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El lenguaje de las Flores por Dragon made of Fullmetal

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Notas del capitulo:

Escrito como continuación tanto de mi historia «El nacimiento de una Línea», como del drabble  «Línea» de la autora Jazmin negro. 

El lenguaje de las Flores

 III. MARGARITA

 » la inocencia, la pureza.

 .

Lo supo desde el primer momento en que las vio tras el escaparate, hermosas y sencillas, cuando iba camino a su oficina para otro día de insípida rutina y pretendió estar demasiado apurado como para detenerse a comprarlas en ese mismo momento en la bonita florería, pero las mismas llamaron su atención hasta el punto en que tuvo que detenerse a medio caminar tan sólo para observarlas: aunque no lo quisiera, aunque no supiera el por qué, no del todo, no completamente, Roy se compraría esas margaritas con las que sus ojos negros se toparon. Lo haría.

¿No sabía el por qué, en verdad?

Ja, mentira pútrida, como tantas otras que se había dicho a lo largo de su infame y maldita vida: por una razón en específica que era tan devota como retorcida, las margaritas le recordaban a él. Como casi todo lo que lo rodeaba.

―Y él ni siquiera lo sabe… ―risa lúgubre, desganada, rota por la eternidad; iris negras todavía clavadas ardientes en las flores―. ¿Qué pensarías de mí si lo supieras, Alphonse? ―dice para sí mismo, mientras comienza a alejarse al fin de la florería a paso lento, manos ocultas en los bolsillos de su uniforme militar azul.

Por fortuna, por suerte, por la dulce gracia de alguna clase de entidad divina que, tal vez, pudiera existir en realidad, Roy nunca conocerá esa respuesta: por años ha callado lo que siente por Alphonse y en años venideros su amor clandestino se quedará.

Eso lo jura.

Y las razones para callarse no estaban demás.

Y es que, sencillamente, Roy no sería capaz de soportarlo si ese chico de un momento a otro comenzase a verlo con ojos de, de… ¿qué, exactamente? ¿Qué reacción provocaría en su ángel de la salvación y la muerte el conocimiento de lo que Roy ha sentido por él desde hace tanto tiempo? ¿Se espantaría? ¿Pensaría que Roy ha perdido la razón, quizás? ¿Le tendría asco, odio, acaso?

Roy tiembla como una hoja solitaria a merced del más despiadado vendaval.

El odio de Alphonse sería su sentencia de muerte firmada con la tinta roja de su propia sangre. Es algo en lo ni siquiera quiere (se atreve a) pensar. Roy apura el paso por las calles medio vacías de Central, como si con ello consiguiera escapar de todo aquello que hace adolecer su corazón y su alma: y no funciona, claro, pues aquellos pensamientos que, en su mente, braman el nombre de Alphonse contra las paredes su cerebro una y otra vez, lo alcanzan, aprisionándolo entre sus manos negras que chorrean toxicidad y locura y éstos hacen lo que quieren con él. Como siempre.

Así pues, Roy piensa en él, en él y en él, infernal ciclo sin final el tener que limitarse a amar a Alphonse Elric únicamente con el pensamiento, hasta que su corazón anhela el dejar de latir si con ello consigue parar de sufrir.

Lastimosamente, es lo que Roy desea con más intensidad desde aquella lejana tarde de otoño en que miró a Alphonse a los ojos por primera vez: evaporarse en el aire como si nunca hubiera estado allí en primer lugar.

―Cobarde ―se dice, implacable―. Ni siquiera eres capaz de matart…

Frena en seco su caminar, con la piel completamente gélida y erizada y Roy se encuentra a sí mismo apretando sus manos en puños iracundos, temblorosos.

De pie en una esquina, mira fijamente la avenida frente a él sin mirarla en verdad. Roy libera entrecortadamente: era mejor ser precavido y no acabar esa frase, pues sabe muy bien que estaría entrando en terreno peligroso, en una suerte de campo minado personal, que estaría, sin dudarlo, poniendo un pie en ese tan familiar matorral de extensión infinita, aquel poblado únicamente por flores sin vida, de frondosidad excesiva y cuya superficie estaba recubierta por musgo negro de esencia fétida, ese matorral que eran sus pensamientos de esa tonalidad, los que apuntaban hacia esa (literalmente) lúgubre resolución; aquellos pensamientos y deseos de los que nada bueno podía surgir, no. Nada bueno en verdad. Roy se esfuerza, pone todo el empeño y pasión y entrega que todavía le quedan, en pos de no acabar en esa tierra de la desesperanza. No ahora.

Roy sacude su cabeza: hoy tenía trabajo, hoy tenía mil cosas que hacer en la puñetera oficina, cosas banales y desteñidas con las cuales podría darse el lujo de distraer su atención; no podía permitirse el estar pensando y sintiéndose así estando fuera de casa. No en ese lugar tan frío que era el mundo del exterior.

Pero oh, ¿si el dolor que se estrellaba contra su corazón como un martillo incandescente era de naturaleza tan abismal, tan atroz e insistente hasta niveles que tan constantemente lo dejaban al borde de la locura, de una intensidad que nunca disminuía, que tan insensato podía ser en realidad el desear mori…?

― ¡Basta!

Sin siquiera notar las miradas extrañadas que ha atraído al espetarse a sí mismo esa palabra, las de una madre y su hijo que, a su lado, esperaban el autobús, Roy comienza a caminar una vez más, cruzando una calle que es incapaz de reconocer: ya ni siquiera está seguro de en cuál calle se encuentra, ni cuán cerca está de los cuarteles, pero le importa una mierda, eso y todo lo demás; por ahora, debía enfocarse en no pensar.

Pero lo hace, al final: casi sin venir al caso, acude a su mente la imagen de esas margaritas que había visto hace unos minutos atrás, envueltas en un lindo papel de regalo color azul cielo. Por alguna razón, esta imagen lo… calma. Lo sosiega de la tan necesitada manera. Roy suspira, más tranquilo ahora con esa imagen en la mente y siente entonces que contra él se estrella una ola de alivio al reconocer dónde se encontraba al fin: le faltaban unas ocho cuadras para llegar.

Recuerda lo bonitas que eran en su propia sencillez: las margaritas, por naturaleza, carecían de la eterna fama romántica y pasional de las rosas, del hermoso positivismo visual de los bellos girasoles, de la palpable nostalgia que te provocaba el tener un ramillete azulino-púrpura de no-me-olvides en la palma de la mano, incluso. Pero vaya que sí eran hermosas.

Entonces, como en un instante de inspiración digno del artista que no era, Roy recuerda por qué es que esas flores le recordaban a él: Dios, era algo en lo que no pensaba desde hace años.

Y es que, desde el instante mismo de conocer a Alphonse, pensamientos de todos los matices que podían existir en este mundo (amor, pasión, miedo, locura, repulsión) han inundado su mente, lo hacen cada día, a cada hora, hasta el punto en que no lo soporta; mas Roy todavía recuerda, con claridad diáfana, una suerte de comparación que su mente moldeó en un instante de delirio máximo ocurrido hace varios años atrás; una comparación que casi lo avergüenza al rememorarla.

Lo pensó aquella vez, hace ya años atrás: la vez en que Alphonse intentó animarle al sugerir que fueran a caminar, la vez de los guantes rojos de invierno, la vez de la luz dorado proveniente del interior de su casa que delineaba su figura de forma artística, del brillo especial que de su piel y cabello y ojos y todo su ser emanaba, una que lo encegueció hasta el punto en que pensó que se volvería loco. Loco.

―Ya soy demasiado mayor para pensar de esta forma tan ridícula, pero…

¿Pero qué podía hacer al respecto?

Y es que la comparación, en aquel momento y todavía hoy, sin importar su infinito nivel absurdo, ridículo, chiflado, cursi, se sintió tan… ideal, tan dulce y correcta, reconfortante por al fin tener una respuesta, en el seno íntimo de su alma: una margarita hecha de cristal. Una margarita hecha de cristal…

Una margarita hecha de cristal.

Sí, fue eso lo que pensó, fue esa la comparación que su mente moldeó.

Porque Alphonse era la inocencia y la pureza y la cualidad etérea que simbolizaban la margarita. Porque Alphonse era la delicadeza y fineza y belleza del cristal.

Porque Alphonse era el ser-unión de perfección de ambos elementos coexistiendo, equilibrados, consumados, reunidos, realizados en la mayor creación humana de la que se tendría conocimiento jamás: él.

Así de perfecto (como si él fuese arte) y bello (como si él fuese una flor) e inalterable en su pureza (como si él fuese una margarita) y frágil (como si él fuese de cristal) era. Y más.

Margarita y cristal, cristal y margarita: iguales en lo que él sentía y se moría y mataría a quien fuese necesario si con ello pudiera expresarlo al mundo entero como el significado definitivo de Alphonse; palabras y definiciones y gritos de amor que Roy nunca, jamás, podría ser capaz de arrancárselas del pecho y pronunciarlas hasta quedarse sin voz.

Su estado de delirio le permitía verlos frente a él, en los pisos de las calles: fragmentos de cristal transmutando en pétalos de blanca pureza; pétalos que caían al suelo convertidos en cristal roto.

¡Una margarita hecha de cristal!

Sí, sí, ¡sí…!, eso, ni más ni menos, es todo lo que piensa: eso, para él, es Alphonse Elric.

Alphonse: ser sin defectos.

Alphonse: de cuerpo (sus ojos, sus labios, su cabello, su sonrisa, su piel, su risa) y de alma (sus pensamientos, sus emociones, sus pasiones, sus dolores) que definían lo perfecto.

Alphonse: superior a todo lo humano.

Alphonse: que al desplegar las alas de blanco que poseía en su espalda lo tomaba de la mano y lo salvaba del abismo, pero que también ha significado su perdición desde hace años.

Años en que su amor por él no ha flaqueado ni un instante.

Años en que, habiendo madurado Alphonse de los trece a los diecisiete, Roy seguía amándole como el primer día, desde aquel primer cruce de miradas.

En el medio de su cavilación exhaustiva que no es más que otro de los muchos métodos de expresar su amor-locura, Roy sonríe sin una pizca de alegría alguna; qué enfermo estaba. Cuánto.

Y qué poca importancia tenía ya. Cuán poca.

Esto no era vida.

Con la cabeza de nuevo en su lugar, a punto de doblar la esquina que lo llevará hacia su destino, él reflexiona un poco más: Roy, a veces, siente su piel descendiendo a temperaturas completamente gélidas ante la intensidad y demencia con las que idealizaba a Al.

Sí, Roy lo idealizaba en cada centímetro de lo que Alphonse era, esa era la palabra: ¿qué derecho tenía él a pensarlo como a algo más que un muchacho común y corriente, humano, con verdaderos defectos y flaquezas?

Y es que ni siquiera era su culpa, no del todo: porque, ante la tan tangible realidad de que jamás podría ser capaz de amarlo en total plenitud y libertad, todo él debía conformarse con entretejer fantasías y conceptos excesivos de los que Alphonse era el único protagonista, ideas de locura infinita teñidas de devoción podrida, esa que sólo podía brotar a montones de un corazón como el suyo, deteriorado por la aflicción; órgano que profiere latidos sin pasión.

Él ya no tenía salvación.

No era sano su pensar, su sentir y sus convicciones de adoración, maldita sea.

Algún día todos estos pensamientos, los que juraban que Alphonse era un ser de divinidad con alas tras su espalda, uno que este mundo no se merecería jamás, se lo devorarían de un bocado. Estaba loco en todos los abstractos sentidos de la palabra.

Pero oh, su corazón no puede evitarlo: no puede dejar de sentirlo y verlo como su ángel de la salvación.

Alphonse: aquel ser con el que se había topado en el momento menos esperado de todos cuando éste sólo tenía trece años; ese que, en la actualidad, contaba con diecisiete. Diecisiete.

Roy con frecuencia se asusta ante ese número: diecisiete. De trece a diecisiete años, sí, señor. El tiempo era, sin dudarlo, el peor enemigo del hombre. El tiempo nada lo perdonaba.

Y cómo no, cómo no podía ser de otro maldito modo, su cualidad etérea no se había esfumado en lo más mínimo en el proceso de maduración: Alphonse había mutado en un nuevo tipo de perfección, en la de un joven que todavía miraba al mundo con ojos bondadosos, de infinita luminosidad y que portaba en el pecho un alma sin manchas.

Alphonse: ser de perfección que todo lo desafiaba.

Y Roy era el maldito enfermo de esta historia que años transcurridos seguía amándole tal y como el primer día, desde aquel primer cruce de miradas: negro que se encontró con iris color plata, condenándose por la eternidad.

Nada le quedaba.

Ya frente a los cuarteles, Roy posa el pie en el primero de varios escalones de piedra que lo conducirían hasta sus interiores y después a su oficina y los engranajes crueles del mundo, aquellos que dictaminaban todo lo que carecía de alma, comienzan a girar: una vez más, rutina, rutina, rutina.

Esto no era vida, no.

―Me estás matando, Alphonse…

.

Noche.

Con vaso de whisky en mano, de cara a una de tantas noches de cruel insomnio y sentado en el sofá negro de su sala de estar, botas militares posadas sobre la mesita de la sala, Roy la observa con fijeza casi espeluznante: al final, decidió comprarse una única y solitaria margarita en lugar de un ramo entero, misma flor que llevó oculta, cual secreto vergonzoso, en el bolsillo interior de su abrigo oscuro. La misma yace, con humildad y sencillez, en un bonito florero color verde claro que Roy ni siquiera sabía que tenía en casa.

Mira la flor, sí y nada más. Nada. El mundo a su alrededor brama sólo silencio y soledad.

Condenación absoluta.

Y oh, en el medio de su locura y alucinaciones de amor provocadas por el alcohol y la aflicción que le latía en el corazón, el tener esa flor allí, en el centro de su mesa, se siente como lo más cercano que estará jamás a Alphonse…

Alphonse, su flor humana.

Y cuánto deseaba tan sólo dejar de respirar.

Puede oírlo con claridad: su lucidez y las últimas esperanzas de felicidad que le puedan quedar desintegrándose en el aire, cayendo, convertidos en menos que nada antes de tocar el suelo.

Y entonces, al fin, Roy se derrumba, se quiebra, se deja ser del modo en que más anhela liberar su debilidad: estrella desprolijamente el vaso contra la mesita de noche frente a él, consiguiendo que la misma tiemble junto con el florero y se hiere la mano con los fragmentos de vidrio roto y la sangre comienza a fluir de él hasta llegarle a la muñeca, creando caminos color carmín y se siente tan, oh, tan bien, pues él es un bastardo de mierda que se merece justo eso y más, muchísimos más heridas surcándole entero el cuerpo hasta que muera de desangramiento. Roy se lleva la mano no lastimada al rostro y aspira bruscamente a través de la nariz una y otra vez; intenta calmarse, sí, lo intenta en verdad, pero, pero… ¡pero, maldita sea…!

Ya no lo soporta. Ya no más. Roy maldice ante lo borroso que comienza a ver el mundo: llorar sería el colmo de todo, ¿a qué no?

¡Ya no puede más!

―Me estás matando, Alphonse ―musita apenas, su nombre un sonido apenas audible, como sintiéndose avergonzado de decirlo, de invocarlo a él, pues aquello que Roy jamás haría sería acusar a Alphonse por algo de que él ni siquiera tiene conocimiento, pero ya no puede más. Ya no―. ¡Me estás matando, me estás…!

Y sucede: el timbre de su casa suena una, dos, tres veces seguidas, con notable insistencia. Sea quien sea, ciertamente estaba ansioso.

Roy aparta su mano y voltea el rostro, mirando en dirección a la puerta principal, misma que observa a través del umbral sin puerta que conduce a la sala de estar. Se siente como si hubiera salido de un trance particularmente intenso, así que le cuesta creer que no ha alucinado con el sonido; el cuarto, quinto y sexto «ding» del timbre le dicen que no, que no está tan loco (todavía).

Suspira y se levanta de mala gana, un tanto avergonzado por la escena que ha montado en la intimidad de su sala: entonces, maldice al ver su mano. El dolor punzante que las tres heridas abiertas yacentes en su palma le provocan no le molesta en lo más mínimo, mas, no sería una buena idea darle la bienvenida a quien sea que estuviera en la puerta con la escena de su mano ensangrentada. Roy no estaba de ánimo para responder preguntas.

En estado de pánico, sucumbe ante una solución un tanto desprolija, pero que por ahora le tendrá que servir: con mucho cuidado, introduce su mano en su bolsillo derecho. Presto.

Ahora sí, se encamina hacia la puerta: y su corazón cae a sus pies, inservible e irrelevante en toda su proporción, cuando al abrir la misma se encuentra con el dueño y verdugo de su vida.

Justamente él. En qué momento, por Dios: era casi como si lo hubiera invocado retorcidamente con sus anteriores palabras.

―Alphonse… ―Roy trata de ocultar su pánico. Luego, tiene la lucidez suficiente para analizar la situación: es un poco tarde ya, la hora exacta de la cena, de hecho. ¿Qué querrá?―. Yo… ¿Sucede algo, Al?

De pie ante él, con su esplendorosa belleza de la que no era ni remotamente consciente, una que ya comienza a afectar a Roy tan sólo con verlo, Alphonse le sonríe con una debilidad que, a pesar de lo deslumbrado que se encuentra, Roy puede notar al instante y cree ver en sus ojos un esbozo claro de tristeza. Roy no puede evitar preocuparse un poco: verlo triste es el equivalente a mil heridas en su corazón, iguales o peores a las que tenía ahora mismo en la mano oculta (mano que, de hecho, elige ese momento para recordarle su lastimado estado con el pinchazo de dolor que hace viajar a lo largo de su brazo. Roy ignora el dolor de manera admirable). Nota entonces lo que Alphonse carga en sus brazos y por fin logra comprender la razón de su presencia ahí.

―Buenas noches, coronel ―dice Al, con voz afable, pero que también refleja un poco de tristeza. Inevitable: Alphonse es transparencia absoluta, espontaneidad. Nunca podía disimular nada, muy a su pesar―. Lamento en verdad molestarle a estas horas, pero tan sólo deseaba devolverle los libros que me prestó: aquí están los cinco, señor ―su sonrisa se expande un poco y en sus ojos se hace presente un brillo de ánimo. Dios, qué hermoso era…―. Los adoré: muchas gracias, señor. Yo… amo este tipo de historias desde que era niño… ―Alphonse inclina un poco su cabeza, sin dejar de mirarle; su perfección, así, logra alcanzar su punto mayor―; no hay nada más hermoso que un final feliz, ¿no lo cree así?

Sin decir nada, Roy lo mira.

Entonces, tan glorioso como el alzar del Sol en la cuna del cielo, una sonrisa honesta se despliega en su rostro: con su sola presencia, con un par de palabras cálidas, Alphonse ha logrado sanar un poco su alma.

Así de fácil: cualidad de ángel, sin dudarlo.

Roy echa un vistazo rápido al cielo estrellado que se expande sobre ellos, sonriente, sintiéndose feliz de repente, ligero por alguna razón, antes de retornar sus ojos a él. No, la razón era clara, en realidad: pues Alphonse estaba ante él.

Alphonse…

Una vez más y contando, Roy se deja encantar por su belleza sin límites. Y es que Alphonse, en este momento, no hace más que mirarlo de vuelta bajo el cielo nocturno, pero su presencia es capaz de superar todo lo terrenal. Todo y más.

Y cuán triste era que semejante amor estuviera condenado a permanecer en las sombras.

Roy habla al fin, sonriente aún, pero repasando en su interior toda la infinidad de locuras que sería capaz de hacer en pos de poder gritarle lo que siente: cuánto lo desea…

Cuánto.

Pero no. No.

Ya no podría importar menos, ya no podría ser más irrelevante lo que siente.

Su oportunidad se evaporó en el aire antes de poder poseerla en sus manos en realidad: se evaporó en aquel entonces, hace años ya, ante el abismo de la edad; se evaporó, ahora, ante la realidad de que ese corazón nunca le podría pertenecer, no a él, porque…

―Concuerdo, Alphonse: lo son en realidad. Suelo consumir otro tipo de literatura, pero pase un buen rato leyendo esas historias, he de decirlo ―Mustang le sonríe con honestidad, conmovido por un motivo que sólo él sabría; cuánto lo amaba, maldita sea. Cuánto, cuánto, cuánto―. Y sabía que las apreciarías de igual manera, así que me declaro culpable de habértelos entregado con el único motivo de que te conmovieran ―se ríe: risa honesta, que alivió su corazón, al igual que la presencia de Alphonse ante él―. Me alegra sobremanera que disfrutaras esos libros.

De nuevo, hay cierta debilidad presente en la sonrisa que Alphonse le ofrece: entonces la misma cae y, como si decidiera ya no aplazar más lo que en verdad tiene en mente, Alphonse habla.

Habla y demuestra, una vez más, que había que tener cuidado con él: su acertada intuición sería por siempre su alma más letal.

―Gracias en verdad, coronel. Yo… eh ―Alphonse traga saliva, se humedece los labios. Roy, auténticamente, no logra ver a través de él y saber así lo que siente―. Realmente no deseo inmiscuirme, señor, pero, ¿se encuentra usted bien…? Escuché algo, como vidrio quizás, rompiéndose y me… preocupé. Por eso toqué de ese modo el timbre, lo siento ―Alphonse entonces eleva la vista y lo mira de manera anormalmente seria tratándose él, como si, al verlo a los ojos, deseará poder ver en ellos si está siendo honesto en verdad―. ¿Está todo bien?

Roy lo mira: en cuestión de segundos estalla en carcajadas. No puede evitarlo, maldita sea, ¡no puede evitarlo! ¡Y es que todo era tan triste que se volvía gracioso!

¡Sí!

Alphonse abre los ojos a más no poder y se sonroja profusamente. Teniendo que ignorar lo hermoso que se ve bañado por el rojo, Roy se apresura en ponerse su máscara, sí y se explica para que Alphonse no tenga razón alguna para sentirse avergonzado.

―Alphonse: eres demasiado gentil para tu propio bien, ¿sabías eso? ―luego, procede a decir una asquerosa combinación entre mentira y verdad―. Compré unas flores y dejé caer el florero por accidente: no hay necesidad de preocuparse, en verdad ―Roy lo mira con la devoción que sólo Alphonse le podía inspirar. Alphonse, notando esto y confundiendo el sentir con simple amabilidad, siente que no necesita nada más para sentir sus palabras como verdad. La máscara había funcionado una vez más―. Pero… te lo agradezco. Es bueno saber que se preocupan por ti.

» Gracias, muchacho.

Roy piensa de nuevo en su mano lastimada y casi se odia por haberle mentido. Casi.

Alphonse merece honestidad: mentiras cobardes, que cubrían como mantos negros la verdad de lo que él sentía, eran todo lo que Roy, por obligación, podía ofrecerle.

Y, mientras, Alphonse no ha dejado de sonreírle, angelado a más no poder.

―Entiendo, señor. Menos mal ―se sincera, la sonrisa más dolorosamente dulce de la historia en los labios: y el corazón de Roy se vuelve loco al comprender que Alphonse lo aprecia de verdad.

Lo aprecia. Lo aprecia… Roy nunca lo había sentido tan verdadero como ahora.

Nunca le había sabido más dulce en la boca.

Pero, acaso, ¿sería suficiente, para Roy, tan sólo con eso? ¿Le bastaría a su corazón?

¿Podría ser capaz de vivir así?

Una revelación.

El panorama desolador que era su vida hasta ese momento cambia: Roy siente por primera vez en mucho tiempo que sale el Sol.

Alphonse, por su parte y sin ser consciente de nada en lo absoluto, procede a entregarle los libros al fin: Roy se maldice por casi sacar su mano lastimada del bolsillo en un acto reflejo. Cargar cinco libros con una sola mano no era fácil, pero él mismo había provocado esa situación. Ni modo.

Sucede y el corazón de Roy casi muere de la pena, casi renace a causa de la felicidad más absoluta de todas, porque reafirma su reciente convicción: Roy recibe con su mano buena los libros y Alphonse, cálido, dulce, hermoso, infinito y colorido, cubre con su mano la de Roy, por debajo de los libros; le da un apretón leve pero altamente significativo que casi desarma a Roy.

Sus pieles se rozan, quizás, por primera vez, pero sin dudas no habrá una segunda.

Pero la realización todavía late en lo profundo de Roy y en una suerte de conexión absoluta, Alphonse sólo se lo termina de asegurar con lo que dice.

―Coronel… sólo quiero que sepa que, de niño, yo sentía mucho aprecio por usted, ¡y ese aprecio prevalece hasta el día de hoy, exacto! Lo admiro como no tiene una idea y quiero que no dude que… que puede confiar en mí. Quiero que me considere un amigo, si no tiene problema con ello.

» No importa lo que sea, prometo que estaré ahí para usted aun si es sólo para escucharle, si alguna vez las cosas no están bien.

» ¿Me cree, señor?

Finaliza sus palabras otorgando un último apretón a su mano y Alphonse la retira: gesto que rebozaba la misma, idéntica dulzura de aquel toque en el hombro de antaño de parte del Alphonse de trece años, cuando le preguntó: «Coronel… ¿le ocurre algo?».

Nostalgia que laceraba.

Alphonse lo mira con una sonrisa. Por un momento, Roy tan sólo lo observa en silencio.

Pero oh, inevitable es el estar esbozando una sonrisa: Alphonse conseguía hacerle feliz con tan poco… Incluso si, al mismo tiempo, le ocasionaba daños que en el seno del corazón que nunca tendrían reparación.

Porque las palabras de Alphonse, sin importar que tan honestas y sentidas y maravillosas fueran, dolían cuando, por su parte, Roy estaba dispuesto a entregarse entero a él. Cada parte de lo que era, hasta el final.

Aprecio y amor no eran equivalentes, no.

Pero, quizás…

Todavía sonriendo, Roy se encuentra a sí mismo cediendo ante un impulso del corazón, ante el anhelo insoportable de sostener el mínimo contacto con Alphonse aunque para Roy tan sólo esto nunca vaya a ser suficiente: dejando los libros en la mesita de madera café en la que suele colocar sus llaves, misma que yace al lado de la puerta, se apresura en posar su mano en el hombro de Alphonse; esta vez, es su turno de otorgar un apretón. Los ojos de Alphonse centellean de manera especial, etérea y su sonrisa crece hermosamente, porque lo ha entendido: «sí» en lenguaje corporal. Roy retira entonces su mano, intentando que la misma no tiemble demasiado.

―Amigos ―musita Roy finalmente y aunque es consciente de que esa única palabra no es mucho ante todo lo expresado por Alphonse, cada palabra un regalo eterno y resplandeciente que Roy atesorará por siempre en el alma, Roy sabe que sí, que Alphonse lo entiende a la perfección. Eso es lo que le dice la sonrisa y la emoción plasmada en los ojos del menor.

Sí: después de todo, era una cualidad propia del ángel que era el entenderlo todo sin necesidad de palabras, algo que Alphonse, en repetidas ocasiones, ya había demostrado tener.

―Gracias, señor. Gracias…

Los hombres se miran y todo está dicho: por esta noche, ya no había más por hacer.

Las cosas prevalecerían igual que siempre: uno de ellos retornaría a su vida normal ignorando el inmenso significado que tenía en la vida del otro y ya.

Así sería en esta historia, por desgracia.

―Bueno, señor, no pienso molestarlo más ―dice Alphonse finalmente. Luego, mirando ahora a Roy con una sonrisa repentinamente apenada, se sonroja de nuevo en su presencia―. Yo… de hecho, no venía únicamente a traerle de vuelta sus libros, aunque ya casi creo saber la respuesta que me dará, señor. Quiero decir, también quería, ah…

Para Roy resulta tan fácil adivinarlo…

―Tu madre y tú son siempre excesivamente amables al invitarme a cenar, Alphonse ―le dice Roy con gentileza― y con gusto he aceptado todas las veces anteriores, más aun sabiendo el fastidio que siempre le provoco a tu hermano con mi presencia, pero me temo que esta vez tendré que declinar: no sé si ya lo había mencionado antes, pero mañana muy temprano parto a una ciudad un tanto lejana a atender un asunto de la milicia. Necesitan a este viejo militar allá ―ríe divertido ante sus propias palabras―. Desafortunadamente tendré que ir a la cama temprano en pos de madrugar. Será un largo viaje y me veré obligado a permanecer fuera de Central cerca de una semana ―omite, por supuesto, el hecho de que probablemente hoy sería incapaz de dormir, pero luego se le ocurre agregar algo que era cierto―. Ya cené algo, aunque ciertamente humilde, además. Agradécele a Trisha de mi parte, ¿de acuerdo? Y por favor dile que desde la distancia estaré añorando su estofado.

Alphonse profiere una risilla ante lo último, así como ante el comentario sobre su hermano.

―Lo imaginé, señor. Usted sí lo mencionó la última vez que estuvo en casa ―sonrisa dulce y resignada.

En ese momento Roy le pregunta algo que, para Alphonse, podría interpretarse como casual, como sencilla educación, pero que para Roy significaba auto-clavarse una estaca en el corazón.

Haciendo el masoquismo a un lado, necesitaba recordarlo: a veces, necesitaba recordarse el por qué, en la actualidad, cuando la línea que los separaba ya no era a causa de la edad, Alphonse estaría eternamente a países de distancia de él: porque la naturaleza de la línea, en la actualidad, era otra.

Todo dolía.

― ¿May cenará con ustedes, Al?

Alphonse se sonroja de nuevo y libera una risita nerviosa, llevándose una mano tras la nuca.

―S-Sí, así es, señor ―y en la forma tímida en que observaba el suelo, en la sonrisa soñada que se formó en su rostro, Roy pudo ver con claridad en quién pensaba, pudo ver quién le provocaba tal... felicidad.

May: la chiquilla de belleza extranjera, ojos color noche y cabello de cascada oscura.

May: la única persona, además de Roy, cuya totalidad del corazón yacía en las manos de Alphonse.

May: su novia. Su novia.

Y es que sí, esa era la realidad. Lo sería.

Antes: intocable, por siempre condenado a observarlo de lejos, a causa del abismo de la edad.

Ahora: inalcanzable, pues su corazón jamás le pertenecería a él, por yacer en las manos de alguien más.

La línea seguía ahí, intacta, pues ellos jamás estarían del mismo lado.

Roy sonríe a modo de respuesta, sencillamente porque nada más le quedaba en la vida.

―Bien: disfruta tu cena, Alphonse. Gracias por visitarme, muchacho.

Alphonse le sonríe de manera resplandeciente. Asiente.

―Buenas noches, coronel ―voltea y da sólo dos pasos cuando la voz de Roy, llamándole, lo detiene.

―Alphonse.

Cuando Alphonse lo mira por encima del hombro con ojos curiosos, Roy se toma ese único momento para apreciarlo, para devorarlo con la mirada: Roy examina sus facciones, su belleza excesiva, su alma misma haciendo latir sus pupilas. La sola existencia de Alphonse es algo en lo que adora y adorará perderse por la eternidad: bajo la luz de la Luna y las estrellas, todo aquello que conforma a Alphonse luce perfecto. Perfecto.

Él es un sueño. Él es un ángel en la Tierra. Él es todo lo que Roy ha querido desde el momento mismo de haber venido al mundo.

Él es todo lo que en esta historia Roy nunca, jamás, podría tocar.

Entonces, en un momento de rendición absoluta para con la vida, ruega al cielo que, quizás, si no es en ésta, en otra realidad sí tenga el derecho, la divina posibilidad, de tomar a Alphonse en brazos y susurrarle al oído todo lo que se le inunda del alma.

Ruega al cielo que, en otra realidad, ellos estén destinados a ser.

Ruega al cielo que, si no es ésta versión de sí mismo la que podrá ser feliz con Alphonse, que otra pueda serlo: eso y ninguna otra cosa más haría que todo valga la pena.

Y la valdrá: pues en otras realidades la justicia ha triunfado.

― ¿Harías algo por mí, Alphonse? ―es la pregunta. Antes de que Alphonse pueda proferir una respuesta, Roy continúa―. De ahora en más, llámame «Roy»: eso es lo que hacen los amigos.

La sonrisa que se expande en su rostro, resplandeciente, mágica, perfecta en toda su extensión, casi consigue acabar con él de una vez por todas, casi, pues lo que sí consigue hacerlo arder en llamas hasta las raíces mismas de lo que es, lo que sí consigue hacer que una fiera de amor y demencia se desate en su pecho sin ataduras que puedan detenerle ya, es la forma en que Alphonse pronuncia su nombre: Roy jamás pensó que el mismo fuera capaz de sonar tan… angelado. Tan fuera de este mundo. Tan sin defectos.

Tan él.

En boca de Alphonse, todo lo existente mutaba en maravilloso.

―Roy ―pronuncia Alphonse, con una voz de encanto sin final de la que ni siquiera se sabe poseedor y la misma es un bálsamo de dulzura infinita para el corazón de Roy. Le significa la salvación. Alphonse sonríe como el ángel que innegablemente es; con sus alas de blanca pureza desplegadas a lo largo de un cielo azul, envuelve entre ellas a Roy, protegiéndole del mundo entero y consiguiendo salvarle de su vida de eterna aflicción y ni siquiera es consciente de ello. Ni lo será―. Descansa.

Alphonse se marcha bajo el cielo salpicado de estrellas y se lo lleva todo con él. Todo.

.

En la soledad íntima de su hogar, Roy apoya su espalda contra la puerta y estalla en risas histéricas. Luego, las mismas bajan de nivel y trasmutan en sonidos entrecortados que, ¿puede ser?, se asemejaban a sollozos carentes de lágrimas derramadas. Roy permanece así un minuto entero. Necesita liberarse un poco.

Cuando al fin se calma, cuando al fin algo de paz roza sus dedos gentilmente contra su corazón, se encuentra a sí mismo rememorando ese rayo de luz que encontró hace unos minutos atrás, al analizarlo todo desde otra perspectiva y mandar a la mierda misma el dolor que todo lo nublaba, siendo así más gentil consigo mismo; Roy se aferra a éste fragmento de esperanza con desesperación.

La salida del Sol que significó comprender que, aunque nunca sería correspondido en la plenitud de su sentir, no todo era desolación y muerte en el terreno de su vida, no, ¡no!, pues en el corazón de Alphonse él tenía un lugar concreto y existente. Lo tenía.

Y eso era todo lo que Roy Mustang pedía.

Alphonse lo veía, existía ante sus ojos de perfección, pues Roy poseía en sus manos los lingotes de oro que eran el aprecio y admiración otorgados por el gentil corazón de Alphonse Elric: Roy descubrió, con una alegría (¡alegría!) que desde hace tiempo no sentía, que aquellos eran los tesoros más grandes que había sostenido entre sus dedos. Era su deber valorarlos por lo que eran.

¿Podía quedar esperanza para él, quizás?

Porque esto no era conformarse, esto no era algo que, jamás, debiera tomar en vano: él tenía significado para Alphonse.

Roy se estremece; no puede creer que le ha tomado tantos años infernales comprenderlo así.

Qué ciego había estado.

Cuánto dolor había experimentado.

Y cuánta esperanza sentía ahora por el futuro.

No un futuro que le prometiera un amor que, sabía bien, Alphonse jamás sentiría por él: sí un futuro que, en cambio, le susurraba promesas de una vida mejor.

Mejor, sí: ya no más aflicción devorándole día y noche.

Ya no más auto-compasión de mierda, no, pues ya no tenía nada que anhelar: Alphonse ya se lo había dado todo con aquel pedido de amistad.

Y de pronto, al encontrarla en su corazón, Roy inmortaliza la verdad haciendo uso de sus cuerdas vocales, al anunciarla con gloria y orgullo infinitos al mundo: aquella verdad que, se promete, de ahora en más batallará en pos de que sea lo que reine en su vida, aquel primer pensamiento con el que se despertará todo los días, en pos de que le dé fuerzas.

En pos de que le permita vivir, al fin, con paz en el epicentro del alma.

Porque ya basta de sufrir: basta. ¡Basta!

Basta, Roy. Basta.

La verdad, dulce, reconfortante, aquella que le devolvió su vida y que apreciaría hasta el último de sus días, era que…

―No importa qué es lo que sienta él por mí: si significo algo para Alphonse… Estoy a salvo.

» Podré seguir.

Esperanza, al fin. Paz, al fin.

...

 "Oh, the past it haunted me

Oh, the past it wanted me dead

Oh, the past tormented me

Oh, the past it wanted me dead

Oh, the past it haunted me

Oh, the past it wanted me dead

Oh, the past tormented me

But the battle was lost

'Cause I'm still here".

(Sia Furler, I'm Still Here)

Notas finales:

Bueno, esto ha sido todo: esto marca el final de todo lo que Línea me significa, finalmente. 

Finalmente.

Y, de nuevo, aunque costo que me saliera por motivos que me superan, estoy feliz. Lo estoy. Esperanza, siempre.

Este es el final.

Depende de vos el resto, Mustang. 

Espero que estas tres historias que les ofrecí no hayan sido tan desastrozas: de corazón lo espero.

Las tres no son lo mejor que he escrito, pero de mi alma salieron. Eso sin dudarlo. Y lo que intente con todas ellas permanece intacto. Lo hará.

Gracias a ustedes, siempre... ¡Gracias!

:')


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