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Pero siempre tendremos París por Marbius

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17.- El último estadio de calma.

 

El resto de su estancia en París se diluyó en una breve visita a un mercadillo aledaño para comprar dulces locales que llevarían de regalo para familia y amigos, y beber un último café. Gustav comentó que nunca se la había pasado tan bien en París, y Georg coincidió con él, aunque al hacerlo ninguno de los dos se atrevió a ver al otro a los ojos por razones que no valía la pena ni mencionar.

De vuelta en el Splendid, recogieron su equipaje con prisa y bajaron rápido a recepción para entregar las llaves y recoger el depósito de reserva. Gustav se encargó de dejar una propina sustanciosa, y Georg se tomó como reto el doblarla de su propio bolsillo.

Subieron al taxi que ya esperaba por ellos, y en el viaje al aeropuerto fue que suspiraron de alivio al comprobar que iban dentro de su horario y que en un par de horas estarían de regreso en casa.

—A pesar de lo mucho que he disfrutado de este viaje —dijo Gustav—, muero por volver a dormir en mi cama, con mi almohada, con mi frazada de siempre.

—Dímelo a mí, yo extraño a Maxi —respondió Georg—. Lo dejé encargado con unos amigos, y sé que está en buenas manos, pero… es mi perro, e irme a dormir cada noche sin tenerlo a él a los pies del cobertor es extraño.

—Espera a que te vea. Te saltará encima, o mejor dicho, a los tobillos, que es lo más lejos que va a llegar con sus cortas patitas.

—Jajá, muy gracioso —chasqueó Georg la lengua—. No lo has visto brincar cuando tengo un premio en la mano. De pronto se le olvida que es una miniatura y salta hasta la altura de mi cadera.

—No jodas.

—¡En serio! Te lo demostraré, uhm, luego… —Se retrajo Georg, según dedujo Gustav, porque una vez de vuelta en Alemania tomarían caminos separados y después volverse a reunir sería una aventura por sí sola.

Con resignación, Gustav tuvo que aceptar que el futuro a corto plazo era tan incierto como se temía. Porque una vez aterrizaran en Alemania, cada uno partiría en dirección diferente al otro y entonces el resto caería bajo su propio peso, así que o bien podría entrar en pánico por todo lo que habían hecho el fin de semana juntos, o se lo tomaba con calma y ya está. Una oportunidad pareja de 50/50 porque también era cuestión de si Georg compartía con él su reacción y encontraban la manera de dar vuelta de página.

—Hey, ya estamos aquí —le codeó Georg de pronto cuando arribaron a la entrada del aeropuerto, y ambos bajaron del taxi y se echaron el equipaje al hombro después de pagar y dejar otra generosa propina.

En mostrador se encargaron de comprobar su vuelo, confirmar su identidad y entregar sus maletas para que fueran pesadas y registradas, lo que les demoró escasos cinco minutos y les dejó la siguiente hora libre antes de tener que abordar al avión. Después de la revisión y buscarse asientos en la sala de espera, ambos coincidieron con que un lunes a la hora del almuerzo era el mejor momento del día para viajar, porque aparte de ellos dos, el resto de los pasajeros se podían contar con los dedos de las manos.

—¿Planeas dormir durante el vuelo? —Preguntó Gustav, fingiendo desinterés—. Porque son demasiadas horas para pasarlas yo solo sin más compañía que tu cuerpo catatónico a un lado. Y además roncas.

—Nah, estoy bien. Un poco… Uhm, nada.

—¿Adolorido? —Volvió Gustav a la carga, puesto que se sentía culpable de haberse dejado llevar por el deseo a costa del bienestar de Georg. A su favor aducía que jamás le habría pasado por la cabeza que era necesario viajar fuera del país con una botella de lubricante, y mucho menos que utilizar la saliva como auxiliar no era tan buen método como lo hacían creer en los pornos, aunque se justificaba pensando que Georg también tenía su parte de responsabilidad por insisitir que estaba bien, que continuara.

—No quiero hablar de eso ahora.

—¿Entonces cuándo? Porque estamos por abordar un trasto volador donde mantener una conversación de ese tipo está vedada. Tan sólo dime si estás bien.

Georg puso los ojos en blanco. —Lo estoy.

—Pero caminas… raro.

—Que tenga un pongo de irritación allá abajo no implica que esté en mi lecho de muerte. En serio, Gus, estoy perfectamente bien. No es nada que un poco de vaselina en cantidades estratégicas no cure de aquí a mañana.

—¿Seguro? —Insistó el baterista, porque de estar en su lugar, se estaría quejando a viva voz hasta por la mínima molestia y reclamando lo mal que se encontraba aunque fueran exageraciones.

—Estaría mejor si dejaras el tema por la paz, ¿vale? Porque poniendo el primer pie en el avión yo consideraré que estamos en suelo alemán y te prohibiré terminantemente que vuelvas a mencionar nada de lo que pasó en estos últimos cinco días.

—¿Todo?

—Uhm, ya sabes a qué me refiero.

—Ya… Comprendo.

A tiempo para salvarlos de un silencio tenso, el teléfono de Gustav vibró en su bolsillo y éste examinó la pantalla antes de musitar un quedo “oh” que llegó a oídos de Georg.

—¿Bianca?

—Sí. —Gustav abrió el sms que recién había recibido y lo leyó: “¿Sigue en pie lo de ir a tu departamento en la noche? Si es así, confírmame la hora. Besos, B.”

Georg se fingió ensimismado en examinar la cutícula de su dedo pulgar, pero de nada le sirvió porque Gustav le puso sobre el regazo su teléfono con el sms a la vista.

—Así que… ¿Si todo sale bien entre ustedes te le declararás hoy o…?

—Tal vez. No sé. Ya no estoy tan seguro de que sea buena idea.

—Gus… Tú la amas. Hace menos de una semana que te tuve que sacar de la cama a rastras y con un chorro de agua porque estabas en crisis depresiva por ella, por su ausencia. No puede ser que hayas cambiado tan rápido de parecer. Ese no eres tú.

—La amo, sí, pero… —Gustav se encogió de hombros—. También me he portado como un cabrón al acostarme contigo, y no —intervino antes de que Georg tuviera oportunidad de abrir la boca—, no ha sido culpa tuya, sino mía por presionar hasta que aceptaste. Y es eso, la traición, lo que más me tiene preocupado. Estaba tan seguro de que le sería fiel hasta el fin de nuestros días porque la amaba, y resultó que ese amor no resistió la única prueba a la que se vio forzado. Eso lo pone mi relación con Bianca en perspectiva, y no es favorable.

—En primera —dijo Georg con la voz de la razón—, no la engañaste. Están en un receso que ella misma propuso, así que eres libre de todo desliz que hayas cometido en estos días. Y ella igual, así que no olvides que es una vía de ida y vuelta por si te entra la tentación de reclamarle. Segundo… Amar no implica que todo va a ser perfecto. Pero depende de ti si quieres luchar para mantener lo que tienes, o tirar la toalla y perderlo. Quizá tú y Bianca van a llegar a un acuerdo de reconciliación, o quizá se separen del todo en términos que pueden ir de lo mejor hasta lo peor y no coincidir en lo mismo para ambos. La cuestión es qué harás tú una vez que llegue el momento. Ella ya sabe del anillo y de los planes que tenías de pedirle matrimonio, así que considera que tú ya has mostrado tus cartas y que es Bianca quien va a ponerle punto final a este asunto.

—No era así como lo imaginé.

—Yo tampoco lo que hicimos anoche, pero ya ves… Uno propone, y el azar dispone.

—¿Me…? —Gustav se aclaró la garganta—. ¿Me imaginas casado con Bianca?

Georg le puso la mano en la rodilla y apretó. —Te imagino feliz, pero el resto corre por tu cuenta. Si Bianca es la indicada, al menos ya tienes el anillo listo.

—Supongo…

Posando su mano sobre la de Georg, Gustav compartió con él un instante de total plenitud en el que ambos volvían a sus facetas anteriores, pero a la vez traían consigo los cambios de los últimos días. En perfecta amalgama, unían esas dos partes de sí en una sola y se reconocían como el Gustav y el Georg de siempre, pero esta vez bajo una nueva luz que les permitiía admirar los cambios. Ahora llevaban consigo una cicatriz, que dividida entre los dos, al menos hacía su carga más ligera.

En los altavoces, el anuncio de abordar rompió la burbuja protectora que los separaba del resto de la concurrencia que los acompañaba en la sala de espera.

—… favor de abordar por la puerta 8. Repito…

El mensaje se transmitió en francés, inglés y alemán, y una vez finalizó, Georg retiró su mano de debajo de la de Gustav y se puso en pie.

—Vamos, en marcha —dijo sin más—. Ya casi puedo aspirar el aire salado de Magdeburg, y falta me hace.

Para Gustav, quien Magdeburg lo significaba todo, asintió. Él también echaba de menos esa fragancia a humedad y tierra mojada que todo lo permeaba durante el verano. París podía tener los cielos más bellos de julio, pero ni por todo el sol los cambiaba por los nublados y la lluvia constante de Magdeburg durante el mismo periodo.

La tarea de abordar y ocupar sus asientos fue lenta pero eficaz, y no tardaron mucho en encontrarse sobre la pista de despegue y con los cinturones en torno a la cintura.

Mirando por la ventanilla a pesar de que odiaba volar y se encontraba en el asiento medio de una fila de tres, Georg exhaló con nostalgia.

—¿Todavía no nos vamos y ya lo extrañas?

—Qué puedo decir, sí…

—Tú espera y verás —dijo Gustav, que ante la curiosidad en los rasgos de Georg se explicó—: Diez años. Reserva esa fecha para mí.

—Oh, Gus —musitó Georg, dispuesto a reprocharle por esa manía suya en la que se empeñaba en hacer una montaña de un grano de arena, pero no hubo oportunidad.

El avión comenzó a recorrer la pista, y antes de darse tiempo para reaccionar, ya estaban abandonando tierra firme y surcando el cielo tan límpido y soleado que dolía verlo así. Sólo entonces apreció Georg que Gustav había tomado su mano, y que sus dedos iban entrelazados.

Abajo, cada vez más lejos, París se fue encogiendo hasta desaparecer.

 

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