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Espresso por kenni love

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La motocicleta ruge cuando Sirius acelera. El viento infla su chamarra de cuero y enreda su cabello. Es domingo, son las ocho de la mañana y Sirius nunca ha estado tan impaciente por llegar a misa.

Después de cincuenta y cinco minutos con veinte segundos, Sirius llega, por fin, a la casa de Remus. Como es de esperarse, nadie está en ella; pero Sirius estaciona su moto ahí y se baja, se quita su casco y se hace el cabello hacia atrás. Hay un par de personas caminando, todas vestidas para ir a la iglesia, y Sirius las sigue, desentonando un poco con sus botas de motociclista, su pantalón roto negro  su playera negra y, por si fuera poco, su chamarra del mismo color. No camina mucho y en menos de dos minutos está frente a una iglesia enorme, mucho más grande a la que su madre lo obligaba a ir, y más rústica.

Entra no muy seguro de qué hacer. Lleva años sin ir a misa, aunque nunca supo qué hacer en una. Su madre siempre lo obligaba a estar quieto, quedarse callado y no poner en vergüenza a la familia. Sirius camina entre las bancas, buscando con la mirada a Remus, esperando a encontrarse con esos ojos tan peculiares. El sacerdote sale y dan la indicación que la misa va a comenzar. Empieza a sonar la música que Sirius tanto aborrece y no tiene otra opción más que sentarse. Está a punto de hacerlo cuando le ve: justo enfrente de él, en el lado lateral de la iglesia. Remus tiene la mirada fija en el púlpito, con una cara de niño bueno, con el cabello pajizo de lado, bien peinado. Sirius lo mira con tanta intensidad, tanta fuerza, que Remus voltea y se encuentran, los dos, por fin, después de dieciocho horas de no verse. Sirius siente que algo dentro de él hace click, como si Remus fuera ese engranaje necesario para que su vida tenga sentido. Suspira por dentro, sonríe a modo de saludo y se sienta, sintiendo que flota, que levita.

La misa dura una hora y quince minutos, pero Sirius no lo nota puesto que todo el tiempo se la pasa viendo a Remus, desde lejos, como lo ha estado haciendo los últimos seis días. No aparta su mirada de él, y lo observa, lo estudia a detalle; analiza sus movimientos, sus expresiones, esa vergüenza que invade su rostro cuando ve de reojo y se encuentra con que Sirius lo sigue observando, feroz, hambriento, deseoso. Y lo mejor de todo, lo que hace que Sirius tenga un ligero atisbo de esperanza, es que Remus, el niñato mojigato con aire de modosito que no rompe ni un plato, responde a sus insinuaciones. Responde a sus miradas, a sus sonrisas, a las intenciones indecorosas que flotan alrededor de ellos, a esos movimientos de cabeza, esas mordidas de labios, esas enormes ganas de cruzar la distancia que los separa y besarse enfrente de toda la bendita iglesia.

Cuando la ceremonia termina, Sirius espera a que todos salgan. No pierde de vista a Remus, que camina junto a una señora un poco más pequeña que él, la cual, Sirius deduce, es su madre. Sirius no la puede ver bien, tampoco a Remus, hay demasiada gante. ¿Por qué a tantas personas les gusta ir a misa? Sirius nunca podrá comprenderlo. Por fin, después de lo que parece una eternidad, Sirius es capaz de caminar al exterior sin que nadie invada su espacio personal. Sale y busca a Remus, aunque no es tan difícil encontrarle. A unos cuantos pasos de la entrada principal (por donde Sirius entró), casi cerca de la entrada lateral, está Remus, y Sirius es capaz de verlo de pies a cabeza. Es la primera vez que lo ve sin su uniforme, y Sirius siente que se le seca la boca; traga saliva y se humedece los labios, haciendo todo lo posible por no tener una erección frente a los ojos de Dios. Remus es un ñoño en toda la extensión de la palabra, y Sirius jamás pensó que ver a un chico con suéter tejido a mano, camisa abotonada hasta el cuello y pantalón de anciano lo iba a poner tan caliente. Respira profundo antes de caminar, y antes de emprender la marcha Remus lo mira de reojo y sonríe, leve, casi imperceptible; pero Sirius lo percibe y esa sonrisa lo motiva a caminar hasta dónde están Remus y su madre.

-Hola -saluda Sirius, tratando de sonar lo más natural posible, como si no quisiera plantarle unos buenos besos a Remus en su carota de niño bueno. La madre de Remus, una mujer mayor (algo más grande que su adorada madre), con el cabello pajizo grisáceo recogido en un chongo, sonríe en respuesta al saludo de Sirius. Este se sorprende al ver la similitud que tiene con su hijo, puesto que su sonrisa y su mirada amable son exactamente iguales a las de Remus.

- Hola, muchachón. ¿Qué se te ofrece? – A su hijo, señora. Piensa, mirando a Remus, y este, de alguna extraña manera, lee las intenciones de Sirius y no puede evitar que su cara de ponga roja de la vergüenza. Sirius baja la mirada a la canasta que está en medio ella y su hijo, y ve la variedad de galletas que hay. Su estómago se revuelve hambriento, y es ahí que Sirius recuerda que no ha desayunado.

- Remus me comentó sobre sus galletas. – El mencionado entrecierra los ojos, y una sonrisa traviesa aparece en el rostro de Sirius. La señora frunce el ceño sin comprender y se voltea a ver a su hijo, el cual sigue mirando a Sirius acusadoramente.

- Ma, él es Sirius. Trabaja enfrente de mi trabajo. Todos los días compra café así que nos hicimos… amigos. – Esa última palabra la dice más como una pregunta. El estómago de Sirius se vuelve a revolver, esta vez no por hambre. Amigos. Resuena en su cabeza. Odia la palabra.

- Oh, ya. ¿Es el muchacho del que me habías hablado? – Remus no responde. Desvía la mirada y el rostro se le llena de vergüenza. Entonces, ha hablado de Sirius con su mamá. Remus ha hablado de él con su madre. Sirius no lo puede creer. Se pierde por un instante en el universo y deja que ese nuevo sentimiento, cálido y bello, se apodere de todo su cuerpo y lo regrese con suavidad a dónde están Remus y su madre.

- Sirius Black. Un gusto en conocerla. – Sirius extiende la mano y la señora se la estrecha.

- Hope Lupin. El gusto es mío, muchachón. – Sirius sonríe ante la calidez que la señora emana, parecida a la de Euphemia, la mamá de James. – Gracias por haber venido hasta aquí.

- Oh, no es nada. Remus me presumió que las galletas de su madre son las mejores y que tenía que probarlas. – Remus lo mira sin creer en la capacidad de Sirius para mentir. Suprime una sonrisa y se limita a entrecerrar los ojos, de nuevo, divirtiendo a Sirius.

- Ay, no es para tanto. Remus es un exagerado. – Hope ríe, deslumbrada por el encanto natural de Sirius.

- Lo dudo mucho, señora. Sus galletas se ven deliciosas. – Hope se apena, ladea la cabeza y ve de reojo a Sirius, un gesto muy parecido al de su hijo.

- Ya, suficiente con los halagos. -dice, pero Sirius está seguro que le encanta que la halaguen. – Agarra las galletas que quieras, yo invito.

- No, ¿cómo cree? – Sirius se hace el ofendido, y Remus no deja de verlo con esa mirada de incredulidad y asombro. – Le compro veinte galletas, ¿de acuerdo? – Hope se hace del rogar, pero al final acepta con la condición de que Sirius vaya a desayunar con Remus a la casa, ya que a este primero se le escapa decir que no ha comido nada en toda la mañana. Sirius no puede estar más que encantado, desayunar con Remus es como un sueño hecho realidad.

- ¿Estas segura mamá? – Hay un ligero deje de emoción en la voz de Remus, emoción que Sirius siente en cada fibra de su ser. -¿No quieres que me quede a ayudarte?

- Claro que estoy segura, cariño. Sirius ha venido desde tan lejos y el pobre no ha desayunado. Yo estaré bien sola. No te preocupes. – Hope sonríe, amable, cálida, y Sirius quiere santificar a la señora. No deja de agradecerle hasta que la pierde de vista. Y, FINALMENTE, está a solas con Remus. No es lo que ha planeado, pero está MUY satisfecho con el resultado.


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