Grilletes 2.
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Desde el momento en que se encendía el senkoudai* en la casa de té de turno, Izaya dejaba de pensar y se limitaba a desempeñar mecánica (pero impecablemente) el papel que le correspondía, inculcado en él a través del tiempo mediante un riguroso entrenamiento y disciplina. Como los actores del teatro kabuki* solían hacer también; es decir, ocultar su verdadero género a la hora de exhibir su arte al público, el joven de diecinueve años dejaba su piel para asumir la de otra persona y deleitar a sus clientes; a aquellos que lo llamaban por el nombre de Kanra y alababan incansablemente su belleza y encanto, que aunados a su elocuencia e inteligencia la convertían en la doncella perfecta para compartir una velada. Kanra agradecía humildemente, e Izaya oculto bajo capas y capas de maquillaje blanco se burlaba de ellos con amargura.
Si algo había de bueno en ejercer de maiko* y actuar como una, era que le permitía observar e interactuar con variados tipos de humanos. E Izaya amaba a los humanos. Los amaba tanto como detestaba no poder reírse en sus caras cuando deseaba hacerlo, con el mismo fervor con que aborrecía a Kanra; vivir y respirar para ella cuando le asaltaba el impulso inminente de arrancarse los preciosos adornos ensartados entre sus cabellos y deslizarse por una ventana. Era una fantasía recurrente a la que se negaba a renunciar.
—Como siempre, nadie me escucha y entiende como tú, señorita Kanra. El tiempo se me pasa volando en tu compañía.
—Oh, usted me avergüenza, yo soy la única que se siente honrada de ser elegida por usted para venir aquí —evadió su mirada con recato—. Para mí es un gran placer escucharle.
—Señorita Kanra..., esta vez el tiempo se ha acabado, pero definitivamente reservaré una cita contigo la semana que viene —. Miró con intensa tristeza la varita de incienso consumida sobre el recipiente en la mesa; soltó un pesado suspiro de resignación. Empero, su semblante se iluminó en cuanto se fijó en la sonrisa que adornaba los labios de la joven frente a él.
—Lo estaré esperando, señor Nakura.
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—En serio, ¿cómo diablos es que eres tan popular? Si para empezar eres un hombre —espetó despectivamente Namie Yagiri, una de las geishas de la casa Awakusu. Era una mujer bella y joven de porte orgulloso que a raíz de una tragedia familiar había terminado siendo acogida por la okiya* cuando aún era una adolescente.
—No seas envidiosa, Namie —contestó Izaya mientras deshacía su elaborado peinado enfrente del espejo. Le devolvió la mirada desde el mismo y le sonrió sarcásticamente —. Si te empeñases en ser más cordial y sonrieras más a menudo seguramente conseguirías más clientes.
—¿Yo, envidiosa de ti, una maiko travesti? Ya quisieras.
—Como digas. Pero si continúas escapándote por ahí para buscar a tu hermano, un día de estos serás descubierta y tendrás problemas, ¿no crees? —se volteó hacia ella, a sabiendas de que había atacado un tema sensible para Namie. Su hermano era con toda probabilidad la única persona sobre la faz de la tierra que le importaba, aunque actualmente se había fugado con una chica y su paradero era desconocido.
—... ¿Estás pensando en acusarme con la dueña?
—No en realidad —. Contestó con aire divertido mientras pasaba los dedos entre sus cabellos largos y ahora sueltos sobre uno de sus hombros —Así que no es necesario que me dirijas una mirada tan feroz. Viéndote así nadie creería que eres una geisha consumada.
Namie frunció el entrecejo y su rictus se endureció. Al cabo de un momento se acordó de algo y cuando volvió a hablar, el atisbo de una ponzoñosa sonrisa se adivinó en sus labios.
—Pero realmente no creo ser yo la que deba preocuparse por su futuro próximo.
—¿Qué tratas de decir? —Izaya inquirió sin inmutarse.
—Ayer oí sin querer parte de una conversación entre la dueña y el señor Shiki. ¿Qué crees? Parece que están pensando que ya es tiempo de que tengas tu mizuage* y conseguirte un danna*, con un poco de suerte.
Izaya guardó silencio un instante, como si lo meditara. Al final la manía de Namie de escuchar detrás de las puertas si le había servido para algo. Dejó escapar una leve carcajada.
—Eso no tiene gracia, señorita Namie. Tú misma lo dijiste, no soy una mujer: ¿quién pagaría por la virginidad de un hombre? —comentó con ironía y señalándose a sí mismo con un ademán —Aun más, un danna...
—Yo que tú no estaría tan segura; después de todo eres una de las chicas más populares de la casa. Demasiado incluso para ser una maiko avanzada. Además, ¿tan extraño te parece el que un hombre pague por el cuerpo de otro? Ya sabes que en yoshiwara* hay decenas de chicos como tú ofreciendo esa clase de servicios.
Izaya suspiró con pesadez como si el tema le aburriera, y se apoyó más contra el respaldo de la silla.
—Hoy estás muy habladora, eh, Namie. Aunque supongo que debo agradecerte por el aviso.
—No lo hagas, no era mi intención hacerte un favor en primer lugar —replicó con fastidio, dándose la vuelta para salir del cuarto.
—Ten buenas noches, y dulces sueños con Yagiri-kun —la despidió recibiendo a cambio un airado portazo.
Una vez solo replegó las piernas y descansó ambos brazos sobre sus rodillas; una postura relajada que nunca se le permitiría hacer en público. Contempló sus pies descalzos con abstracción, deteniéndose en las antiguas marcas ahora levemente oscuras que los grilletes de hierro habían dejado alrededor de sus tobillos. Se frotó las zonas con los dedos.
En noches frías como ésa la sensación del peso alrededor de sus pies regresaba, en compañía de una sensibilidad casi dolorosa. Eran las marcas de su esclavitud.
—Deberías estarte agradecido de poder vivir aquí en lugar de un vulgar burdel —le había siseado con sumo desdén la dueña de la okiya después de que intentara escapar por quinta vez cuando tenía trece años. Fue a partir de entonces que decidieron colocar grilletes en sus pies (sin contar los castigos habituales como suspenderle su ración de comida por uno o dos días o unos cuantos azotes con una varilla). Izaya, que en ese entonces rara vez pronunciaba palabra ante las mujeres de la casa Awakusu, se limitó a contestarle que difícilmente podía sentirse agradecido de ser vendido y forzado a vestirse y actuar como una niña, sin importar el lugar en el que estuviera.
A causa de su atrevimiento recibió una bofetada tan fuerte que por poco pierde el equilibrio y cae sobre el tatami.
—¡Cállate! Maldito mocoso. Si no fuese porque el señor Shiki insistió en que estuvieses aquí y te convirtieras en shikomi* como las otras, te habría mandado directo a la calle hace tiempo. Jamás estuve de acuerdo en aceptar a un varón.
Lógicamente después de aquello sus intentos de fuga cesaron al ser incapaz de desplazarse con libertad por culpa de los pesados grilletes; los cuales sólo le eran retirados cuando debía asearse o recibía lecciones de danza y otras artes. Sin embargo esa no fue la única razón. Tampoco era que hubiese aceptado totalmente aquel destino impuesto. Sencillamente, decidió disminuir su abierta subversividad y aceptar el entrenamiento; instruirse en los diversos campos que una geisha debía dominar mientras esperaba la mejor oportunidad para huir. Se reconoció como el crío impotente que era, pero que crecería para utilizar aquella gama de conocimientos en su propio beneficio.
En los primeros tiempos le resultaba duro enfrentarse a las remembranzas de su pasado, no podía negarlo, hasta que finalmente abrazó esta resolución; y con el transcurso de los meses y de los años los recuerdos de su niñez se transformaron en su fuerza para continuar sorteando el riesgo de convertirse en una mera sombra bajo el peso de las sedas y de los peinados tirantes que lucía Kanra.
A pesar de todo, no extrañaba ni a su padre ni a su madre, tampoco al par de bebés que eran sus hermanas cuando fue vendido para pagar las deudas de la entonces empobrecida familia en que nació. Ni dolor ni rencor; no sentía nada por los Orihara. El afecto que podría haberles profesado alguna vez era equiparable al que sentía por cualquier ser humano por el sólo hecho de serlo. La única persona cuyo rostro seguía asolándole en sueños o cuando su mente divagaba a sus anchas era el de Shizuo.
¿Qué habría pasado con él después de aquella última vez en que lo vio?, ¿estaría bien, habría madurado? Nunca lo sabría y eso le inspiraba algo idéntico a la desesperanza.
—¿Se habrá olvidado de mí? —lo suponía inevitable.
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Acababa de regresar a la ciudad hace apenas dos días y sin embargo ya había pasado la noche en un calabozo. No era una buena manera de comenzar con su búsqueda; aun cuando no fuera su culpa, se sentía molesto consigo mismo. Shizuo Heiwajima quería llevar una estancia pacífica y en lo posible pasar desapercibido, pero tal parecía que los problemas lo seguían donde sea que fuese y su temperamento irascible le jugaba en contra cada vez.
O mejor dicho, estallaban donde quiera que se presentara.
—¿Por qué no me visitaste si finalmente habías vuelto —una voz suave y monocorde lo hizo volver de su ensimismamiento y levantar la vista del suelo —, hermano?
—Kasuka...
Un joven de cabello oscuro y semblante exánime se aproximaba por la calzada directamente hacia él. Vestía un sencillo kimono de color azul oscuro. Se detuvo enfrente de Shizuo y esperó pacientemente a que saliera de su asombro y dijera algo más que su nombre.
—Acabo de volver hace dos días, pero ¿cómo te enteraste de que estaba aquí?
—Lo supuse. Esta mañana al pasar por el mercado escuché acerca de un incidente de ayer, aparentemente un hombre envió volando a otro un par de metros en el aire. Simplemente tuve el presentimiento de que ése habías sido tú —. Dijo con propiedad y completamente en serio.
Shizuo se rascó la nuca con frustración y un ápice de vergüenza. Aquello no se lo podía negar.
Detestaba la mala imagen que suponía tenía su hermano menor de él por culpa de ese tipo de cosas.
—Te lo explicaré, pero primero vamos a alejarnos de este lugar —refiriéndose al cuartel de la policía justo a su espalda.
—De acuerdo.
Caminaron durante un rato mientras Shizuo ordenaba sus ideas. Cuando finalmente habló lo hizo con voz contenida y evidente desagrado.
—Ese bastardo intentó robar a una mujer. Se lo merecía. Debí golpearlo más fuerte si de cualquier modo iban a aprehenderme por hacerlo.
—Ya veo —asintió Kasuka al oír su concisa explicación—. Como se esperaba de ti. Tenías una razón para ello.
Shizuo hizo una mueca y paseó la mirada por el descampado más allá del puente donde se hallaban.
—Y tú, ¿has estado bien? Siento no haberte escrito por tanto tiempo.
—Lo entiendo; salir de la ciudad era algo que necesitabas hacer. Y hemos estado bien por aquí.
—Gracias, Kasuka —le sonrió un poco, aliviado —. Por cierto, ¿no has sabido nada de...? —dejó la pregunta en el aire. Kasuka negó con parsimonia, sin variar su expresión. El mayor de los hermanos contuvo un suspiro.
—Lo siento, hermano. Lo intenté, pero no conseguí averiguar ninguna pista del paradero de Orihara Izaya. Su propia familia ya no vive donde solía hacerlo.
—Entiendo.
—¿Piensas seguir buscándolo?
Shizuo esbozó una sonrisa melancólica y torció la boca.
—Es por eso que he venido.