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Pero siempre tendremos París por Marbius

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18.- Una porción minúscula.

 

El vuelo se les fue en un chasquido de dedos, igual que ocurría cuando no querías que el escaso tiempo con el que contabas se te acabara. Al menos esa fue la opinión de Gustav, quien cuando el avión comenzó a descender, frunció el ceño en un gesto de hosquedad.

Si Georg se percató, no hizo mención alguna, y en cambio se mostró risueño y relajado, una estampa opuesta a Gustav, que a partir de que pisaron la pista y el avión se detuvo del todo, se dedicó a moverse lo más lento posible. A paso de tortuga bajó su maleta de mano del compartimento encima de sus cabezas, hizo que fueran los últimos en bajar de la cabina, esto para exasperación de las azafatas que poco podían disimular su prisa, y al momento de recoger su equipaje en la banda automática dejó dos veces ir su maleta antes de que Georg la cogiera por él para ahorrarles una tercera vuelta.

—Hoy sí que estás torpe —se burló de él cuando la depositó a sus pies, y Gustav le recogió remolón.

—Uhm… Sí, torpe. Supongo.

Pasando por aduanas declararon no traer consigo nada que se considerara ilegal introducir al país, y después del sello de rigor en sus pasaportes, fue hora de cruzar las amplias puertas que los llevarían a la parte nacional del aeropuerto. De ahí a la salida no había más de cien metros, y después el tan temido momento del adiós… Sólo de pensarlo, a Gustav le dolió el estómago.

—Y… —Exprimió su cerebro buscando un tema de conversación—. ¿Qué planeas hacer el resto del día?

—Desempacar. Echar una o dos tandas a la lavandería. Obvio, ir por Maxi y tal vez salir a pasear si es que todavía hay luz, sino, pediré cena a domicilio porque si mal no recuerdo, no alcancé a hacer las compras de la semana por todo esto del viaje y mi refrigerador debe estar vacío excepto por un carón de leche que ya caducó. ¿Qué tal tú?, quitando lo de Bianca, por supuesto.

—Nada en concreto. Pensaba en ver una película y dejar el resto para mañana. De hecho —miró a Georg de reojo—, pensaba responderle a Bianca que mejor nos reuniéramos hasta dentro de un par de días.

—¿Y eso?

—Ha sido un fin de semana largo y ajetreado, y preferiría ducharme e irme a la cama temprano. No estoy para charlas densas y profundas, la verdad. Sólo quiero relajarme, beber una cerveza helada y comer grasoso.

—Oh pues… —Las puertas automáticas de la entrada se abrieron para ambos y el Magdeburg de siempre apareció ante ellos—. En ese caso, tómatelo con calma. Si lo que necesitas es descansar, hazlo, no le debes justificaciones a nadie, Bianca incluida. Tú vas primero.

—De hecho pensaba si no te gustaría acompañarme y-…

Georg se giró para verlo. —¿Ir contigo a tu departamento?

—Sí.

—No lo creo.

—Pero…

—Es por Maxi. No es que te esté dando largas ni nada por el estilo, pero tengo que ir por él. Y si te soy franco… yo habría supuesto que ya estabas harto de estar conmigo a un lado después de tantos días juntos.

—Ya viajamos por autobús a lo largo y ancho de toda Europa, tú en la litera que quedaba a un lado de la mía. No me podría fastidiar de tu presencia ni en mil años.

—Uhm, ok. Pero sigue siendo no. Esta vez Maxi te supera, y en tu caso, si tantas ganas tienes de que vaya a tu departamento, es porque en realidad no estás tan cansado. Así que no canceles con Bianca, que seguro debe estar ansiosa porque no le has respondido el sms.

A pesar de que no era eso lo que su corazón le pedía, Gustav asintió. —Tienes razón, para no variar la tienes.

—Siempre —sonrió Georg, y las comisuras de sus ojos se llenaron de finas líneas.

Parados sobre la acera donde se estacionaban los taxis, cada uno giró el torso en dirección opuesta al otro y eligieron un vehículo. Gustav le entregó su maleta al chofer que lo iba a conducir a su departamento, y lo mismo ocurrió con Georg, quien abrió la portezuela del asiento trasero y subió un pie antes de despedirse.

—Llámame en cuanto hables con Bianca —le dijo Georg a Gustav, y éste prometió que sería el primero en enterarse del descenlace—. Si lo arreglan, y cruzaré losdedos por ti, salgamos a cenar los tres; y si no…

Gustav contuvo la respiración a la expectativa de las siguientes palabras de Georg.

—… seremos solos tú y yo y una borrachera de campeonato. ¿Hecho? Romperemos otro récord.

—Hecho.

Subiendo al taxi, Georg fue el primero en separarse, y Gustav lo siguió con la vista hasta que el taxi viró a la derecha a unas manzanas de distancia y desapareció en el tránsito de un lunes por la tarde.

—Por favor, lléveme a… —Gustav subió a su taxi, y después de indicarle la dirección a su chofer, se sumió en un silencio tan pesado que ni el taxista hizo amagos de interrumpirlo.

Rumiando su malestar interno, Gustav se dedicó a cruzarse de brazos y contemplar el paisaje que discurría por la ventanilla. En contraste a París, Magdeburg estaba en uno de sus días nublados que se presagiaban como lluviosos apenas terminara de caer la tarde. Y más de acuerdo no podían estar sus emociones con el clima, porque Gustav sentía dentro de sí una tormenta a punto de estallar, y en la que sólo se contenía porque su miedo al ridículo era más fuerte.

Para cuando el taxista se estacionó frente a su complejo departamental, Gustav había pasado de la melancolía a la franca rabia, y la sangre le ebullía en las venas a causa de Georg. ¿Cómo se había atrevido aquel cabrón a dejarlo así sin más? Después de todo lo que habían vivido en París… Merecía al menos una despedida significativa, y no ese momento anticlimático al borde de la línea de estacionamiento en el que hasta había tenido la desfachatez de desearle la mejor de las suerte con Bianca y luego partido como si el descenlace no le pudiera importar menos.

¿Tan poco lo amaba que podía actuar con total indiferencia? ¿Tan fácil había sido volver a levantar las murallas que después de diez años se habían venido abajo con estrepitosa caída? Porque de estar en sus zapatos, Gustav no habría sabido ocultar de vuelta su verdadera cara, en cambio Georg había vuelto a ser el mismo Georg de antes, a pesar de que caminaba pausado y al sentarse se cuidaba de hacerlo despacio. El que fuera capaz de fingir con tanta maestría era lo que más le molestaba a Gustav, quien se había considerado su mejor amigo por la mayor parte de su existencia, y en su lugar, se había llevado una ingrata sorpresa cuando las bases de su amistad se revelaron huecas y la verdad salió a flote. ¿Cómo siquiera podía considerar que conocía a Georg si por una década había desconocido que ese mismo Georg sentía por él lo que Gustav no se creía apto de procesar racionalmente, ni hablar de corresponder?

Y sin embargo, ahí estaba él anhelando volverse a subir al taxi y pedirle al conductor que lo llevara al departamento del bajista con la mayor prontitud. No tenía sentido, porque además que no lo amaba de esa manera, tampoco se sentía atraído por él de ese otro modo que sería esencial para iniciar una relación de pareja. Era contradictorio, porque ahí donde se sabía imposibilitado de corresponderle, tampoco quería rechazarlo del todo.

—Señor —lo sacó el taxista de cavilaciones una vez se estacionó en el bordillo frente a su edificio—. Hemos llegado. Su cuenta.

—Ah, sí, perdón —murmuró Gustav y sacó de la billetera un billete de alta denominación y declinó aceptar el cambio.

Con su maleta a cuestas, Gustav escogió subir por las escaleras hasta su piso, y en apenas vislumbrar el rellano que tan bien conocía, se prometió que en cuanto entrara al departamento, le llamaría a Georg y… El resto correría a cargo del instinto.

Así lo había planeado, pero de nueva cuenta Bianca se le adelantó e hizo con sus planes lo que le vino en gana, porque esperando por él, se encontraba ella recargada contra el marco y con la vista clavada en su teléfono. Apenas Gustav quedó dentro de su línea de visión, Bianca lo llamó por su nombre.

—Gustav…

—Bianca —respondió el con la garganta seca—. ¿Qué haces aquí? ¿Hace mucho que esperas?

—No tanto, uhm, algo así como una hora… y media. O tal vez tres cuartos.

Gustav continuó caminando hasta quedar frente a ella, y de su bolsillo sacó el manojo de llaves que le pertenecía. Por inercia encontró la indicada y la insertó en la ranura.

—¿Qué haces afuera? Pudiste haber entrado. Tienes tu propia llave, sabes que no me habría importado.

—No me pareció adecuado —respondió ella—. Primero quería que me invitaras a pasar.

—Pues… —Gustav giró la llave y al puerta se abrió. Él se hizo a un lado y con la mano libre le indicó que entrara ella primero—. Adelante.

Siguiéndola dentro de su piso, Gustav aspiró la suave fragancia que emanaba de ella, mezcla de su champú con aroma a frutos rojos y el perfume que se colocaba discretamente en cuello y muñecas, una edición exclusiva que él le había regalado la Navidad interior y que ella utilizaba sólo cuando se iban a encontrar. Muy a su pesar, su corazón latió apresurado en el pecho a causa de la emoción que le daba por tenerla tan cerca y al alcance de sus dedos.

—¿Qué tal el viaje? —Preguntó Bianca con una frase de rigor que al menos debía de servirles para romper el hielo.

«Ni te imaginas, pero tampoco tendría el valor para contártelo» —Bien.

—¿Y el clima?

«¿A quién le importa?» —Agradable.

—¿Y qué tal Georg, le gustó París y la campiña?

«No querrías saberlo, y yo tampoco explicártelo…» —No tuvo quejas.

—Ah, ok. —Resignada a que Gustav no iba a explayarse más por voluntad propia, Bianca pasó a sentarse en el sillón doble y le dio unas palmaditas al otro asiento para que Gustav la acompañara. Éste se resistió a la idea, pero al final acabó a su lado con una distancia mínima entre los dos.

Ahí donde su cerebro le reprochaba por desprenderse tan pronto del recuerdo de Georg, su cuerpo actuaba por inercia y gravitaba en torno a Bianca.

—Te eché de menos —admitió Bianca de pronto, jugando con el borde de la falda que vestía. Dedos largos y delicados que a Gustav le hicieron rememorar a los de Georg—. Intenté llamarte un par de veces pero casi siempre no tenías señal o estaba apagado.

—Olvidé cargarlo, y después se me hizo más fácil mantenerlo apagado… Fue liberador no estar para nada, ni nadie…

—Vaya, pues…

—Y también te eché de menos. Mucho —dijo Gustav, sin que en ello se le fuera un ápice de mentira—. Georg acabó fastidiado de oír tu nombre a cada hora del día.

—Igual me paso a mí con mis compañeras de la maestría. Una de ellas incluso me advirtió que si volvía a suspirar por tu culpa, acabaría hastiada de tu persona. Y la cuestión es que… creo que cometí un enorme error al pedirte un tiempo.

—Mmm…

—¿Estás enojado conmigo?

—No, Bianca. Es sólo que… —Gustav se presionó las sienes para aliviar un malestar leve que le daba cada vez que volaba. Algo tenía que ver con el cambio de presión y los oídos, porque el dolor se le concentraba a la altura de los ojos y se intensificaba por unas horas antes de desaparecer sin secuelas—. Todo esto me jode bastante. Detesto los dramas innecesarios.

—Perdón —se disculpó ella con la voz enronquecida—. ¿Quieres que me vaya? Podemos charlarlo después, cuando te sientas mejor.

Gustav revisó en su interior y corroboró lo que ya sabía. —No. Cuanto antes pasemos este mal trago será mejor para ambos.

Bianca suspiró, y al hacerlo su espalda se encorvó. —La verdad es que vine aquí con una determinación impresionante. Me preparé para ello, pero ahora que pasé del ensayo a la acción he descubierto que me cuesta horrores actuar como tenía planeado. En mi cabeza era diferente… Corría a tus brazos, y me atrapabas en el aire. Dábamos vueltas con un día soleado de fondo, beso apasionado incluido, y el resto se solucionaba como por arte de magia sin necesidad de discutirlo verbalmente, y en su lugar… Bueno, henos aquí incapaces de mirarnos a los ojos y admitir lo que el otro ya sabe.

A pesar de que por dentro era un caos, Gustav tuvo que reconocer que si Bianca se hubiera precipitado sobre él, no habría dudado en rodearla entre sus brazos y dejarse llevar por el momento. Una patética estampa de película romántica de las que ellos dos tanto se burlaban y en su lugar elegían de acción durante sus noches de maratón en Netflix, pero prueba al fin y al cabo de que estaban dispuesto a romper esquemas de toda la vida por el otro.

—Tengo que confesarte algo —musitó Bianca, y Gustav adivinó en el acto que se trataba del anillo—. No es que estuviera esculcando entre tus cosas con mala fe. Sólo que metí la mano en el cajón equivocado y me topé con un objeto que no esperaba encontrar ahí.

—¿Lo viste?

Bianca asintió, tímida de reacciones. —Es precioso, Gus, y suponiendo que era para mí…

—Lo era —dijo él, pero al instante se corrigió—. Todavía lo es, pero tu rechazo…

—Fui una boba, sobrereaccioné. Me dejé llevar por el pánico y el resto fue sólo impulso negativo y destructor. Luego me tomó varios días superar el shock inicial, y para entonces ya habías tomado el avión y quedaste lejos de mi alcance. —Bianca se humedeció los labios—. Fui una tonta de marca y entiendo si estás furioso por lo que te lastimé, pero quiero una segunda oportunidad. Esta vez lo haré mejor.

Gustav tironeó de una pequeña hebra en su pantalón, y en su interior se debatieron dos partes de sí mismo que no habría creído jamás que se enfrentarían. Por un lado estaba su anhelo de dejar el pasado en el pasado y concentrarse en el futuro que Bianca le ofrecía a su lado, pero por el otro se encontraba el recuerdo reciente de Georg, la suavidad de su piel contra la suya y la unión que apenas un par de horas atrás los unía cuerpo con cuerpo. No lo amaba como Bianca, pero la pasión que habían compartido le impedía desecharlo a un lado así sin más.

Porque era lo correcto ser honesto, Gustav se decantó por la segunda opción.

—También tengo que confesarte algo… —Masculló repitiendo la frase exacta que Bianca había utilizado antes, con los ojos clavados en sus rodillas y un martilleo sordo en las sienes que no hacía sino empeorar—. Y sé con total seguridad que no te va a gustar nada lo que te voy a decir, pero-…

—Me fuiste infiel —dijo Bianca, y al instante Gustav se puso rígido—. Lo sé.

—¿C-Cómo?

—Intuición, pero también tienes esta marca de dientes aquí —puso su dedo sobre un punto en su mandíbula y después bajó por su cuello—, y también acá.

—Yo… lo siento.

Bianca encogió un hombro. —No puedo decir que estoy bien al respecto, ni siquiera indiferente, pero tampoco tengo derecho a reclamarte. Después de todo fui yo quien terminó todo entre nosotros.

—Era darnos un tiempo.

—Que viene a ser lo mismo. Vamos, Gus —dijo Bianca—, que no lo usaré en tu contra. No sería justo si después de todo fui yo quien te orilló a eso.

—Pero en verdad lo siento… Me arrepiento de lo que hice. —«Una gran parte de mí lo hace, no toda, no del todo, pero…»—. Y tienes que creerme cuando te digo que es a ti a quien amo.

—Y yo a ti, Gustav. —Bianca redujo el mínimo espacio entre ambos y le echó los brazos al cuello—. Los dos hemos cometido nuestros errores, no hemos salido indemnes de esta separación, pero estoy convencida de que si realmente estamos destinados a estar juntos, lo estaremos a pesar de los contratiempos y obstáculos que se atraviesen en nuestro camino.

Gustav torció la boca en una mueca de disgusto, porque a la menor mención del ‘destino’ y otros conceptos que le iban a la par, le costaba no expresar su incredulidad.

—Sabes lo que pienso de esas patrañas…

—Que son basura y crean la falsa ilusión de pertenencia, ajá, ¿y qué? Si es lo que me da confort, si es mi red de seguridad en la vida, tendrás que dejarme pretender que tú y yo estamos hechos el uno para el otro.

Por tratarse de un tema que ya antes les había provocado peleas encarnecidas en la que ninguno de los dos se movía un ápice de su posición y acababan por retirarse a esquinas opuestas para lamerse las heridas causadas en el fragor de la batalla, Gustav se mordió la lengua para no replicar. No estaba de humor, y presentía que Bianca en realidad tampoco lo estaba.

—¿Entonces qué haremos a partir de este momento? ¿Sólo borrón y cuenta nueva? ¿Fingir que las últimas dos semanas no ocurrieron en realidad?

Bianca exhaló el aire de sus pulmones.

—Responde, ¿fuiste responsable y usaste un condón con esa otra chica?

Gustav omitió que en lugar de un chica cualquiera se trataba de Georg, y todavía más el valioso detalle de que el condón que habían usado en un inicio se rompió durante el acto y a partir de ese momento lo habían hecho sin ninguna otra barrera.

—Sí. —Porque en tecnicismos, no era mentira omitir la verdad.

—Entonces… supongo que sí. Excepto por la parte del anillo y… ¿Planeabas pedírmelo pronto?

—En este viaje, de hecho.

Los brazos de Bianca abandonaron a Gustav, y ella quedó presa de temblores. —Oh, Gustav…

A pesar de que no estaba en su naturaleza ser cruel o regodearse en la autocompasión, Gustav prosiguió con el único afán de hacerle pagar a Bianca lo mucho que lo había herido.

—Había reservado una suite en un hotel desde el que la vista de la torre Eiffel era incomparable. Y la noche en el chalet era mi buena segunda opción si acaso me acobardaba, pero resultó que no fui yo quien huyó despavorido ante la idea del matrimonio.

—No es… no se trata… yo no… —Bianca se presionó el tabique nasal entre dos dedos—. No tiene nada que ver con eso. No del todo al menos.

—Georg me lo confirmó, así que seamos honestos: Te da miedo el compromiso. Vale, a mí también me da miedo cagarla en grande y cargar un divorcio y todo lo que representa a cuestas, pero ¿y qué?, te amo, la vida es correr riesgos, y me gusta imaginar que lo nuestro es para siempre, en la salud y en la enfermedad y hasta que la muerte nos separe; todo eso. Perdona si acostarme con alguien más te da la idea equivocada, pero es a lo que me aferro.

Bianca rió con amargura. —Lo dices de tal manera que es brutal y nada romántico, pero a la vez no lo adornas y eso es parte de lo que me cautivó en ti desde que te conocí.

Listo para responder, Gustav se vio de pronto con Bianca sobre su regazo y los labios de ella apoyados contra los suyos. Por inercia, una de sus manos se posó en la cintura de Bianca, y la otra fue directo a uno de sus pechos.

—¿Me amas?

—Sí.

—¿Realmente te quieres casar conmigo?

—Por supuesto.

Bianca hesitó, pero igual hizo su tercera pregunta. —¿Me juras que usaste condón?

—Lo juro —dijo Gustav, y sus ojos se mantuvieron fijos en los de Bianca hasta que ella se dio por satisfecha.

—Pídemelo…

Las comisuras de los labios de Gustav se contrajeron. —El anillo está en la maleta.

Bianca se puso en pie y Gustav la imitó.

—No quiero que te pongas sobre una rodilla ni que hagas la clásica pregunta formal de “¿me harías el gran honor de…?” y demás blablablá innecesario. No habrá una boda fastuosa, y mi vestido será blanco, pero nada recargado de encajes y cursilerías. Será una ceremonia discreta para familia y amigos cercanos, y te pondrás un traje. Georg será tu padrino, y mi prima Layla la madrina.

Gustav se puso serio de pronto. —Georg no será el padrino —afirmó en tono neutro.

—¿Han discutido? —Inquirió Bianca con una delgada línea de tensión en su frente.

—No, pero tampoco quiero entrar en pormenores. Déjalo estar, Bianca.

La chica abrió la boca, pero la negativa de Gustav a esclarecerse era tanta, que se palpaba en el aire. Y no en vano Bianca lo conocía como la palma de su mano.

—Ok. Lo que tú decidas.

Siguiendo al pie de la letra ese veredicto, Gustav abrió su maleta y extrajo la caja de terciopelo negro que había viajado con él a otro país, y que por extraño que le resultara, traía consigo más significado del que contenía al partir. Cuando deslizó la banda dorada sobre el dedo anular de Bianca tuvo una breve pausa de cordura en la que se visualizó realizando la misma tarea con Georg, pero ese Georg de fantasía no tardó en disolverse y pasar a convertirse en nada.

Bianca se encargó de impedirle cobrar forma corpórea, y entrelazando sus dedos con los de Gustav, haló a éste al dormitorio donde le hizo olvidar el cuerpo y figura de esa supuesta otra mujer, sin sospechar que en realidad Gustav no estaba del todo con ella, sino ausente y reaccionando en piloto automático. Con ella, pero no con ella, porque una parte de sí ya no le pertenecía, sino que era propiedad de Georg y Gustav la había entregado por voluntad propia. Una porción tan minúscula que no debía contar, y sin embargo, lo hacía.

Lo hacía…

 

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