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Cazadores del Mar Celestial por Kaiku_kun

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Notas del capitulo:

Nota inicial: todos los acontecimientos que involucren a un dios en este capítulo son mitos reales.

18. No somos héroes

 

 

Hikaru despertó de golpe, como si le hubieran echado un cubo de agua encima. Abrió los ojos, intentó incorporarse rápido y la respuesta de su cuerpo fue enviarle un pinchazo tremendamente doloroso en la cabeza.

 

—¡Au!

 

—Ya te has despertado.

 

—Kariya… ¿qué ha pasado?

 

—Te diste un golpe y los arcadios te secuestraron.

 

Hikaru notó mareo de golpe y la visión se distorsionó unos segundos.

 

—El amuleto no es infalible… —balbuceó.

 

—El amuleto encontró la mejor opción.

 

—¿Dónde estamos? —preguntó finalmente. Ya ni recordaba haber hablado del amuleto.

 

—En las celdas del palacio de Licaón.

 

El mareo iba y venía como el viento y cada vez le azotaba desde un lado distinto. Se agarró con fuerza al suelo y apretó su cuerpo contra la pared, para intentar sentirse estable. Eso ayudó un poco.

 

—Hace frío…

 

Y eso que le habían dejado conservar el linotórax. A saber dónde estarían el resto de sus armas. Y entonces miró a Kariya. Iba vestido como siempre, con esas pieles de ciervo y esa armadura ligera debajo, pero no tenía sus armas. A Hikaru le pareció raro que se hubiera entregado, y no simplemente le hubiera rescatado a él.

 

La confusión le llevó a palpar su pecho.

 

—¿Y mi amuleto?

 

—Te lo han quitado. Probablemente Licaón ya lo lleve puesto. Le encantan esas baratijas.

 

Hikaru intentó buscar alguna fuente de luz natural, pero no había más que una pequeña ventana a lo lejos, varias celdas más allá. No tenía claro si era de día o de noche.

 

—¿Qué va a pasar con nosotros?

 

—Nada.

 

—¿Cómo lo sabes?

 

—Cuando tenga oportunidad, mataré a Licaón con mis propias manos. Era el objetivo de entregarme.

 

El tireano no pensaba que fuera a ser tan sencillo, si tenía el Amuleto Alado. Tampoco esperaba que nadie les rescatase, porque no se oía el estruendo de la batalla. Todo parecía muy ambiguo, toda solución era lejana.

 

—No somos héroes —meditó en voz alta—. Yo creía que era especial, que Tirea lo era por la cantidad de cosas asombrosas que nos están ocurriendo últimamente. Pensaba…

 

—No digas tonterías. Claro que no sois héroes. Ni nosotros. Somos parias, somos prisioneros, somos peones en la partida de los dioses. Si hemos llegado hasta aquí ha sido porque ellos han querido. Probablemente tengan otro plan para nosotros, o puede que simplemente decidan sacrificarnos. Ni siquiera sé si vale la pena intentar mi plan.

 

No había rescate. No había un milagro. Probablemente ni hubiera dioses cerca. Estaba solo con una peligrosa criatura celestial a su lado a la que conocía de prácticamente nada, encerrado en una celda de otro peligroso y loco enemigo. No era ni adulto y de nuevo la desgracia acechaba.

 

—Solo soy un niño…

 

Empezó a llorar. Miedo, tristeza, soledad, incluso el dolor físico del golpe de su cabeza, todo queriendo salir a relucir de golpe. Se abrazó con las piernas encogidas simplemente para sentir un poco de calor, para sentirse seguro, pero no sirvió de nada. Luego notó los brazos de Kariya rodearle en silencio y éste le obligó a serenarse y a inclinarse hacia su pecho. Necesitó un buen rato para calmarse.

 

—No te preocupes, saldremos de aquí —le dijo el cazador al final.

 

Hasta entonces todo había estado en silencio. Parecía que ellos eran los únicos que estaban en esa prisión. Por eso, cuando entraron los guardias, el dolor de cabeza de Hikaru volvió con fuerza. Hacían todo el ruido que podían, esos desgraciados. Iban parloteando sobre dos invitados misteriosos que querían pasar la noche en palacio.

 

—Uno es bastante viejo —decía uno—. Seguro que Licaón se aprovecha de su debilidad para sacarle algo.

 

—Si no fuera mi hogar, saldría por patas de este sitio.

 

Hikaru no se sorprendió de oír palabras en contra del rey de Licosura. Parecía que aterrorizaba tanto a la ciudad como a sus vecinos. Se aferró a la esperanza que algún disidente fortuitamente consiguiera matarlo, pero recordó que el propio rey estaba cargado de amuletos, de magia y tenía a muchas criaturas poderosas a su disposición. Si el rey no estaba muerto era por algo.

 

Estrechó el abrazo con Kariya para darse esperanzas.

 

Un portazo asustó a todos los presentes, incluidos los guardias.

 

—¡¿Dónde están esos prisioneros?! —gritó un hombre de voz desgarrada y ronca. Parecía apurado.

 

—¡M-mi señor! Están en esa celda.

 

—¡Bien, bien! A ver qué tenemos.

 

Hikaru se encogió tanto como pudo para intentar pasar desapercibido, pero no pudo evitar clavar la mirada en la figura del rey Licaón: era una persona enorme, era parecido a uno de los cazadores, pero con cuarenta años. Era tan alto como la puerta de la celda, iba vestido con todo tipo de pieles mal colocadas y llevaba tres coronas y decenas de colgantes, amuletos y anillos colgando de cualquier parte de su pecho, o brazos. Solamente una de las coronas la llevaba en la cabeza.

 

—¡Tú! ¿Dónde les has cogido? —le espetó al mismo guardia. Éste balbuceó y, curiosamente, Licaón esperó unos segundos a que se decidiera, pero no era como si le estuviera prestando atención. Miró dentro de la celda como si estuviera persiguiendo algo invisible hasta que clavó la mirada en Kariya—. ¡¡TÚ!!

 

Hikaru sintió que Kariya deshacía su abrazo protector. Parecía prepararse para algo.

 

—S-se entregó voluntariamente —dijo con voz queda el guardia, refiriéndose a Kariya—. Quería proteger a su amigo.

 

Licaón se giró contra el pobre infeliz que le informó y le mandó al suelo de una bofetada.

 

—¡¡INSENSATO!! —gritó, totalmente fuera de sí. Hikaru oyó que le temblaba un poco la voz—. ¡¡ECHAD INMEDIATAMENTE A ESA CRIATURA DE MI PALACIO!!

 

—¿Se-señor?

 

—¡¡O MATADLA, PERO QUE SEA YA!!

 

Licaón empezó a marcharse antes de que los guardias reaccionaran, a paso ligero. Éstos empezaron a abrir la puerta, momento que Kariya aprovechó para usar su poder de cazador y salió disparado hacia el monarca, dejando esa estela estrellada. Pero todo se detuvo un instante. Hikaru se arrastró hasta volver a ver a Kariya, dos segundos habían pasado, y Licaón había conseguido agarrarle por el cuello y levantarlo del suelo como si fuera un trapo.

 

—Ya me advirtieron que criaturas como tú, basura inmunda de otra era, vendríais a matarme. —Lo dijo con una voz extrañamente calmada, para ser que hace segundos estaba gritando a pleno pulmón—. Pero eso no va a suceder. Te voy a decir lo que va a suceder. Me voy a quedar a tu amigo como esclavo y te voy a dejar vivo, para que los dioses no se den cuenta de nada. Cualquier cosa que intentes, lo sufrirá él, ¿está claro?

 

Kariya intentaba resistir el agarre de Licaón, apenas si se movía, y lo siguiente fue acabar rodando por el pasillo de la prisión, de nuevo contra los guardias. Estaba tremendamente aturdido, porque no se resistió a que se lo llevaran.

 

—Y tú, pequeño… Creo que nos llevaremos bien. Ven conmigo —le instó el rey a Hikaru. Éste no se atrevió a moverse, más bien se encogió en un rincón. Licaón no perdió los nervios, simplemente dio dos zancadas y levantó de un tirón al pobre chico, agarrándole del brazo—. Hoy tenemos invitados importantes. Hay que darles la hospitalidad que se merecen y tú serás presente.

 

Hikaru oyó una risa nerviosa complementar esa tétrica frase del rey. Se olvidó de que su agarre le dejaría un morado cuando empezó a darse cuenta del aspecto cercano de Licaón: estaba completamente loco y cuerdo a la vez. Todas sus pieles y vestimentas parecían llenas de mugre, apestaban, como si se estuvieran pudriendo. Todas las baratijas que llevaba parecía que se aguantaran como por arte de magia, pues parecía que en cualquier momento se fueran a desprender todas. Y, por encima de todo, había algo que envolvía al rey. Le otorgaba una sensación de agresividad y rechazo, y producía una especie de susurro continuo que parecía atormentar al mismo Licaón.

 

El rey Licaón oía voces. Era todo verdad. Estaba poseído. Estaba loco. Y podía pensar como un rey (cruel) a la vez.

 

El miedo y el asco se juntaron en Hikaru. Quería pensar una forma de escapar, pero solo de recordar la facilidad con la que se había deshecho de Kariya empezaba a temblar de nuevo. ¿Dónde estaría el cazador? Le echaba de menos. Por lo menos tendría en quien apoyarse. Rezaba para que solamente le hubieran echado.

 

—Te vas a sentar aquí —le ordenó Licaón. Sin darse cuenta, Hikaru había cruzado medio palacio y estaba en una gran sala con un banquete y un trono. Allí, dos viajeros, uno de ellos muy viejo, miraban al compungido prisionero. Había más gente, pero Licaón le tapó la vista para tentarle, enseñándole el Amuleto Alado—: Apuesto a que quieres esto. Y seguro que te ha salvado de muchas batallas. —Hikaru no tuvo valor para reclamarlo, apenas balbuceó. Las voces al alrededor de Licaón le aplacaron—. Pobrecillo… Pero quiero que sepas que este amuleto tiene una contrapartida que casi nadie conoce. La desgracia le persigue y condena a todo el que esté al alrededor de su portador. Por eso Sísifo se quedó solo. El amuleto le protegía a cambio de las vidas de sus allegados. Es un clásico del poder divino, siempre tiene un precio. Piensa si aún lo quieres.

 

Y se fue hacia su trono, dejando totalmente atónito a Hikaru. Hinano, el hermano de Fubuki, Ichiban… y seguro que otras muchas desgracias desde que se lo puso. Todas eran culpa suya.

 

No supo qué le impulsó a levantar la cabeza y mirar al rey de nuevo. Quería hacer algo, quería decir algo, pero nada salió de su cuerpo. Solamente sabía mirar con furia a ese monstruo. Pero fue justamente por levantar la mirada que se dio cuenta que los sirvientes le pasaban una daga de combate al rey. Llegó a oír la palabra matar. E inmediatamente miró a los viajeros (1).

 

—Mi señor, no parecen viajeros corrientes —le susurró su criado. Hikaru apenas estaba unos metros lejos de Licaón, así que pudo oírlo—. Parecen preparados. No deberíamos matarles.

 

—Tienes razón… Usa al chico. Que tus hermanos lo maten y se lo sirvan a los huéspedes.

 

A Hikaru se le heló la sangre. El sirviente se puso delante de él, con cara de pena, y Hikaru se levantó él mismo. El pobre sirviente, que temblaba como una hoja, le dejó pasar hacia las cocinas. Allí había muchos cocineros y ayudantes, y parecía que se lo estaban pasando bien.

 

—¿Qué haces con ese esclavo, Níctimo? —le preguntaron al sirviente—. ¿Es otra víctima? ¡Pero no pongas esa cara, hermano! ¡Ni que te gustara!

 

Allí dentro parecía haber docenas de personas y parecían todos hermanos entre ellos. Todos tenían miradas igual de perversas y locas que la de Licaón. Y se parecían a él. Menos el tal Níctimo.

 

—Vuelve a Licaón y dile que la comida está en camino, que he encontrado una solución a su problema —le susurró el sirviente a Hikaru—. Voy a solucionar esto.

 

Hikaru salió corriendo de las cocinas, aliviado, aunque sin saber lo que pasaría. Cuando se acercó a Licaón, éste puso cara de enfado hasta el punto de acallar las voces por unos segundos.

 

—Níctimo dice que tiene una solución, que la comida está en camino.

 

—Ese hijo mío pagará por su desafío. O quizás ya lo haya hecho. Vuelve a tu sitio.

 

Hikaru corrió a sentarse en la misma silla. Desde ahí solamente se veía la entrada a las cocinas, que estaba cerrada. ¿Qué había querido decir con “quizás ya lo haya hecho”?

 

—Supongo que ambos querréis comer, viajeros.

 

—Solamente él, gracias —dijo el más joven.

 

—Por supuesto. La comida llegará en un rato.

 

Se hizo un silencio incómodo en el que Licaón observaba a los viajeros y ellos a él. Era como si estuvieran manteniendo una batalla silenciosa. Los susurros y voces al alrededor del rey parecían potenciarse, porque se oían desde la silla de Hikaru, en el rincón de la sala. El pobre chico estaba temblando violentamente.

 

Al cabo de una media hora, los cocineros salieron todos en tromba con un gran caldero, lleno de estofado de carne. Algunos iban cubiertos de grasa, incluso tenían manchas de sangre. Hikaru quiso vomitar, pero se aguantó solamente para no provocar la ira de Licaón.

 

—¿Habéis matado un cerdo a última hora? —preguntó Licaón, tranquilamente.

 

—No teníamos suficiente carne para el estofado —dijo uno de los cocineros, que Hikaru ya había visto en las cocinas.

 

—Servidlo.

 

Los cocineros obedecieron, con toda la calma del mundo, y le pusieron un bol con estofado delante del viajero más anciano. Este se lo miró durante unos minutos, susurrando algo a su compañero. Ni siquiera probó bocado, antes de que se levantara y se descubriera.

 

—He sido demasiado indulgente con este reino. No tienes suficiente, rey Licaón, con tener hijos exiliados, con tener a tu propia familia convertida en osos atacando tu ciudad(2), ¡¿que tienes la osadía de servirme la carne de tu propio hijo Níctimo como comida?!

 

Fue como si el hombre se hiciera enorme de golpe, sin cambiar su forma. El fuego de la estancia le dio un aspecto imponente y todos retrocedieron un paso, incluso el propio rey, que parecía muy nervioso.

 

—¡Eres un dios! —exclamó él, asustado—. Pero tengo mis protecciones de la mismísima tierra. Ella me ayudará.

 

—No te va a servir de nada. ¡Por tu salvajismo, por sacrificar humanos, por todos los horrores que esta ciudad ha vivido por culpa de tu linaje, seréis castigados! —El hombre y su compañero cambiaron de forma. El primero convirtió sus facciones desgastadas en una cara perfecta, de mediana edad, con barba y pelo totalmente blancos y bien arreglados. El otro era mucho más joven, sin barba, tenía un casco alado y un bastó con serpientes enrolladas en él—. ¡¡SOY ZEUS, DIOS DE DIOSES, Y ESTE SERÁ TU CASTIGO!!

 

Los truenos retumbaron en el cielo, por encima de sus cabezas, y un rayo hizo caer todo el techo sobre el salón, casi aplastando a dioses y a hombres. Zeus se puso encima de la mesa para acobardar a todos con su presencia, alzó el brazo y reclamó los rayos como suyos, agarrándolos como si fueran armas normales.

 

—¡Atacad, inútiles! —ordenó Licaón con la poca voz que le quedaba.

 

—¡¡TÚ Y TUS INFAMES HIJOS VAIS A SER DERROCADOS!! —gritó Zeus, como respuesta.

 

Los rayos que tenía en la mano se juntaron en uno solo, crepitante y mortífero, y recorrió por la sala atravesando a todos y cada uno de los hijos de Licaón por el corazón. Los gritos agónicos quedaban apagados por los truenos que provocaba cada choque del rayo con un cuerpo. Hikaru esperaba el momento en el que le tocara a él, pero los truenos cesaron y solamente quedó un Licaón arrinconado en otra punta de la sala, con Zeus imponente delante de él.

 

—No tengo suficiente con tu muerte como precio por tu salvajismo. Hundiré tu palacio, reviviré a tu hijo Níctimo para que gobierne en él con la justicia que se merece Arcadia y tú volverás a tu naturaleza salvaje bajo otra forma.

 

Hikaru vio como Zeus convertía en lobo al rey, que veía como las pieles que llevaba encima se convertían en la suya. Todos los amuletos, las coronas, los colgantes, todo quedaba destruido y fundido en la transformación. Un aullido débil indicó el final de la horrible transformación y Licaón huyó despavorido.

 

—Humano, ¿te encuentras bien? —dijo el dios joven. Hikaru le reconoció. Era Hermes, mensajero de los dioses e hijo de Zeus(3). Solamente llegó a asentir—. Te voy a sacar de aquí. Sé que eres un protegido de mi padre, te vi en el Olimpo, así que te llevaré fuera, antes de que el palacio se hunda.

 

Hikaru se dejó agarrar como un saco de patatas y Hermes ascendió, gracias a su casco y botas aladas, por el agujero del techo. El cielo estaba tormentoso y todos los rayos caían encima del palacio de Licosura, que ya estaba en llamas. El ensordecedor sonido de los truenos hacía sufrir al pobre tireano, que estaba tremendamente chocado por el horror que había presenciado.

 

Hermes dejó a Hikaru en tierra a pocas calles del palacio y se despidió con premura, prometiendo que se volverían a ver. Apenas dos segundos después, Kariya apareció con el resto de cazadores y con las armas de Hikaru. Las dejó caer solamente para recibir el abrazo del aterrorizado chaval.

 

—¡Suerte que estás bien! —suspiró Kariya, devolviendo el abrazo. Hikaru se había echado a llorar, sin llegar a decir nada—. Tenemos que irnos.

 

Tsurugi cargó con las armas de Hikaru y Kariya cargó con el pobre humano. Con la velocidad de los cazadores, llegaron al campamento espartano en muy poco tiempo, pero el suficiente para ver el palacio caer sobre su propio peso.

Licosura había caído(4).

Notas finales:

Espero que os haya gustado, mirad cosillas en mi perfil, tengo de todo :3


NOTAS DE AUTOR:


(1): En el mito real solamente había uno, pero tiene su sentido.


(2): Y uno de esos hijos, fundador de Tirea. En teoría, el mito dice que se exiliaron después de lo que va a ocurrir, pero hay tantas versiones, que mejor ponerlo antes. // Lo de los osos es cierto, Calisto y Arcas son hija y nieto de Licaón.


(3): Lo dicho, en el mito, en cualquier versión, Zeus aparece solo, pero tiene su sentido aquí, puesto que Hikaru tampoco forma parte del mito.


(4): Al final he acabado mezclando mitos. Hay muchas versiones (por lo menos nueve), pero las principales dicen o que los hijos cocinan a Níctimo, lo sirven a Zeus, y éste les fulmina a todos con un rayo, o Licaón cocina a un esclavo cualquiera y como castigo es convertido en lobo. Yo he fundido ambas versiones en una sola y le he dado un futuro a la ciudad, que es revivir a Níctimo para que reine (que de hecho es lo que pasó).


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