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Hasta El oscuro puede amar por lizergchan

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Disclaimer: Los personajes de Marvel no me pertenecen, sino a Marver Estudios, Disney y a Stan Lee. Este fic lo hice sólo y únicamente como diversión. Créditos a los autores de las imágenes de portada en turno.

Personajes: Dr. Strange/Tony Stark.

Aclaraciones y advertencia: Romance, angustia, muerte de personaje, pactos demoníacos y lo que se me vaya ocurriendo, kesesesese.

 

 

Resumen: Todos sueñan con la eternidad, pero pocos conocen la maldición que conlleva.

Beta Reader: Samantha_Myarrow

 

—d

 

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Hasta El oscuro puede amar

 

 

Capítulo 7.- Mi nombre es Stephen Strange

 

 

…Abrió los ojos, el cuerpo le dolía. El suelo era de piedra lisa, húmeda, al igual que las paredes que parecían estar talladas de forma natural; trató de levantarse, pero fue de inmediato detenido por una delicada pero firme mano.

 

El lugar estaba pobremente iluminado con antorchas que despedían un olor pestilente.

 

—Cuidado, si te mueves así de brusco podrías marearte —dijo una mujer que le ayudó a recargarse en la pared. Tenía frío.

 

Lo último que recordaba era despedirse de Elizabeth y su hijo antes de subir a su carruaje con la intención de ir a visitar al Duque Charles Bardon de Suffolk. Fue víctima de un ataque, su escolta, masacrada por seres que no podía catalogar como otra cosa diferente a demonios, ¿Cómo no hacerlo?, él mismo le había disparado en la cabeza a uno de ellos y éste se levantó y siguió atacando como si no hubiese recibido daño alguno.

 

—¿Cómo te llamas? —habló la mujer.

—Stephen —respondió con seriedad. No confiaba en la dama frente a él; usaba ropas… impropias; llevaba una especie de camisón de amplias mangas y pantalones holgados, además de tener el cabello corto, nada adecuado para una dama, además de un extraño símbolo tatuado en la mejilla derecha.

—¿Solo Stephen? —él asintió con la cabeza —, bueno, Sr. Stephen Strange —dijo con tono de broma —. Soy la maestra Alice Willson, guardiana del santuario de Londres. A su servicio, mi Lord.

—¿Santuario?, ¿Eres una clase de sierva de Dios?

—Es una bruja —Stephen se sobresaltó, alejándose de ella. Fue ahí que se dio cuenta que no estaban solos, había cinco personas más, tres hombres y tres mujeres, todos ellos usaban ropas de diferentes clases sociales.

—La vimos usando sus artes profanas —dijo un hombre cuyo nombre era Thomas Stone, un miembro de bajo rango de la iglesia que Enrique VIII había fundado años atrás. —Aléjate de esa ramera del diablo si no quieres arder con ella por la eternidad en las llamas del infierno.

—Las artes místicas no son artes profanas —contestó Alice. Lucía demasiado calmada para el gusto de Stephen —. Protegemos su realidad de ataques de carácter… animal.

—Una forma bonita de llamarle a la brujería —dijo Ana Browns, una campesina, quien, de cierta manera estaba agradecida de haber sido secuestrada, pues eso la salvó de ser obligada a casarse con el hombre que violó a su hermana hasta matarla.

—Es suficiente —los interrumpió Arthur, un comerciante. Se colocó entre Alice y el resto. Él solo quería salir de ahí y seguir con su vida, tal vez encontrar a una buena mujer y casarse.

—¡Te atreves a defender a la bruja! —chilló William, un soldado de bajo rango. Él estaba enojado con la vida y cualquier excusa le servía para desahogarse un poco. Su carrera militar era terrible, no había logrado destacar en todo el tiempo que llevaba de servicio, a diferencia de su hermano que logró llegar al rango de capitán, pero, que no era tan listo ni valiente como él.

—No es momento para discutir, por si no lo han notado, todos estamos encerrados en este lugar —dijo Arthur.

—Estoy de acuerdo con él —agregó Irene. Una prostituta. Estaba asustada, no quería morir, ¿qué sería de su madre enferma? —No sabemos lo que esos tipos nos harán o por qué nos capturaron?

—Seremos sacrificados para revivir a un demonio, al antiguo rey del infierno —respondió Alice, mientras buscaba algo en el suelo.

—¡Admites tu herejía! —gritó Thomas. Stephen bufó, esta estúpida discusión no los conducía a nada; debía encontrar una forma de salir de ahí y regresar a casa antes de que Elizabeth se preocupara.

—Por desgracia, Thomas, todos compartimos el mismo destino. Somos parte de ese demonio —las palabras de Alice no hacían más que aumentar la ira de la mayoría de los ahí presentes —. Yo estaría en las tinieblas, al igual que ustedes, si no hubiese sido por Ancestral.

—¿Ancestral? —preguntó Stephen. Alice le miró y sonrió.

 

La maestra de las artes místicas le explicó, a grandes rasgos, que ella provenía de una orden de maestros encargados de proteger el mundo de seres que las personas comunes jamás entenderían; su líder, era una mujer a la que solo llamaban Ancestral y de, quien se decía, había vivido desde la época de los celtas.

 

—Ella y el Caballero Blanco nos salvarán —dijo Alice, su voz cargada de esperanza y anhelo. —Esta vez, la maldición que hay en nosotros se romperá. Después de tantos siglos de dolor seremos libres.

 

 

 

No supieron cuantos días estuvieron ahí, ¿minutos?, ¿horas? ¿días? Con solo la luz de las antorchas era difícil saber; el frío del lugar comenzaba a afectarles. Todos se estaban debilitando, sus carceleros a penas y les daban media hogaza de pan y un poco de agua al día; la única que no parecía tan afectada era Alice, quién no perdía la esperanza de que Ancestral los salvaría; de que el Caballero Blanco por fin lograría romper la maldición.

Arthur y Stephen se habían quedado junto a Alice, escuchando sus historias que los ayudaban a mantener la mente alejada de su realidad.

Alice les contó que ella perdió a su familia siendo muy joven durante un crudo invierno; su vida fue salvada gracias a la intervención de Ancestral.

Durante su entrenamiento recuperó los recuerdos de vidas pasadas y sobre todo de Ramuel/Odio.

 

—Todos nosotros somos parte de ese demonio —dijo Alice —. Fue dividido en siete: Odio, Orgullo, Avaricia, Vanidad, Envidia, Ira y Corazón.

—Mencionaste a un tal… Caballero Blanco —dijo Stephen, la maestra de las artes místicas asintió con la cabeza.

—Él es, un Nefilim, como nosotros, su nombre original era Yaialel —aquello ocasionó que el corazón de Stephen se contrajera de la misma forma que lo hacía al pensar en las posibilidades de morir y dejar a Elizabeth sola eran demasiado altas. —El Caballero y Corazón/Namiel, eran unidos, se amaban, por eso, cuando Namiel fue elegido para cargar tan pesado destino; se ofreció para ser el guardián de todos nosotros.

 

Alice siguió contándoles sobre los siete malditos, de cómo, al cumplir los 34 años, los Monjes de la Sangre aparecían e intentaban el ritual, por suerte siempre eran detenidos por El Caballero Blanco, aunque solo lograba salvar a uno antes de morir.

 

—… sólo uno sobrevive, sólo uno hasta que la cadena se rompa o resurja el mal —recitó Alice.

 

 

 

 

Ella era una dama noble, esposa de Stephen Howard, el sexto hijo de Thomas Howard III, duque de Norfolk, juntos habían tenido un hermoso niño al que llamaron Henry. Aunque era su deber de esposa darle más vástagos a su marido, le fue imposible; su unigénito había dejado serias complicaciones en ella, casi había muerto durante el parto.

 

Aunque provenía de una familia de buena posición, no contaban con la misma influencia que los Howard, aun así, había tenido suerte de ser entregada a un hombre tan maravilloso como lo era Stephen.

 

—¿Estás lista? —le dijo Ancestral; aquella mujer que se cruzó en su caminocuando ella, desesperada por encontrar a Stephen; había salido de casa montada en su caballo, olvidando por completo las buenas formas y etiquetas.

A penas y se había alejado unos kilómetros de los terrenos de su familia cuándo fue atacada por un trío de ladrones; de no ser por Ancestral, seguramente la habrían violado y… asesinado.

 

—Sí, solo pensaba en todo lo que ha sucedido en esta semana —dijo al tiempo que desenvainaba su espada, ¿quién lo hubiera pensado? Las armas no eran para ser sostenidas por las delicadas manos de una noble.

—Has cambiado mucho, es cierto —concedió la Hechicera Suprema sonriendo con amabilidad.

—Demasiado —dijo triste. Se abrazó a si misma. Miró al horizonte y suspiró —. Temo que Stephen me rechace.

 

¿Cómo podía su esposo seguir amándola? Tuvo que dejar atrás sus elegantes vestidos y reemplazarlos por ropas nada femeninas. Además, de la noche a la mañana había logrado manejar la espada de tal forma que el arma parecía ser una extensión de su cuerpo.

 

—Dudo mucho que él lo haga—Ancestral había leído los escritos que una de las tantas reencarnaciones del Caballero Blanco había dejado; en ellos hablaba del amor que él y Corazón compartían y qué, muy a pesar de siglos de sufrimiento, no se había mermado.

—Sé quién soy o más bien, quién fui, quienes éramos —dijo al tiempo que desenvainaba su espada y la levantaba en alto; la luz del sol hizo que parte de la hoja brillara —. Mi destino es morir salvando a uno de los siete y por mi hijo que haré lo imposible para que ese sea Stephen.

—Tal vez… exista una forma para salvarlos a todos, incluyéndote.

 

 

 

 

El despertar de los siete fue abrupto; hombres ataviados en túnicas negras y capuchas ingresaron a la celda, los inmovilizaron mientras otro con la cabeza descubierta y rostro deforme se acercaba a cada uno; colocó una extraña medalla en la frente de cada uno y recitó en idioma desconocido.

 

—¡Suéltame! —gritó Stephen cuando el hombre se acercó a él para repetir el mismo proceso que hizo con los demás.

 

En el momento que el metal tocó su frente, un calor abrazador se apoderó de él; cientos de imágenes. Vidas pasadas se apelmazaron en su mente, mareándolo.

 

—Digan su nombre —exigió el hombre deforme con voz rasposa y profunda. Los siete levantaron la cabeza; sus miradas lucían perdidas, como si estuvieran hipnotizados.

—Soy Ramuel, soy el Odio que El Oscuro sintió al ser traicionado por su ejército —dijo Alice. Aquellos que la sostenían momentos atrás, ahora la desvestían.

—Mi nombre es Leliel, soy el Orgullo que lo mantuvo luchando contra los ángeles —recitó Arthur, él también fue despojado de sus ropas.

 

A ellos dos les siguió Thomas, quien era Azazel, la Avaricia. William, que en algún momento se llamó Turel y representaba a la Vanidad, Irena, Zavabe, era la Envidia. Ana, Araziel quien era Ira.

 

—Soy Stephen… el Corazón, quien es el recipiente que custodia la verdadera forma del Oscuro.

 

 

Los siete fueron conducidos al exterior; era de noche. La luna llena tenía un extraño tinte rojizo. En un claro del bosque, a cientos de metros de la cueva donde estuvieron encerrados había una pira de fuego que despedía un nauseabundo olor a carne quemada.

Hombres de aspecto aberrantes retozaban en una desenfrenada orgia impía. Algunos, abusaban de mujeres e incluso de niños. Tal escena debía ser suficiente para horrorizar a cualquiera, pero estando ellos en un profundo transe, les fue indiferente. Eran simples marionetas.

 

Rodeando la pira, siete cruces se erguían delimitando la luz y la oscuridad.

 

Los sacrificios fueron colocados en su sitio, con los brazos abiertos, amarrados a la cruz y con el pecho expuesto. El frio comenzaba a dejar señales en los desnudos cuerpos de los desdichados. El hombre de la túnica y rostro descubierto <<el monje principal de la orden de la sangre>>, habló en la lengua de los demonios e inmediatamente, todos se detuvieron.

 

Uno de los que participaban en la orgia, se acercó para entregarle una copa que contenía la sangre coagulada de seis niños que no sobrepasaban sus seis primaveras, mismos que ahora alimentaban la hoguera.

 

El monje ungió a los siete con la sangre de los inocentes; dibujó símbolos en sus pieles cuyos significados se habían perdido en las tinieblas del tiempo.

 

Una daga ceremonial de hoja zigzagueante le fue entregada; la levantó en alto sobre su cabeza y la clavó, profundo, en el pecho de Ana que gritó, su agonía despertó a los otros de su trance solo para observar, horrorizados, como le abrían la caja torácica exponiendo sus órganos.

 

—¡No, por piedad!, ¡no! —chilló William tratando inútilmente de soltarse. El monje le dedicó una sonrisa cruel y hundió la daga en su víctima mientras trenzaba palabras en aquel idioma que, por alguna razón, comenzaban a comprender, al menos en parte.

… llamo a ti… Señor… Rey del infierno… libero… prisión…

 

Stephen cerró los ojos; gritó cuanta oración le pasó por la cabeza. Era estúpido, pero tenía la esperanza que aquello los alejara.

 

—Tu Dios no te salvará —dijo el monje a escasos centímetros de su rostro. Su voz había mutado, ahora era siseante, hueca. El monje lamió la mejilla de Stephen, repugnándolo. Su saliva era viscosa. —Eres el último.

 

En efecto. Ya los otros tenían la caja torácica abierta e increíblemente, aún continuaban vivos.

 

Stephen cerró los ojos; dio una última plegaria, por su esposa, por su hijo… por él.

 

Gritó. La afilada cuchilla se clavó en su piel, penetrando la carne hasta llegar al hueso. Demasiado lento. Tan doloroso.

 

Iba a morir.

 

Perdóname Elizabeth…

 

 

El sonido del látigo cortó el aire. Los maestros de las artes místicas hicieron su aparición; comandados por la Hechicera Suprema y una mujer de cortos cabellos ataviada en ropas blancas, armada con una resplandeciente espada que, al hacer contacto con aquellos deformes seres los convertía en polvo.

 

Los maestros abrían paso al Caballero Blanco; ella, sin miramientos, atravesaba con su espada a cualquiera que se cruzara en su camino. El monje principal observaba, impávido, la intervención de su eterno enemigo.

Nunca antes; en toda la historia habían estado tan cerca de cumplir su misión y no iba a permitir que lo detengan. Clavó la daga más fuerte, más profundo; metió las manos, forzando a los huesos a separarse, a los tendones a romperse.

Stephen ya no gritaba, no podía, la sangre en su garganta le estaba ahogando.

 

—¡Stephen! —gritó Elizabeth desesperada.

 

Ya está. El Caballero Blanco ha despertado por completo. Alas de pulcro plumaje salen de su espalda, las usa para crear ráfagas de viento y alejar a todo aquel que se interponga entre ella y el miserable que se atrevió a lastimar a su esposo.

 

El monje se aleja de su desdichada víctima para esquivar el ataque de su adversario. El ritual no está completo aún, debe apurarse o los sacrificios morirán y todo su trabajo se iría al diablo.

 

Espada y daga se chocando la una contra la otra, buscando herir al contrincante.

 

Elizabeth se movía con gracia y agilidad; asestaba golpes rápidos cuándo veía su oportunidad y se defendía cuando tenía que hacerlo, aun así, la pelea con los otros monjes comenzaba a pasarle factura.

Un nuevo ataque. Ella soltó su espada. El monje sonrió y se preparó para matarla. No pudo hacerlo; un látigo de luz dorada le arrebató la daga dándole tiempo a Elizabeth de tonar su arma y blandirla. El Caballero asestó un último golpe y la cabeza de su enemigo rodó por el suelo antes de convertirse en polvo.

 

Lo habían logrado.

 

Elizabeth se dejó caer de rodillas, sosteniéndose de su espada; estaba exhausta. Miró a su salvadora, Ancestral la observaba en silencio, como dándole oportunidad de recuperar el aliento.

 

La batalla había terminado. Los otros monjes ya no eran más que marcas negruzcas en el suelo boscoso.

 

—¿Te encuentras bien? —dijo Ancestral ayudándola a ponerse de pie.

—Sí —Entonces recordó. —¡Stephen! —gritó.

 

Corrió hasta donde se encontraba su marido; desnudo, con el pecho a medio abrir. Agonizante.

 

Elizabeth estaba horrorizada. Cayó de rodillas, cubrió su boca, conteniendo sus gritos, su llanto.

Había llegado demasiado tarde. ¿Qué le diría a su hijo?

 

—Aún podemos salvarlos —dijo Ancestral, de entre sus ropas sacó un libro de pasta negruzca que Elizabeth reconoció al instante. Era el manuscrito que ella había escrito en una de sus vidas anteriores, cuando su nombre era Rhazes, compañero y amigo de Abdul Alhazred, El Árabe Loco, quien pasaría a la historia por crear el Necronomicón.

 

El libro era un compendio de hechizos que Rhazes y El Árabe Loco habían reunido a lo largo de sus años de trabajo, de sus investigaciones sobre la maldición de los siete.

 

Alhazred había creado el vademécum usando la piel y viseras de los siete y del Caballero Blanco; la sangre del sobreviviente en turno fue usada como tinta. Las ominosas acciones del Árabe Loco eran crueles y sanguinarios, pero era un maldito genio.

 

—¿Crees que funcione? —preguntó Elizabeth tomando el libro. Ancestral conocía cada hechizo, cada ritual que el compendio contenía, los conocía de memoria, después de todo lo había estudiado desde que llegó a su poder, miles de lunas atrás.

—Si lo hace o no, es posible que la pierdas —dijo mirando la espada. Ella asintió con la cabeza; perder su arma, significaba que su unión con los siete, con Corazón, se rompería, pero estaba dispuesta a correr el riesgo.

 

Los maestros bajaron a los siete, teniendo cuidado de que sus vísceras no se salieran. Increíblemente, aún continuaban con vida. Ancestral procedió a usar un portal para desaparecer la pira. Los pusieron en un círculo con Elizabeth en el centro.

 

Las plumas de sus alas comenzaban a desprenderse, mismas que los hechiceros <<por órdenes de Ancestral>>, colocaron sobre los siete desdichados.

 

Las plumas de los ángeles eran algo divino y podían sanar a cualquier humano, aun de la herida más terrible.

 

Pero ellos ya no eran del todo humanos y el poder de los ángeles no podía hacer mucho en su caso.

 

—¿Lista? —dijo Ancestral. Libro en mano. Elizabeth asintió con la cabeza. —Busquen a los sobrevivientes y llévenlos a un lugar seguro —los magos se apresuraron a cumplir sus órdenes.

 

La Hechicera Suprema comenzó a crear símbolos. Simples mortales como ellas no tenían el poder suficiente para romper la maldición que pesaba sobre los siete y tanto Rhazes, como el Árabe Loco lo sabían, por eso era necesario dos cosas: el sacrificio del Caballero Blanco y una persona versada en la magia.

 

Ancestral recitaba hechizos de tal forma que parecía hablar al revés. Estaba llamando a alguna deidad benévola, pero rogaba que un miembro de la hueste celestial fuese quien respondiera.

 

Y Dios parecía estar de buen humor. Un hombre castaño, alto, ataviado en una armadura tipo romana apareció junto a Ancestral. Grandes alas sobresalían de su espalda. Zadquiel, el ángel de la misericordia, de la justicia, el perdón y la compasión fue quien contestó su llamado.

 

La hechicera se desmayó por el esfuerzo, pero no tocó el suelo; el ángel la atrapó y la transportó a un lugar seguro. Ningún humano debía estar presente para lo que sucedería a continuación.

 

—Es momento que descansen —dijo el ángel, su voz era dulce y cálida, pero al mismo tiempo no parecía terrenal —… más Él no puede ser liberado o la humanidad sufrirá. Uno sería quien vivirá por siempre… será sus cadenas…

 

Zadquiel caminó al círculo, tocó la cabeza de cada uno de los siete y después se colocó frente a Elizabeth, tomó sus manos, guiándola a posarlas sobre la empuñadura.

 

—¿Cómo sabemos que ese demonio no va a regresar? —Elizabeth quería salvar a Stephen sin importar el precio, pero una parte de ella (la que era El Caballero), le preocupaba hacer lo incorrecto. El ángel le sonrió.

—Sus hermanos y tú estarán con él, guardarán el sello, pero solo sus esencias nefilim, después de esto, serán humanos —Elizabeth asintió —, más hay una advertencia… ni los liberados, ni tú podrán tocarlo.

—¿Por qué?

—Ustedes serán purificados y el elegido será prácticamente un demonio —Elizabeth se mordió el labio; asintió con la cabeza. Cerró los ojos e hizo una plegaria.

 

Por favor que no sea Stephen…

 

 

Lástima que el buen humor de Dios terminó ahí, o quizás era lo contrario y quiso jugar una broma…

 

 

Los cuerpos de los siete comenzaron a brillar, lo mismo sucedió con Elizabeth que de un momento a otro, perdió el conocimiento, pero en ningún momento soltó su espada.

 

Los huesos se soldaron y la carne se cerró.

 

Ocho figuras de luz blanca salieron de los cuerpos, en el centro de éstas había una especie de cristal negro. Comenzaron a volar en círculos, tan rápido que se volvieron uno, finalmente se detuvieron y ya no eran siete, si no quince, ocho tenían alas y lentamente se fueron uniendo hasta solo quedar una.

Los siete restantes; almas humanas, regresaron a los cuerpos de seis de los siete maldecidos y a Elizabeth.

 

 

En el centro de un bosque se encontraba un castillo de piedra negra, rodeado por muros de hielo y fuego. Dentro, guerreros de diferentes eras permanecían congelados en el tiempo.

Caminó por largos pasillos; subió y bajó escaleras que parecían eternas, mientras más avanzaba, la temperatura iba descendiendo.

 

Pero no sentía frío.

 

En una habitación <<dónde no sabía si era en los pisos superiores o inferiores>>. Tocó la pesada puerta y está se abrió. Dentro había un trono de esqueletos, en él, una persona con su apariencia se encontraba sentada.

 

—¿Dónde estoy?

—Estas dentro de ti mismo —Zadque que había aparecido junto a él. —Es tu Sanctasanctórum.

—Soy el elegido —el ángel sonrió.

—Solo si tú quieres —acarició su cabeza con ternura —, si no deseas hacerlo, no hay problema. Todo volverá a ser como antes.

—Si me niego… mis hermanos… Elizabeth… todos, seguirán condenados —si era egoísta, continuarían atrapados en ese circuló interminable.

—Pero si aceptas, tú vagaras eternamente por la tierra, no conocerás el hambre y el frío, tus heridas sanarán al instante.

—Pero estaré solo —Zadquiel asintió. Miró a su doble sentado en el trono; éste le sonreía, arrogante. Lo estaba retando.

—No serás humano, demonio o mucho menos ángel —lo comprendía, su vida sería aún peor que cualquier cosa que hubiese pasado antes. Tenía miedo de sufrir, pero si no lo hacía…

—No me importa, si con eso son libres.

—Sus esencias Nefilim te acompañarán, pero sus espíritus serán libres —le prometió el ángel.

 

Caminó, trémulo, hasta quedar a un metro de distancia de su copia. Temía perderse, ser absorbido por el mal y terminar lastimando a alguien, de herirle…

 

No temas —Yaialel se encontraba junto a él, su apariencia era la misma que él recordaba de la última vez que se vieron, cuando la maldición inició.

Namiel, nosotros estaremos contigo —dijo Turel, junto a él estaba Ramuel, Leliel, Azazel Araziel y Zavabe, todos, le sonreían con cariño, él asintió con la cabeza, se acercó más a su copia y se sentó sobre él, uniendo sus cuerpos, sus esencias.

 

Los siete restantes caminaron detrás del trono; extendieron sus alas, elevándose a metros del suelo; lentamente, una muralla de hielo los fue rodeando, hasta dejarlos encerrados. Zadquiel se acercó al hombre, le ofreció su mano.

 

—Bienvenido…

 

 

….

 

Gritos agónicos los despertaron. Un hombre estaba de pie, sosteniéndose la cabeza. Alas de negro plumaje, su piel se había vuelto rojiza, sus venas sobresalían en amarillo brillante. Todo él parecía haberse vuelto de lava.

 

—¡Stephen! —exclamó Elizabeth, pero él no le escuchó.

 

Cayó de rodillas. Rugió de dolor; su sangre se había vuelto como lava incandescente recorriendo sus venas.

 

Su pálida piel se volvía oscura por momentos. Los ópalos se convertían en rubíes.

La agonía de miles de vidas recorriendo cada fibra de su ser.

Voces gritaban su nombre, pero él las escuchaba tan lejanas, como el eco de tiempos pasados.

 

—No debiste hacerlo…

 

Una onda expansiva proveniente de Stephen los hizo salir volando por los aires, cayendo a metros de distancia. La espada del Caballero yacía rota junto a su dueña-

 

—Está hecho —dijo el ángel —. Stephen Howard…

—No —lo interrumpió él —Vincent Stephen Howard a muerto —sus alas se irguieron, mostrando todo su esplendor; largos cuernos nacieron de su cabeza, sus ojos se volvieron dos pozos oscuros —. Soy Stephen Strange…

 

 

Continuará…

 

 

 

….

 

 

 

Ok, este capítulo fue muy largo, pero quería dejar lo más claro posible el cómo Strange se convirtió en demonio.

Espero les gustara el capítulo, nos vemos en la siguiente.

 


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