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Pero siempre tendremos París por Marbius

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9.- La complicidad de los K’s y los G’s.

 

Después del mensaje de Bianca, fue como si un clon suplantara a Gustav en el resto del viaje a los viñedos, porque el baterista no volvió a quedarse callado ni dejó de sonreír ni por un instante. En evidente contraste a su yo anterior en el que no socializaba, respondía con monosílabos, y permanecía en un rincón como una planta de sombra a la que le falta agua, al bajar del autobús ayudó a la familia con exceso de niños, galante lo ofreció su brazo a Karin cuando cruzaron un terreno abrupto, y contó una colección de chistes picantes que lo volvieron el huésped más popular entre los que asistieron al paseo.

En clara oposición, era como si el viejo humor agrio de Gustav se hubiera filtrado por la planta de sus pies, e igual que haría un parasito baboso y que se arrastra para moverse, se le hubiera subido a Georg y aferrado a la nuca como una sanguijuela que drenara no sólo su sangre, sino también sus ánimos de vivir y su capacidad para sonreír.

Georg hizo lo que pudo, se mantuvo firme en su propósito de no causar molestias a los demás con su remolino interno de emociones, pero fue en vano. Igual que ahora Gustav contemplaba el cielo azul y se maravillaba de lo bello que era todo, Georg había pasado de compartir esa visión a fastidiarse de que precisamente con ese paisaje de fondo fuera que Bianca hubiera decidido hacer acto de aparición.

—¿Estás bien? —Preguntó Gustav a Georg cuando ya llevaban media hora de tiempo y la mitad del recorrido por la planta procesadora donde la uva pasaba a mosto.

—Maravillosamente —gruñó éste, rezagado del grupo y con la mirada clavada en el suelo.

—Desde que llegamos aquí has estado… taciturno. ¿Te duele la cabeza? ¿O el estómago quizá?

—Me duele… —Georg bajó la mano que por instinto se le había ido al pecho, a la altura del corazón, y la guió hasta su vientre—. Justo en esta área. Debe ser toda la leche y queso fresco que he comido desde que llegamos. Maldita intolerancia a la lactosa. Justo ahora tenía que ponerme malo.

—Oh, vaya. Qué patada. ¿Hay algo en lo que pueda ayudar?

—Uhm, déjalo. Se me pasará.

Volviendo a acoplarse con el grupo, Georg se esforzó el doble por al menos aparentar que estaba enfermo y no destrozado por causa de Bianca, y al final jugó a su favor cuando por fin terminaron el recorrido por la planta y salieron al agradable exterior de julio en la campiña francesa.

Hacía calor, eso ni cómo negarlo, y para ellos que eran alemanes y estaban más que acostumbrados a los inviernos prolongados y a un mínimo de canícula que en lugar de tres meses completos tenía una duración de dos semanas por allá en agosto, a ratos el agobio del sol sobre sus cabezas les provocaba un sofoco equivalente al de la menopausia por la cual pasaba su madre por mucho que se negara a admitirlo. De seguir así, no tardaría mucho en ponerse de peor humor que ella.

—Uf, esto está que arde —murmuró Gustav, vaciándose el contenido de su botella de agua en la cabeza y agradecido por los chorros de líquido fresco que le empapaban la camiseta y le controlaban la temperatura.

Pierre tercero no tardó en anunciar que aunque estaban cerca de los 35ºC, la degustación de vinos se daría al aire libro, protegidos sólo por la sombra de los árboles, que a causa de la temporada y la escacez de lluvia, estaban ralos y con las hojas amarillentas.

—¿Seguro que estás bien? —Volvió Gustav a la carga después de que cruzaron con el autobús a un campo que quedaba a cinco minutos de la planta, y donde en las cercanías se alcanzaba a vislumbrar una depresión y ahí un pequeño lago donde se veían patos y cisnes.

—Mmm, creo que sí —se limpió Georg la frente con el borde de su camiseta—. Tengo sed. Mucha sed.

Gustav no perdió tiempo en sacar de la hielera comunal dos botellas de agua, una para él y otra para Georg, quien bebió de la suya como un camello sin reservas que recién cruzó el desierto. Jadeando por el esfuerzo, Georg suspiró de alivio cuando una gran parte de su desesperación se le fue de las venas. Quizá no era tanto lo de Gustav y Bianca como se temía, sino simple deshidratación que le trastocó el raciocinio, pero apenas sus reservas de líquidos volvieron a la normalidad, un dolor vago en el pecho le recordó que no contaba con tanta suerte, y que de esa no se iba a escabullir tan fácilmente.

—Te estás quemando —le tocó Gustav el rostro a Georg, justo sobre los pómulos para señalarle las áreas que se le estaban enrojeciendo a ritmo alarmante—. Por acá también —bajó con el dedo índice hasta tocarle el cuello y la piel irritada, y de paso provocarle un cosquilleo.

Georg siseó. —Ouch. ¿Por qué es que no estás rojo como camarón? —Apreció de pronto que Gustav seguía tan pálido y fresco como siempre. Salvo porque el calor le había puesto las mejillas rubicundas, el resto de su ser seguía blanco inmaculado a excepción de algunas pecas dispersas aquí y allá que ya eran suyas desde antes del viaje.

—Protector solar PFS 100, mi amigo —dijo Gustav—. Es una pena que dejé el envase en el cuarto. A ti te haría falta una buena untada.

—Ni lo menciones. Me voy a arrepentir de esto más tarde cuando la piel se me caiga a jirones.

Abanicándose con una mano, Georg al menos se consoló al comprobar que él no era el único que la estaba pasando mal en Languedoc. Karin y Klaus no, por supuesto, que de sus mochilas de espalda habían sacado cada uno una sombrilla con la que se protegían de los inclementes rayos del sol, pero al menos el resto de los huéspedes estaba igual o peor que Georg en matería de quemaduras, deshidratación, y sudor.

—Mira a los Pierres —señaló Gustav discreto a las tres generaciones de la misma familia. Pierre el viejo se les había unido, y aunque cargaba un bastón prendido de su mano derecha, no lo utilizaba para caminar, y cada pisada suya era tan fuerte como la de sus descendientes. Igual que su hijo y nieto, en su rostro llevaba una melena de pelo totalmente blanca pero abundante. Idénticos ojos pequeños y sonrisa bonachona. Y por supuesto, ni una perla de sudor en la frente, porque para ellos ese calor era común y no iban a manifestar incomodidad de esa manera tan vulgar frente a sus huéspedes.

Pierre el viejo a todos los saludó con un apretón de manos y palabras amables en las que les preguntaba qué tal les parecía su estancia hasta el momento y si podía hacer algo por mejorarla.

—Su castillo es hermoso —lo elogió Georg, y a cambio recibió una palmadita en la espalda y una sorpresa de lo más chusca.

—Ojalá, muchacho —le dijo Pierre el viejo en alemán con acento—, pero todo esto, el castillo, los terrenos y el negocio familiar, le pertenecen a mi padre, el Pierre original.

—¡¿Su padre?! —Se inmiscuyó Gustav, anonadado de que la línea ancestral de los Pierre en Languedoc fuera tan larga y longeva.

—Sí —asintió Pierre el viejo—. Como han de suponer, también se llama Pierre igual que se llamó su padre y el padre de éste. No somos muy originales con el nombre del primogénito —rió el anciano—, pero sabemos respetar las tradiciones al pie de la letra.

—¿Y su padre Pierre se encuentra por aquí? —Inquirió Georg, repasando en el grupo por si encontraba otra mata de de vello facial que compartiera similitudes.

—Oh no, él ya es muy mayor para este trabajo. Pero dejen les digo que todavía es quien se dedica a darle el sabor característico a nuestro vino. Si las catas no pasan su aprobación, el vino no se comercializa y su decisión es ley.

—Vaya… —Silbó Georg de admiración. En cincuenta años, quería ser una décima parte de lo que era un Pierre a esa edad.

—Sí, somos una familia que atribuye su buena salud y vitalidad a un excelente vino. Que si me permiten un poco de soberbia, el nuestro es de los mejores.

—¿Ah sí? Bueno, tendremos que probarlo.

Y probarlo hicieron, y más que eso…

Las variedades dentro del viñedo eran cinco en total, de las cuales bebieron una copa cada uno, y además repitieron porque no daban con un ganador y no se decidían por los tres mejores para llevarse consigo las botellas de cortesía que se incluían en el paquete de hospedaje.

Su indecisión llegó a grado tal que en un punto Georg se volteó a ver a Gustav y le masculló que daba igual, porque estaba tan ebrio que no podía ni distinguir las etiquetas, y que ya que todos estaban sabrosos, que los eligieran al azar.

—Hay un cierto placer malsano en emborracharse a plena luz del día sin que te llamen alcohólico, que no sé…

—¿Estás ebrio?

—Igual que tú, idiota.

—¡Yo no estoy ebrio! Apenas bebí… —Gustav hizo amago de contar con los dedos, pero cuando el número de copas superó al de dígitos, aceptó por la paz que tal vez sí iba un poquitín más bebido de la cuenta—. Ok, ok… Tú ganas. Puede que esté un tanto achispado.

—Gusss… No jodas. Un poco más y empezarás a bailar los últimos éxitos de Britney Spears.

Alzando la copa, Gustav habló antes de beber un gran sorbo. —No, me confundes con Bill y esos viajes que hace a Las Vegas para verla en vivo. Y Britney no es lo mío así que yo me limitaré a bailar techno dance, muchas gracias.

A la sombra que el paraje en el que se encontraban les proveía, el grupo se acomodó en bancas de madera instaladas para la ocasión, y los Pierre y sus mujeres se organizaron para cocinar en parrillas al carbón un asado que al cabo de una hora olía y se veía increíblemente bien. Fue entonces cuando aparecieron en acción las mujeres de la familia, esposas, hijas, hermanas, y en un santiamén se preparó una comida al aire libre que le dio a su degustación un toque de paseo campestre más que de reunión de alcohólicos anónimos que hubieran tirado la toalla.

—Piensa que estás desquitando los euros que pagaste —dijo Georg al lado de Gustav, mientras repasaban una mesa larga y amplia sobre la que la comida se encontraba y que cumplía funciones de buffete.

Gustav no perdió tiempo en usar las pinzas para recoger de la plancha tres grandes costillas con carne y bañarlas en salsa. Remató su plato con ensalada, puré de papa, y un puñado de los más verdes y brillantes guisantes que el mundo hubiera conocido jamás y que parecían recién cosechados.

Georg le fue a la zaga con un plato similar pero en proporciones menores, en parte porque el calor le impedía tener hambre, pero también porque su estómago iba indispuesto con tanto vino y no quería ser el típico individuo de todos los grupos que no sabe manejar su bebida y acaba vomitando detrás de unos arbustos. Con ello en mente fue que Georg buscó sentarse lo antes posible y concentrarse en masticar despacio su comida.

—Estas costillas están, unf, deliciosas —elogió Gustav la carne, sosteniendo una pieza con las dos manos y atacándola con la fruición de quien no ha comido en dos semanas—. Me pregunto qué salsa utilizaron, porque ahí es donde está el truco.

—Ni idea, eh, pero para mí el puré es lo mejor. El gravy tiene champiñones y le da un toque especial. Muy francés si me permites la aclaración.

—Oh —contempló Gustav su puré sin extras—, no le puse gravy. No estaba seguro si me iba a gustar o no, y a riesgo de meterle el dedo para probarlo y que me tacharan de antihigiénico, pues…

—Ten, prueba del mío —le tendió Georg el tenedor del que comía él.

Gustav no hesitó y se comió de un bocado lo que Georg lo ofreció. —Wow, tienes razón. Champiñones. Y sabe fabuloso. Creo que iré a servirme una cucharada. Ahora vuelvo…

Viéndolo partir con el plato en la mano y decidido a servirse una porción generosa, Georg suspiró, y en sus labios se formó una sonrisa pequeña, casi imperceptible para el ojo humano común, pero no para Karin, quien desde topárselos en el pasillo, tenía sus propias teorías con respecto a ellos dos.

—Mi marido es igual —le dijo en voz baja de confidencia, aprovechando que Klaus estaba igual que Gustav parado frente a la mesa del buffet—. Nunca quiere degustar platillos nuevos, pero apenas los ve en mi plato, no se resiste a probarlos y después ir a servírselos como si desde siempre le gustaran… Y jamás lo admitirá, pero le encanta no darme la razón al respecto.

—Gustav igual. Debe ser algo en el código genético masculino, porque a mí a veces me pasa lo mismo, aunque no como a él. Oh no, Gus es terrible para probar alimentos que no haya tenido antes. Una vez devolvió una entrada porque en la esquina había un trozo de aguacate, pero de mi guacamole se comió la mitad, y misteriosamente la siguiente vez que salimos a cenar pidió eso mismo. —Georg puso los ojos en blanco—. En fin… Qué se le va a hacer.

—Te entiendo. Uno los ama con sus virtudes y defectos pase lo que pase, ¿eh? —Dijo Karin, y ya fuera por la mirada cargada de intenciones que le dedicó, o por la leve curvatura en la comisura de sus labios mientras reprimía una sonrisita sardónica, el caso es que activó cada alarma interna en Georg, y a éste le entró un miedo que hacía tiempo no experimentaba: El de saberse descubierto.

Georg se limpió la boca con una servilleta y se demoró un poco más de lo normal en esa simple labor sólo para retomar el control de su cuerpo y que ningún sentido embotado por el vino lo traicionara.

—¿A qué te refieres? —Preguntó cauteloso, atento a cada músculo facial que de pronto le daba la impresión tener bajo constantes descargas eléctricas. Muy a su pesar, un parpadeo insistente lo delató.

—A que mi marido es igual al tuyo —dijo Karin sin preámbulos—. Y digo marido porque Pierre comentó después de su llegada, en el desayuno, que una pareja gay se hospedaría con nosotros y el resto de los huéspedes en el castillo y que por favor fuéramos tolerantes. Bastó sumar uno más uno para deducir que eran ustedes, porque son los únicos que arribaron anoche. ¿O me equivoco?

—¿Cuál Pierre dijo eso? —Se salió Georg por la tangente, pasando de sudar por el calor a sudar frío por los nervios destrozados.

De haberse tratado de un tercero que no supiera nada de la banda o quiénes eran ellos dos, le habría seguido el juego sin dudarlo. “Claro. Marido y marido en el sentido bíblibo de la palabra. Desde la semana pasada. Con ocho años de noviazgo a cuestas, uf, y es que no nos decidíamos a dar el gran paso. Ya tenemos la casa, el perro, el gato y planeamos adoptar una pareja de bebés el año entrante. Niño y niña para tener el juego completo. Genial, ¿eh? Y por si tienen dudas en lo más crucial, sí, nos turnamos el rol para mantener activa la llama de la pasión y ser equitativos.”

Pero con Karin… con Karl… Cuya hija era fan de la banda… Esas tretas eran meterse en aguas pantanosas por nada, sólo para sufrir cuando llegaran a la nota de espectáculos.

—¿Importa de cuál Pierre se trató?

Georg rió a duras penas. —Era una broma. Siempre lo hacemos cuando estamos de gira, o en este caso, de vacaciones. Uhm, cero casados y tampoco en una relación gay porque Gustav es tan hetero como… no sé. Sólo muy hetero —enfatizó con la poca capacidad cerebral que le quedaba después de los litros de vino que se había pasado por la garganta en las últimas dos horas.

—Me lo imaginé —dijo Karin, picoteando de su puré de papas con el tenedor. Por si acaso se aclaró—: Es por los anillos, o mejor dicho, la falta de anillos; si estuvieran casados de verdad los traerían puestos en el dedo anular. Aunque tenía mis dudas.

—¿Uh?

—Porque a ti te atrae Gustav, ¿no?

—Erm, Karin…

—No tienes que confirmar o negar nada. No es mi asunto, y perdona si me entrometí.

—No, no, la verdad es que… —Georg hizo de tripas corazón para continuar, movido por un presentimiento de que la verdad lo haría libre, y que Karin era la indicada—. Lo que siento por Gustav es uno de esas infuataciones adolescentes que experimentas por tu compañero de laboratorio en el Gymnasium. Nada serio o de lo que tenga que incluir a la otra persona.

—Ni idea —sonrió Karin—, yo me casé precisamente con mi compañero de laboratorio. El de química. Nos llamaban los K’s porque compartíamos inicial, pero sobre todo porque a partir de entonces fuimos inseparables. Y henos aquí, celebrando los diecinueve años de matrimonio y dos hijos que llevamos juntos. A veces hay amores que son para toda la vida.

—Ya… —Apuñaló Georg con el cuchillo su costilla con salsa, «y nosotros somos los G’s, pero como si no valiera nada»—, pero Gustav es mi compañero de banda, y como dije antes, hetero como el que más, así que no… uhm, esto no es uno de esos fanfictions donde todo acaba bien para ambas partes.

—Oh, mi hija lee de esos —dijo Karin—, y sospecho que también los escribe, pero hay ciertos temas de los que no hablamos por vergüenza, y en casa también creemos en respetar la privacidad de los demás, así que no me inmiscuyo al respecto. Pero en serio —fijó ella su vista en Georg—, cualquiera con dos dedos de frente es capaz de darse cuenta que estás enamorado de Gustav. Bueno, cualquiera menos Gustav.

—Entonces estoy a salvo —murmuró Georg, desviando los ojos a la mesa de madera—. Hace tiempo que hice las paces con mis sentimientos y Gustav, me resigné sin más, así que tampoco es para tanto.

—¿Entonces cuál es la verdadera razón de que ustedes estén solos aquí en Languedoc? Porque este es un viaje para parejas, amantes de los castillos antiguos, y el vino de calidad. A veces dos de tres, o por lo menos uno de tres, pero ¿cero de tres?

—Su novía rompió con él…

—Ohhh…

—Y era una tontería desperdiciar las reservaciones que ya estaban pagadas. Una cancelación habría sido perder todo y no valía la pena. O de eso me convencí para obligarlo a venir —masculló Georg lo último—. En cualquier caso, aquí estamos. Y su novia también tuvo que ver en todo esto, porque fue ella la que me pidió como favor que lo sacara de su departamento, porque lo conoce bien, y adivinó a la perfección que iba a estar en cama y de luto por su separación.

—Ouch.

—Sí, ouch. Pero como dije antes, lo tengo superado.

—Mmm, entonces me guardaré bien de comentarte la intensidad con la que lo observas cuando Gustav no te pone atención.

Georg exhaló derrotado. —La práctica me volverá un experto, hasta entonces…

Si Karin tenía más palabras, se las guardó para sí, porque justo entonces Gustav se devolvió a la mesa, el puré de su plato bañado en el gravy, y con él Klaus, que había ido por una tanda más de chícharos.

—Y pensar que los había pasado por alto —dijo Klaus, sirviéndose una cucharada grande de los consabidos chícharos y paladeándola como si se tratara del manjar de los dioses.

A escondidas de su marido, Karin compartió con Georg una señal de “¿Lo ves?” que iba en referencia a su conversación de antes y a la terquedad de sus hombres por negarse a las comidas que después serían sus favoritas sin que de por medio admitieran su error inicial.

Georg se atragantó con su vaso de ponche (también comercializado en el viñedo de los Pierre), y fue necesario que Gustav le palmeara entre los omóplatos para que todo volviera a bajar.

—¿Qué pasó?

—Conducto equivocado —murmuró Georg, pero a la vez sonriéndole a Karin.

Sin planearlo, entre los dos se formó el vínculo de cómplices que duró por el resto del día.

 

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Notas finales:

Perdón si llegan a ver algún dedazo; Word no me trabaja como debe y su corrector, aunque a veces arcaico, era el que me ayudaba cuando alguna letra se encontraba fuera de sitio.


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