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Calderilla por Marbius

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3.- Lo suficiente para llenar el frasco (y otro más).

 

Por supuesto que Bill siempre estuvo al tanto de las escapadas de Tom, porque el mismo Tom se las contaba sin pelos en la lengua y sin escatimar en detalles; tampoco sin jactancia ni orgullo en su voz, salvo cuando exhibía el dinero y lo contaba frente a él con una actitud malsana que le hería más de lo que éste quería admitir.

Y aunque en sí el frasco donde guardaba sus ganancias no tenía más que un par de cientos de euros, lo que más alarmaba a Bill era que el máximo botín jamás obtenido por Tom había sido un único billete de diez euros sacado por pura suerte de la cartera de uno de los técnicos de luces en uno de sus tours, y el resto eran sólo cobros simbólicos que no gastaba, y en su lugar se limitaba a coleccionar como trofeos de caza.

—Es… terriblemente morboso —comentó Bill, cuando luego de una de tantas desapariciones suyas, Tom echó dentro del frasco una única moneda de euro, opaca de uso y para colmo ni siquiera de Alemania, sino de España, lo que de algún modo delató a su anterior dueño como uno de los conductores de autobús que movía la escenografía.

—¿Eso crees? —Preguntó Tom retóricamente, cerrando el frasco y dándole una vuelta para que esa moneda se perdiera con el resto—. Bah. Como sea… No ha sido la gran cosa.

—Las marcas de dientes en tu cuello dicen lo contrario.

—Ya, y deberías ver las huellas de dedos que tengo en el culo, pero-…

—¡Tom!

—Vale, vale… Que no es para tanto. Sólo un pequeño pasatiempo mío.

—Coleccionar guitarras es un pasatiempo, igual que las gorras que antes atesorabas, pero esto… —Bill torció el rostro en una mueca—. Esto es francamente espantoso.

—Ya lo dejaré —dijo Tom, en su cantaleta de siempre—, cuando el frasco esté lleno y yo satisfecho con mis logros.

Pero con menos de una décima parte cubierta en monedas y el ocasional billete, el recipiente no daba muestras de alcanzar su límite ni ese año, ni el siguiente, ni la próxima década, si es que las ganancias con las que Tom volvía después de cada encuentro eran señal de algo.

A desconocimiento del mayor de los gemelos, Bill empezó a trazar sus propios planes para ponerle fin a eso.

 

Luego de repetidas observaciones de su modus operandi, Bill llegó a la conclusión de que en realidad Tom nunca se emborrachaba como afirmaba hacerlo para justificar su pérdida de control. La prueba de ello era cómo volvía siempre a la mañana siguiente con apenas resaca, buen apetito, y una sonrisa de complacencia que le perduraba el resto del día. Muy a diferencia de sus víctimas, de quienes se enteraba identidad cuando los veía aparecer con el alma fuera del cuerpo y bochornos imposibles de disimular estando en la presencia de su gemelo, quien dicho fuera de paso, actuaba con total indiferencia al respecto.

Fue así como Bill se enteró de que Gustav había pasado a endosar la lista de víctimas de Tom, y como ya en el pasado éste le había confirmado que Georg fue el primero, al menor de los gemelos no le quedó de otra más que sentirse estafado por cómo era el único dentro de la banda que quedaba fuera de ese no-tan-selecto club en el que la comisión de entrada era alcohol y la calderilla de los bolsillos.

Convencido por alguna extraña razón de que él no podía ser menos  que el resto de los miembros de la banda, Bill aguardó paciente a que la vuelta de los años el destino le otorgara una oportunidad. ¿De qué? Ni él mismo lo sabía a ciencia cierta, pero con crecientes celos y anhelo de cerciorarse por su cuenta cuánta verdad había en que Tom sabía hacer bailes privados de lo más eróticos (si es que los abundantes rumores eran prueba de ello), fue que por fin un día se decidió a corroborarlo.

Habiendo ya analizado por todos los ángulos el proceder de su gemelo para esos casos, fue que Bill propuso un plan en apariencia diametralmente opuesto a sus intenciones, pues mientras que Tom se desenvolvía a la perfección en bares y clubes sórdidos en los que el alcohol circulaba libremente, lo que Bill sugirió fue precisamente lo contrario.

—Oh, supongo que ya lo conoces —expuso su idea con semanas de antelación—, es todo ese mito que circula en internet de que cumplir veintisiete es de mala suerte para los músicos. Suficientes artistas han muerto ya a esa edad, y si me lo preguntas, yo me decanto a romper con esa maldición y vivir lo suficiente para cumplir veintiocho el próximo año. —Pausa para el dramatismo, y luego cerró con broche de oro—. ¿Hasta tienen un nombre especial, sabías? Les llaman El club de los veintisiete, y no es en balde.

—¿Pero pasar nuestro cumpleaños en un parque nacional, recluidos en una cabaña y alejados de la civilización? —Tom tamborileó los dedos sobre su rodilla—. ¿No es un poco exagerado?

—Si tanto te lo parece, puedo empezar a leerte la lista de los músicos muertos a esa edad, ¿qué opinas? —Le chinchó Bill, a quien en realidad no le importaba ni medio rábano el número ni los nombres de celebridades que habían fallecido a esa edad, ni mucho menos se creía capaz de engrosar esa lista (tampoco Tom, a menos que practicara sexo sin protección pero lo dudaba), pero como pretexto iba igual que anillo al dedo para sus planes.

—Mmm…

Todavía indeciso, Tom se llevó la otra mano al mentón y se dedicó a jugar con su barba, dándose tirones aquí y allá como hacía cada vez que se sumía en profundas reflexiones. Por sí solo, ya era media ganancia, pues es que el que se lo estuviera considerando ya le daba a Bill esperanzas de tener la mitad de la batalla echada a su favor. Ahora sólo faltaría un último empujón en la dirección correcta, el toque final…

—No tiene por qué ser una de esa clase de retiros espirituales que tanto despreciamos y de los que siempre nos burlamos. Podríamos igual divertirnos llevando un poco de alcohol, a los perros, poniendo música y quizá… Bailando.

La palabra pendió en el aire sobre sus cabezas, y Tom se dio un tirón particularmente fuerte en la esquina de uno de sus labios, que después se curvaron en una imperceptible sonrisa para el mundo, pero no para Bill, quien supo desde antes la respuesta que Tom le daría.

—Si lo expones así… Adelante. Vamos.

—Perfecto…

 

La cabaña que rentaron dentro del parque nacional era una combinación entre moderno y rústico, pues si bien era una edificación de madera, austera en cuanto a acabados y apartada del mundanal ruido para que sólo el canto de las aves les molestara a la salida del sol, tampoco carecía de agua corriente, retrete dentro, varios electrodomésticos (refrigerador, una parrilla, radio, y por extraño que resultara, una cafetera de lujo de las que sólo se veían en hoteles de cinco estrellas), y un jacuzzi en la parte de atrás, a cubierto de miradas indiscretas por una valla alta que lo cubría.

A escondidas de su gemelo, Bill había reservado una cabaña con una única habitación que contara con cama King size en lugar de dos, y ya tenía ensayado su discurso de reclamo con el que fingiría llamar a recepción y quejarse por el malentendido, sólo para continuar con esa farsa de conversación e inventarse algún motivo de por qué ya no había cambios disponibles ni otras cabañas.

Con eso se augura compartir habitación y cama con su gemelo, aunque de poco le sirvió hacer un plan tan elaborado, porque apenas entrar y comprobar que tenían mal la reservación, Tom se encogió de hombros y se limitó a reclamar como suyo el lado derecho de la cama.

—Me agrada —dijo Tom apenas metieron el equipaje y Bill se encargó de ponerles a los perros sus tazones con comida y agua fresca—. Es limpio, huele bien, y me hace sentir con ánimos de un chapuzón.

—¿En el jacuzzi? —Sugirió Bill, que para entonces ya tenía contemplado sacar una botella de vino que había traído justo con la intención de emborracharlo en la tina y obligarle a hacer uno de sus bailes, pero ya fuera porque Tom vio a través de sus intenciones y quiso hacerse el difícil, o en verdad quería meterse al riachuelo que había visto al conducir hasta su cabaña, por su cuenta trazó otros planes.

—Nah. Eso estará bien para más tarde cuando refresque, pero ahora mismo quiero irme a meter a ese río que vimos y, no sé, beber un par de cervezas tan heladas como Siberia en invierno…

—Mmm, supongo…

—… tomar el sol sin camiseta…

—Oh…

—… y por supuesto —Tom le dedicó una amplia sonrisa que ponía de manifiesto que sus intenciones no le habían pasado del todo desapercibidas—, si resulta que este sitio es tan privado como te dijeron en recepción, quizá…

—¿Quizá?

—Quizá hasta meternos desnudos al agua.

Con las mejillas ardiendo, Bill asintió.

—Vale, si insistes…

Tom le guiñó un ojo. —Insisto.

 

Al final resultó que meterse desnudos al río no fue la experiencia agradable que habían supuesto en un inicio al trazar sus planes.

Para ser inicios de septiembre (todavía era verano) y con amenazas del calentamiento global haciendo estragos en su planeta, el agua en la que se sumergieron estaba fría, y conforme pasaban las horas de la tarde se fue tornando más y más helada, hasta que Tom cejó en su empeño de quedarse desnudo en el remanso que había encontrado y de mala gana salió titiritando de pies a cabeza, con los dientes castañeándole, y malhumorado por su desatino.

—No es para tanto —le consoló Bill abriendo para él una de las toallas que habían traído consigo y cubriéndole los hombros con ella—. Al menos conseguimos buenas fotografías para Instagram. Las fans las adoraron.

—¿Y a m-mí qu-qué? —Gruñó Tom, todavía de malas por ver sus fantasías frustradas.

—Oh, vamos. No es para tanto —dijo Bill, y se compadeció lo suficiente como para ayudarle a secarse el cabello con una de las esquinas de la toalla—. Nos hemos divertido.

—N-No c-c-como y-yo quería-a —mantuvo Tom la hosquedad en su voz, pero ante el ceño fruncido de su gemelo, la aligeró para no arruinar el ambiente—. C-Creo que ahora-ra sí me gusta-taría meterme al ja-jacuzzi.

—Genial.

—Pero desnudos —alcanzó a enunciar sin tartamudear de frío, dejando así bien claro que con eso no jugaba.

Bill no dijo nada, y en cambio sus dedos soltaron un mechón de cabello de Tom y le rozaron en el cuello.

—Desnudos o no hay trato.

Mirándose a los ojos, ambos obtuvieron su respuesta.

 

—¡Te lo advierto, Tom! Debes de mirar para el otro lado —le previno Bill a su gemelo mientras se abría la toalla y descendía los tres escalones que llevaban al fondo de la tina.

Poniendo los ojos en blanco, Tom le obedeció, ya en el agua y sumergido hasta el pecho, con ambos brazos apoyados en el borde, sosteniendo una cerveza y un cigarrillo en cada mano respectivamente.

—No veré nada que no... —«No te atrevas, Tom», pensó Bill, que si su gemelo hacía mención a los otros que habían estado en esa posición antes que él, gritaría. No, daría un chillido, y después le golpearía—. …tenga yo idéntico por mi cuenta —finalizó Tom la oración con un giro a favor de ambos, y Bill suspiro de alivio y placer mientras se sentaba a sus anchas en la amplia tina y dejaba caer de su espalda las preocupaciones del día.

Aunque hasta ese punto su plan de obtener de Tom lo que éste ya le había otorgado a un buen número de personas no iba ni de broma como él lo había proyectado, Bill no desistió en sus esfuerzos, sino que los duplicó, convencido de que quien persevera, alcanza.

Bajo el influjo de su determinación, Bill no escatimó en bebidas para Tom, procurando que en su mano jamás faltara la cerveza, y a cambio eternizándose con la suya, apenas bebiendo un par de sorbos aquí y allá para disimular, pero ni por asomo una décima parte de lo ebrio que estuvo Tom al cabo de dos horas en el jacuzzi.

—Casi pensaría que me quieres emborrachar —murmuró Tom hundido en el agua, con las burbujas cerca de la boca y los dedos de los pies rozando el otro borde de la tina—, pero está bien. Sé de tu plan.

—¿Mi plan?

—Tu plan —sonrió Tom, y bebió más—. Somos gemelos después de todo…

—Vale.

—Y vi la enorme pila de cambio que trajiste contigo.

—Ah…

—Suficiente como para llenar mi frasco y desbordarlo…

Fue el turno de Bill de hundirse en el agua, y permaneció ahí unos segundos antes de emerger con el cabello rosa pegado al cráneo. Igual que un cocodrilo, sólo sacó el rostro hasta las fosas nasales, y le dedicó una mirada cohibida, que al mismo tiempo que expresaba un poco de culpa, también revelaba la desinhibición que le obligaba a buscarse algo que no le pertenecía.

—Cuentan los rumores que bailas mejor que Shakira con su Hips don’t lie —dijo Bill, y Tom asintió.

—Exacto. Y no son exageraciones.

—Y que vuelves las canciones más ridículas en excelentes coreografías.

—Lo admito, sí.

—Y que después…

—Después… —Se relamió Tom los labios y lo miró con párpados pesados—. El pago es simbólico, ¿sabes? Lo haría gratis, pero entonces no sería tan divertido ver sus caras cuando me marcho con su dinero.

—Tomi… niño malo… —Murmuró Bill apenas moviendo la boca, pero al contrario, tanteando bajo el agua hasta dar con la cadera de Tom y apretarle el hueso protuberante de su pelvis—. ¿Qué dirían mamá y Gordon si lo supieran? Si alguien como yo les contara de tus travesuras…

—Pero no se enterarán si tú no les dices… —Negoció Tom una amenaza que ambos sabían era fraudulenta, porque antes Bill aceptaría que le cortaran la mano y le arrancaran la lengua que traicionar a su gemelo—. Y a cambio, yo sería muy bueno contigo…

Bill tragó saliva. —Ok.

—¿Y si…? —Tom soltó su botella medio vacía en el agua y con esa mano libre tocó a Bill en el hombro—. ¿Y si me muestras lo que tienes en los bolsillos y después escogemos una canción?

Con la garganta seca a más no poder, Bill se limitó a asentir.

Su salida del agua estuvo acompañada por un viento gélido proveniente del bosque que les puso a ambos la piel de gallina, y aunque no se demoraron en envolverse con los albornoces que la renta de la cabaña había incluido, ninguno de los dos se guardó de comentar el frío que sentía.

Tom guió sus pasos húmedos al interior de la cabaña, y siguiendo la curva pronunciada y exagerada de sus caderas al moverse, Bill por poco resbaló y se cayó, pero logró mantener la compostura y entrar con él a la cabaña, donde al menos el viento no tenía residencia y perdieron el tono azulado que les manchaba los labios.

Seguro de lo que hacía, Tom se dirigió a la chimenea de la sala y encendió con relativa facilidad una fogata, valiéndose de cerillos, un poco de combustible líquido, y una pila de leños como para que les duraran un par de horas. El toque final le dio arrojando un puñado de hojas de pino para aromatizar, y el brote de olor coincidió con Bill volviendo de la cocina, trayendo consigo una botella de vino que había puesto a enfriar antes y dos copas de prístino cristal entrechocando entre sus dedos.

—Pensé que podrías necesitar un poco de valor líquido —murmuró mientras rompía el sello de la botella, pero su gemelo se lo rebatió en el acto.

—Ese eres tú, que yo me encuentro de maravilla.

Con todo, Tom recibió de Bill su copa llena a medias y no hesitó en beber un largo trago, palmoteando después la amplia y mullida alfombra de pelo sintético que se extendía frente al fuego, invitando con ello a su gemelo a unírsele.

—Y… —Bill sostuvo su copa con ambas manos y la vista en su regazo—. ¿Cómo funciona esto?

—Música. Baile. Pongo mi precio. Sexo, y… Desaparezco a la mañana siguiente llevándome mi dinero. Lo usual —declaró Tom con la barbilla en alto y sin pudor alguno por lo que acababa de decir—. Pero debo admitir que jamás imaginé que de entre todos los que conozco pagarías por un show.

—Ya, es que los rumores han sido de lo más… interesantes.

Tom enarcó una ceja a la espera de que continuara, y tras echarle un breve vistazo, Bill así lo hizo.

—Además de lo de Shakira, que los bailes de Sia son tu especialidad, y que… al parecer también puedes hacer piruetas en un tubo.

—Ah, eso —se sonrió Tom—. Pero requiere del escenario perfecto, ¿sabes? Y aquí… —Barrió la estancia con los ojos—, los medios son limitados…

—Mmm… Debí pensarlo mejor.

—Siempre hay una próxima vez.

Implícita la invitación a una segunda ocasión, Bill por poco se atragantó con su lengua, pues si algo acompañaba a los rumores del comportamiento de Tom, era que su gemelo no era de los que repetían pareja, y que quienes tenían la oportunidad de un encuentro con él debían de tener bien en claro que era una oferta que no tendría repetición.

Bebiendo un poco de su copa para refrescarse la boca, Bill la vació, y al amagar el servirse un poco más, Tom le detuvo.

—Es mejor si el papel de ebrio me lo dejas a mí, al menos por esta vez…

—Ok.

A sabiendas de que estaban a punto de cruzar varias líneas y fronteras para las cuales ya no habría vuelta atrás, Bill permitió que Tom le retirara la copa, y que después muy cerca de sus labios y mirándole a los ojos, le pidiera que cantara

—¿Uh, a qué te refieres?

—Falta música… Y es indispensable.

—La cabaña viene con una radio —dijo sin comprender por qué no podían utilizarla, pero Tom le facilitó el trágico dato en cuatro palabras.

—Pero no hay señal. —Luego otras cuatro más—. Sólo suena la estática. —Y una última tanda—. Ya lo comprobé antes.

Conteniéndose para no darse en la cara con la mano por su falta de previsión, Bill propuso entonces sacar alguno de sus móviles y conectar con YouTube, con Spotify, revisar entre sus archivos de audio, lo que fuera que les proporcionara una pista decente, pero sus argumentos cayeron en saco roto cuando Tom volvió a insistir en lo mismo.

—No, quiero que cantes tú. O al menos puedes tararear una melodía. No soy quisquilloso, pero en cambio… Me gustaría saber cuál escogerías. —Reduciendo todavía más la distancia entre ambos, el aliento de Tom impactó contra la piel de Bill—. Siempre soy yo el que escoge la música, pero esta vez me gustaría que fuera diferente, que todo fuera diferente…

—Ah, uhm, supongo que… Bueno… Es que yo… —Trastabillando con las palabras, Bill acabó por asentir, y con gran apuro pasó los diez segundos de vida más terribles de los que pudiera recordar.

Ni siquiera al caerse en el escenario frente a miles de fans le había resultado tan engorroso; tampoco tener un accidente con el vestuario cuando salió con la cremallera abajo; ni hablar de otras situaciones igual de terribles y vergonzosas. Nada se les equiparaba, y Bill estuvo tentando a admitir su derrota, cuando desde lo más hondo de su alma una tonada empezó a hacer eco.

Una canción familiar, que con los oídos tapados le resultó extraña, casi desconocida… «Pero de eso a nada…», pensó Bill buscando un consuelo, hasta que Tom dio señales de reconocerla.

Y es que en lugar de bailar, su gemelo abrió grandes los ojos y se paralizó, mientras que Bill continuó tarareando hasta que las primeras palabras de 99 Luftballons hasta que se percató de su error y calló de golpe.

—Oh… por… Diox… —Alcanzó a exhalar con su último aliento, y después se cubrió el rostro con ambas manos, incrédulo de la traición por la cual le había hecho pasar su cerebro, pues de entre un amplio repertorio de canciones que conocía de memoria y al dedillo, había elegido la más ridícula para un baile erótico.

Tom en cambio rompió a reír en carcajadas, y la atmósfera de intimidad que los había envuelto se disipó igual que el humo en una ventisca.

—¡Oh, Bill! —Rió Tom con más fuerza todavía, con una mano sobre el estómago y luchando por aire—. Te has superado… Has sido… Has sido… —Más risas desaforadas—. ¡El puto amo!

—¡Pero no te rías de mí, caray! —Rezongó Bill, apartando las manos del rostro que ahora tenía rojo granate y los ojos húmedos en exceso por la humillación.

Amagando el levantarse e irse, encerrarse en la recámara durante el resto del viaje si era posible, Bill se vio impedido se su huida cuando Tom le sujetó por las muñecas y maniobró con él hasta dejarlo sentado en uno de los sofás y con el albornoz un tanto desmadejado descubriéndole una de las piernas por todo el muslo y hasta la línea de la cadera.

—No, no te vas a marchar —le impidió Tom con una seriedad que medio segundo atrás no existía—. No ahora y no nunca…

—Tomi…

—Yo también puedo hacer el ridículo —dijo Tom, alejándose un par de pasos y moviéndose al ritmo de una música que de momento él sólo podía escuchar.

Bill olvidó su apuro de antes apenas Tom dio comienzo a su baile, que se marcó por chasquidos de lengua y después de los dedos, aderezado con movimientos en los hombros, pero también en la cadera, en un baile que sin lugar a dudas sería ridiculizado en la pista de baile, pero no ahí, donde eran sólo ellos dos y el fuego de la chimenea chisporroteando para nadie más.

Two, three, four... Eins, zwei drei —cantó Tom de pronto, llevándose las manos a la cinturilla del albornoz y tirando de los amarres con precisión.

Pese a que Falco no era lo que Bill habría de definir como sexy ni en un millón de años por considerarlo un artista arcaico, demasiado funky para su gusto y una antigualla para los tiempos que corrían, a Bill no le pasó por alto que esa canción de Der Kommissar se convertía en otra bajo el efecto de Tom, quien cantando partes y tarareando otras, fue revelando piel y más piel conformó daba vueltas y se movía a su ritmo alegre.

En otra persona, habría de ser una tontería monumental, pero en Tom… Ahora Bill comprendía por qué su gemelo tenía tal fama, y por qué a cambio de sus servicios y cobro los rumores que corrían eran siempre positivos.

Mientras tanto, Tom llegó al coro, y su bata se abrió sobre el pecho, revelando el fruto de horas en el gimnasio y la piel bronceada que visitas repetidas a la playa habían conseguido.

Atrás quedó el apuro de Bill, que en cambio experimentó un cosquilleo en el bajo vientre y poco le faltó para derretirse en un charco maloliente cuando Tom se acercó a él, y todavía tarareando, le susurro:

Alles klar, Herr Kommissar?

Y sin previo aviso, unió sus bocas en un beso tentativo que puso fin al baile y a la música, pero que sirvió como pauta para Bill, quien le sujetó con una mano en el cuello y la otra tanteando dentro del albornoz, tocando piel, acariciándola, dejando una marca con sus uñas…

Conforme por el papel que le tocó desempeñar, Tom sólo se separó del beso cuando les faltó aire, y sin apenas aliento preguntó:

—¿Cuánto dinero exactamente trajiste contigo?

Con las pupilas dilatadas como pozos y deseoso de hacer reclamo absoluto sobre el cuerpo de su gemelo, Bill no se fue por las ramas.

—El suficiente para —con la lengua tocó el labio superior de Tom— que seas mío.

—¿Por hoy?

—Por siempre.

—Vale —accedió Tom con una sonrisa—. Ya veremos…

 

Al terminar, recostados en la alfombra frente al fuego y cubiertos con el albornoz que en algún momento había sido de uno de ellos dos aunque ninguno recordaba exactamente de quien, Tom volvió a sacar a colación el tema de su pago.

—¿Y bien? ¿Dónde está mi dinero?

—¿Aceptas cheques? —Bromeó Bill, y cuando Tom le pellizcó un glúteo, pidió clemencia—. Ok, ¡ok! Pero lo he dejado en mi maleta.

Dejándolo marchar, Tom yació plácido de espaldas y con las manos entrelazadas detrás de su cabeza, satisfecho no por uno, sino tres orgasmos, y dispuesto a hacerle un descuento especial a su gemelo si éste así se lo requería, pero no fue necesario cuando por fin Bill volvió, trayendo consigo un puñado de monedas que no hacían ni un cuarto de dólar.

—Vaya, no sé si sentirme ofendido o… —Tom bromeó, pero su gemelo se le unió a su lado y lo calló con un beso.

—Por si no lo sabías, sólo esto hace falta para llenar tu frasco. Has trabajado duro estos últimos años.

—¿Sí?

—Sí. Y… supongo que tendrás que empezar uno nuevo —dijo con calma, para lo cual después agregó—: Así que me gustaría ayudarte a llenarlo.

Tom se rozó con la lengua el piercing doble que tenía en el labio. —Suena como un plan, pero… No más bailes-…

—Ow, pero si me faltó ver en el tubo dando piruetas.

—… si antes no hay música —finalizó Tom con una media sonrisa ladina—. ¿Tenemos un trato?

Lanzándose a sus brazos y rodando con él en la alfombra, listos para un cuarto round, Bill consintió.

Tenían un trato y sería inquebrantable.

 

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