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Pero siempre tendremos París por Marbius

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16.- C'est la vie/Cíclico

 

Horas después, Gustav despertó a causa del incesante repiqueteó de su alarma y el brazo de Georg rodeándole por la cintura y ceñido con fiereza al hueso de su cadera. Un manotazo solucionó el ruido, pero de lo otro…

—Georg…

—Ugh…

Gustav le propinó una media patada, que lanzada hacia atrás y sin mucha coordinación, acabó por darle al bajista en la espinilla.

—Ough…

—¿Es tu pene el que se me clava en el culo?

—Dudo que pienses que sea el tuyo, no es tan largo, así que saca tus conclusiones —murmuró Georg, apoyando la mejilla contra la parte media de la espalda, justo donde Gustav tenía el tatuaje, y fue ese pensamiento el que le resultó más entrañable en su posición actual, al punto de producirle un leve estado de pánico por si acaso lo que habían hecho la noche atrás los había trastornado más allá del punto de retorno.

Pero no. No daba la impresión de ser el caso, porque en lugar de una retirada frenética, cada uno a su lado de la cama y con la vergüenza pintada en la faz, los dos se dieron unos minutos de sosiego en los que Georg se arrebujó más a la figura de Gustav, y éste se deleitó con su tibia respiración contra la piel. No había espacio para para otro sentimiento que no fuera el de calma total, y no fue sino hasta que su alarma volvió a la carga que Gustav se resignó a que el idílico cuento de hadas para adultos del cual se habían hecho los personajes principales estaba por terminar.

Georg fue el primero en soltarlo, y ahí donde su mano se había hecho una segunda piel, Gustav sintió la tibieza de su palma desaparecer como una huella en la arena a la que las olas del mar barren al cabo de tres segundos. Era triste.

—Uh, mierda —masculló Georg apenas incorporarse de la cama, y Gustav se giró para preguntarle lo más obvio.

—¿Te duele?

—Nah, pero… arde. Como cuando un zapato no te calza bien y te saca ampolla

—¿Seguro que sólo eso?

Georg siseó, pero por orgullo mantuvo la barbilla en alto mientras enfiló directo al baño. —No soy ninguna jovencita a la que acaban de desflorar, así que no jodas. Yo sé cuando estoy bien, y te digo que así es.

—Vale… —Dijo Gustav, seguido del portazo que Georg dio para concederse privacidad en el sanitario.

Apoyado con los codos sobre las rodillas, Gustav se lamentó el haber dejado las ventanas abiertas, puesto que la luz de un nuevo día (lunes para más inri) le estaba cayendo peor que nunca. Era como si estuviera sufriendo los estragos de una borrachera, sólo que no había bebido alcohol en las últimas veinticuatro horas, así que ni ese pretexto tenía para disculpar su fotofobía y la martilleante jaqueca que iba aumentando de intensidad conforme pasaba más tiempo despierto.

No, aunque por tecnicismos le estuviera incorrecto llamar resaca a lo que sufría, Gustav consideró como tal su estado actual porque estaba sufriendo los síntomas de sus excesos y posterior ausencia en su organismo. En concreto, no de alcohol, sino de Georg, a quien todavía sentía por la epidermis como una quemadura reciente.

Lo de anoche… O mejor dicho, lo de la madrugada había sido un error, uno de los grandes y con temibles consecuencias, pero a la vez, no uno del que Gustav se fuera a arrepentir. Para él, lo hecho, hecho estaba, y tocaba cambiar de página nada más.

En el calor del momento, después de un espléndido sesenta y nueve que le cansó la mandíbula pero que también le hizo gozar como nunca por la doble estimulación, Georg le propuso más… Y para muestra de cuánto más estaba dispuesto de cruzar las líneas sobre las cuales estaba asentada su amistad, bastaron cuatro letras para sellar su suerte.

—Anal.

—Pero…

—Eliges si yo a ti, o tú a… mí. Sin presiones, sólo si en verdad te interesa. O podemos dormir y ya, pero eso sería menos divertido…

De ahí que Gustav se viera preparando a Georg con la única ayuda de su saliva y un condón viejo que guardaba en la billetera por pura casualidad y que a la mitad de la faena se rasgó sin más ceremonia. Acabaron de igual modo sin él, y a modo de demostración por toda la confianza que en él depositaba en esa simple acción, Georg le permitió correrse en su interior, si acaso porque estaba tembloroso, bañado en sudor, con el ceño fruncido y los labios mordisqueados de tanto callarse los quejidos.

Georg en cambio no se corrió, ni intentó hacerlo después cuando Gustav salió de su cuerpo y se desplomó sobre su espalda, y en lugar de un orgasmo pidió un beso que pasó de lánguido a posesivo y la velada terminó con ellos dos conversando de todo y nada hasta que cayeron rendidos por el sueño.

En la mortificación de Gustav estaba el hecho de que Georg se había levantado de la cama con un paso tenso y antinatural en él, así que supuso que lo había lastimado, aunque por lo menos no había sido tan torpe como para hacerlo sangrar, pero igual… El remordimiento le iba y le venía en punzadas mientras esperaba a que Georg volviera del baño y declarara cuál sería su curso de acción a partir de ese momento.

Cuando por fin la puerta se abrió, Georg iba con el cepillo de dientes en la boca y sin prestarle mucha atención, el bajista se inclinó sobre su maleta para sacar el cambio de ropa que se iba a poner para el día y una toalla.

—¿Vas a-…?

Georg asintió, y sin más se devolvió al baño. Otro portazo, que bastó para que Gustav entendiera que esa mañana no era su persona favorita.

A pesar de haber empezado con buen pie y después haber sufrido un breve revés, cuando Georg volvió a salir de la ducha, esta vez con gotitas de agua sobre el pecho y los hombros y la toalla alrededor de la cadera, iba de mejor talante y hasta sonrió en dirección a Gustav.

—El agua está deliciosa. ¿Te vas a duchar? Uhm, porque si quieres salir a desayunar antes de partir al aeropuerto, lo mejor sería darnos prisa.

—Yo… Ok —asintió Gustav, abandonando su refugio de sábanas y almohadas y caminando desnudo hasta el baño. Un paseo que en circunstancias normales le habría resultado violento luego de haber cogido con su mejor amigo y alterado irremediablemente con ello su vínculo, pero…

«Hoy no es un día normal», razonó Gustav, parado bajo el dintel de la puerta y preguntándose si todo daría un giro radical en dirección opuesta una vez que aterrizaran en Alemania. La posibilidad, por sí sola, se estaba convirtiendo en su mayor pesadilla a pasos agigantados.

—Olvidaste esto —le distrajo Georg colgándole su toalla de un hombro y con una voz dulce, triste, resignada.

Justo como Gustav se sentía por dentro.

—Gracias…

La atmósfera, aunque no volvió a ser la de antes, al menos regresó a un estado que se le parecía mucho. Por iniciativa de Georg que quería desayunar una vez más en uno de los innumerables cafetines de la zona, al bajar a recepción pidieron que se les tuviera la cuenta lista apenas regresar, y de paso un taxi pedido a tiempo para llegar sin prisas al aeropuerto y de ahí abordar sin contratiempos. La empleada que cubría ese turno anotó sus órdenes, y tras comprometerse a que se iban a cumplir al pie de la letra, Gustav y Georg salieron a la calle en uno de los días más bellos que les había tocado presenciar en la ciudad.

París bullía de actividad, y el tránsito estaba más congestionado del que recordaban días atrás, pero Georg hizo caso omiso de ello, así que Gustav le imitó, caminando a su lado con una distancia entre ambos que era de lo más corta para amigos, pero no tanto como para que un tercero supusiera que eran pareja.

Gustav tuvo un repentino terror de que cada transeunte con el que se topaban pudiera adivinar en sus facciones lo que él y Georg habían hecho a escondidos del mundo que se empeñaba en mantener un ojo fijo sobre sus cabezas, pero al cabo de una calle en la que su paseo no se vio interrumpido por nada ni nadie, se tranquilizó bajo el razonamiento de que eso era estúpido, improbable, y por supuesto, una tontería de épicas proporciones. Nadie miraba en su dirección, eran paranoias suyas, por supuesto que sí, y nada iba a-…

—¿Tokio Hotel? —Los paró una mujer que estaría en sus veintes y que no esperó respuesta antes de soltar un chillido de emoción, seguido de un parloteo en francés que ni él ni Georg estuvieron en sus cabales para traducir ni en una décima parte.

En total amabilidad porque la chica no daba la impresión de ser una acosadora, si acaso una fan proclive a la excitación y a los gritos, Georg firmó un pedazo de papel manchado con labial que ella encontró a base de rebuscar en los rincones más profundos de su bolsa de mano, y Gustav lo imitó. Pero por mala fortuna, conseguir que la fan que los había reconocido siguiera con su camino y los dejara hacer lo mismo resultó ser un poco más difícil. Al cabo de diez minutos, todavía insistía en una tercera ronda de fotografías y noticias del próximo disco, así que Georg le cortó el rollo de tajo y se disculpó por ambos esgrimiendo como razón principal para marcharse que tenían un compromiso imposible de faltar.

Tres rondas de besos y dos abrazos después, los dos por fin emprendieron rumbo a una de las cafeterías que en recepción se les había recomendado en las cercanías, pero Gustav no dejó de mirar por encima de su hombro cada tantos pasos, sólo para asegurarse de que nadie los perseguía, o mejor dicho, que esa fan en concreto no estaba acechándolos desde la esquina.

—Se te da fatal disimular —dijo Georg cuando llegaron a su destino y escogieron una mesa dentro del local, la más alejada de las ventanas por petición explícita de Gustav que estaba sensible al brillo matinal del sol.

—Ya, pero más vale prevenir que lamentar.

—Que no iba a brincarte desde atrás y arrancarte un mechón de cabello. Exagerado —dijo Georg, pero al acomodarse en su silla, siseó por lo bajo.

—¿Te duel-…?

—No te atrevas a preguntarme eso aquí —le atajó Georg de buenas a primeras, recuperando su serenidad de siempre mientras tomaba la servilleta de lino que estaba doblada en forma de flor sobre su plato y extendiéndola sobre su regazo—. No es un tema apropiado para el desayuno.

—Vaya, pues volveré a intentarlo a la hora de la comida, o mejor aún, de la cena; espero que para entonces te dignes de responderme —ironizó Gustav, pero después se quedó en blanco cuando recordó que en unas horas estarían en Alemania, y después de un viaje tan cargado de sucesos, lo corriente sería que cada uno regresara a su departamento y continuara con su vida como si París jamás hubiera ocurrido. Eso por no mencionar que a más tardar en doce horas Bianca iría a visitarlo, y entonces tendrían esa charla pendiente que lo decidiría todo entre los dos.

—¿En qué piensas? —Inquirió Georg, que no había pasado por alto el leve tono vidrioso en los ojos de Gustav.

—Bianca —dijo Gustav sin reflexionar que no era oportuno sacar a colación su nombre tan pronto y después de lo que habían hecho ellos dos, pero antes de tener la oportunidad de retractarse, apareció la mesera que los iba a atender y la disculpa quedó relegada a un segundo plano.

Gustav pidió para sí un desayuno sustancial de huevos preparados con salsa y verdura, un panecillo salado, jugo de naranja y de remate un café. En cambio que Georg se conformó con un croissant y un café sin crema o azúcar. Un contraste tan evidente cuando sus órdenes les fueron colocadas sobre la mesa y Gustav no se calló el mencionar que esa mañana Georg estaba de poco apetito.

—Es por si acaso —dijo Georg después de darle un sorbo a su café y declararlo como bueno—. No me sienta bien volar con el estómago lleno. La última vez que hice eso me dieron agruras, y la pasé fatal, así que no, yo sí aprendo de mis errores… la mayor parte del tiempo, claro está —masculló lo último tan bajo que Gustav no llegó a captarlo.

—Curioso porque a mí me funciona al revés. Nada como una comida pesada para sentirme soñoliento y no estresarme por nada en el vuelo.

Departiendo del clima y lo despejado del cielo esa mañana, al final fue Gustav quien rompió la barrera de cristal que los separaba y extendió su mano sobre la mesa hasta atrapar los dedos de Georg entre los suyos.

—Lo de anoche…

—Gus, por favor —susurró Georg, luchando por soltarse de su agarre pero inútilmente porque éste tenía un agarre de tenaza contra el cual no era contrincante.

—Lo de anoche —se repitió Gustav, decidido a que era importante hacérselo saber a Georg, si acaso porque después de tan grata (aunque chocante) experiencia era lo mínimo que le debía— fue especial para mí. En más sentidos de los que esperaba descubrir, así que…

Georg se removió en su silla, turbado por una charla a la que habría preferido evitar como si se tratara del ébola. No estaba listo para que Gustav le volviera a rasgar el corazón, y por ello fue que fijó la vista en el salero que reposaba entre los dos, al menos para concentrarse en mantener la fachada de neutralidad, porque si rompía a llorar ahí mismo, sería lo peor que le habría pasado jamás en la vida y no lo iba a permitir.

—No puedo mentirte diciendo que te amo de esa manera o que lo dejaría todo por ti, pero la verdad es que no cambiaría nada de todos estos días que hemos pasado juntos.

—Gracias, supongo…

—París es nuestro. Y te juro —apretó sus dedos—, que siempre será así.

«Pues vaya, qué consuelo», pensó Georg con acritud, que para nada esperaba una confesión de ese calibre, pero que seguía quedándose sin nada a qué aferrarse. París era suyo, vale, y después Gustav volvería a su departamento y se reconciliaría con Bianca. Cumpliría su sueño de ponerse sobre su rodilla y sacar del bolsillo la pequeña caja negra de terciopelo que lo remataría todo como el último clavo al ataúd de sus esperanzas muertas. «Ah, pero París es nuestro y nadie lo cambiará. No me jodas, Schäfer…», que de algún modo se traslució en su expresión porque Gustav lo percibió y le cuestionó al respecto.

—¿Qué pasa? ¿Es algo que dije o hice?

—Por supuesto que sí, Gus —siseó Georg, tirando con más fuerza de sus dedos, pero era imposible. Gustav se había apoderado de ellos y no los soltaba; para algo le venían a servir todos esos años de tocar la batería, al muy cabrón—. No puedes sólo… decirme eso y quedarte tan campante. ¿Qué demonios pretendes? ¿Esa es la manera que tienes de romper mis ilusiones sin herirme en el proceso? Porque te tengo noticias, ¡no es necesario, caray!

—Georg…

—No, en serio —exhaló Georg, cansado de esa montaña rusa de emociones en la que Gustav lo había subido sin siquiera consultarle su opinión—. No necesito palabras bonitas, ni promesas de nada, ni a ti, aunque te cueste creerlo. No me interesa si crees que declarar París como nuestro lugar representativo es tu táctica de distracción, porque te tengo noticias: No funcionará.

—Pero-…

—Escúchame, Gus —alzó Georg la vista y sus ojos verdes centellearon—. Tienes que confiar en mí cuando te digo que sólo necesito tu amistad. Te amo, sí, y a veces todavía fantaseo con ese universo hipotético donde o tú eres gay por mí o yo soy la chica ideal para ti, pero no va a ser… Ya me resigné. Y no sufro por ello, soy más fuerte de lo que me pretendes dar mérito. Y si he llegado tan lejos en la vida sin ti, es porque puedo estar sin ti. No me eres indispensable, y la prueba de ello es la última década. Tan simple como eso.

—Lo de anoche… —El labio inferior de Gustav tembló—. Anoche fue…

—Especial. Me imagino… pero tu versión y la mía probablemente sean diferentes.

—Yo… —Gustv tragó saliva—. Me siento culpable. Confundido…

—Y es por eso que nunca volví a intentar nada contigo después de aquella vez en el autobús. No eres para mí, y ese es un hecho que llevo grabado a fuego. No estamos hechos para ser almas gemelas.

—Yo no creo en esas patrañas —dijo Gustav con voz ronca—, pero en su lugar creo que tú y yo…

—No hay un ‘tú y yo’ de qué hablar.

Nosotros —enfatizó el baterista—, aunque a estas alturas...

—No te confundas. Es a Bianca a quien amas en realidad. Y eso no te convierte en mala persona. Somos amigos, ¿recuerdas? Y hemos tropezado con una piedra más grande de lo previsto, pero eso no implica que no podamos rodearla y seguir avanzando. —Georg suspiró—. No me debes nada. Lo de anoche fue… más de lo que habría imaginado conseguir en mis más locas ambiciones. Pero eso fue ayer, y hoy es hoy. Todavía estás impresionado por lo que hicimos en este fin de semana largo, pero dale unos días y se te pasará. Al cabo de una semana no te importará ni una pizca, y dentro de un mes sólo será un recuerdo distante.

Gustav asintió, despacio, permeándose con cada palabra de Georg, analizando su contenido y todas sus acepciones hasta que comprendió que no había nada que pudiera ofrecerle porque él ya había renunciado a cualquier traza de certidumbre, y no era su lugar obligarle falsear un sentimiento que ya no existía más.

—Si es lo que te preocupa, estoy bien. Y estaré bien —dijo Georg con una pequeña sonrisa que lo costó cada onza de sus fuerzas—. Y te deseo la mejor de las suertes con Bianca. Si ella es la indicada, sólo puedo pedir por ti para que seas correspondido.

—Gracias —musitó Gustav, pesado de emociones y con la sensación de que Georg no mentía al respecto, pero que tampoco era del todo honesto.

Liberando por fin su mano de la suya, Gustav se quedó con una vaga impresión de que Georg se había llevado consigo algo de él y que esa ausencia, aunque sin repercusiones, vendría a ser una marca indeleble de la que no podría dar cuenta a nadie.

—Y Gus…

—¿Sí?

—París será nuestra por ser París, con sus calles atestadas y malolientes a pis, por sus mercadillos, sus cafés, las luces de la torre Eiffel que no nos dejaban dormir a pesar de las cortinas gruesas, por lo que caminamos en ella, respiramos de ella y nos acoplamos a ella, pero no por lo que pasó anoche entre tú y yo. Eso no es París, esos fuimos nosotros, y ese Gustav y ese Georg ya no existen más, ¿comprendes? Y ahora bajo la luz de un nuevo día vuelve a ser nuestro París de encanto, con croissants y estampados a rayas. —Pausa en la se humedeció los labios—. No lo arruines.

—¿Crees en los ciclos? —Preguntó Gustav sin esperar una respuesta—. Porque yo sí. En repeticiones. Y en diez años… otros diez años, volveremos a ver esa otra faceta de París. Volverá a brillar la luz de la torre Eiffel en nuestra cama, y eso, Georg… te lo puedo jurar.

Rígido de espalda y sorprendido por la certeza con la que se lo hacía saber, más como una amenaza que una predicción, Georg parpadeó y se llevó el último trago de café que quedaba en su taza a la boca. Sabor amargo, que a pesar de todo no pudo contaminar la dulzura que Gustav había plantado en su interior y que germinaba como una delicada flor.

—Ya veremos… —Dijo por fin.

No un sí, tampoco un no, sólo un c'est la vie que cada uno interpretó a su manera.

En diez años comprobarían quién de los dos tenía la razón.

 

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