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Pero siempre tendremos París por Marbius

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6.- Mercadillo y TGV.

 

La mañana del viernes resultó ser una de esas en las que llovizna sin viento y al cabo de unos minutos el cielo se despeja y atrás queda sólo una humedad que agobia y arrastra consigo los malos aromas de la calle. Que en el caso de París no eran otros más que…

—Huele a pis —comentó Georg, sentado con Gustav en la terraza de una nueva cafetería, esta vez en dirección opuesta a la que habían visitado la mañana anterior, y probando una nueva delicia del menú.

Para Gustav unos mini quiches que todavía humeaban de calientes, y para Georg dos huevos benedictinos bañados en salsa holandesa. Además de los croissants y mermelada casera que iba a juego con el café y que por su suavidad contra el paladar parecían recién salidos del horno.

—Pues… —Gustav arrugó la nariz—. No quería mencionarlo para no arruinarnos el apetito, pero seh… La ciudad apesta. Ya otras veces había pensado que las calles olían a basura y desperdicios, pero esto se supera.

—Y la gente… No toda, por supuesto, pero esas chicas que pasaron a nuestro lado cuando bajábamos y ellas subían en el elevador olían a basura perfumada. Entiendo que el perfume es bueno, yada-yada con eso, pero su uso es después de la ducha, no en lugar de la ducha.

Enfrascándose en el tema que los ocupó todo el tiempo que estuvieron ahí sentados, su desayuno transcurrió sin grandes contratiempos, excepto que volvió a llover un poco, pero justo cuando estaban resignados a mojarse por falta de paraguas con el cual resguardecerse del clima, el cielo se volvió a abrir y brilló el sol.

—Clima loco —murmuró Georg, de lado a Gustav mientras juntos caminaban calle abajo en un afán de perder el tiempo y bajar el desayuno a como diera lugar.

Luego de su copiosa cena de anoche, habrían jurado no volver a pasar hambre jamás en la vida, pero la mañana los había sorprendido con un apetito feroz que los hizo excederse con las delicias de la comida local, por lo que de nuevo estaban sufriendo con una leve indigestión y el estómago inflamado, que al menos en el caso de Georg, se debía a la nata de su café y también a la de su pan relleno, y maldita fuera su leve intolerancia a la lactosa que ni en vacaciones le dejaba en santa paz.

Para más tarde en ese día tenían programado ir a la estación de trenes y montarse en el que los llevaría a su destino. Gustav había planeado su aventura con Bianca en total atención para su objetivo final, porque lo que después de una exhaustiva investigación, había elegido visitar los viñedos que se encontraban en Languedoc, en la parte sur de Francia. Después de revisar itinerarios y contactar a varias agencias de viajes, se había terminado decidiendo por la via terrestre en forma de los trenes TGV, que a diferencia de la via ferroviaria normal, aunque el boleto costaba casi el doble en euros, reducía el viaje de 10 a 6 horas, y eso por sí sólo ya valía su peso en oro.

Gustav no le había contado mucho a Georg con respecto a la habitación que tenía reservada (y que de nuevo compartirían), primero una noche en un castillo de la localidad donde a los alrededores había un viñedo con trescientos años de antigüedad regentado desde varias generaciones atrás por la misma familia, y que al día siguiente se moverían más adentro en la región para visitar una cabaña alejada de la mundanal civilización y en donde darían rienda suelta a su misantropía reprimida, puesto que salvo por ellos dos, no habría ningún otro residente en kilómetros a la redonde. Ahí era donde Gustav había planeado hacer de su viaje con Bianca un momento romántico y épico para ser rememorado cuando fueran ancianos, y tomados de la mano, recordaran sus años de juventud. En cambio que ahora y en su situación actual, sólo pasarían a ser esas vacaciones extrañas que tomó con su amigo para superar su rompimiento y no desperdiciar todo lo que ya había pagado y perdería sin reembolso.

—Oh, tenemos que ver qué venden en ese mercadillo —dijo Georg de pronto, sacando a Gustav de sus melancólicos pensamientos, y éste aceptó porque la multitud que se concregaba a lo largo y ancho del parque por el que paseaban era suficiente para despertar su interés, pero no tanto como para abrumarlo.

Georg guió sus pasos de un tenderete a otro, deteniéndose más de lo necesario en un puesto donde se vendían discos de vinyl que por lo menos tenían cuarenta años en el mercado. En cuestión de minutos, Georg ya se había hecho de una pequeña pila a la que tenía intenciones de llevar consigo sin reparar en precios.

—No sabía que te gustaba esto —comentó Gustav, levantando uno de los cartones plastificados del montón y leyendo en la portada el nombre de Robert Nyel. No le sonaba de nada, ni su nombre ni su rostro. El hombre en la portada, ya maduro y de aspecto inconfundiblemente francés por la nariz grande y los ojos emotivos, posaba con una guitarra y la mirada perdida en un paisaje anodino que lo extrañó por la emoción que Georg demostró al descubrirlo.

—No soy fan del todo, sólo de un par de canciones que Robert me enseñó cuando era pequeño. Creo que le gustaba porque compartían nombre, pero después se volvió fanático porque un compañero suyo del trabajo lo llevó a un recital suyo —mencionó Georg de pasada a su padre, quien vivía en Austria en esos momentos, pero que por motivos de trabajo había hecho su patria en docenas de países, Francia incluida—. Tiene una en especial que me gusta… Deja hago memoria.

Colocándose a un lado de Gustav, Georg recorrió con el dedo índice la lista de canciones del reverso hasta dar con la que buscaba apenas sus ojos se posaron en el título.

—Magalí —pronunció en tono gangoso—, ésta es. Era dedicada a una mujer con ese nombre, o la chica de la que la canción hablaba se llamaba Magalí. No lo recuerdo, y mi dominio de la letra no da para tanto. Con decirte que ni tengo idea de qué va, porque mi francés no era bueno entonces, y sigue sin serlo ahora.

Como si la barrera del idioma se hubiera esfumado, el vendedor del puesto, un señor de al menos ochenta años y con un abundante bigote blanco, tarareó el inicio de la canción, repitiendo Magalí entre chasquidos de dedos y un poco de la estrofa principal.

—¡Esa misma! —Exclamó Georg jubiloso, alegre porque una de las canciones de su infancia estuviera cobrando vida tan de improviso—. Tengo que comprarlo, Gus. Robert hace años que se deshizo de su colección de discos por falta de espacio, pero estoy seguro que todavía guarda su reproductor de vinyl y le va a hacer ilusión escuchar esta canción en específico.

Comprando el disco, además de otros tres por una verdadera ganga, Georg se colgó la bolsa a la muñeca y por el resto de la mañana no se borró de su faz la sonrisa más sincera que Gustav le hubiera conocido jamás.

Él por su parte revisó aquí y allá en ese mercadillo que pronto descubrió que era de segunda, y para sí no compró nada, pero en cambio se dedicó a surtirse de recuerdos para su familia. Para su madre, una bolsa de cuero hecha a mano y que iba muy con su estilo; para Franziska un juego de aretes y collar de una piedra ambarina que no reconoció, pero que por su toque antiguo le hizo decidirse. Su padre también entró en la lista, igual que un par de amigos y amigas que todavía conservaba con los años, y a quienes se encargó de surtir con objetos variopintos que iba encontrando en los puestos.

En poco menos de dos horas, él y Georg se vieron con los brazos pesados y las manos llenas de compras.

—Espera a ver la hermosa cajita de música que encontré. Una baratija, pero tan bien conservada que habría pagado el doble sin rechistar, en serio —le dijo Georg a Gustav mientras llegaban al final del mercadillo y emprendían el regreso al hotel—. Para variar, no trae la clásica melodía de Elisa por Beethoven. Aunque si te confieso, soy tan ignorante que no reconocí la que toca.

—En el hotel me la muestras y quizá pueda ayudarte —se ofreció el baterista, quien en sus ratos libres en la academia de música había estado enamorado de una chica mayor que él por cinco años y que tocaba el piano a nivel profesional, así que de tanto quedarse silencioso en un rincón para escucharla, se había terminado por aprender una que otra melodia clásica que conocía por nombre y título.

En una avenida atestada de gente consiguieron que un taxi se parara, y con mucho trabajo lograron meterse en el asiento trasero con sus compras sin que las cosas o ellos acabaran perjudicados. Apenas poner un pie en el vestíbulo del hotel, Gustav le pidió a la recepcionista que les pidiera un taxi en exactamente treinta minutos, que era el tiempo que él calculaba justo y preciso para empacar sus pertenencias y estar preparados para los dos días que pasarían fuera en Languedoc.

—De nuevo, ¿a dónde es que vamos? —Inquirió Georg, doblando su ropa y acomodándola en la maleta.

—Languedoc, al sur. Muy al sur.

—Eso no me dice nada. ¿Cómo es el clima? ¿Llueve en esta época del año? ¿Hay viento? ¿Está cerca de la playa?

Gustav se paró de lo que estaba haciendo y agarró aire. —Agradable, un poco caluroso. No, ni una gota. Tengo entendido que no, y… ¿sí? Depende de las dos regiones que vamos a visitar. Una está más cerca que la otra del mar, pero si te soy honesto, no estaba en mi itinerario poner un pie en la playa. No iba con mis planes, aunque si quieres… Podríamos aprovechar al menos unas horas y coger un bronceado.

—Me encantaría, si se puede. Tampoco te estreses si no ocurre.

Porque la habitación estaba reservada hasta su partida el lunes a media mañana, Gustav le sugirió a Georg dejar en la suite todas aquellas compras que habían hecho, y especificar con la encargada de limpieza que no las moviera y las omitiera justo ahí sin tocarlas. No tenía sentido hacer un viaje larguísimo en tren TGV llevando consigo objetos que en realidad sólo eran regalos, y bajo ese argumento fue que Georg concedió separarse de su preciado disco de Robert Nyel.

También para no cargar equipaje extra, pasaron a ocupar la valija de Georg y compartirla por su estancia de tres días y dos noches que pasarían fuera. Al fin y al cabo, eran sólo dos cambios de ropa más el que traían puesto, el pijama, y sus enseres de limpieza. En resumen: Un pequeño bulto que Gustav insisitió en cargar y que no sobrepasaba ni los diez kilogramos.

—¿No olvidamos nada? —Repasó Gustav el cuarto en búsqueda de algo que estuvieran dejando atrás, pero nada saltó a la vista, y con una exhalación, él y Georg bajaron por las escaleras al lobby, donde su taxista ya esperaba por ellos.

Gustav se encargó de hablar con la recepcionista e informarle que estarían de vuelta el domingo en la tarde, y que hasta entonces no quería que nadie entrara a la suite. Tras recibir deseos de un buen viaje y que disfrutara de Languedoc y sus famosos viñedos, Gustav y Georg se montaron en el taxi y suspiraron al unísono de alivio por lo bien que se estaba dando todo sin demoras alarmantes.

Por tratarse de un viernes a eso de la una de la tarde, el tráfico era terrible, con embotellamientos aquí y allá que su taxista maldecía entre dientes en un francés cerrado y en el que las vocales se desaparecían, mascadas por la boca de su interlocutor. Tras un par de maniobras arriesgadas en las que invadía carril y frenaba de golpe, Gustav sugirió ponerse el cinturón de seguridad, y Georg aceptó de buena gana luego de que en un alto el taxista los hiciera lanzarse contra el asiento delantero.

Luego de cuarenta minutos repletos de bocinazos y gritos propios de una ciudad tan conglomerada, llegaron a la estación de trenes donde su TGV estaba listo para partir.

—Por una vez voy a agradecer que en Francia no tengan la misma manía que en Alemania por la puntualidad, porque si no, quién sabe si todavía nos habrían permitido subir —dijo Georg cuando pasaron por la taquilla a recoger sus boletos y se les indicó el andén y el vagón en el que debían abordar.

Gustav coincidió con él en ese punto, aunque en sí los retrasos lo ponían de malas e impaciente. No era su culpa, sino de la sangre 100% de cepa alemana que corría en sus venas y que exigía orden en cada aspecto de su vida, los horarios rigurosos del tren incluidos.

Con ellos subieron a los vagones otra tanta docenas de pasajeros, y tanto Gustav como Georg se llevaron un chasco cuando comprobaron que los trenes que se veían en las películas y los que había en la realidad, eran por completo diferentes. Empezando porque las cabinas privadas eran arreglos del pasado, y en realidad su tren parecía un avión con los asientos numerados y espacio mínimo para estirar las piernas. Había un  vagón restaurante, y otro más en el que se encontraban los sanitarios, pero la ilusión de encontrar una sala de música con piano y cantante de cabaret montada en él, o un bar surtido con toda clase de licores, estaba de lo más alejada de la realidad. Lo más que se le acercaba era una barra en el carro restaurante, y la selección de alcohol era de lo más inofensiva, supuso Gustav, porque si de por sí un viaje de seis horas ya era interminable para los empleados de los vagones, peor sería soportar a los pasajeros ebrios y molestando durante el trayecto. Así que mejor sobrios, que buscar aplacar a un borrachín.

—Bien, allá vamos —murmuró Georg viendo por la ventanilla y dispuesto a pasar las siguientes seis horas con diez minutos (era el tiempo aproximado que venía impreso en su boleto) disfrutando del paisaje y del entretenimiento que una película y la compañía de Gustav le pudieran proveer.

El baterista por su parte se declaró incapaz de amenizar el viaje, pues en cuanto ocupó su asiento, una densa nube de melancolía se le volvió a cernir encima y le robó todo atisvo de buen humor con el que hasta entonces lo había disimulado.

—No tengo nada en contra de Bianca, excepto que después de regresar a Alemania, vuelvas o no con ella, no quiero que me la menciones en al menos un mes —gruñó Georg, por fin dando muestras de hartazgo con respecto a Gustav y a su corazón roto.

—Puedo pedir que me cambien de asiento si tanto te molesta…

—Bah, no seas exagerado. En realidad te quiero tomar el pelo. No es que me moleste tanto —matizó Georg sus palabras—, sino que frustra verte así. Eres mi amigo, uno de los mejores, y tu sufrimiento es mi sufrimiento, ¿sabes?

—Lo aprecio —asintió Gustav, solemne—. Y juro que estoy dando todo de mí para no pensar en Bianca, pero es como si todo me la recordara. Hace rato olí su perfume en una señora mayor y que podría ser su abuela, pero no me importó porque me hizo pensar en ella. Y es como si… cualquier relación, por estúpida que sea, la trajera a colación.

—Oye, tranquilo, yo te entiendo —le confió Georg—. Me pasó lo mismo con un ex que en realidad ni cuenta como ex porque sólo nos veíamos de noche y para coger. Con decirte que no lo reconocí meses después que me lo encontré en la calle porque con ropa se veía totalmente diferente, erm… —Carraspeó el bajista—. Como te decía, no es que fuéramos novios formales ni nada, pero durante un mes después de que nos dimos el adiós, era como si todo me lo recordara. Cada paja que me hacía tenía su nombre, y hasta el porno que veía me ponía triste porque su rostro era idéntico al de uno de los actores.

—Qué fuerte.

—Seh, pero más fuerte resultó cuando descubrí que en efecto esas películas eran suyas y por eso me resultaba tan familiar. En fin… —Suspiró el bajista como si su historia no tuviera nada de truculenta—. Mis casos de la vida real no se parecen a los tuyos.

—Para nada. Y me alegro… —Le chanceó Gustav, recibiendo a cabo un codazo en las costillas—. ¡Hey!

—No me juzgues. Lo admito, he sido un poco… —Una mirada de Gustav bastó para corregirlo—. Vale… He sido muy saltarín de cama en cama desde que tengo uso de razón y testosterona en la sangre, pero ¿y qué? No todos tienen tu suerte de encontrar a la chica de sus sueños en una librería como te ocurrió a ti. Más cliché imposible. Tu historia es una en un millón, donde tú eres el príncipe, Bianca la princesa, y los demás personajes secundarios que jamás encuentran su final de cuento de hadas. Y mientras tanto, yo soy un sapo desafortunado en el amor que no da con la persona indicad que lo bese y lo convierta en un príncipe. O un duque. O conde.

—La lista de títulos nobiliarios no es tan larga, sólo digo… Además, nunca has dado la impresión de pasarla mal con tu procesión de amantes esperando por un turno como si fuera en la carnicería. Jo, es que esperan un trozo de carne tuyo —rió Gustav de su mal chiste, pero Georg no lo acompañó.

—No, eso no —suspiró el bajista—. Pero a veces me dabas envidia.

—¡¿Envidia?! ¡¿Yo?! ¡¿A ti?! Buena ésa, Georg.

—Sí, con tu show donde Bianca era la luz de tu horizonte, tú el aire que ella respiraba, y todo eso. Y antes de que te vayas por esa tangente, no, ¡rotundo no! No les deseé ningún mal a los dos ni tuve que ver con este rompimiento. Y de corazón —dijo, poniéndose la palma de la mano sobre el pecho—, lo lamento por ambos porque eran la pareja ideal a la que yo aspiraba convertirme con alguien más un día no muy lejano, cuando el sexo casual me aburriera por fin y de una vez por todas.

Gustav cruzó la pierna con el pie sobre su rodilla y se puso a jugar con las agujetas de sus zapatos.

—No tienes por qué lamentar nada. Lo que pasó… pasó. Es decir, ya pasó. Se acabó. Así que de perfección… pues nada. Sólo espejos y humo.

—Vamos, Gus —le chasqueó Georg la lengua—, ¿no te pondrás emocional con el vagón repleto de desconocidos, o sí? Porque me obligarás a prohibirte el vino, no vaya a ser que ebrio le mandes algún mensaje a Bianca del que te tengas que arrepentir.

—¿Cómo qué?

—Una vez le escribí a una ex “espero que mueras, perra” y a la mañana siguiente casi me infarté cuando lo vi. Y agrega los veinte mensajes con los que me respondió y en donde me apaleó con lenguaje de marinero ebrio en altamar.

—Ouch.

—Seh… ¿Y sabes lo peor? Que volvimos. Y no duramos ni dos semanas. Y la siguiente vez que me emborraché, de antemano me encargué de borrar su número para evitar otro accidente similar —remarcó Georg con comillas en el aire la palabra ‘accidente’, que como tal no era.

Gustav le dedicó a Georg una mueca de extrañez. —Este viaje te la has pasado hablándome de todas tus relaciones y amoríos pasados. ¿Cuál es tu plan, eh?

—Demostrarte que tu situación podría ser peor. Tal vez.

—Tal vez…

Georg suspiró. —Vamos, Gus. Apenas llevamos una hora en este tren y ya nos pisamos mutuamente los dedos de los pies. Hablemos de lo que quieras o quedémonos callados lo que resta del trayecto, pero lo que elijas, que por favor no incluya a Bianca. Sólo por estas seis horas y diez minutos, cero Bianca. Hazme ese favor como regalo de Navidad, mi santo, y cumpleaños adelantado.

El bajista remató implorando con las manos entrelazadas al frente y una mirada de cachorrito apaleado que Gustav tenía años sin ver porque Georg, por regla personal, nunca de los nuncas suplicaba. Nunca… O al menos por lo que Gustav entendía, nunca fuera de la cama, pero ese era otro asunto por completo sin relación alguna y del que prefería no recordar más detalles.

—Ok —cedió Gustav—. Cero Bianca. Hablemos de… Uhm, de…

—¿De?

Sobre sus cabezas pendió el tema más obvio, que no era otro más que su cuarto disco inédito de estudio, programado para salir en escasos tres meses y que estaba listo desde un año atrás. En parte, la causa fundamental por la cual Gustav había decidido a reservado esas vacaciones para él y Bianca, porque en cuanto el disco saliera a la venta, empezarían con los preparativos del tour y todas las promociones relacionadas a éste, y que los traerían ocupados por los próximos seis meses. Un disco que había sido aplazado un año completo por petición de Tom, quien en la pasada fecha programada se había echado para atrás en cuanto a volver al ojo público, y que como resolución los demás respetaron porque era su amigo, y también porque comprendían que Tom necesitaba de ese tiempo extra para no volver a tener un colapso similar al que había sufrido cuando él y Bill se vieron obligados a empacar sus maletas y huir de Alemania en mitad de la noche en un avión privado con la única compañía de su familia inmediata y sus perros.

Señalar lo obvio, que ese era un tema deprimente que mataría cualquier vestigio de buen ánimo para el resto del viaje en tren, le apareció a Gustav como una marquesina repleta de luces y colores imposible de pasar por alto.

—Mejor no —desechó Gustav el tema del disco, e ignoró la ceja arqueada de Georg, quien no lo había seguido durante el proceso mental y no tenía ni idea de qué discurría en su cerebro.

—Gus, ¿qué tal si-…?

—Disculpen —apareció de pronto una adolescente regordeta y rubia en la última veintena de su vida, y ambos se giraron en su dirección—. Perdón por interrumpir, no quiero molestar, pero por casualidad, ¿no son ustedes dos Gustav y Georg de Tokio Hotel?

—Oh —formó Georg una ‘o’ de sorpresa pequeñita y redonda con los labios. En cambio Gustav asintió.

—En efecto. Somos nosotros.

—Yo —se sonrojó la chica—, soy fan de ustedes. De la banda, quiero decir. Por lo menos desde 2007, aunque podría ser desde antes. Bueno, mi favorito es Gustav —aumentó el rubor de sus mejillas hasta írsele a las orejas y en dirección sur al cuello—. Perdón. ¿Podría pedirles un autógrafo? Y uhm, ¿una fotografía?

—Claro —aceptó Gustav, quien siempre encontraba especialmente halagador por una vez ser el miembro favorito de la banda en lugar de quedar relegado al último puesto.

La fan se presentó como Danna, y durante los siguiente cinco minutos obtuvo un beso, un abrazo, una docena de fotografías y la promesa de que el disco nuevo estaba a la vuelta de la esquina, shhh, porque el anuncio oficial no saldría hasta dentro de unas semanas, y que esperara por él. Cuando por último se retiró, su sonrisa era tan grande y radiante que tanto Gustav como Georg quedaron contagiados por su honesta felicidad.

—Y es por fans como ellas que todo vale la pena al final del día seguir componiendo música—dijo Georg, siguiendo con la vista a Danna hasta que ella pasó a sentarse en su asiento, cinco filas alejado del suyo.

—Amén por lo cierto que es.

Sin la pequeña desavenencia anterior empañando su convivencia, Gustav bostezó un par de veces hasta que Georg le sugirió echarse una siesta, y fue así como Gustav terminó con la cabeza apoyada en el hombro de su amigo y se perdió más de la mitad del trayecto en un reparador reposo que no había sido consciente de necesitar tanto.

Para cuando despertó, el hambre lo estaba molestando con insistencia, por lo que él y Georg fueron al vagón restaurante y pidieron dos bocadillos en pan de baguette que les costaron el triple de lo que habrían pagado por ellos en un restaurante fino. En otro momento Gustav se habría dedicado a quejarse de mal humor al respecto, porque acostumbrado como era al ahorro y a no gastar en nada que no fuera estrictamente necesario, desembolsar tal cantidad de dinero por un simple sandwich que se servía en frío y además no estaba tan bueno, le parecía un robo digno de presentarle denuncia en la primera estación de policia que se encontraran, pero agobiado como se encontraba por el bamboleo del tren y con el estómago indispuesto, ya fuera por la velocidad o la altura, comió en total silencio a pesar de los esfuerzos de Georg en sacarle conversación.

—Sí. El clima no es tan terrible. Hace calor pero nada extremo como para sudar.

Otra mordida.

—Me dediqué a escuchar la plática de un matrimonio que estaban celebrando sus bodas de plata. Se llamaban Amelia y Paul, venían de Inglaterra y era su segunda luna de miel.

Gustav continuó masticando con la pasmosidad de un rumiante.

—Mientras dormías vi parte de la película que pasaban, pero como estaba en francés no me enteré de nada, salvo que la protagonista engañaba a su marido con su mejor amigo y después se quedaba con un tercer galán que conoce en los últimos veinte minutos. Un tanto casquivana si me preguntas..

Un sorbo a la coca-cola de lata que también les había costado el triple de su valor.

—Un anciano de la otra fila me guiñó el ojo y lo acompañé al baño donde le di una mamada. Era tan viejo que su semen venía en polvo y había qué agregarle agua. ¿Quieres olerme el aliento?

Gustav salió de su trance. —¿Uh?

—¿Te cuento una asquerosidad de ese calibre y sólo me das un ‘uh’ de lo más lacónico y desinteresado? Me decepcionas, Gustav.

—Viniendo de ti… La duda es si te creo o no.

—Cuando recién despiertas no eres nada dulzura.

—Eso me han dicho.

—¿Bianca?

—Más que nada mamá cuando todavía asistía al Gymnasium y era su trabajo levantarme para tomar el autobús cada mañana, pero… Sí, Bianca —volvió a beber Gustav de su refresco—, ¿y qué no acordamos olvidarla al menos por unas horas? Ahora eres tú quien ha roto nuestro pacto de silencio.

—Ya qué. De todos modos murmurabas su nombre en sueños cuando no era que babeabas en mi camiseta.

—¡No es cierto! ¡Yo no babeo dormido!

—Pfff —se señaló Georg el hombro, donde una mancha oscura de más oscura procedencia resaltaba en el color gris pálido—. Repite eso viéndome directo a los ojos.

Gustav gruñó.

—Y en cuanto a lo otro… ¿Qué tanto soñabas? Desde que estamos en Francia no has parado de traer a Bianca a colación, y francamente me asusta tanta obsesión tuya. No me hagas internarte en el sanatorio, que con mi dinero y encanto natural no me sería para nada complejo conseguirte un buen sitio con paredes blancas y acolchadas hasta el techo y una camisa de fuerza de buena tela para que no te haga roces innecesarios. Digo, por si te interesa.

—Ja, tan gracioso como siempre… Y no es nada de lo que valga la pena hablar. En realidad, ya ni recuerdo qué fue lo que soñé.

Mentira. Porque Gustav podía recapitular con dolorosa precisión el sueño, uno en donde Bianca le daba la espalda, y por más que se esforzaba en rodearla para buscar sus facciones, Gustav jamás llegaba a verla de frente. En su opinión, más material de pesadilla que de sueño a secas.

—¿Puedes creer que estamos a menos de dos horas de llegar? —Comentó Georg viendo por la ventanilla el paisaje que todavía estaba iluminado por la luz del atardecer y que definirlo como ‘bello’ era quedarse corto.

Sin excesos de verde como en otros lugares de Europa en ese mes del año, el campo por el que pasaban como bólidos se encontraba repleto hasta donde la vista abarcaba de viñedos y más viñedos, y de vez en cuando alguna edificación de piedra, antigua a más no poder y con signos de deterioro que le conferían un interesante aire medieval. Alternados iban las montañas sembradas de florecillas multicolores, los campos donde pastaba el ganado vacuno, y pequeñas congregaciones humanas que desaparecían en un parpadeo gracias a la velocidad del tren.

Después de su bocadillo, Georg le propuso a Gustav devolverse a sus asientos, y ahí se ocuparon de intercambiar las impresiones que tenían del viaje hasta el momento.

—No pensé que podría ser posible viajar así sin tener que contratar un guardaespaldas.

—O diez.

—Seh… Casi me hace preguntarme si estoy a tiempo de reservar un vuelo a algún lugar elegido al azar y ser un turista más. Siempre quise volver a Japón, pero también a Suecia, y Perú, y Sudáfrica y… —Con la mirada perdida en el horizonte, Georg exhaló con anhelos hasta entonces ocultos—. Los gemelos me dan tanta envidia de la mala con la vida que llevan en USA. Los Ángeles es tan grande y tan repleto de celebridades del cine y de la música que sólo ahí pueden ser personas comunes y corrientes como cualquier hijo del vecino.

—¿Qué, es que acaso planeas mudarte con ellos? Porque aunque sean tres contra uno, yo no pienso mudarme de Magdeburg ni en un millón de años.

Georg lo miró con una sonrisa irónica. —No. Claro que no. Ni loco volvería a vivir tan cerca de ese par. El tiempo que lo hicimos en el departamento de Hamburg y todos esos meses en el autobús de la gira me curaron de eso. Más bien me refería a… Rentar por unos meses. Imitar la vida que lleven allá.

—Te recuerdo que Bill ha hecho lo posible por codearse con algunos grandes nombres, y Tom ha hecho lo mismo desde las sombras con otros productores de música, así que no es como si se comportaran como cualquier par de individuos que por casualidad viven ahí.

—Mmm, entonces quizá no tanto la vida que llevan ellos allá, pero sí una copia con correcciones. Magdeburg es un buen sitio y todo eso, pero seguido apesta ir a cualquier sitio y que todo mundo se me quede viendo. Debe ser divertido vivir por lo menos una temporada en un lugar donde nadie volteara a verme. Salir por las compras y no firmar autógrafos. Sólo ser… yo. Georg Listing, una persona anodina a la que no le dedicarías un segundo vistazo en la calle.

—Eres llamativo sin necesidad de ser famoso, agradece o culpa a tus genes por hacer de ti un modelo —dijo Gustav de pronto—, así que dudo encuentres ese mítico lugar a corto plazo.

—Ya, pero quiero que si se giran a verme, sea por mí, porque soy un hombre atractivo y no el bajista de Tokio Hotel.

—Disfruta lo que tienes mientras puedas, porque en cuanto el disco salga a la venta, volverá a ser una repetición de lo de antes.

—Oh, y yo que le había cogido gusto salir al cine sin riesgo de ser secuestrado.

—¿Vas al cine? —Preguntó asombrado Gustav, porque luego de varias experiencias negativas, él se había dado por vencido con ese pequeño placer cotidiano.

—Sólo cuando la película está por salir de cartelera y a la primera función de la tarde cuando la sala está vacía. Es que si no…

—Lo sé, te entiendo.

Compartiendo un silencio cargado de reflexiones, al cabo de un rato fue Georg quien volvió a la carga.

—Uhm, sólo para dejar constancia, me alegra que al final aceptaras venir conmigo a este viaje. O mejor dicho, que aceptaras llevarme contigo.

—No planeaba venir. Ya casi había olvidado lo del viaje con todo eso de Bianca y… la ruptura, o lo que sea que estemos haciendo. Pf, es que ni título merece.

—Pero en serio —posó Georg su mano en el brazo de Gustav—. Hay algo que quiero confesarte, y no tengo ni la menor idea de cómo vayas a reaccionar.

—¿Uh? —Gustav frunció el ceño—. ¿De qué hablas?

—¿Recuerdas que hablé con Bianca cuando me cancelaste esa cena y ella me contó de su ruptura? —El baterista asintió, lento de acciones—. Uhm, porque fue ella también la que me contó del viaje que planeaban hacer, y de paso me pidió que pasara a tu departamento y me asegurara que no estuvieras en tan mal estado como te encontré. Fue ella quien además…

—¿Además? —Presionó Gustav, cerrando la mano derecha en un puño, y por la presión, haciendo crujir sus nudillos uno tras otro.

—Fue Bianca quien me dio a entender lo agradecida que estaría si te convencía de salir de la cama, y no digamos del país. Creo que se sentía culpable por haber terminado o lo que sea contigo, y también le remordía en la consciencia desperdiciar este fin de semana largo, los boletos, las reservaciones y pues todo. A pesar de lo crítico que estaba todo, mantuvo la practicidad.

—Vaya… pues que… —Un tic apareció en el borde del ojo de Gustav—. Amable de su parte. Wow… Y tú que le seguiste el juego…

—Hey, que aunque haya hecho lo que ella me pidió no tiene por qué implicar que teníamos el mismo fin. Sus razones no las sé. Igual no quería que quedaras hecho un guiñapo porque le importas, e hizo lo racional al llamarme a mí, tu amigo del alma, para que me encargara de ti porque no ibas a ser capaz de pedir ayuda por ti mismo a causa de tu orgullo. Y lo hice, ¿y qué? Venir a Francia y pasarla bien es sólo un plus. Lo importante en verdad fue sacarte de tu pozo de miseria y hacerte entender que para eso somos amigos.

—Podías haberlo hecho sin necesidad de sacarme del país casi a rastras. No teníamos por qué venir a Francia.

—Por favooor —alargó Georg las ‘o’ hasta el infinito—. Que tampoco te traje a punta de pistola. Me tomó menos de cinco minutos convencerte de empacar y retomar tus planes, así que no me acuses de nada. En Magdeburg habrías vuelto a la cama en cuanto te dejara a solas.

—Yo no-…

—Te conozco, Gus —dijo Georg cansino—. No intentes mentirme o te daré un puñetazo.

El baterista torció la boca. —Insisto que no era necesario cruzar la frontera para sacarme de mi melancolía, pero… —Elevó un par de octavas la voz para evitar ser interrumpido—. Te estoy agradecido por hacerlo de cualquier modo. No que crea que ésta fue la mejor solución entre las posibles, pero al menos sirvió para no guardarle rencor a Francia por el resto de los años que me quedan de mi vida.

—Ahí lo tienes —sonrió Georg con candidez—. Transformé lo que pudo ser un viaje fallido en una aventura de dos amigos que ya durmieron en una suite de lujo con la privilegiada vista de la torre Eiffel por la ventana, y que ahora van con rumbo a un castillo en la campiña y a emborracharse con vino recién sacado de una cava. Nada mal, ¿eh?

—No —le concedió Gustav, que con ese repentino cambio de perspectiva, apreció la amistad de Georg desde un punto de vista que nunca antes había tenido el privilegio de disfrutar—. Todo lo contrario en realidad.

—Eso era todo lo que quería escuchar —dijo Georg, retirando su mano que hasta entonces había seguido sobre el brazo de Gustav, y detrás dejó un rastro tibio que al baterista le pareció de una calidez que iba más allá de lo físico.

El resto de su trayecto en el tren transcurrió sin otros contratiempos dignos de mención.

 

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Notas finales:

Por si sabían o no, moi se llama Magali (sin acento en la i), así que esa escena en el mercadillo es un extra a mi conveniencia. El único self-insert que me puedo permitir. La canción por si les causa curiosidad: https://www.youtube.com/watch?v=ScccxoEgF2U


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