contigo —asintió Georg, feliz por la luminosidad que le cubría y le quitaba un par de años de encima—. ¿Quieres saber que sigue?

—Uhmmm… —Dudó Gustav—. ¿En verdad quiero saber?

—Sauna…

—No será tan malo si te comportas y estamos sólo tú y yo.

—… alternado con baños de agua helada.

—Ay…

—Y golpes con ramas de abedul como en Finlandia.

Gustav dejó salir el aire de sus pulmones a través de los dientes. —Mil y un veces… joderrr. Es que esta puta tortura no se acabará jamás o qué…

Georg le amonestó con ruiditos desdeñosos. —Velo por el lado positivo: Si igual traías a Bianca, seguro que cortaba contigo desde la depilación, y en cambio, mira qué tan lejos has llegado con un gran amigo como yo. Ni los gemelos podrán presumir jamás que te compartiste con ellos semejante experiencia.

—Olvídalo —le previno Gustav—, no es nada de qué presumir. Así que ni una palabra de lo que pasó en este spa a nadie o me desquitaré.

Tsk, Gus…

—¡Júralo!

—¿Vas en serio?

—Júralo o haré que te pongan ese enema a la fuerza y se lo contaré a todos.

—Ok, ok, tú ganas. Lo juro. —Georg se llevó la mano a la boca e hizo ademán de coserse los labios y tirar una imaginaria llave del candado moral al que se había sometido—. Moriré con este secreto.

—Muy bien.

—Nuestro sucio secretito, de los dos, ¿eh? —Le chinchó el bajista, y Gustav por poco se ahogó con su propia saliva por presenciar ese Georg impúdico que lo trataba más como se comportaba con sus novios en el periodo de conquista que a como lo hacía cuando eran ellos dos, amigos de siempre.

—Compórtate o cumpliré mi amenaza.

—Bah, aguafiestas —dijo Georg, pero para entonces ya habían llegado a la siguiente estación, que como ambos habían olvidado, tenía como paso previo al sauna una inmersión en un baño de lodo arcilloso que prometía exfoliar y rejuvenecerles la piel.

—Ya, parece que aquí la palabra del año es ‘rejuvenecer’, porque según entiendo, aquí hasta soltar gases cuenta como rejuvenecimiento —comentó Gustav recostado dentro de la tina de fango verdoso y enlodado por todos lados, cabello incluido, excepto por el contorno de los ojos, pero daba igual porque su vista se había reducido a nada gracias a dos rodajas de pepino que le habían colocado ahí bajo el pretexto de reducir inflamaciones y ojeras de las que él no había sido consciente antes en su vida hasta ese punto—. Nunca me había sentido tan consciente de mi edad y mis arrugas como hoy. Ahora entiendo esa obsesión por la juventud eterna. Te la taladran en la cabeza y de ahí ni quién te la quite. Es todo un negocio redondo donde te acomplejan y luego te venden los productos a precio del rescate de un rey.

—No seas tan neurótico —le amonestó Georg desde la tina adyacente y gozando de la tibieza del lodo como princesa en ciernes —. Es un puñetero tratamiento de belleza, que ridículo y todo, pero nos dará de qué reírnos en un par de años. O siendo optimistas, en cuanto salgamos de aquí y nos demos cuenta de todo lo que nos han hecho por dinero. Piénsalo: Hemos pagado para que nos arranquen los vellos del culo y nos embardurnen de caca de ruiseñor. Eso debe contar para algo, aunque ahora no sepamos el qué.

A pesar de sus protestas, Gustav se divirtió formando pequeñas olas de fango y jugando a tocarse la costra cada vez más endurecida en torno a las áreas que permanecían expuestas al aire. Al cabo de media hora, las esteticistas que los atendían les ayudaron a salir y los lavaron usando unas regaderas manuales a presión que producían cosquillas y otras reacciones por demás fuera de lugar.

—Uhm —se giró Gustav para encubrir la erección que se le iba formando entre las piernas, y que a juzgar por la turbación de Georg a bajar la cabeza, era similar a la de su amigo.

El siguiente paso fue el sauna, y al menos por tratarse de un jueves laboral, el cuarto estaba vacío a excepción de ellos dos.

—Sigo pensando en eso que me contaste en el avión. Con los dos hombres casados…

—Una experiencia de diez —le guiñó el ojo el bajista, y para mortificación suya, Gustav se tuvo que aclarar la garganta antes de vocalizar.

—Cállate, idiota. Guarda tus aventuras para cuando estés impotente y quieras escribir tus memorias perversas. Y si encuentras un pseudónimo con gancho, serás el próximo Marqués de Sade en versión alemana… y con tintes gays.

—Nunca va a pasar —dijo Georg, derramando un poco de agua sobre el brasero central y produciendo una cortina de vapor tan densa que Gustav se sintió asfixiado y corto de aliento.

—Me muero, maldición —jadeó, acalorado. Esas temperaturas sólo las había conocido en contados rincones del mundo, y la odiaba.

Georg lo mandó callar alegando que era una experiencia irrepetible en el mundo y que mejor la disfrutara, por lo que juntos resisitieron diez minutos cronometrados antes de salir del cubículo y hundirse en la alberca de agua helada que se encontraba a dos pasos de distancia. El golpe de calor se intercambió por uno de frío, y Gustav experimentó la sensación de ser pinchado por un millar de agujas en todo el cuerpo, pero en especial en la palma de manos, pies y el cráneo.

—Genial, ¡otra vez! —Lo arrastró Georg con él fuera de la alberca, y se volvieron a meter al sauna.

Esta vez Gustav reparó que la pila de ramas verdes sumergidas en una cubeta de agua caliente no era parte de la decoración del local, y que en realidad tenían una función. Georg tomó un racimo de ellas, y sin más le dio a Gustav en la espalda usando más fuerza de la que esperaba.

—¡Ay! ¿Qué te pasa?

—Tsk, qué mariquita has resultado, Schäfer —le amonestó Georg, repitiendo el golpe un poco más arriba y con menos vigor—. Estas son las ramas de abedul de las que te hablé antes. Son tradicionales en Finlandia, así que consideralo un servicio extra porque no me tienes que pagar por azotarte.

—Aunque, ¡ouch!, me lo quieras vender así, ¡ay!, no voy a caer en tu, ¡joderrr, eso arde!, en tus mentiras —resopló Gustav, pese a todo, cogiéndole gustillo a la sensación posterior que los golpes con las ramas dejaban en su piel. A regañadientes se puso en pie para que Georg le alcanzara en las piernas y otras áreas de su anatomía, cuidando siempre no darle en el rostro o genitales, y cuando finalizó, Gustav estaba entre aliviado y deseoso de una repetición.

—¿Qué tal, eh?

—Pudo ser peor.

—Si no lo puedes apreciar, olvídalo, serás un paleto inculto hasta el día de tu muerte. Ahora es tu turno —dijo Georg, cogiendo la mitad restante de ramas de la cubeta y tendiéndosela a Gustav, quien procedió con golpes cautelosos por la espalda de Georg hasta que éste pidió con más energía, quejándose de paso que no era ninguna señorita y que soportaba eso y más—. Anda, que no voy a llorar. Yo sí sé sobrellevar un par de latigazos sin quebrarme.

—¿Lo dices por experiencia?

Georg lo miró por encima del hombro. —Yo siendo yo, y tú siendo tú…. Créeme que no querrás saber.

—Es todo lo que necesito saber, colega. Tú nunca me decepcionas —rió Gustav a pesar de todo, y recorrió el cuerpo de Georg con las ramas de abedul hasta que cada centímetro cuadrado de dermis le quedó rojo y sensible al tacto.

Esa dupla de sauna caliente y alberca helada (sin más azotes con las ramas porque ambos tenían su límite al dolor) se repitió por espacio de cinco ocasiones diferentes, y al cabo de un rato, Gustav tuvo que admitir que le había cogido el gusto a ese asunto y que ya estaba ansioso por buscar en Alemania un spa similar. Entre el sauna y la alberca había por lo menos una diferencia de buenos 80ºC, pero ninguno reparó en ello hasta que por acuerdo mutuo decidieron que estaban cansados y se volvieron a envolver en sus albornoces listos para cerrar su día de relajación y belleza.

Su sesión en el spa terminó con un masaje conjunto, Gustav a la derecha y Gustav a la izquierda, tendidos en la misma esterilla mientras dos hombres musculosos les hacían crujir las articulaciones y luego los volvían a acomodar hasta terminar con una suavidad tal, que por poco caían dormidos.

Al salir del local, luego de dejar una generosa propina en recepción, Gustav y Georg se llevaron una fuerte impresión cuando la tarde parisina los transportó de vuelta al país del romance y a un atardecer de verano que no habían percibido dentro del local con el aire acondicionado.  

—Me siento revitalizado —dijo Georg, aspirando la mezcla de contaminación y aire puro que se mezclaba en el ambiente, y pasándose a palmar el estómago—, y también hambre. ¿Qué tal tú?

—Igual. Me comería un caballo.

—¿Qué tal si mejor comemos algo menos salvaje y más de… alta cocina? Sería idiota volar hasta acá e ir a comer en el McDonald’s de la esquina, ¿no te parece?

—No te daré la contra, y pues… —Hizo esfuerzos Gustav por recordar qué había preparado para Bianca y él esa noche tan especial, su primera en París—. Tenemos reservaciones en un sitio que en su momento me pareció tan genial por su dúo de piano y violín, pero uhm, ahora no sé…

—Y para eso es que te empaqué un pantalón de vestir y una camisa formal que nos pueden planchar en recepción, ¿o es más fino que eso? Porque olvidé las corbatas.

—No, no… Uhm, estaría bien. No es tan elegante, aunque dudo que nos dejaran entrar en jeans y calzado deportivo si lo intentamos.

—No se diga más —cerró Georg el trato—. Vayamos pues. De regreso al hotel para cambiarnos y luego a disfrutar de lo que la ciudad tiene para nosotros.

Melancólico, aunque luchando para que no se le notara, Gustav se dejó guiar.

 

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Notas finales:

Perdón por posibles dedazos que se me hayan ido. Mi corrector se niega a funcionar, y la beteada que he hecho es efectiva a un 95% en los mejores días así que...


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