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Pero siempre tendremos París por Marbius

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13.- Resabios.

 

Gustav despertó a eso de las diez treinta, con la boca seca y un sabor espantoso en la lengua que le recordaba al de un remedio casero que Nana Schäfer le había hecho tragar de pequeño y que sabía a agua de calcetines sudados. Además con el cuello rígido, producto de haberse desplomado en uno de los sillones que dos plazas que había en la sala en lugar de buscar cobijo en cualquiera de las tres habitaciones disponibles. O dos, si tomaba en cuenta que Georg había ocupado una y seguro lo sacaría a patadas si se atrevía a recostarse a su lado, ebrio perdido o no.

Al momento de abrir los ojos, Gustav se demoró todo lo posible para así mitigar el primer rayo de luz que atravesara su retina y le hiciera lamentar cada trago bebido como si se tratara de agua, pero de nada sirvió. Un ramalazo de dolor se le centró justo a la mitad de la frente y lo hizo exclamar un quejido de dolor.

—Ow…

—Veo que ya estás despierto —dijo Georg desde algún lado a metros suyos, y Gustav se tuvo que contener para no incorporarse de golpe o acabaría en el suelo y lamentando el haber nacido.

Entonces sus demás sentidos se agudizaron, y a su nariz llegó el inconfundible aroma de pan tostado. A lo lejos, una tostadora brincó, y el ruido característico del cuchillo raspando el pan (agónico sonido) lo hizo comprender que Georg estaba en pie, al parecer en mucha mejor condición que él y preparando el único desayuno que su delicado estómago podría retener ahora mismo.

—¿Mermelada también o sólo mantequilla?

—Guhhh… —Gimoteó Gustav, pero Georg entendió a la perfección su petición.

—Ambas, ok.

«Es como aquella vez, está actuando como si nada hubiera ocurrido», pensó Gustav volviendo a cerrar los ojos y rodando hasta quedar de espaldas y con las piernas por fuera del sillón. Hacía calor, la piel le picaba, pero eso era el menor de sus problemas cuando Georg fingía no percatarse del aire denso que los rodeaba y que amenazaba con asfixiarlos.

—Sería una buena idea que al menos te pusieras tus bóxers —dijo Georg al cabo de unos minutos, pasando a sentarse en el sillón que iba perpendicular al suyo y depositando en la mesa de en medio un plato con dos panes tostados y untados con mantequilla y mermelada de lo que daba la impresión de ser moras azules a juzgar por el color—. Denis volverá por nosotros en una hora, y no estaría nada mal que te ducharas, te vistieras, y volvieras a ser una persona decente.

—Ugh…

—Veo que continuamos con la comunicación de las cavernas. Yo también puedo pujar, pero no lo hago.

—No estoy para más. Tengo náuseas, me duele todo; la cabeza, el estómago, hasta las uñas… Me palpitan las sienes y no entiendo si sigo ebrio o es la resaca.

—Come un poco y verás que te sientes mejor. También te prepararé un alka-seltzer para que tu estómago se pona en funcionamiento, pero para eso necesito que te sientes porque las burbujas te pueden provocar el vómito, y yo no pienso limpiar eso.

—Me debes de odiar… —Masculló el baterista, compadeciéndose de sí mismo hasta lo indecible, pero apenas esas palabras volaron de sus labios, se lamentó en lo profundo por ser tan insensible.

—Oh, Gustav... —Fue la respuesta de Georg—. Compláceme al menos.

A fuerza de maldiciones entre dientes y enormes dosis de fuerza de voluntad, Gustav logró sentarse erguido, o tan erguido como era la perspectiva de su mundo en esos instantes, y bajo la mirada severa de Georg fue que recibió una taza con agua y dos tabletas que disolvió en su interior. En contacto con su boca, las burbujas le quemaron el paladar y le subieron por la nariz con picores, pero obediente deglutió hasta la última gota, y pasados unos segundos, el malestar en su estómago pasó de insoportable a tolerable.

—Estás verdoso —comentó Georg cuando Gustav le devolvió la taza y a cambio recibió de él el plato con dos tostadas rebosantes de mermelada—. Come.

Ya que habían bebido casi lo mismo en idénticas proporciones y su aspecto era considerablemente mejor al que él seguramente tenía, Gustav no se opuso a las órdenes de Georg, y tímido, le dio el primer mordisco a una esquina del pan tostado. Apenas entrar en su boca, el sabor explotó como parte de una reconfortante sensación que le hizo volver a gemir, pero esta vez de satisfacción. Ese bocado fue el primero pero no el último, y Gustav dio rienda suelta a su recién activada hambre canina que le hizo acabar con las dos rebanadas de pan y desear más.

Geor pareció adivinar su antojo, porque lo previno de ello. —Ni se te ocurra. Dos es el número ideal para que soportes la baja de azúcar y de paso para que no acabes con la cabeza en el retrete. Confía en mí para eso. Y toma, ponte esto —le lanzó un par de sus bóxers que hasta entonces había estado apretando en su mano izquierda.

A regañadientes, Gustav se los subió por los muslos y se acomodó el elástico de manera que no le quedara ni muy arriba ni muy abajo.

—Y bueno… —Murmuró a falta de un comentario más inteligente que ése—. ¿Tú cómo estás?

—Además de con resaca y lamentando que no he traído conmigo unas gafas de aviador para huir de la luz… Bien. A secas. No dormí tan bien como habría querido. El colchón era duro, y la almohada plana.

—Oh. —«¡Esfuérzate, Schäfer!», se presionó Gustav, y tuvo que aclararse la garganta un par de veces antes de dar con un buen inicio—. Con respecto a lo de anoche-…

—¿Ajá?

Gustav tragó saliva. La verdad es que esperaba que Georg lo interrumpiera, cierto, muy acorde a su estilo cuando él se iba por las ramas, pero normalmente era para completar sus oraciones, no para hacerlo continuar en su desastroso estilo de camión sin rumbo fijo, sin frenos, cuesta abajo y patinando sobre el fino hielo. Y su mente estaba tan en blanco como una pizarra a la que le hubieran pasado un trapo remojado en lejía. Con tantas analogías visuales, a Gustav sólo le faltó un perro orinándole la pierna como remate para puntualizar hasta que punto su mala suerte le estaba haciendo pasar apuros.

—Anoche, sí, uhm…

—Mi confesión —se apiadó Georg de él, impávido de visajes—. Tu sorpresa.

—Eso fue más que una sorpresa.

—Vale, tu conmoción. ¿Te gusta más así o te resulta exagerado?

Lento de movimientos, Gustav se tiró del lóbulo de su oreja. —No me gusta de ninguna manera.

—Ya —suspiró Georg—, a mí tampoco.

Examinándose las cutículas, Georg dio la impresión de estar manteniendo esa conversación por el bien de Gustav, y tal vez por ello fue que se forzó a ayudarlo.

—Si te resulta tan penoso hablar de esto, podríamos dejarlo ir sin más. Por mí está bien. No tiene por qué significar nada.

—Georg, basta con toda esa mierda de indiferencia y frialdad. No te va, y de paso no me sirve de nada para entender qué carajos está ocurriendo entre los dos. ¿O es que vamos a actuar así por el resto de nuestra vida en común, temerosos de pisar cáscaras de huevo?

El bajista se encogió de hombros. —Es probable que pienses que te debo una explicación, así que te diré mi versión resumida: Nuestra amistad vale más para mí que cualquier otro sentimiento que pueda albergar por ti. Si antes me… ofendí y te hice partícipe de esa fea faceta mía en la que estoy enamorado de ti, me disculpo. Fue el alcohol quien tomó el mando de mi boca. No volveré a mencionarlo si así te tranquilizas.

—¿Enamorado de mí? Ay, Georg…

—Oh, y yo que pensé que eso sonaba mejor que el ‘te amo’ de rigor. Ya qué…

Gustav se presionó las sienes entre con los dedos índice de cada mano. No podía ser… y sin embargo ahí estaba Georg confirmándole que mucho de su relación en común se basaba en esconder una parte crucial que ahora lo ponía todo en diferente perspectiva.

—¿Desde cuándo? —Exigió saber.

—Desde siempre, pero lo supe con certeza cuando nos mudamos al departamento de Hamburg para grabar el primer disco y compartimos habitación.

—Pero si por entonces tenías una novia de la que nunca parabas de hablar. Estabas loco por ella. Carajo, ¡si fue con ella con quien perdiste la virginidad!

—¿Y qué con eso? Cuando estaba con ella era de ti de quien no paraba de hablar, y acabé por hartarla con las historias que le contaba de ti. Ya desde entonces me gustabas…

—Georg, por Dios —se pasó Gustav los dedos por el cabello hasta ponérselo de punta—. Tienes que estar bromeando, una broma muy pesada… No puedes ir en serio. Es demasiado, es…

—Es lo que es, Gus —dijo Georg—. Ven, necesito salir a fumar o si no está conversación se irá por el desagüe. A ti también te servirá un poco el aire fresco de afuera, aquí adentro te vas a sofocar.

Georg marcó el paso hacia el jardín trasero, y de pasada recogió la cajetilla de cigarros que se había quedado sobre la barra de la cocina y el mechero. Gustav le siguió a prudencial distancia, y una vez en el exterior, los dos gruñeron cuando el sol les dio de lleno en el rostro.

—Antes de que te hagas una idea errónea —empezó Georg, rompiendo el sello de la cajetilla de cigarros y extrayendo uno. Le ofreció a Gustav otro, pero éste lo rechazó porque todavía era demasiado temprano para empezar a machacarse los púlmones así, y más cuando su hígado todavía sufría la parranda de horas atrás. Él era del motto ‘un órgano a la vez’—. Lo de anoche fue una estupidez de mi parte. No planeaba que te enteraras así, o mejor dicho, no planeaba que te enteraras y punto.

—¿Era tu plan mantenerme en la ignorancia por siempre?

Georg le pegó una calada al cigarrillo, y con la punta ardiendo en vivo rojo, asintió. —Sí, eso era —dicho con total seriedad.

—Pero-…

—Pero nada. ¿Te amo, y qué más da? ¿Hacértelo saber antes habría cambiado mi situación? Y no me hagas entrar en detalles con tu situación, porque tú mismo tienes la respuesta. Basta sólo con ver cómo estás reaccionando para entender por qué callé durante todos estos años.

—Estoy con resaca, ¿ok? Y… en shock, así que no esperes mucho de mí.

—Gus —puso Georg su mano sobre el hombro desnudo del baterista, un toque cálido y ligero—, yo nunca esperé nada de ti más que tu amistad. Eso tenlo bien claro.

—¿Entonces…?

Georg soltó una vaharada de humo al aire. —Entonces seguimos siendo amigos. Viajamos juntos por el mundo con la banda. Compartimos de todo, este fin de semana largo incluido… No sé qué más quieres que te diga, porque no tengo más para ofrecerte que eso.

Gustav tragó saliva. —Cuando dices que me amas… ¿A qué te refieres exactamente?

—Oh, por ahí vas… Bueno —volvió Georg a darle otra calada a su cigarro—, al clásico ‘te amo’ en el que cuando entras a la misma habitación se me para el corazón, entre otras cosas…

—¡Georg!

—Tú preguntaste, así que ahora no actues tan mojigato porque no te sale.

—¿Así que también… me deseas?

Georg le puso los ojos en blanco. —Te hice sexo oral y te permití acabar en mi boca, en mi rostro, y en mi cabello largo que lo era todo para mí… ¿Es que eso no te dice nada? Por supuesto que te deseo. Habría que ser ciego para no notar que la mayoría de mis ligues son rubios o corpulentos, y cuando se puede, ambos. Hace años, habría bastado una simple seña tuya para que me pusiera de rodillas y te hiciera una repetición. Lo que pidieras, en cualquier sitio…

El baterista carraspeó, y al tocarse las mejillas, comprobó que le ardían y la cara se le sentía caliente como si tuviera fiebre.

—Yo no… nunca me habría atrevido… jamás…

—Gus, lo sé, ¿vale? Lo sé. Si nunca te dije nada al respecto, es porque sabía que no me ibas a corresponder en la vida. No valía la pena el riesgo de incomodarte y que me vieras con otros ojos. No quería perder tu amistad, que vale el mundo para mí.

—Diosss… —Pasando a sentarse de cuclillas, Gustav extendió el brazo hacia Georg y le quitó el cigarrillo sin miramientos. La primera calada que le dio le supo a gloria—. Me siento tan idiota por no haberme dado cuenta antes. Tan, tan… idiota.

—Oye, que te la puse difícil. Si me lo propusiera en serio, consigo algún papel de actor; en mi curriculum pongo esta experiencia, y fijo que me contratan.

—No me jodas, Georg —masculló Gustav después de sacudir el cigarro y tirar la ceniza al suelo. En su voz no había nada sino reflexión sobre un pasado que aparecía recubierto por un nuevo filtro, y un futuro del que no tenía ni una mínima noción de cómo se desarrollaría a partir de su retorno a Alemania, tanto con Georg en él como sin él.

—Mira —dijo el bajista—, nada tiene por qué cambiar para ninguno de los dos. Te tengo superado. Ya hice las paces con esta situación y no hay nada de lo que tú tengas qué preocuparte. Si estás dispuesto a seguir adelante, así será, y olvidaremos que toda esta charla siquiera ocurrió. Haremos una especie de punto y aparte al cual no lo volveremos a mencionar, y te juro que así será.

—Me siento horrible —murmuró Gustav en su lugar—. Todo este tiempo tuviste sentimientos por ti y yo no fui capaz de hacer nada al respecto.

—Vamos —le empujó Georg con la pierna contra el costado—. ¿Qué ibas a hacer? No eres gay. No eres bi. Ni siquiera eres heteroflexible o curioso. Y si de ti conseguí una mamada fue porque estabas ebrio y vulnerable. Yo me aproveché de ti, y créeme cuando te digo que lo siento mucho por esa falta de juicio de mi parte. No estaba entre tus obligaciones como amigo el corresponder mi tonto enamoramiento.

—Tú no te aprovechaste, fui yo quien tuvo la culpa de esa noche.

—No, porque yo no bebí tanto como tú, ni mucho menos mezclé tragos, y fue mi idea el proponerte hacerlo, pero da igual, porque ya pasó y nada de eso va a cambiar. —Georg alternó el peso de su cuerpo de un pie a otro y prosiguió—. Podemos alargar esto tanto como quieras, pero lo único que me interesa que sepas es que aunque te amo, y de eso hace años, tampoco albergo ni la más mínima esperanza de que tú y yo nos convirtamos en un nosotros. Ya pasé por eso en la adolescencia y fue muy doloroso, así que ya no más.

—¿Y qué, sólo tomaste cada sentimiento que tenías por mí y lo metiste en un baúl para no tener que ocuparte de ellos, o qué? —Siseó Gustav, a quien la calma de Georg le enfurecía porque él mismo estaba que no podía dejar de temblar, y con la adrenalina corriéndole por el cuerpo a velocidad de vértigo se sentía con ganas de correr y gritar a la vez. De no ser porque en su última revisión médica había salido de maravilla, habría jurado que estaba por sufrir un infarto.

—Algo así… Y no digo que fuera fácil. Fue todavía más doloroso que vivir con la ilusión constante de que un día también sintieras lo mismo que yo, pero es cierto cuando dicen que el tiempo todo lo cura.

—Mierda, Georg —aspiró Gustav por última vez del cigarro y lo aplastó contra el piso—. Y mientras tanto yo me he pasado todo este viaje llorqueando como colegiala por Bianca, y tú con una paciencia infinitca por mis tonterías. Soy un cabrón de marca…

—Tú no sabías nada, tampoco te azotes. No es tu culpa. Además, somos amigos, era mi papel ofrecerte un hombro sobre el cual llorar. Era lo justo.

—Pero-…

Georg chasqueó la lengua. —Fúmate otro, vamos, que te hace falta, y esta vez no me quites el mío.

Cada uno cogió un cigarro, y después de encenderlos, Georg pasó a sentarse también en cuclillas al lado de Gustav. Alineados y en perfecto equilibrio, aunque por dentro cada uno estuviera lidiando con su propia tormenta personal.

—Dímelo todo, no te guardes nada —pidió Gustav, con la certeza de que una que tuviera ante sí todas las piezas de ese rompecabezas, encontraría una solución que fuera neutral para ambos.

—Bueno… Te amo, eso ya lo sabes. Y te deseo, eso también. Ya habrás supuesto correctamente que mi fugaz vida amorosa se debe a que nadie se compara a ti, y es que contigo el listón queda altísimo.

—Bah, dices eso para halagarme —broméo Gustav por primera vez en esa mañana, y al instante acudió a su mente el recuerdo reciente de la noche anterior cuando Georg enumeró de su propia cosecha una lista de adjetivos para describir sus atributos positivos y que en su momento atribuyó a la urgencia de recordarle que sin Bianca también valía como persona, pero que bajo esa nueva luz, ponían en manifiesto la visión que Georg tenía de él.

—¿Seguimos con eso? Porque deberías tener más confianza en ti y en tus capacidades. Como sea —prosiguió Georg, ajeno a la epifanía por la cual Gustav acababa de pasar—, ¿dónde me quedé?... Ah, sí, mi fallida vida amorosa de la que sabes la mayor parte. Ahora visualiza esto: Ellos no eran tú, y y al cabo de un tiempo terminaron por fastidiarme, o yo a ellos, porque es mi turno de asumir culpas. Y así es como se volvió más fácil suplir mis necesidades afectivas con una cama que pronto va a ser el sitio más visitado de Magdeburg. Qué gracioso, ¿eh?

—Para nada… —Murmuró Gustav, indeciso si Georg le estaba tomando el pelo o en su discurso quería hacerle sentir culpa. Probablemente lo primero, aunque… a estas alturas ya no estaba seguro de nada.

—No, oye… Admito que he sido un poquitín promiscuo, pero no es tu culpa, sino mía. Es mi mecanismo de distracción, y se me ha ido de las manos un par de veces cuando en la misma semana me acuesto con más de tres personas diferentes, pero también he tenido mis relaciones duraderas.

—Sí, de tres meses máximo. Al ritmo que cambias de novio o novia, me cuesta llevarles el registro de su nombre y a qué se dedican.

—Ya, a mí igual, y no me preocupa en lo absoluto —dijo Georg, fumando un poco antes de proseguir—. Tal vez no sea el método adecuado para lidiar con mi amor por ti, pero es el que mejor me ha funcionado, y en el proceso he descubierto que no tengo arrepentimientos de ningún tipo. Me he enamorado en varias ocasiones, así que todavía tengo confianza en que algún día por fin siente cabeza y logre salir de este bache al que me lancé de cabeza por voluntad propia.

Georg golpeó el filtro de su cigarro, y las cenizas cayeron sin más ceremonia.

—Que no pueda llamarte como mío, no significa que no pueda o deba amarte, ¿sabes? Eso también me costó comprenderlo y asimilarlo. Pero es que claro, cuando te enamoras tan de joven y vuelves a esa persona parte de tu vida hasta que la muerte los separe, cuesta superar ese crush que se transforma en amor y acaba enraizado en el alma hasta volverse uno con ella. Es la única explicación que encuentro y que me satisface. Esa teoría de los Kaulitz de almas gemelas y estar destinados el uno al otro por karma y reencarnaciones no me va nada, igual que su onda rara de amenazar a cada rato con mudarse a la India.

—Seh, el destino es una patraña. Uno se forja su propio camino.

—Por azar, exacto —asintió Georg—, y el mío tuvo la fortuna o desgracia de incluirte a ti. Ni modo, me tocaba quedarme con las ganas de tener lo que quería, quizá lo que también necesitaba, que son dos conceptos diferentes y que seguido se confunden.

Gustav se humedeció los labios. —Sabes que si… que si estuviera en mi poder… yo te correspondería, ¿verdad? Sin dudarlo.

—Mmm —zumbó Georg sin aceptar o denegar la declaración de Georg—. Lo tomaré en cuenta por si un día despierto y soy mujer, o tú te golpeas la cabeza y recuperas la consciente mágicamente siendo gay.

—Georg…

—En serio, no me quieras aplacar con palabras bonitas y promesas que no pueden ser cumplidas. Si no va a ocurrir, no va a ocurrir y ya, déjalo estar. No… yo no quiero tu lástima, ni mucho menos tu compasión. Y que creas que con esperanza vacía me vas a aplacar me ofende.

—No me atrevería.

—Bien.

Acabando sus cigarrillos, el sol sobre sus cabezas les recordó que Denis no tardaría en pasar por ellos y llevarlos a la estación de trenes, pero había algo en ese silencio compartido al que les costó mucho decirle adiós. Para Gustav al menos así fue, pues la magnitud de saberse amado en tal intensidad y por tanto tiempo ocupaba por mayoría sus capacidades, y dudaba estar preparado para poner su máscara de indiferencia y soportar traerla puesta por más de tres segundos consecutivos. Él no era así, y aunque tampoco fuera tan obvio, era del tipo al que que los pequeños gestos lo traicionaban.

—No quiero que Denis venga todavía por nosotros. Siento que hay tanto de lo que deberíamos hablar.

—Y yo al contrario siento que no, que ya todo lo importante está dicho —respondió Georg. Con un último suspiro se puso en pie, y los músculos de sus piernas se quejaron por la postura que se había forzado a mantener por más tiempo del prudencial—. Volvamos adentro. No quiero dejar el chalet hecho un asco. Por lo menos debemos recoger la basura y vaciar el jacuzzi. Y no olvides vestirte como Dios manda. No creo que Denis aprecie contemplarte en tus bóxers igual que yo.

—Vale, tú mandas —le imitó Gustav, y al quedar erguido, fueron sus pantorrillas las que le hicieron gemir de agonía—. ¡Oughhh!

—Camina un poco y se te pasará. Haz que te vuelva a circular la sangre.

Una vez los calambres desaparecieron, cada uno entró al chalet a su ritmo y a su ocupación, así que mientras Gustav se dio una ducha rápida para quitarse de encima la peste de la resaca y después se vistió, Georg se encargó de vaciar el agua del jacuzzi y recoger de la terraza todos los envoltorios y botellas que la noche anterior habían dejado ahí sin mayor preocupación. En tiempo récord terminaron, y ambos se encontraron de vuelta en el jardín trasero para compartir un último cigarrillo más antes de que Denis llegara, que a juzgar por la hora y su puntualidad, sería en menos de diez minutos.

—¿Cómo va a ser todo una vez que regresemos a nuestro entorno de siempre? —Preguntó Gustav, genuinamente curioso de si Georg mantendría su palabra de normalidad o sería él quien lo arruinara. Le costaba imaginar que un escenario tan idílico se desenvolviera para ambos así como si nada.

—No sé, ¿qué propones? Yo planeaba hacer borrón y cuenta nueva, y fingir que aquí no pasó nada. Igual que la vez pasada, aunque sin la tensión posterior al sexo oral, uhm.

—Ja, tensión dices… Si quedé en relax total con eso. —Se rió Gustav, muy en contra de lo serio del momento y al instante se censuró—. Perdón. Eso fue de mal gusto.

Georg miró hacia arriba. —Lo que sea, será como tu prefieras. Si necesitas darte un tiempo lo entenderé, y puedes buscarme de vuelta cuando sientas que es lo correcto. O no hacerlo, pero te tocaría explicarle a los gemelos por qué estamos peleados, en cuyo caso puedes usar la excusa que más te plazca mientras no me eches la culpa.

—No vamos a dejar de hablarnos, caray —gruñó Gustav, golpeando con el pulgar el filtro de su cigarro—, ni seré tan cobarde como para rehuirte. Somos amigos, los mejores, ¿correcto?

—Correcto —asintió Georg, cauteloso por si en corto plazo tenía que desmentirse—. Yo sólo quería darte el benficio de la duda, porque estoy seguro que tendrás tiempo de pensarlo durante el trayecto en el tren, y nos espera todavía una noche en París antes de abordar el vuelo mañana. No es que no tenga fe en ti, pero… quería ser claro de señalar que la puerta está abierta por si quieres tomar la salida fácil, y que no habrá rencores de por medio de mi parte si escoges ese camino.

—Georg… —Le pasó Gustav el brazo por los hombros, hesitando una fracción de segundo antes de mandar al cuerno ese miedo, y lo atrajo fuerte contra su costado—. No te puedo prometer nada ahora mismo, todavía me queda mucho por digerir de esto, y seguro una vez que lleguemos a Paris te acosaré con más preguntas, así que tenme paciencia, ¿sí?

—Por supuesto, ¿para que si no son los amigos?

«Amigos…», paladeó Gustav el término con un sabor agridulce en la lengua al percatarse de que después de la confesión de Georg, ‘amigos’ era quedarse cortos, o mejor dicho, en un limbo donde los significados no se apegaban a su valor habitual. Decidido a más tarde darle una segunda vuelta a ese tema, fue que Gustav disfrutó con Georg de sus últimos minutos de soledad en la campiña francesa.

Sólo ellos dos, el viento entre las hojas de los árboles, la tibieza del sol veraniego, la sequedad prevía a la temporada de lluvia, el piar de las aves que se escondían en el follaje de los árboles que rodeaban el chalet. Georg a su lado y el aroma a sudor de su nuca… Nunca como entonces apreció Gustav que su fragancia personal le agradaba, y en verdad se lamentó la suerte que les había tocado en esa vida, donde se les permitía converger, pero no como Georg quería, o como él mismo lo había definido: Como él lo necesitaba.

Después Denis llegó por ellos, y en la distracción de subir su equipaje y darle una vuelta a la casa para asegurarse de que no hubiera desperfectos y recuperar el depósito, Georg desapareció con pretexto de fumarse un último cigarrillo. Cuando terminaron y Gustav fue a buscarlo, lo encontró de espaldas y con una línea de humo que ascendía de entre sus dedos, pero la ceniza acumulada en la punta le indicó que no le había dado más calada que la que utilizó para encenderlo.

—Georg.

—Oh, ¿ya nos vamos? —Volteó éste hacia atrás, y su perfil le recordó a Gustav una pintura clásica de la que se le escapaba el nombre y que sólo había visto en contadas ocasiones en los libros de arte que le pertenecían a Bianca. Se prometió que sin falta la buscaría apenas volver a Alemania.

—Sí. Ya es hora.

—Ok. —Tirando la colilla al suelo y pisándola con la punta de su zapato, Georg se cuidó bien de limpiarse bajo los ojos para no delatarse, pero el gesto no le pasó desapercibido a Gustav, quien tuvo la decencia suficiente para mirar en otra dirección. Georg merecía al menos esa cortesía.

—¿Y la pasaron bien aquí? —Preguntó Denis apenas los tres estuvieron en sus asientos y con el cinturón de seguridad en su sitio.

—Sí, de maravilla —mintió Georg por ambos, y fue lo único que dijo en todo el viaje, pues apenas el automóvil se puso en marcha, apoyó la cabeza contra el cristal de la ventanilla y se quedó dormido.

Con ganas se quedó Gustav se retroceder el tiempo y volver a la ignominia, pues así no se lo habría pensado dos veces antes de halarlo contra él y servirle de almohada, pero en su lugar, la duda de si era o no apropiado se lo carcomió durante el camino de hora y media que les tomó devolver lo andado hasta el castillo, y de ahí otro trecho similar que antes habían hecho en autobús, pero que gracias a un pago extra, Denis había accedido a ahorrarles esa reserva de boletos y dejarlos directamente en la estación del tren.

Ahí se despidieron de él, y Denis les entregó sus pasajes para abordar en menos de media hora. Tras desearles suerte en su viaje a París, volvió a montar en su automóvil, y Gustav y Georg se despidieron agitando la mano, nostálgicos como con cada persona nueva que habían conocido de nombre en ese viaje, de que no se volverían a encontrar con ellos.

La espera de treinta minutos se fue en un parpadeo mientras corroboraban el andén por el cual abordar y compraban unos bocadillos para el viaje. El tren llegó puntual, y apenas ocupar sus asientos, Georg volvió a quedarse dormido sin esfuerzo. Supuso Gustav, porque como era él quien había dormido menos la noche anterior, estaba recuperándose de su desvelo.

Él en cambio, con la barbilla apoyada en la mano en ademán pensativo y una mirada de determinación en los ojos, aprovechó gran parte de su viaje para dar rienda suelta a su cerebro y sumirse en profundas reflexiones y variables resoluciones que a cada minuto cambiaban de un lado de su balanza personal al otro.

Al final, sólo una conclusión quedó clara para él: No podía perder a Georg, y con eso en mente, un plan que después pasaría a ser de lo más descabellado que alguna vez se atreviera a llevar a cabo, se comenzó a formar en su cabeza… Era un plan desesperado, pero Gustav lo racionalizó porque igual, la situación en la que se encontraba le iba a la par, y él estaba dispuesto a llegar a las últimas consecuencias si para ello tenía que ponerse de rodillas y suplicar.

E hincado, eso hizo.

 

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Notas finales:

La imagen que Gustav ve en Georg al final del capítulo es Der Wanderer über dem Nebelmeer (El caminante sobre el mar de nubes) del pintor Caspar David Friedrich, que según interpreté yo con el fic, ponía a Georg alejado de Gustav y a punto de emprender un viaje del que los separaría ese mismo mar de nubes. Si no lo entienden ahora, lo entenderán después en la trama del fic. El cuadro en cuestión, que por cierto es hermoso: http://www.arteselecto.es/app/uploads/2014/10/Portada-El-caminante-sobre-un-mar-de-nubes-Caspar-David-Friedrich.jpg


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