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Eine Kleine por Dragon made of Fullmetal

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EINE KLEINE

 ―fragmentos de una vida―

 II

 | INFRAVALORACIÓN |

 «Te amo aunque te odies a ti mismo; ¿tú me odias a mí también?».

 (Kenshi Yonezu, WOODEN DOLL)

XXX

Pesadillas, una noche de mal sueño, desayuno conformado por un café frío y un clima de igual temperatura baja: la mañana de su día libre, Roy Mustang estaba en pleno estado huraño.

Además de ojos verdes-azulados que, al encontrar lo que éstos miraban, de su mente no se disiparon.

El universo, sentía él, había diseñado un plan truculento desde antes que el amanecer se filtrase por las ventanas: las pesadillas fueron nebulosas, de trazos imprecisos y le confundieron hasta el punto en que nada de ellas pudo recordar. Aun así, Roy despertó con el corazón acelerado y con la violencia suficiente para alertar a quien lo acompañaba en cama. Roy deseó golpearse en el vientre por osar despertarle.

Su voz suave, una canción resonando en un mundo oscuro, fue todo lo que Roy necesitó para volver a respirar con tranquilidad:

―Puedo quedarme despierto contigo ―murmuró un Alphonse que, con sus ojos brillantes por la somnolencia y sus facciones tranquilas, lucía más esplendoroso y perfecto y digno de alabanzas de lo usual. Alphonse se acomodó en su pecho―. No... No tengo sueño ―el mentiroso más hermoso del mundo, pensó Mustang no sin humor.

Alphonse, cálido y a medio vestir y con el mero hecho de estar a su lado, consiguió tranquilizar un poco el errático corazón de Mustang. Roy presionó sus labios delicadamente contra la frente de Alphonse: fue como rozar seda.

―Duerme, niño: yo lo haré también.

No sucedió, por supuesto. Sencillamente no pudo conciliar el sueño...

... Sino hasta dos horas antes de sentir a Alphonse preparando el desayuno. Chistosísimo. Una ironía que no pensaba contarle a Alphonse, aunque al menos sentir el aroma de la comida resultó agradable.

La sorpresa fue evidente en su rostro cuando se encontró a Roy al voltear, pero, casi automáticamente y con una sonrisa que por su escasa cualidad alegre desentonaba en sus facciones de luz, Alphonse lo vio en sus ojos de manera casi literal, porque en la forma en que lucían se notaba que...

―No conseguiste dormir: tan sólo lograste dormitar ―Mustang se maldijo al no poder controlar un bostezo repentino y Alphonse rio con dulzura. Acarició sus mejillas con ambas manos, sonriéndole (la forma favorita de Roy de que le diera los buenos días), antes de volverse hacia la cocina una vez más―. Calentaré el café de nuevo, lo preparé antes de la comida y ahora está frío casi por completo ―Alphonse volvió a reír, un tanto avergonzado ahora, pues no era la primera vez que cometía tal despiste―. ¿Quieres pan tostado o...?

― ¿Y continuar fastidiándote como lo hice al despertarte con mi acrobacia? Ya abusé de ti lo suficiente, niño ―lentamente, Alphonse lo miró por encima del hombro. Era evidente que entendía y al mismo tiempo no. Ahora fue el turno de Roy de pronunciar lo que en la mente ajena habitaba―: café frío, de entre todo lo existente, no va a matarme. Siéntate, Al. Está bien así: tu café vale la pena en cualquier estado de cocción.

Alphonse suspiró al tiempo en que Roy tomaba asiento frente al comedor con una media sonrisa. Al lo conocía lo suficiente: intentar objetar demás estaba...

―Iré de compras, Roy: ya casi no tenemos huevos y Tama necesita leche ―dijo finalmente. Su voz emergió amena, infantil casi y el mayor se dijo que era eso lo que hacía que sus mañanas valieran la pena: escuchar esa canción que llenaba su organismo de tranquilidad―. ¿Te gustaría venir? ¡Ah, y no hay...!

Y Roy le habría respondido con serenidad, pero lo que sus ojos vieron, fugazmente, a su lado izquierdo lo paralizó antes de que le acometiera un fastidio creciente: la mirada negra se encontró de frente con su enemigo más vil, más despreciable y el más taimado.

Bastardo, ¡cómo se le ocurría aparecer justo ahora...!

La risita de Alphonse lo hizo despertar y cuando Roy viró el rostro para verle comprendió que éste, incluso desde el otro lado de la cocina, debía saber muy bien cuáles eran sus pensamientos acerca de lo que Roy vio del otro lado de la ventana.

Entonces ojos dorados le miraron (oro líquido y amor y gentileza) y labios se curvaron en una línea de perfección (rubor y música sellada y empatía) antes de que Alphonse dijera:

― ¿Vamos? Te prometo que, después de la lluvia, salir a caminar siempre vale la pena ―en contraposición al azul grisáceo que predominaba en la habitación, Alphonse brillaba igual que el Sol, casi dejando a Roy al borde de tener que aferrarse a la mesa en pos de no correr hacia él. Correr y entrelazar sus dedos y nunca soltarle.

Roy le sonrió: se le ocurrió que valdría la pena morir atravesado por balas tan innumerables como las estrellas si era Alphonse, y nada más, lo último que miraba antes de la oscuridad perpetua.

XXX

La bufanda roja (un regalo de Edward, que en opinión de Mustang, formaba parte de lo mejor que se le había ocurrido en años, quizás sólo superada por la vez en que se cayó de la escalera al reparar el techo) que Alphonse se colocó en torno al cuello contrastaba maravillosamente con su suéter azul marino: sin dudarlo, sería lo primero que la gente que iba por las calles notaría en él antes de elevar la vista a su rostro y, finalmente, quedar maravillados por completo. En el trayecto de cuatro cuadradas pasó más de una vez, de hecho.

Roy no dudaba que, de igual manera, debió ser esa mancha carmesí lo primero que Naín notó: y al percatarse de quien llevaba la prenda sus ojos no se alejaron, si bien a ratos, hasta que Alphonse y él ya regresaban a casa.

Naín: lo que vociferaron al chico desde los interiores de la tienda, haciéndole pegar un salto considerable (y bastante cómico). Un nombre... peculiar, sí, ¿pero quién era Roy para juzgar?

En su lugar analizó, no la elección de sus padres con respecto a cómo nombrar a ese muchacho que no aparentaba más de quince años, sí la forma en que Naín no dejaba de ver a Alphonse: ojos verdes, clavados sobre mejillas sonrojadas, intentando mirar en su dirección cuando el dorado se volteaba o reía o miraba a Mustang.

Entraron al establecimiento cálido, acogedor y tenuemente iluminado, donde Alphonse recorrió los pasillos seleccionando comida con la pasión de un niño y poco más de media hora después volvieron a casa los dos: su sonrisa imborrable era el testamento de que nada notó acerca de lo que provocaba en otros.

Alphonse siendo Alphonse.

De vuelta en la cocina de su hogar Mustang reflexionaba en todo esto y más, algo ausente a decir verdad, mientras observaba a Alphonse ordenando las provisiones compradas en la alacena de madera oscura: Al se encontraba sumergido en ese raro ritual suyo de ensimismada organización, la punta de su lengua asomando ligeramente de entre labios anhelados. El silencio era encantador pues lo compartían los dos. Mustang no dejó de mirarlo.

¿Acaso era algo que sólo ante sus ojos era una realidad o, efectivamente, todo cuánto Alphonse hacía era de naturaleza sublime y estética hasta el punto de dejar sin aliento a quien lo observaba?

Aun meditaba en ello, en efecto: Roy no estaba del todo seguro de que la palabra «celos» describiese lo que sintió ante ese muchacho de mirada brillante dirigida sólo a Alphonse. No lo fueron del todo al menos.

¿Acaso los celos provocaban una sorda tristeza que hacía vibrar tu pecho?

Suspirando con pesadez, abrió ante sí un periódico recién adquirido en una página aleatoria y sin fijarse en lo absoluto en su contenido: no le pasaba por alto que era un gesto infantil y que incluso él estaba concentrado en algo más, pero Roy no dudaba que la intuición sobrenatural de Alphonse le permitiría notarle lo pensativo en el rostro, por lo que cubrirse (de manera literal) resultaba vital.

Lo irrefutable del asunto destellaba con luz propia: el que Alphonse, su sola existencia, representaba el imán de ojos más potente de toda la historia. Ante Roy, el actuar tímido pero que casi rayaba en lo vehemente de Naín fue natural; Roy lo entendía en su vastedad y de ello nunca podrían nacer más que sonrisas.

Sí: lo hacía sonreír el encanto con el que Alphonse iba por el mundo, dejando detrás sólo estalas de calidez que se perdían en la marea sin color de las multitudes. Belleza sin final, que trascendían lo corpóreo, y que no precisaba de nada ni de nadie (ni siquiera del propio Roy) para ser. Así fue, era e iba a ser.

Era imposible no verlo a él hasta sentir que tus pupilas se desprendían.

Pero el sentir todavía le bramaba en el pecho, maldita sea: esta atracción que Alphonse despertó en alguien más lo estaba haciendo meditar, con franca profundidad, en que… ¿Qué…?

¿Tenía Roy derecho a estar con él?

―Roy, ¿podrías alcanzarme esa caja de galletas que está a tu lado, por favor? ―Alphonse se lo había pedido de repente.

El llamado, al aludido, se le antojó lejano: fue un sonido melifluo que se filtró de una realidad dorada y a la que él nunca podría adentrarse.

Porque Roy no merecía ser quien le amase.

¿Cómo podría?

Inmediatamente, naturalmente, Alphonse lo percibió ausente aun cuando no podía ver su rostro tras el periódico que los separaba.

― ¿Roy? ―preguntó, por el momento más curiosidad que preocupación.

El hombre reaccionó abruptamente, algo por supuesto nada común en él: Mustang miró a ambos lados, alterado, hasta que sus ojos lograron encontrar lo solicitado por Alphonse a la izquierda y se lo entregó casi arrojándoselo. Pero cometió una falla fatal en el proceso: sus ojos no se despegaron del periódico y no lo miró en ningún momento. Mal ahí, eh.

― ¡Gracias! ―Roy no necesitó verlo para saber que sonreía: su voz era miel espesa.

Y supo que se había expuesto ante él por completo.

Roy carraspeó, Alphonse comenzó a tararear a su lado, silencio y el transcurrir de unos minutos: cada uno siguió en lo suyo.

Sucedió: un cosquilleo delicioso en la piel le gritó a Mustang, a todos sus sentidos, que algo estaba sucediendo: ojos de dulzura y luz ambarina lo estaban viendo.

Giró su rostro y comprobó que su propia intuición tampoco le fallaba al encontrarse a Alphonse de pie a su lado, inclinado ligeramente en su dirección y con las manos detrás de la espalda.

Al verlo, Roy pensó que Alphonse lucía más como un niño angelical en lugar del muchacho de veintidós años que era en realidad, aquel que, aunque igual de celestial, a lo largo de su existencia había sido testigo de todas las facetas de locura y maldad, de dolor y crueldad que el ser humano es capaz de alcanzar. Y muchísimo más. ¿Existía, acaso, una cifra que definiese con justicia todos los horrores que Alphonse experimentó en carne viva, en alma expuesta, junto con aquellos que había sentido como propios al verlos reflejados en otros ojos? El ser sin defectos con el que compartía una vida observaba la suerte de periódico-escudo que Roy sostenía en las manos. Sonreía de una manera que aceleró el pulso de Mustang: se dijo una vez más que él no parecía real por lo magnífico.

― ¿Qué lees? ―le preguntó Alphonse, casi risueñamente.

Ignorando el martillar enloquecedor de su corazón, Roy abrió la boca: tan sólo mentiras brotaron.

―Una crónica común y corriente. Poco más ―no obstante, en su voz, prevalecía cierta sequedad implícita y Roy bien que lo sabía.

En contraste total, Alphonse sonreía con esplendor.

―Bueno, siento cierta curiosidad ya que no has cambiado de página en casi cinco minutos y, a mi parecer, tu velocidad de lectura es superior a esa cantidad de tiempo, ¿no lo crees, Roy?

El aludido contuvo un tic en el ojo lo mejor que pudo: pero nada logró hacer para evitar apretar el diario en sus manos. Mustang se preguntó por qué ocultarle cosas a Alphonse resultaba, cada vez, sencillamente imposible de hacer.

¿Qué había en el interior de esos ojos de otoño cálido que conseguían, siempre, ver a través de todo?

En la vida diaria de ambos como pareja, la nobleza predominante en su personalidad representaba la cúspide de las cosas que Mustang deseaba poder arrancar de su ser y acunarla en los brazos, resguardándola así de la humanidad entera con posesividad y recelo, pero en este preciso momento su actitud (dulce hasta el punto de hacerlo derretir) tan sólo lo empeoraba todo en su interior.

Alphonse, en el espejo, jamás encontraba perfección hecha humano: Roy llegaría hasta el extremo de indicarle cada facción sin defectos que conformaba su rostro.

La tristeza clavó un colmillo más en su corazón.

―Sucede, niño, que considero que las redacciones de calidad merecen una releída ―dijo.

Silencio llenando el aire, una vez más.

Era innegable ya: Roy Mustang era el imbécil más abismal del universo. Así se sintió, así que debía ser verdad.

Entonces, incapaz de soportar por más tiempo el sonido discordante de sus propios latidos, Mustang lo miró a los ojos por primera vez desde que habían retornado a casa: Alphonse lo miraba a él con una suave, relajada sonrisa, una que le decía con claridad que nada le estaba ocultando, que sabía con seguridad que él estaba enfadado por algo. Roy quiso tragarse todo lo que había dicho y pensado.

En su lugar, deliberadamente hundió la cara en el periódico una vez más, musitando un quedo «avísame si necesitas ayuda con algo más» y preguntándose con seriedad si sería posible quedarse oculto allí durante el resto del día, hasta que fuera capaz de encarar a Al nuevamente, aun si ello significase tener que perderse tanto el almuerzo como la cena.

Lo menos esperado (lo menos merecido) se suscitó: sin ningún tipo de aviso Mustang sintió como Alphonse, aun de pie, caminaba hasta posicionarse detrás de él.

― ¿Al?

Alphonse, dejando su barbilla caer gentilmente sobre cabello oscuro, emitió un suspiro feliz y relajado, tierno y exquisito. Roy pudo sentir el alzar de su pecho contra la espalda y reprimió el deseo insoportable de estremecerse a su ritmo. Algo en él le impedía dejarse llevar de la mano con Alphonse. Lo llamó una vez más, tan sólo para disimular su creciente nerviosismo.

―Alphonse, ¿qué haces? ―dijo, al tiempo que Alphonse, por detrás, rodeaba su cuello con los brazos con el cuidado de quien arropa a un niño amado. Su cuerpo entero estaba a merced de Alphonse ahora y Mustang sentía que le faltaba muy poco para caer. Decidió darse por vencido con su «camuflaje», dejando caer el periódico sobre la superficie de la mesa por las buenas.

Sonriendo, Alphonse eligió ese momento para volver a hablar.

―Sé que algo te está molestando y sé también que va un poco más allá de la mala noche que tuviste ―dijo, su voz adquiriendo un tono más suave, más compresivo y dulce: arrullador―. Vamos, General, puedes decírmelo.

¿Cómo resistirse a esa voz, calidez y ojos? ¿Cómo no anhelar fundirse con él hasta que ya nada más pueda separarlos?

Roy suspiró y, por fin, transmutó en la versión más entregada de su ser: acarició las manos de Alphonse que colgaban sobre sus hombros, deleitado con el calor de las mismas en contraste con lo frío de su propia piel. Roy jamás estaría a la altura de él. Alphonse respondió al instante y dedos se entrelazaron con magia y devoción: qué perfecto era todo.

Y cuán incapaces serían de continuar sin el otro.

―No es nada, Alphonse ―musitó apenas. Entonces, un poco de honestidad emergió―: nada que tú hayas causado.

―Aun así me gustaría saber... ―Alphonse lo susurró cerca de su oído y no hubo manera humana de controlarlo: la espalda de Roy se arqueó con ligereza contra el respaldo de la silla y el mundo entero se esfumó. Y Roy nada más deseó que perderse en esa realidad donde nadie más que Alphonse existía.

Despertó cuando sintió en la piel algo que lo hizo estremecer: los labios de Alphonse, quien ahora estaba sentado a su izquierda, depositando un beso en sus nudillos.

―Te escucho ―sonrisa que era dulzura y empatía dorada: Alphonse resplandecía con el simple acto de respirar. En ese momento Roy extendió una mano para acariciarlo sintiéndose rebalsado por sentires incalculables: su corazón todo lo confesó.

― ¿Qué ves en el espejo? ―ante la confusión en el rostro de Alphonse, Roy prosiguió―. Te diré lo que hay, Alphonse: tú no tienes defectos. Es lo que todos los ojos ven en ti, incluso los de personas que no conoces. Ojos... ―Roy desvió su mirada a la mesa, incapaz de mirarlo― que son más llamativos que los míos: ojos verdes de un chico joven y que tiene sus manos limpias, por dar un ejemplo. Hoy lo comprobé ―le ofrece una sonrisa amarga―. Tú eres todo. Y yo...

― ¿Tú qué? ―habló con calma, pero a la vez su voz sugería que le faltaba el aire.

―... Soy menos que nada. De entre todos los que existen, ¿no has pensado que no soy yo con quien deberías estar?

Se miran, nada más y ambos han olvidado cómo respirar, pues sólo el peso de esas palabras es una realidad.

Alphonse suspira pesada, calmadamente... Entonces en sus labios se pinta el esbozo de una sonrisa por ser ésta todo lo que su corazón adolorido es capaz de ofrecer.

― ¿Naín, verdad? ¿De él hablas? ―su sonrisa se expande un poco más; Alphonse aprisiona la mano que continúa posada en su mejilla―. Recuerda que llevo un tiempo visitando esa tienda: él es un chico amable, bastante tímido. Al que no puedo imaginar... pues, mirándome por la razón que sea, pero sé bien que tu intuición nunca falla ―se permite reír un poco―. Roy...

» Eres un tonto.

― ¿Cómo? ―pregunta Mustang. Roy siente que su corazón se ha paralizado tanto como él.

Por toda respuesta, Alphonse aproxima su rostro al de Roy hasta quedar un centímetro de distancia entre una frente y la otra. Otorga a su nariz caricias tiernas con la propia: caricias de piel contra piel que reparan cada fractura en la humanidad de Roy y sus labios de ángel oscilan sobre los de Mustang (delicadeza y tentación); los hombros de Roy se derrumban y su rostro se inclina sin remedio, entregado con ceguera a Alphonse, permitiéndole hacer con él lo que quisiera.

Aun en el medio de este estado, nublada su mente por el hechizo de las acciones de Alphonse, Roy lo sabe verdad: Al, perfecto hasta el final, siempre conseguiría derrumbar aquellos muros grises de frialdad aparente e inseguridades que, en ocasiones, Roy construía a su alrededor.

Sabe que tiene que dejar de hacerlo, pues los muros de cualquier tipo tan sólo crean distancias.

Ante Alphonse ser vulnerable no sería jamás un sinónimo de debilidad: era entrega total, y eso estaba bien, por ir de la mano con el amor.

Por encima de las caricias buscar sus ojos resulta natural: a esa distancia (o carencia de la misma, mejor dicho) los hermosos topacios que Alphonse lleva en el rostro en forma de ojos contienen tanto en ellos que, ah, parecen más capaces que nunca de devorarlo entero, algo que a Roy no le importaría pero que sabe ellos no harían jamás, porque nada en Alphonse estaba hecho para dañar.

―Que eres un tonto ―le reitera Alphonse, sonriendo sobre sus labios, dulzura latiendo con armonía en su voz. Mustang puede sentirla, esa peculiar (exquisita) electricidad recorrerle la piel: esa que le anuncia que lo que Alphonse está haciendo es demasiado para él, que dentro de muy poco no lo soportará más, que quiere tenerlo a él entero en este momento, ya mismo, ¡ahora...! Unir sus esencias en una sola. Alphonse continúa con voz acalorada―. Lo eres por darle tantas vueltas a detalles y personas que no lo tienen en realidad, Roy. ¡Porque somos felices juntos y sólo eso, ninguna otra cosa, importa...!

» Lo eres por infravalorarte tanto: cuando te miro lo encuentro todo.

―Todos te miran, Alphonse. Todo el tiempo ―Roy necesitaba que él supiera eso. Necesitaba que comprendiera de una maldita vez que él, ser infinito y dorado si los volverá a haber, podía tener en sus manos a quien fuera que se topase en la vida porque él era aquello que todos querían; que no tenía sentido, así pues, el que siguiera al lado de alguien como Mustang. Alguien que nunca sería suficiente―. ¿No te importa eso?

La manera en que Alphonse le responde es perfección: en las tinieblas que envuelven al mundo sus labios se encuentran. Vida inunda sus organismos.

Besarlo era lo que Mustang había deseado hacer toda la maldita mañana.

Al sentir sólo calor olvidan por completo que afuera prevalecen las multitudes sin corazón y la más indiferente adversidad.

Porque nada más posee importancia si el otro estaba.

Respirar se vuelve indispensable y al desconecte de sus labios le sigue el encuentro de los ojos: en el tiempo que han compartido juntos, aquello se había convertido en lo que más les significaba la tranquilidad absoluta, el contemplar de cerca el alma del otro.

Amor verdadero.

Se observan mientras intentan recuperar el aliento y ojos de tonalidades opuestas braman devoción.

―Sólo me importa cuando son tus ojos los que me miran ―le sonríe como lo que Alphonse es en la realidad: una criatura de divinidad. Ojos dorados lucen repentinamente acuosos―. Discúlpame si no hago lo suficiente por ti.

―Existes. Con eso es suficien...

Alphonse no lo deja terminar: moviéndose con una velocidad a la que Roy no dio crédito, instalado ya en su regazo, toma a Roy de la barbilla y no permite que el contacto visual se rompa.

Dorado es mundo y el mundo es dorado.

―Haré que veas lo que yo veo en el espejo, Roy Mustang.

Una sonrisa compartida: un beso gentil en la frente de parte de los labios de Alphonse.

Silencio.

―Pero sigo despreciando la lluvia.

Lo bendicen risas que son melodías en días nostálgicos.

Entender que en sus manos poseía lo necesario para hacer feliz a Alphonse: ¡aquello que debería hacerlo sentir feliz, agradecido y más!

Era lo importante, sí: poco a poco sería esto lo único que haría eco al mirarlo a los ojos, ya no la infravaloración de su ser.

―Con tu ayuda todo estará bien, Roy...

XXX

 

Notas finales:

♥♥♥ ¡MUCHAS GRACIAS POR LEER! ♥♥♥


 


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