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¿Qué es lo que deseas? por chibibeast

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Notas del capitulo:

Edades: Kai -> 20

Ruki-> 18

Uruha-> 6

 

¡A LEER!

II

 

Seis años transcurrieron, no había vuelto a verlos ni escuchado de ellos. Después de que hubiese caído inconsciente debido a la pérdida de sangre, no recordaba más. Cuando despertó, un lacerante dolor recorrió cada parte de su cuerpo, era como si le hicieran otra vez la misma herida. Una voz conocida le hizo volver en sí, Masakuni se encontraba a su lado, cuidándole en su precaria condición. Su mente se despejó, procesando lo ocurrido: Ya no tenía familia, no pertenecía a algún clan, … ya no era un samurái. Su maestro le explicó a detalle lo sucedido durante su desvanecimiento: De alguna manera, Yuu logró hacerse con su cuerpo, sacándolo de la fría nieve, le llevó hasta la casa del herrero, donde le limpiaron las laceraciones y le untaron ungüento hecho a base de hierbas medicinales; una carta con su nombre escrito fue dejada al costado del futón. 

Desmedido el desconsuelo que nubla tu mente al despertar.

La congoja apretada dentro de tu pecho desaparecerá una vez la verdad sea proferida.

El carmín que tiñe tu pesadilla será opacado por la plata y el oro de tu sueño.

Era un mensaje vago, pero supo interpretarlo. Su hermano sabía que despertaría confundido porque aún continuara con vida, además, de haber sido apuñalado por él y reducido por su padre. Él quería que supiese que no le dejaría morir, bajo ninguna circunstancia; engañó al clan, rompió un sin número de reglas permitiéndole cumplir su ambición. Aquel recuerdo de ser objetivo de los filos mortales se reproduciría durante muchos años, sin embargo, el metal fundido y el valor de sus elaboraciones le reconfortarían, haciéndole olvidar poco a poco el pasado.

 

 

 

 

 

 

 

 

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La inmortalidad es inalcanzable para el ser humano.

Uno tras otro caían, ya sea a mano de los rebeldes o debido a la epidemia incurable que asechaba a los distintos pueblos a los que viajaban. Discípulo y maestro visitaban aquí o allá, aumentando sus conocimientos, poniéndolos en práctica.

Acababa de conseguir materiales para una nueva forja, entró feliz a la pequeña casa en la que se asentaron durante unos meses, pronunció el nombre de quien le acogió bajo su ala, sin obtener respuesta. Puso los objetos en una mesilla, se encaminó al exterior, hacia la choza donde realizaban el trabajo, supuso que allí encontraría al hombre y así fue. La figura de Masakuni yacía tirada en el piso, con los ropajes desarreglados, salpicados de sangre y los ojos abiertos a la nada; el lugar era un desastre, estaba destruido, les robaron las cinco tachi que con gran esfuerzo y dedicación habían forjado juntos. 

Esa fue la segunda vez que una parte de sí se hizo ceniza.   

Lágrimas amargas emergían de sus ojos, descendían por sus mejías hasta mojar la tierra bajo sus pies. Se alejó de la tumba improvisada, no podía despegar la mirada de sus manos sucias, con ellas enterró la última reminiscencia de su ayer.

 

 

 

 

 

 

 

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Era un joven de 20 años, cruzando solo de pueblo en pueblo, tratando de darse seudónimo como herrero, llevaba un saco con sus pertenencias, que cuidaba con recelo de aquel que se acercara. El dinero le escaseaba, el estómago le rugía feroz, sus getas no aguantarían un paso más.

Gracias a todos los seres divinos, una amable anciana le ofreció asilo en el ryokan del que era dueña, a cambio de ayuda atendiendo a los clientes y otros servicios en los que se le necesitara. Aceptó sin pensarlo, podría descansar. 

Iba cargando una cesta, recién terminaba de lavar las sábanas, puso esta en el suelo, colgando las telas en el alambre atado de un árbol a otro. Tarareaba una melodía que escuchó hace mucho, de repente, oyó a ciertas mujeres quejándose de que sus esposos la pasaban afuera hasta horas insanas preparándose para algún tipo de concurso que ofrecía gran cantidad de dinero al ganador. Rápidamente, terminó el encargo. La curiosidad le carcomía. Se acercó a las féminas, quienes, encantadas ante el apuesto y cortés joven, dieron rienda suelta a su aguda lengua. Dicho concurso era nominado por el clan de guerreros más poderosos del pueblo de Sawara, la finalidad de esto era reunir a cuántos hombres atrevidos y poner a prueba sus habilidades al forjar tal espada, cuya descripción fuese etiquetada con las palabras “bella” y “mortal”. Lo decidió al instante, sería partícipe, conseguiría el premio, conseguiría reconocimiento. Aunque lo importante no era la apariencia, ¿quién era él para contradecir al portador de semejante arma?

Llegó a un acuerdo con la anciana, usaría su tiempo libre, sin descuidar las demás tareas. Le indicó una caseta al final del terreno, al abrir las puertas vio con sorpresa instrumentos de fragua. 

—Puedes utilizar los elementos que quieras, hay suficientes para realizar esa locura en la que piensas. —dijo ella, alentándolo. 

—¿Por qué tiene esto? 

—Mi difunto esposo. —fue la única contestación. 

Quince días era el tiempo límite a presentar las creaciones, nueves días restaban cuando fue a inscribirse al sitio indicado. Apenas, diez nombres se listaban. El sujeto, quien le registró, no escondió la burla y escepticismo al saberle tan joven. Le demostraría a los asistentes y competidores de lo que él era capaz. 

Pasaba el día atendiendo el ryokan. Las noches, pasaba en vela, martillando, moldeando la hoja ardiente al rojo vivo, agregando detalles al asa y haciendo patrones a la funda. Esperaba vencer, hacerse con el dinero… anhelaba con todo su ser que su mayor creación fuese tan valiosa para su próximo amo como lo era para él.

 

 

 

 

 

 

 

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Los días de espera concluyeron.

Los diez participantes estaban presentes, sostenían las espadas firmes con ambas manos, horizontalmente, permanecían de pie frente a los integrantes del clan Kashide, de los cuales tres probarían la utilidad de las herramientas. El dōjo era enorme, tenían equipos de practica estupendos; si no hubiese renunciado, le gustaría luchar con ellos. Yutaka parecía un adolescente, en comparación a los otros hombres, cuyas edades rondaban de los veintiocho en adelante.

Se alzaban wakizashis, tachis y uchigatanas.

Les llamaban por número, según se hubieran registrado, eso significaba que Yutaka sería el último. Cada vez que alguien era llamado, su nerviosismo acrecentaba. La lámina era tanteada en muñecos de paja que simulaban la complexión humana, en madera y en combate real. Cuatro no aprobaron la primera prueba, tres no aprobaron la segunda, dos aprobaron la tercera prueba… momentáneamente. Faltaba la presentación de Yutaka: un wakizashi de 50 centímetros de largo, filo muy fino, la decoración del asa era de color verde pálido y centro amarillo, la decoración de la funda consistía en el color negro reglamentario y un cordón rosáceo trenzado al inicio con borlas colgando. Avanzó un paso, agachando la cabeza y ofreciendo la cuchilla. Eligió un arma de corto alcance, debido a la necesidad de traer siempre protección; convivió con samuráis, lo entendía, tenían que estar preparados desde el amanecer hasta el anochecer, las espadas cortas les ofrecían esa ventaja. Claro, en el campo de batalla eran un respaldo, dado el caso de perder la defensa principal de largo alcance. 

El militar se notaba dudoso, era el único wakizashi de los presentes, pensó que el muchacho enfrente suyo no sabía lo que hacía; lo tomó dándole la mínima oportunidad. Con asombro, la multitud observó atenta. Parecía liviano a la mano, al quitar la funda, el brillo les cegó un instante. Era realmente bello. De un tajo comprobó lo penetrante de su hoja al perforar la paja, la dureza de su material astillar la madera y la resistencia al bloquear el ataque de una uchigatana. Cabe mencionar, Yutaka se encontraba maravillado. Era exquisito, elegante y, sumamente, mortífero.

Así, Yutaka, no sólo recibió el premio, sino, el favor del líder. Un reto más le fue impuesto: forjar para ellos.

 

 

 

 

 

 

 

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Empezando el siguiente año, ya era reconocido por los habitantes del pueblo y personas del mismo ámbito. Su edad ya no representaba impedimento para que le viesen con respeto.

Llevaba consigo un pedido hacia Kashide, implementó un nuevo tipo de flechas, los arqueros estaban impacientes. Caminaba tranquilo, atravesando las calles de Sawara, pensado en qué podría cenar. De repente, un grito ahogado proveniente de un callejón captó su atención. Debatió internamente si debía intervenir, podía tratarse de ladrones intimidando a una mujer o, peor, niños indefensos; no quería dárselas de héroe, tampoco huiría dándole la espalda a alguien rogando auxilio.

Se adentró al semi-oscuro callejón, temió no ser útil al oír los desesperados gritos e intentos de forcejeo, llantos se sumaron a la sinfonía angustiosa. Aceleró el paso, la escena le dejó en shock: una persona era elevada del piso por la cintura, vestía un kimono de brillantes colores (rosa y azul), la moña en sus cabellos azabaches se deshacía en cada movimiento brusco, lodo empañaba el blanco rostro y palabras soeces abandonaban los labios melocotón; dos hombres vestían yukatas desarregladas, tenían aspecto de estar ebrios, uno de ellos no soltaba a la persona que pataleaba queriendo liberarse y el otro, tiraba de los cabellos de un niño de cinco años, también desaliñado. Oía las súplicas de aquella voz rasgada, reaccionó cuando uno de los sujetos lanzó el cuerpo delicado contra la pared y le amenazó apuntando un trozo de viga de madera en su dirección.    

No tenía con qué defenderles, a menos que usara las flechas. Lanzó una flecha a cada hombre, distrayéndoles, no les hizo daño, pero bastó hacerles voltear y centrar la atención a él. Hace mucho no enfrentaba una pelea en desventaja, cuadró una flecha a la altura de su quijada, la otra, encima del muslo; serían a su conveniencia, sí o sí.

Mientras los hombres luchaban, la persona tirada al suelo, tomó fuerzas para levantarse, susurrando el nombre del niño, quien se acercó sin ser notado. Se abrazaron fuerte, lo suficiente, las mangas del kimono tapaban al pequeño. No estaban en condiciones de correr, sólo les quedaba esperar, rezar los dioses por que aquel buen señor no terminara como ellos. Parecieron horas hasta que al fin una gentil mano se posó sobre su hombro. Frescas lágrimas escaparon de sus orbes, esta vez de alivio.  Agradeció repetidas veces, apretando al pequeño.

—Será mejor que regresen a casa. —aconsejó. Tendió una mano, ofreciendo apoyo al notar la pierna lastimada.

—Muchas gracias. —aceptó la oferta, poniéndose de pie. Sacudió el polvo de sus ropajes y los del infante. —Volveremos de inmediato, no…

Un murmullo triste le interrumpió.

—No tenemos casa. —sollozos lastimeros llenaron de incomodidad el ambiente.

—Shima, no digas eso. —se acuclilló, escondiendo el dolor. Le palmeó la cabeza, acomodando los mechones disparejos. —Ya verás que pronto encontraremos una, será grande y muy cálida.

—¿De verdad, Taka? —las pequeñas manos limpiaban (sin éxito) las gotas que empapaban los regordetes cachetes. Un asentimiento fue la respuesta. Yutaka le ayudó a levantarse al verle tambalear, casi caer de espaldas.

—Si quieren, pueden quedarse unos días en mi casa. Sólo si quieren. Bueno, no es mi casa, sino una posada, trabajo allí, la señora es muy amable, seguro me da permiso de tenerles…—risas nerviosas acompañaban la perorata, más aspavientos. —Mi habitación no es muy grande, aun así, creo que alcanzaremos bien, si muevo la mesilla… —pensativo miraba el cielo, en silencio.

—No es necesario…

—¡Sí, por favor! —dijeron al unísono, siendo la voz infantil la de mayor volumen.  

—Shima, espera. —regañó. —Agradezco que nos salvara la vida, le debemos un favor. No creo correcto aprovecharnos de esta manera de su cortesía, irrumpiendo su espacio privado, compartiéndolo con dos desconocidos. —se notaba preocupación y temor en las bonitas facciones, el estado de alerta le endurecía el semblante. 

—No es problema, en serio. Además, necesitan descansar, han pasado muchas cosas hoy, ¿no?

No esperó respuesta. Cruzó el callejón ignorando a los borrachos derribado cerca de la basura.

—¿Usted hizo eso? —cuestionaron sus acompañantes.

—No. —Mejor decir la verdad, mentir no se le daba. —Hicieron un mal movimiento, chocaron las cabezas y el sake hizo el resto. —comentó, divertido.

Tomaron camino hacia el ryokan. Cargó a “Taka” sobre su espalda, notó la dificultad al caminar, no quería lastimarle más. Reacio accedió a subir, el kimono le impedía acomodar las piernas a los costados, pero se las arregló para no caerse; un brazo le sostenía al cuello de Yutaka, del otro, Shima enredó sus dedos.

Notas finales:

Aclaraciones: *tachi-> Espada que mide de 70 a 90 cm. Las demas espadas mencionadas miden de 45 cm a 2mts.

*geta->sandalías.

*ryokan-> Posada

Wakizashi que hizo Kai

 

Nos leemos~


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