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Pero siempre tendremos París por Marbius

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14.- “Y París no se va a ir a ningún lado.”

 

El viaje en tren, aunque a la inversa y en un horario diferente, le pareció a Gustav más corto que el anterior. Georg de ello no opinó nada, pues nuevamente, apenas posar el trasero en su asiento, fue como si un interrumpor se desactivara en su cuerpo y pasara de estado activo a ahorro de energía en suspensión. El tren todavía no había salido de la estación cuando Georg murmuró algo de cerrar los ojos por un segundo, sólo para descansar su vista irritada, y en menos de un minuto estaba fuera del mundo y roncando al grado en que atrajo la mirada de reproche de otros de los pasajeros, que veloces se quejaron de ello en francés.

Lo más discreto posible, Gustav codeó a Georg y lo hizo cambiar de postura hasta que de una vez por todas quedó repatingado en el asiento y con la cabeza echada hacia atrás para permitir la entrada y salida de aire sin que de por medio interviniera ningún otro órgano extra que produjera el ruido.

El tren por fin salió del andén, y Gustav comprobó en su reloj que estaban partiendo a la hora justa que marcaba su itinerario, por lo que se auguró para él y Georg el pisar la capital parisina a más tardar a las ocho de la noche, a tiempo para pedir un taxi que los devolviera al Splendid y de ahí quizá pedir servicio a la habitación con una cena sustanciosa que supliera el ayuno del viaje, que en realidad no era para tanto porque llevaban unos bocadillos en la maleta, y además el vagón de comida había demostrado tener un menú decente aunque caro, pero igual, Gustav moría por hincarle los dientes a una hamburguesa con doble ración de papas y refresco de cola, y para ello tendría que esperar.

Aburrido de su propia compañía, Gustav se lamentó el no haber traído consigo alguno de los libros que se vendían en la tienda de regalos de la estación, porque aunque no contaban con títulos en alemán, al menos había en inglés, y su estado de tedio era tal que habría hecho esfuerzos con ese idioma y sus bobas conjugaciones.

En vano se distrajo revisando el interior de sus bolsillos, porque los únicos papeles que traía ahí eran recibos y la etiqueta de una botella de vino que habían bebido el día anterior y de la que no tenía noción de haber desprendido del envase y mucho menos guardado. Su propia acción lo hizo rascarse la coronilla, pero optó por dejarlo ir para en su lugar curiosear entre los demás pasajeros.

Además de él y Georg, el resto de los individuos que habían abordado el tren en Languedoc tenían toda la pinta de turistas con sus camisas informales (en estampados florales y coloridos, para más inri), sombreros de paja y aspecto cansado que claramente expresaban un ‘no me hables’ por el que tenía sentimientos de empatía. Supuso Gustav, su apariencia debía ser similar, plus la resaca con la que todavía lidiaba y que durante las primeras dos horas del viaje lo hizo visitar igual número de veces el retrete luego de beberse también en esa cifra botellas de agua de un litro.

Después de cada viaje al vagón de los sanitarios, Gustav sacudió a Georg y le preguntó si no quería beber algo y también cómo se sentía, alarmado de lo poco que se veía afectado por el viaje y lo mucho que dormía como un tronco, pero en ambas ocasiones el bajista le gruñó que lo dejara en paz, que estaba cansado, y sin más se acomodaba en una nueva postura incómoda que a Gustav le hacía doler el cuello sólo de imaginarla, pero en la que Georg seguía durmiendo como un bendito.

Gustav soportó del mutismo por una hora más a base de escuchar conversaciones ajenas de las que sólo entendía una cuarta parte y del resto adivinaba lo demás, como la de la pareja que estaba sentada frente a él, dos mujeres en la treintena de su vida y que eran hermanas, hecho deducido por Gustav debido al parecido que compartían, no a que en voz alta lo hubieran comentado, y al parecer iban conversando de un tercero, en una historia que incluía cabras, un distrito de París, y menciones a un programa de televisión que pasaban los domingo en la noche y para el cual iban tarde para llegar a verlo. Gustav se esforzó para que todos los años de francés obligatorio en el Gymnasium dieran sus frutos, pero fue inútil porque además de que estaba demasiado oxidado con una lengua que después de la escuela jamás había vuelto a estudiar, las dos mujeres intercalaban sus palabras con un patois que le resultaba gangoso en exceso y que sonaba idéntico a como un extranjero balbucearía su francés inventado.

Durante la cuarta hora del viaje, Georg por fin dio muestras de estar saliendo de su sopor, pero la ilusión le duró poco a Gustav una vez que su amigo volvió al país de los vivos el tiempo justo para beberse una botella de agua en tres largos sorbos, comerse la mitad de su bocadillo, y como si nada, preguntar dónde estaban.

—Francia.

—No, ¿dónde como en…? —Georg miró a la ventanilla con los párpados casi cerrados—. Olvídalo.

—Mira a quién le preguntas —dijo Gustav—. No me sé todas las provincias de Francia como para servirte de mapa, así que no sé.

—Ok —murmuró Georg, cruzándose de brazos y resbalando por el asiento hasta que quedó cómodo y de nuevo se volvió a sumir en el sueño.

—Grrr, qué envidia me das de dormir donde sea y cuando sea —murmuró Georg para sí, aunque también por si Georg todavía estaba entre la fina barrera que separaba la consciencia de la inconsciencia, pero el bajista no dio muestras de ello.

Así que Gustav se ocupó las dos siguientes horas en revisar si su teléfono móvil tenía carga suficiente para unas partidas de Mahjong, pero la pila estaba por debajo del 5%, y Gustav maldijo su suerte. Cuando mucho, eso le duraría para un máximo quince minutos.

De pronto, alguien que se encontraba en la misma fila que la suya al otro lado del pasillo, un joven de su edad o quizá un poco menor, atrajo su atención con señas.

—Abajo —señaló—. Asiento. Abajo —se explicó con un alemán básico—. Teléfono. Abajo. Mmm… Conector.

Porque no tenía nada que perder, Gustav se inclinó al frente y descubrió que debajo de su asiento contaba con una toma eléctrica que le iba de maravilla a su cargador. Con una sonrisa y la universal seña del OK, Gustav agradeció al otro pasajero por sacarlo de su predicamento. De la maleta de mano extrajo su cargador, y sin demora de ningún tipo enchufó el teléfono a la corriente. Al instante, en la pantalla apareció el pequeño icono de que el porcentaje de batería estaba subiendo.

Tal como estaba en sus planes, Gustav jugó unas cuantas partidas de Mahjong, pero se terminó hartando más rápido de lo previsto, por lo que se dedicó a revisar en su galería de fotos para eliminar las que ocuparan espacio extra. Con los labios finos a base de apretarlos por reflejo, Gustav repasó el carrete que mostraba imágenes suyas, de Bianca, y otras tantas de los dos. Tomar una decisión al respecto no fue fácil, y Gustav decidió conservarlas al menos mientras él y Bianca tenían pendiente su charla.

A la galería de imágenes le siguió la bandeja de entrada de sus sms, y de nueva cuenta, el único chat que permaneció en la memoria del teléfono fue el que Bianca le había enviado apenas la tarde anterior avisando que iría a visitarlo en cuanto regresara. Costaba creer que desde entonces tanto había ocurrido, y a Gustav el pecho se lo oprimió de pensar en lo que todavía estaba por venir.

Para entonces su batería había subido a un saludable 45%, por lo que Gustav buscó los auriculares y se los conectó para al menos hacer más llevadera su última hora en el tren. «Nada que un poco de Apocalyptica no pueda solucionar», racionalizó él, y así fue como a mitad de una de sus canciones lo sorprendió la pérdida de velocidad de tren y el anunció en varios idiomas de que habían llegado a la capital parisina.

Ahí bajaban ellos, y a juzgar por el revuelo que se armó dentro del vagón con los otros pasajeros, no iban a ser los únicos.

Georg se incorporó desde su posición, y tallándose los ojos, volvió a preguntar en dónde estaban.

—Hemos llegado.

—Oh. —Conteniendo un bostezo, Georg se incorporó y estiró los brazos por encima de su cabeza hasta que el borde de su camiseta se le levantó por encima de los jeans, dejando al descubierto una franja de piel que quedó a la altura de los ojos de Gustav y que éste hizo lo posible por ignorar.

El baterista se encargó de llevar consigo el equipaje, y después de recuperar el cargador y su teléfono que ya había subido hasta la mitad de su batería, revisó en los asientos por si no se dejaban nada atrás antes de por fin enfilar por el pasillo central hacia la puerta de salida más cercana. Georg le siguió arrastrando los pies y con una dedo prendido de la presilla de sus pantalones, por lo que Gustav no se preocupó de perderlo entre la multitud que se empecinaba en empujarlos en una clara demostración de rudeza que sólo se encontraba en las ciudades grandes.

Una vez en el andén y luego de pasar por el control de seguridad, la tarea de conseguir un taxi se convirtió en una pesadilla, debido en parte a todos los individuos que habían bajado en esa estación y morían por volver a sus casas, pero también por la hora, pues ya era tarde para ser domingo y los taxis disponibles escaseaban.

Porque su prioridad era volver al hotel y cenar como era debido, Gustav no dudó en arrebatarle el taxi a una muy indignada mujer de su edad a base de ofrecer el doble de la tarifa normal, y el chofer aceptó encantado.

Durante el trayecto que apenas duró media hora gracias a la ausencia de tráfico pesado, Georg volvió a dormitar, y Gustav se preguntó si acaso no se había medicado con somníferos de caballo, porque sólo así se explicaba el sueño profundo que se apoderaba de su amigo cada vez que cumplía treinta segundos sentado en el mismo sitio.

Una vez arribaron a la entrada del Splendid, Gustav cumplió con su parte del trato al pagarle no sólo el doble, sino el triple al taxista que los había conducido hasta su hotel, y el hombro les agradeció efusivo en un francés imposible de comprender.

En recepción, volvía a estar la chica que los atendió su primera noche, y su reconocimiento fue total, pues ya les tenía listas sus tarjetas magnéticas para subir a su habitación.

—Buenas noches, seño Schäfer, señor Listing, y bienvenidos de vuelta al Splendid —dijo con una sonrisa cortés y cálida—, ¿fue de su agrado el tiempo que pasaron en Languedoc?

—Lo fue, sí. Es un bello lugar. ¿Todavía está disponible el servicio a la habitación?

—Hasta medianoche. El chef todavía recibe pedidos, pero se le ha terminado ya la comida del día.

—No importa —recogió Gustav la tarjeta del mostrador—, muero por otro tipo de platillo más vulgar. Ya le llamaremos, y gracias.

—Que descansen —se despidió la chica.

Por votación unánime, Gustav y Georg eligieron el ascensor en lugar de usar las escaleras porque tenían las piernas cansadas de tanto estar sentador y no les apetecía subir las siete plantas que los separaban de su suite a pulso, por lo que los dos exhalaron idénticos suspiros cuando las puertas metálicas se cerraron, y su reflejo mortecino bajo la luz cálida de un foco de sesenta watts les devolvió la mirada.

—Pensé que no se nos notaba la borrachera de anoche —murmuró Gustav, tocándose con la yema de un dedo las negras ojeras que le rodeaban los ojos—. Al menos tú no te ves tan mal.

—¿Bromeas? Parezco un vagabundo con esta barba de dos días —gruñó Georg, pasándose la mano por el mentón—. Me sienta fatal.

Gustav le imitó, aunque a su favor estaba el admitir que su vello facial era más bien escaso, ya que ninguno de los dos era capaz de crecer una barba y un bigote que rivalizara con el de Tom, pero con todo Georg no iba tan mal desencaminado, porque la pelusa que ya tenían en el rostro les confería un aspecto desaliñado del que se iban a librar lo antes posible.

En cuanto las puertas del elevador se abrieron, Gustav y Georg se dejaron guiar por sus pies a la suite que les pertenecía, y una vez dentro, se sacaron los zapatos y lanzaron en una esquina la maleta que los había acompañado de ida y de vuelta a Languedoc.

—Oh, bendita cama —exclamó Georg, lanzándose de cara sobre el colchón y abrazando una de las mullidas almohadas que decoraban la cabecera. Al estirar las piernas, los huesos de su espalda crujieron a modo de protesta.

—¿En serio, no estás harto de dormir? —Inquirió Gustav, masajéandose la nuca con ambas manos y sopesando entre sus opciones cuál era la más viable. Por una parte quería lavarse para así eliminar todo rastro del viaje, además de una parada breve en el sanitario, pero el hambre le tiraba en dirección opuesta, y él era hombre de atender primero sus necesidades básicas.

—La verdad… no —murmuró Georg a través de la almohada—. Me faltan energías hasta para respirar.

—No te creo, pero da igual —dijo el baterista, eligiendo por fin pedir la comida y en lo que llegaba ocuparse del resto—. Voy a ordenar cena para los dos. ¿Hay algo que quieras en especial?

Georg gruñó algo inteligible, así que Gustav le pinchó el costado. —¡Ouch!

—Mucho mejor. Así que, ¿cuál es tu elección?

—Club sandwich, con papas, y limonada mineral.

—¿Postre?

—Pay. Del que sea. O pastel. Pero pay de preferencia.

—Ok. —Levantando el auricular, Gustav conectó a recepción e hizo su pedido y el de Georg, agregando para su orden de hamburguesa con papas fritas y refresco de cola una porción similar de postre. Bajo la promesa de que su comida estaría en veinte minutos, Gustav colgó y eso mismo le comunicó a Georg.

—¿Vas a volver a dormirte?

—Nah… creo que sólo me quedaré acostado hasta que llegue nuestra cena —masculló Georg con una apatía tal que Gustav terminó por ver las inconfundibles similitudes de días atrás. Él era Georg, y Georg era él cuando entró a su departamento y lo sacó de la cama a base de insistencia y amenazas de hacerlo por la fuerza. La atmósfera era la misma, aunque Gustav no sabía bien si definir el humor sombrió de Georg como la tristeza que él traía pegada debajo de la piel por el rompimiento de Bianca, pero entonces algo hizo clic en su cabeza y y comprendió que aunque la situación no era idéntica, sí tenía sus puntos en común.

Recostándose a su lado, Gustav extendió una mano y con ella buscó la de Georg hasta estrechársela.

—¿Estás bien? Es decir, ¿estamos bien?

—Supongo, aunque si te soy honesto… —Georg suspiró—. Estoy esperando a que el otro zapato termine de caer.

—¿Uh?

—Ya sabes. Cuando pasa algo y todo parece ir bien, pero entonces de repente una de las partes termina de digerir lo ocurrido y lo que antes estaba de maravilla se va al carajo. Y tú… no te ofendas, Gus, pero me asusta lo bien que has sobrellevado mi… mi…

—¿Tu confesión?

—No la llamaría así, pero supongo que es correcto. Diosss… —Enterró Georg el rostro en la almohada e hizo amagos de soltar su mano de la de Gustav, pero éste no lo permitió.

—No te mentiré, estoy en esa fase de estar viviendo todo esto como a través de un sueño. No me parece real, no del todo al menos, y supongo que es parte de todo eso de estar en Francia y lejos de casa, en un entorno diferente y fuera de la rutina a la que estoy acostumbrado, y… A la par que me siento en shock, también tengo la impresión de que esto es tan…

—¿Tan?

Gustav encogió un hombre. —No lo sé. Sigo en proceso de averiguar eso.

—Oh.

Georg calló, lo mismo que Gustav, pero en ningún momento soltó su mano, que estaba sudada y de vez en cuando se contraía en espasmos, y así habrían seguido por horas de no ser porque el servicio a la habitación llegó por fin, y Georg vio en ello la excusa perfecta para zafarse y liberarse de lo que le resultaba incómodo.

Después de comprobar que no faltaba nada y darle una propina al mozo que los atendió, Georg propuso comer antes de que se enfriara la comida, y Gustav aceptó por el bien de su estómago que se quejaba a su modo.

Ya que ninguno de los dos estaba para sentarse de vuelta en una silla a sufrir, fue por acuerdo tácito que colocaron las dos bandejas de comida en el suelo y se acomodaron directo en estilo indio sobre la alfombra que estaba los pies de la cama. Como además estaba haciendo un poco de calor, abrieron las ventanas que conducían a la pequeña terraza, y un aire fresco refrescó la habitación que hasta entonces había estado sofocada.

Descalzo y saboreando una de las cuatro piezas en las que habían cortado su sandwich de pavo, Georg comentó por lo bajo que no quería que su viaje terminara, porque por primera vez en la vida, había conocido París tal como era y se le describía en películas y novelas, y le iba a costar una barbaridad no añorar lo que tanto esfuerzo le había costado apreciar.

—Tantas veces que vinimos con la banda, y lo único que recuerdo de cada ocasión es el aroma a pis y lo lejos que nos hospedábamos de la torre Eiffel para ahorrar en gastos. Conciertos. Entrevistas. Y de vuelta al aeropuerto… En cambio ahora —señaló a través de las ventanas abiertas la construcción más representativa del País, iluminada con luces para deleite de quien la quisiera apreciar—, esto no se le compara.

—Siempre podemos volver —dijo Gustav, pasando rápido un trago de refresco.

—No —denegó Georg—. Tú puedes volver, yo puedo volver, pero nosotros… nosotros no vamos a volver a París. Este fue nuestro único viaje redondo y se está acabando…

Ya fuera el tono y la fatalidad de su expresión, Gustav entendió que eran ellos dos quienes estaban llegando a su fin y no su estancia en París, por lo que el corazón le empezó a latir al doble de su capacidad, y un fuerte escalofrío le subió por la espalda hasta la nuca y luego de regreso.

—Cuando lo dices así… suena tan… definitivo —terminó con dificultad y la garganta constreñida por un puño invisible que le cerraba cada vez más el paso de aire—. Y París no se va a ir a ningún lado —remató con una oración que le hizo acreedor de una mirada de desprecio mal disimulado.

Georg se comió una papa frita despacio, muy despacio. —¿Lo dices para consolarme o…?

—Estoy nervioso, ¿vale?, no quiero que entre nosotros haya tensión, pero parece inevitable. Es el dichoso elefante del cuarto, y vaya que está resultando imposible no sacarlo a colación.

—Ya sabes lo que dicen —dijo Georg con un amago de sonrisa—, ‘tal vez deberíamos besarnos para romper la tensión’, o al menos esa es la opinión de Homero Simpson.

Gustav soltó una carcajada. —Oh por Dios, es cierto… —Y siguió riendo.

El chiste, aunque sin pizca de originalidad y muy sobado, al menos cumplió la función para la cual estaba diseñado, y los dos terminaron de cenar sin que de por medio el ambiente se pusiera pesado de vuelta. Gustav hasta se atrevió a convidarle a Georg de su postre por medio de un tenedor, y el bajista hizo lo mismo, declarando sin más que el chef que los atendía debería abrir su propia pastelería porque estaban deliciosos y no empalagaban.

Terminada la cena, procedieron a sacar las charolas al pasillo para que en sus rondas la recamarera la recogiera, y ya que todavía era temprano y a Georg se le había pasado el sueño luego de semejantes siestas en sucesión, decidieron salir al balcón y fumarse un último cigarrollo para la noche.

La brisa nocturna que los recibió a la altura de su séptimo piso resultó tibia, apenas una sombra del calor que seguro había hecho durante el día, y sirvió para llevarse el humo y las cenizas lejos de donde ellos se encontraban. Gustav se mantuvo pegado a la pared del edificio porque la altura le mareaba un poco cuando se asomaba desde el borde, pero Georg apoyó los codos sobre la baranda de piedra y se dedicó a observar el tráfico escaso que todavía circulaba por las calles aledañas y que servía como ruido de fondo cuando ninguno de los dos se atrevía a ser el primero en hablar.

—Desde aquí seguro que la caída es muerte segura, ¿no? —Comentó de pronto el bajista, lanzando el humo lo más lejos posible—. O por lo menos quedas cuadripléjico, aunque me lo apuesto todo por una rotura de cuello y los sesos en el pavimento.

—Georg… —Gustav se tensó, Dispuesto a lanzarse sobre su amigo si por asomo éste intentaba moverse un centímetro más de donde se encontraba—. No estás plateándote el saltar, ¿o sí? Porque te aviso que de la impresión, seguro te seguiría.

—Nah. Soy demasiado cobarde para saltar, y Maxi me extrañaría, así que rotundo no. Sólo pensaba que debe ser terrible llegar a un punto en el que la única opción es… lanzarte al vacío.

—¿Y lo dices así tan de pronto porque…?

—Porque traigo el ánimo por los suelos, no porque esté considerando el suicidio, lo juro —dijo Georg, apagando su cigarrillo contra la baranda y dejándolo caer a la calle—. Tranquilo, ¿ok? Yo también tengo derecho a pasarla mal con toda esta situación. Entiende que planeaba irme a la tumba sin hacerte partícipe de mi secreto, y en cambio ahora… ugh. ¿Qué me queda? Porque mis nervios están destrozados, y conforme pasan las horas encuentro más y más difícil actuar como si nada y verte a los ojos. A este paso, seré yo quien te evite cuando regresemos a Magdeburg y no quiero ser un infantil de pacotilla, pero… ah, no lo puedo controlar. Tengo miedo de lo que vaya a ocurrir con nuestra amistad.

Gustav asintió. Comprendía a la perfección por lo que Georg pasaba, pues su caso no distaba mucho del suyo, y el miedo era compartido. Él no era tan expresivo como Georg, y carecía de la energía que éste tenía para manifestar sus emociones, pero eso no implicaba que por dentro no sintieran lo mismo. Desde que de los labios de Georg salió su admisión de amor, Gustav no había dejado de crujir los nudillos, con el resultado de que las manos le dolían como a un anciano con artritis, y de seguir así, probablemente ese sería su futuro.

—Ven acá —le pidió a Georg cuando se hizo evidente que el bajista estaba volando en su punto más bajo—. Ven y… —La oración quedó incompleta por falta una acción concreta que Gustav pudiera pedirle a Georg. Desde su posición, no se sentía quién para hacerlo.

Por instinto más que por el pensamiento lógico, Gustav se dejó guiar por una fuerza superior a la de su voluntad, y en dos zancadas pasó a quedar al lado de Georg, y sin más preámbulos de su parte, tomó su rostro entre dos manos e hizo amagos de besarlo en los labios. Y lo habría logrado de no ser porque Georg giró de improviso la cabeza y la boca de Gustav acabó contra su comisura.

—Gus… ¿Qué haces?

—Besarte.

—Sí, pero ¿por qué?

—Porque… —Gustav alzó la vista, y sus ojos se posaron en los de Georg, que con las pupilas dilatadas se mostraba tal como era—. Porque quiero hacerlo.

—¿Por lástima? ¿Es eso? —Presionó Georg, luchando por poner distancia entre él y Gustav, pero éste lo arrinconó contra la baranda, y el metal chirrió bajo la fuerza de su empuje—. No estoy para juegos crueles.

Gustav se pausó para analizarlo, y quizá… pero quizá no. Pero por supuesto, esa no era la respuesta que remediaría su situación con Georg.

—Ya te superé —susurró Georg, aunque si era para sí mismo o para Gustav, el baterista no lo supo jamás—. Ya te superé. Y te quiero, pero no te necesito, así que no hagas esto, Gus. No lo hagas…

Gustav lo dejó ir, y sus manos cayeron a los costados de su cuerpo, pero no se movió ni un milímetro de donde se encontraba, y Georg permaneció igual, los dos congelados a una distancia tal uno del otro, que les era posible escuchar sus respiraciones agitadas sin problemas.

—Siento que al menos te debo esto —dijo Gustav, y volvió a la carga con un nuevo beso, que esta vez llegó a su destino.

Labios secos, tibios, que se amoldaban a la perfección a los suyos. Entreabiertos, temblorosos, con un leve sabor al pay y al cigarrillo de antes.

Gustav se sorprendió deseando una repetición…

—Basta, Gus —balbuceó Georg, pero sus dedos se ciñeron en torno a la muñeca de Gustav, y éste cedió al instinto primitivo de ir en pos de lo que le estaba vedado. En su caso, Georg, quien murmuró débiles protestas cuando Gustav volvió a la carga con un tercero, cuarto, y hasta quinto beso, y que después quedaron silenciadas cuando se manifestó el primer atisbo de lengua, aunque quedó pendiente definir la de quien.

—La última vez que llegamos tan lejos, nos fue más fácil pretender que no significaba nada a la mañana siguiente —dijo Gustav, usando su mano libre para sujetar a Georg del mentón y obligarlo a doblegarse ante su deseo de dominación—. No tiene por qué ser diferente…

—Tu lógica no tiene sentido —murmuró Georg con los párpados pesados y cosquillas en la base del estómago. Con Gustav cercándolo en un perímetro reducido, el bajista no estaba para pensamientos coherentes.

—Para mí sí…

—Gus, en serio —apoyó Georg la palma de su mano sobre el pecho del baterista, y éste se congelo tal como estaba con sus labios rozándole el lóbulo—. Ni siquiera tienes… Me corrijo: No tenemos el pretexto de estar ebrios como la última vez.

—¿Y qué con eso?

—Que hasta donde yo sé… sigues sin ser gay, o remotamente bisexual. Y ya ni siquiera llevo el cabello largo, así que te has quedado sin un as bajo la manga para fingir que no soy un hombre.

Los dedos que Gustav antes tenía en el mentón de Georg se deslizaron por su cuello hasta prenderse de la playera que el bajista vestía. Un tirón. La vista de su clavícula.

—Lo que has dicho hace rato me ha puesto a pensar —masculló Gustav—. La diferencia entre querer y necesitar. Y me inclino a creer que esto es algo que los dos necesitamos para sacarlo de nuestro sistema y seguir con nuestras vidas.

—No, no te confundas, Gus —se libró Georg de su agarre y se escabulló medio metro de él, quedando cruzado de brazos y con expresión hosca—. Sea lo que sea que tengas en mente, no es la solución a nuestro problema. Y retiro lo dicho antes: Seguro todavía tienes alcohol en el sistema, porque no te creo capaz de hacer a Bianca a un lado por un… revolcón con el que era tu mejor amigo.

—¿Era… cómo en pasado? —Preguntó Gustav, estupefacto de las duras palabras de Georg, y como sin más había declarado de tajo que su amistad no valía lo que antes.

—Eso dímelo tú. Porque no soy yo quien hace veinticuatro horas estaba radiante de felicidad porque se iba a reconciliar con su novia, y ahora me propone mandar todo a la mierda por una repetición de lo que pasó hace diez años. Nunca tuvo importancia para ti, ¿qué cambió ahora, eh?

Gustav se quedó frío, convencido de que Georg había visto a través de él su faceta más fea y rastrera, y lo estaba juzgando.

—¿Por qué, Gustav? —Inquirió Georg, parpadeando repetidas veces para eliminar el exceso de humedad que se empeñaba en acumularse en sus ojos—. Después de todos estos años, por fin había logrado convertirte en un dolor sordo. En el miembro fantasma del que sólo tengo sensaciones punzantes cuando me permito bajar la guardia. Te había superado… Había renunciado a ti porque no existía nada más que estuvieras dispuesto a ofrecerme por voluntad propia y en tus cinco sentidos, y ahora vienes y como si nada me propones que rompa las reglas que establecí para no morirme de frustración por no tenerte, y eso… No es justo, Gus. No es justo para nadie, Bianca incluida…

Gustav tragó saliva. —Lo sé, y quisiera poder explicarme, pero la cuestión es… que no puedo. Si fuera comprensible para mí, te lo explicaría, pero no soy capaz. Y mi única esperanza es que si ya una vez dio resultados entre los dos el ser unos idiotas descuidados, vale la pena volver a tropezar con la misma piedra si eso nos da la oportunidad de hacer borrón y cuenta nueva como antes.

Georg rió sin humor, y su voz se quebró en un sollozo. —No es así como funciona.

—Ya, pero no quería dejar de intentarlo hasta agotar mis recursos… Jugarme el todo por el todo.

Drenados de fuerzas, cada uno se retiró en direcciones opuestas del balcón, y fumaron otro cigarrillo que se volvió las cenizas de las palabras que anhelaron confesarse ahí mismo pero que en su lugar volaron libres sobre la noche despejada de París.

—Y… —Rompió Georg el mutismo—, en el remoto caso de que aceptara tu propuesta, ¿qué implicaría exactamente? Porque si de mí esperas conseguir otra mamada y después quedarte dormido… Estás que sueñas. No serás tan afortunado.

Gustav abrió grandes los ojos. Tan sumido estaba en su propio pozo de reflexión, que la voz de Georg reverberó en su cráneo hasta que pudo procesar su significado.

—Ni idea. Soy un neófito en esto del… sexo gay. ¿Qué fue lo último que hiciste con otro hombre?

El bajista arrugó la nariz. —Dudo mucho que montárnoslo contra la pared y cerrar con un beso negro sea la solución que estamos buscando. Táchame de falto de imaginación, pero no te visualizo en ninguno de los dos roles.

—Oh, entonces… —Gustav aspiró aire hasta la máxima capacidad de sus pulmones, y aun así, le costó hablar sin jadear en el proceso—. Tal vez debería pagarte el favor de antes.

—¿Antes? —Arqueó Georg una ceja, inseguro de cuán antes se refería Gustav.

—Sí, antes. Aquella vez en el autobús… Yo podría… Aunque no prometo ser bueno, pero podemos quedar a mano y declarar un empate. Trabajar a partir de ahí en terreno de iguales.

—Uhhh… —Discreto, tanto como le era posible dadas las circunstancias, Georg se forzó a imaginar un oso panda rasurado, una abuela en liguero, el retrete de una estación de gasolina; lo que fuera, con tal de no fantasear con Gustav entre sus piernas y maniobrando con su pene como él lo había hecho con el suyo todos aquellos años atrás—. No lo dirás en serio, ¿o sí?

—Tan en serio que… —Gustav sacó la punta de la lengua y se humedeció con ella la parte media del labio superior—. Si me dices que ya, es ya. Aquí o adentro, tú eliges.

‘Aquí’ como en este balcón, y Georg se apresuró a revisar frenético si otros huéspedes del hotel no estaban admirando como antes ellos dos el paisaje. A pesar de que una rápida revisión le confirmó que nadie más sería testigo de su atrevido encuentro (eso si aceptaba), Georg todavía hesitó.

—No me… yo no creo que… Uhm… —Trató en vano de encontrar argumentos de validez, porque si a sus oídos sonaban estúpidos, mucho más lo harían a los de Gustav, que firme de ideas e inamovible una vez tomaba una decisión, sería imposible de hacerle cambiar.

Gustav lo solucionó por él, y sin obligarlo a nada, le tendió una mano que Georg aceptó por inercia. Dedos rugosos y palma encallecida que se amoldaron a la perfección.

Sus pies los guiaron de vuelta a la suite, y las ventanas del balcón quedaron abiertas, así que cuando Gustav apagó las luces del cuarto, no hubo otra iluminación que la de la torre Eiffel acrecentando el juego de sombras en el cual los dos iban a participar.

—Gus…

—Shhh.

Georg se dejó guiar hasta que Gustav lo llevó a los pies de la cama, y contra las corvas de sus rodillas se impactó el borde del colchón. No había que ser un genio para ver a dónde les iba a conducir esa postura, y Gustav así lo demostró cuando a pies juntillas cumplió su oferta de antes.

De rodillas, lo que hizo no se podía considerar como suplicar, pero daba igual, Gustav cumplió con su promesa de llegar hasta las últimas consecuencias, y bajo la mirada incrédula de Georg fue que le deshizo el botón de los jeans y le bajó la cremallera metálica en un audible sonido que les erizó a ambos el vello del cuerpo. Tragó saliva cuando ante su campo de visión apareció el contorno inequívoco de su miembro con una erección nada despreciable, aunque todavía no en su máximo poderío, pero ya se encargaría de ello.

Con el pene de Georg en una mano y la mente obnubilada por la determinación, le dio una lamida y descubrió que sin llegar a gustarle, tampoco le desagradaba.

Su suerte estaba echada.

 

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Notas finales:

‘tal vez deberíamos besarnos para romper la tensión’ es una cita real de la película de Los Simpsons :')


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